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El desafío de la Escolástica
El siglo XII fue la época de mayor poder creador en la historia del cristianismo medieval. No llegaron a materializarse las esperanzas gregorianas de un mundo gobernado por los principios cristianos; sin embargo el reinado de Inocencio III llevó a la Iglesia a un punto culminante de poder político y moral sin precedentes. No cristalizó el intento de formar una comunidad cristiana integrada por las naciones que estaban surgiendo en Europa, pero las Cruzadas fueron testimonio del poder de los ideales comunes y de la voluntad para la acción unida. El desarrollo de la piedad individual, la búsqueda incansable de la verdad y la belleza condujeron a una renovación del misticismo y a una originalidad sin par en la poesía y el arte. El ansia embriagadora de alcanzar ideales elevados, pero fugaces, está genialmente expresado en la poesía de Cristián de Troyes († 1190) y creyó la leyenda conmovedora del Santo Grial, la fuente de vida nueva, conocimiento y bienaventuranza celestial en la tierra, quintaesencia alegórica de todo lo que para esa noble generación hacía la vida digna de ser vivida. Dentro de las órdenes monásticas renovadas, los cistercienses ofrecían lo que millares de almas piadosas reconocían como la elección más remunerativa, una forma de vida que conducía con toda seguridad a la salvación. De acuerdo con algunos estudiosos de la piedad y poesía de aquella época, Claraval sirvió de modelo a Cristián para el castillo místico del Santo Grial, y Parsifal hablaba el mismo lenguaje de san Bernardo. Sea como sea, el mensaje de gran Abad, con su autoridad irresistible, llegó al corazón de sus contemporáneos más calificados. En 1139 se dirigió a un grupo de eruditos de París y prometió a la audiencia, fascinada, sabiduría y felicidad; no como Abelardo, por medio de la razón y la lógica, sino por el amor. Los invitó a ir a Claraval, donde podrían «encontrar el santuario admirable donde el hombre se alimenta con el pan de los ángeles, el paraíso de delicias establecido por Dios…, un paraíso no destinado a los sentidos, sino de felicidad interior. Éste es jardín al que no se puede entrar con los pies, sino en alas del amor». Mientras éste fue el ideal buscado por los novicios cistercienses, no hubo necesidad de enseñanza formal alguna dentro de las abadías. Aquellos que ya habían recibido instrucción en el mundo antes de su «conversión», sintieron con más intensidad el atractivo del Cister. El advenimiento del siglo XIII anunciaba un cambio drástico en esta atmósfera cultural enrarecida. El vergonzoso fracaso de la Cuarta Cruzada, desviada por los intereses comerciales de los venecianos, de Tierra Santa hacia Constantinopla, enfrió el entusiasmo de los guerreros del siglo XIII por aventuras similares. Después de la muerte prematura de Inocencio III, el papado se convirtió en instrumento y eventualmente en víctima de intereses políticos antagónicos. Federico II, el último de los grandes Hohenstaufen, en franco contraste con su abuelo, el cruzado, fue capaz de cambiar el Sacro Imperio Romano por una monarquía siciliana altamente centralizada, y vivió y gobernó independientemente de las normas de la moral cristiana. La piedad popular, en especial la fascinación que ejercía la pobreza, tomó un giro particularmente peligroso en la herejía antisocial y anticlerical de los albigenses. Los medios de defensa de los misioneros cistercienses resultaron ineficaces frente a esos formidables adversarios. Santo Domingo luchó contra esa herejía de excentricidad emocional con las armas de una lógica despiadada, completada con la fuerza, cuando resultaba insuficiente. La represión armada de los disidentes y la Inquisición fueron fenómenos tan nuevos como la teología «escolástica», basada no ya en las enseñanzas neoplatónicas de los Padres de la Iglesia, sino en la filosofía de Aristóteles, que se acababa de descubrir. La nueva enseñaza se desvió del misticismo afectivo y de la espontaneidad informal del siglo XII, y transformó la teología en una disciplina rígidamente controlada por profesionales, quienes firmemente establecidos en las nuevas universidades dictaban en todas partes el mismo tipo de clases, basadas en los mismos textos. El racionalismo triunfante imprimió su huella en todo campo del quehacer intelectual o artístico. Todo lo que fuera digno de ser conocido se recopilaba en summas o enciclopedias sistematizadas. La música era una rama de la ciencia; la arquitectura fue dominada por la maestría de la ingeniería, y aun la poesía tuvo que disfrazarse de erudición. La comercialización de la economía y el desarrollo posterior de las ciudades, habitadas por una burguesía bien educada, próspera y ambiciosa, no estaba relacionada directamente con las corrientes intelectuales renovadoras, pero, con toda seguridad, se sumaron también para caracterizar la diferencia tan llamativa que distingue al siglo XIII del anterior. Es evidente que las abadías cistercienses, en su aislamiento rural y rústica simplicidad, no podían estar ya en la primera línea de los acontecimientos del siglo XIII. Los dominicos se adaptaban mejor para servir a la Iglesia como misioneros y teólogos; los franciscanos podían hacer llegar el mensaje de pobreza a las masas urbanas con mayor efectividad. El laicado o la clerecía secular, educada profesionalmente podía reemplazar fácilmente a los cistercienses como consejeros, agentes papales o reales. Y lo que es más importante, la flor de las vocaciones religiosas se unían a los mendicantes, más que a las órdenes monásticas tradicionales y, aun los hermanos conversos encontraban un trabajo más remunerador en los conventos urbanos de las nuevas órdenes, que en las granjas cistercienses. Los cambios en las constituciones y en la administración habidos dentro de la Orden cisterciense, indican claramente que el Capítulo General no sólo estaba al corriente de lo que exigían los nuevos tiempos, sino que estaba dispuesto a adoptar las modificaciones pertinentes. Pero, en el filo de 1230, se hizo evidente por primera vez, que la vieja imagen pública de la Orden necesitaba ser restaurada, si quería ser lo suficientemente atractiva como para mantener y poblar las abadías con el personal adecuado. Durante el resto del siglo, la figura del asceta cisterciense, pasando su día en oración y duro trabajo manual, fue reemplazada por la del monje erudito, que distribuía sus horas de trabajo entre la escuela y la biblioteca. Buscando razones de más peso para fundar el primer instituto educativo cisterciense, Mateo Paris, un testigo contemporáneo bien informado, llega a la conclusión de que «los cistercienses, para evitar el menosprecio de los dominicos, franciscanos y seculares eruditos, especialmente hombres de leyes y canonistas…, deberían poseer casas en París y otros lugares donde florecieran las escuelas, y entonces establecerían allí sus propios colegios, donde pudieran estudiar teología, cánones y Derecho Romano con mayor devoción, porque no querían parecer inferiores ante los demás». El cronista mostraba ciertas reservas acerca de las tendencias de las órdenes monásticas, y recordaba que el autor de su Regla, san Benito, había abandonado la escuela en Roma para retirarse al desierto. Sin embargo, no censuraba a las órdenes, sino a la influencia corruptora de un mundo que ya no respetaba la simplicidad monástica. Si duda alguna, el gran historiador inglés se hacía eco de la opinión de sus perplejos contemporáneos, quienes creían, con toda razón, que la existencia de elementos de rivalidad entre las principales órdenes religiosas estaba íntimamente relacionado con la búsqueda de niveles superiores de educación. En el caso de los cistercienses, se unieron otros dos factores para agravar el problema que necesitaba la más urgente solución. Uno de ellos fue la experiencia negativa de muchos abades que habían predicado contra los albigenses, y cuya falta de conocimientos teológicos era reconocida abiertamente como una de las causas del fracaso cisterciense. Mas el factor decisivo lo determinó la aparición de la personalidad extraordinaria de Esteban Lexington, otro gran inglés en la historia de la Orden, quien no sólo comprendió la necesidad imperiosa de monjes cultos, sino que poseyó la energía y el celo necesarios para iniciar un programa afortunado enfrentándose a una poderosa oposición. Esteban Lexington pertenecía a una familia prominente de oficiales de alto rango que habían servido a la iglesia inglesa y el gobierno real. Recibió una educación excelente, estudiando primero en París y después en Oxford, donde fue discípulo de san Edmundo Rich de Abingdon, luego arzobispo de Canterbury. En 1214, recibió una prebenda en la iglesia de Southwell, pero probablemente bajo la influencia de su santo maestro, se unió pronto a los cistercienses, conjuntamente con otros siete compañeros, en la Abadía de Quarr, en la isla de Wight. En 1223, se convirtió en el abad de Stanley y, desempeñando este cargo, recibió del Capítulo General la misión de visitar las turbulentas abadías irlandesas. Su gira de visitas en 1228 resultó una experiencia en extremo difícil, y el Abad llegó a la conclusión de que la mayoría de los desórdenes se originaban por razón de la total ignorancia y la torpeza de los monjes, con los cuales ni siquiera se pudo comunicar, porque los irlandeses ni hablaban ni entendían latín, inglés o francés. En 1229, fue elegido abad de Savigny, y aprovechó su mayor autoridad para mejorar el número y la calidad de las vocaciones por intermedio de la red que formaba la extensa familia de Savigny. Sin pérdida de tiempo, emprendió una .gira de visita, y en cada abadía ordenó que, después de completar el noviciado, el joven monje debía pasar dos años más «leyendo, meditando y estudiando las leyes y costumbres de la Orden, durante cuyo tiempo, ninguna otra actividad debía interferir esos estudios». En 1241, se unió con los abades de Cister, Claraval y otras casas para concurrir a un sínodo romano convocado por Gregorio IX. Los barcos genoveses que conducían a los prelados fueron interceptados por la flota imperial comandada por Enzio, hijo natural de Federico II. La mayoría de los abades fueron capturados, pero Esteban pudo escapar gracias al valor de su hermano, Juan Lexington. Hacia fines de 1243, Esteban alcanzó la culminación de su carrera, cuando fue elegido abad de Claraval. Su influyente posición le brindaba la oportunidad de !dar una nueva orientación y perspectiva a la vocación cisterciense, abriendo un nuevo camino a la institucionalización de la educación superior. Este paso inevitable era una idea largamente acariciada por Esteban. Como abad de Stanley, alrededor de 1227, había escrito al abad Raúl de Claraval previniéndole sobre «la amenaza de ruina y de extinción de nuestra Orden por razón de los defectos de sus miembros, y justamente es así… porque ya no tenemos hombres recomendables por su piedad e ilustración, como en la época de san Bernardo; hombres que pudieran tender una mano, en esta situación, a nuestra Orden vacilante y envejecida». Los rumores de una herejía que se había difundido entre los cistercienses del sur agravaron la situación. Escribiendo a Juan, abad de Pontigny (1233-1242), Esteban llama la atención sobre siete monjes herejes de Gondon (filial de Pontigny), que habían caído en el error a causa de su ignorancia. «Es de temer – agregaba – que se cumpla la horrible predicción que nos hizo uno de los dirigentes dominicos; a saber, que dentro de una década ellos estarían obligados a tomar la dirección y reformar nuestra Orden, porque durante los últimos trece años no se nos ha unido ningún estudioso eminente, en especial ningún teólogo, y los que todavía tenemos, son muy ancianos». Como conclusión, el Abad Esteban le pidió a su colega de Pontigny que movilizara sus relaciones en Roma, para que sus amigos informasen al Papa de los graves problemas de la Orden, con la esperanza de que el Pontífice presionara al Abad de Cister y a los protoabades, y los impulsara a actuar. El propósito concreto de Esteban era una asamblea de abades «cerca de París, de modo que los dirigentes de la Orden pudieran discutir el asunto entre ellos mismos y hallar los medios para contrarrestar el peligro creado por la falta de instrucción». No se conocen los detalles de los hechos posteriores, pero debió triunfar su iniciativa, porque el Capítulo General de 1237, a petición del abad Everardo de Claraval (1235-1238), permitió que él, Everardo, enviara a sus monjes a París para estudiar, y con ellos otro monje más y dos hermanos legos, para atender las necesidades materiales de los estudiantes. Esta medida se hizo extensiva a otros abades que quisieron mandar a sus estudiantes a París, para unirse con los de Claraval. En realidad, Claraval ya poseía una casa en París, adquirida en el año 1227 cerca de la Abadía de Saint-Germain-des-Prés, y es muy probable que se haya formado allí el primer grupo de estudiantes cistercienses. La institución se desarrolló a pasos agigantados inmediatamente después de la elección de Esteban como abad de Claraval, el 6 de diciembre de 1243. Sin pérdida de tiempo, informó a Inocencio IV de su intención de construir un colegio completo para los cistercienses en París, y consiguió el más decidido apoyo del Pontífice. Una bula fechada el 5 de enero de 1245 autorizaba al Abad de Claraval a establecer en París un studium «para la salvación y honor de la Orden [Cisterciense], y para esplendor y gloria de la Iglesia universal». Debido a que la propiedad original de Claraval no estaba bien equipada para este propósito, Esteban la trasladó primero a una casa cercana a la abadía de San Víctor. Luego, en 1246, adquirió una gran extensión de tierra en Chardonnet, en la orilla izquierda, cerca del lugar donde las fortificaciones construidas por Felipe Augusto alcanzaban el Sena. Sospechando que esta iniciativa no sería aprobada por la mayoría de los abades de tendencia más conservadora, se dirigió al Papa pidiendo su respaldo. En vísperas del Capítulo General de 1245, Inocencio IV dirigió una carta a la asamblea elogiando la casa parisina de estudios y recomendando calurosamente su sostenimiento. Esto aseguraba el éxito, por supuesto, aunque los abades recalcaron que eso se aceptó «por orden de su Señor, el Papa, y a petición y por consejo de numerosos cardenales, especialmente del Señor Juan (de Toledo), titular de San Lorenzo in Lucina». Es igualmente significativo, que el mismo estatuto estimulara a todos los abades a promover estudios dentro de sus propios monasterios, y ordenara que una abadía de cada región, por lo menos, fuese designada para el estudio de la teología. Aunque todos los abades pudieran elegir entre enviar sus estudiantes a esos centros regionales o a la casa de París, ya en funcionamiento, la medida no se imponía de forma obligatoria y, de esta manera, los estudios formales seguían siendo completamente voluntarios. Durante la década siguiente, el nuevo colegio, que llevaba el nombre de san Bernardo, hizo progresos notables. Donaciones importantes ensancharon sus perspectivas financieras, mientras que los privilegios papales realzaban su status entre los demás colegios de París. El documento más valioso fue firmado por Inocencio IV el 28 de enero de 1254, garantizaron al Colegio de San Bernardo todos los derechos y privilegios que hasta ese entonces habían gozado los colegios de los dominicos y franciscanos, status que lograron los cistercienses antes que ninguna otra orden monástica, inclusive Cluny. Siguiendo la costumbre parisina ya establecida, el Colegio de San Bernardo estaba dirigido por un preboste, que tenía amplia autoridad tanto en materia disciplinaria como escolar y era nombrado por el Abad de Claraval. El primer preboste fue Guillermo, anteriormente procurador de Claraval, quien dirigió una comunidad de veinte jóvenes estudiantes. Un breve papal que data de comienzos de 1254 autorizaba al Colegio a admitir novicios y conversos. Esta disposición fue aprobada por el Capítulo General del mismo año, pero nunca se llevó a cabo, debido probablemente al prematuro retiro del abad Esteban. De acuerdo con el testimonio de Mateo Paris, el Colegio de San Bernardo no sólo prosperó, sino que los estudiantes cistercienses fueron más apreciados por las autoridades universitarias que los provenientes de los mendicantes. A pesar de esto y a pesar de todo el apoyo que el abad Esteban poseía en Roma, halló una hostilidad creciente entre los miembros del Capítulo General, que estaban obviamente perplejos acerca de la influencia que los estudios superiores podían ejercer sobre la herencia de todo un siglo de tradiciones cistercienses, y que estaban resentidos por el hecho de que, durante el proceso de fundación, el Abad de Claraval se dirigió únicamente al Capítulo cuando ya contaba con el pleno apoyo de las autoridades de Roma. Aunque las crónicas del Capítulo General guarden absoluto silencio sobre el particular, la sesión de 1255 se volvió contra Esteban Lexington y lo depuso como Abad de Claraval, después de lo cual el digno prelado se retiró a la abadía de Ourscamp. Es muy probable que la actitud del Capítulo estuviera motivada en gran parte por la muerte de Inocencio IV, sólido defensor de Esteban, acaecida en diciembre de 1254. A Inocencio sucedió Alejandro IV, quien se suponía no tomaría parte en la controversia. Sin embargo, el nuevo papa, atento a los acontecimientos de Cister, se puso firmemente de lado del depuesto Abad de Claraval. En una carta a Guido, abad de Cister, exigía la restitución de Esteban, y cuando Guido se negó a actuar, se dirigió a Luis IX. El rey, sin embargo, tomó partido por Cister, mientras Esteban para evitar a la Orden complicaciones posteriores, puso fin a la cuestión permaneciendo en Ourscamp, donde falleció poco después. A pesar de todos estos obstáculos, el Colegio de San Bernardo continuó desarrollándose, y hacia finales de siglo un grupo de edificios bastante grandes alojaban a unos treinta y cinco monjes. Las donaciones iniciales fueron insuficientes para mantener una institución de tal envergadura, y su financiación llegó a ser tan costosa para Claraval, que lo vendió al Capítulo General en el año 1320, siendo dirigido desde entonces en forma directa por éste y para beneficio de toda la Orden. El apogeo de la institución coincidió con el reinado de un papa cisterciense, Benedicto XII (1334-1342), quien inició la construcción de una iglesia monumental, nunca terminada. La Guerra de los Cien Años y sus penosas consecuencias, entorpecieron enormemente su funcionamiento, y esta situación difícil se agravó durante las turbulentas décadas de guerras civiles y religiosas del siglo XVI. La renovación operada en el siglo XVII restituyó sin embargo a la institución su esplendor medieval, y continuó como un colegio bien atendido y administrado hasta su supresión en 1791. En el transcurso de cinco centurias, el Colegio de San Bernardo de París graduó alrededor de quinientos doctores en teología; pocos de ellos llegaron a ser pensadores originales y prolíferos, o eruditos, pero casi todos ocuparon posiciones claves en la administración de la Orden, tanto en Francia como en el exterior. Aunque la idea de una educación a nivel superior encontró obstinada resistencia en el Capítulo General de 1255, la tendencia era irresistible y, después de algunos años, el mismo Capítulo colmó de alabanzas el esfuerzo, e hizo todo lo posible para propulsar los estudios en toda la Orden. En 1260, el cardenal Juan de Toledo estimulaba a la abadía de Valmagne para abrir un colegio anejo a la Universidad de Montpellier. El Capítulo General estuvo de acuerdo, y la institución comenzó a funcionar en 1265. La sostenían los abades del sur de Francia, pero siempre quedó muy a la zaga del studium parisiense, de mayor significación, y se cerró después que los hugonotes capturaron la ciudad en 1567. El Colegio de San Bernardo de Tolosa del Languedoc fue una institución más importante, iniciada por Grandselve, y aprobada por el Capítulo General en 1280. Después de un devastador incendio de 1533, el edificio quedó vacío durante varias décadas, pero las clases fueron reanudadas, y así continuó hasta mediados del siglo XVIII. En 1281, las abadías inglesas fundaron un colegio en Oxford. Pocos años más tarde la abadía alemana de Ebrach construyó un colegio en Würzsburg y Camp erigió una institución similar en Colonia. La Fulgens sicut stella de Benedicto XII (1335) proporcionó la primera carta para los estudios superiores cistercienses, y como tal inspiró una ola de nuevas construcciones de residencias universitarias. El Papa, renombrado canonista de su época, otorgó el rango de studium generale a los colegios ya existentes en París, Orxford, Tolosa y Montpellier, transfirió el colegio español de Estella de la diócesis de Pamplona a la de Salamanca, ordenó la fundación de un colegio en Bolonia para los italianos y otro en Metz para las casas alemanas de Morimundo. Cada uno de estos colegios debía ser sostenido económicamente por los abades de una zona específica, pero el colegio de París quedaba abierto para todos los cistercienses, de cualquier nacionalidad. No se trataba ya de una recomendación mandar estudiantes a esos colegios, sino de una obligación. Las abadías que tuvieran por lo menos treinta monjes tenían que mantener uno o dos estudiantes en París, y las comunidades más pequeñas podían elegir entre mandar uno a París, o al colegio más próximo. No estaban sujetas a esta obligación las casas que tuvieran menos de 18 miembros. La administración de los colegios, cada uno bajo la supervisión de un abad, estuvo regulada cuidadosamente, como también lo estuvo el montante de la bursa o arancel, y la remuneración del personal administrativo. Se planeó también el curso de estudios, los requisitos para la graduación y los principios básicos de disciplina, y se dio un renovado énfasis a la prohibición tradicional de estudiar derecho canónico. Los profesores estaban severamente advertidos de abstenerse de cualquier «tipo de vida ostentosa y turbulenta, debían enseñar con humildad y devoción, y conformarse con la comida a su disposición y con los servicios de un clérigo». Tanto en ésta como en otras partes del mismo documento, Benedicto XII se preocupó mucho de los detalles de la administración de las rentas, y tenía buenas razones para ello. El mantenimiento de los estudiantes en París o en cualquier otro lugar exigía un tremendo esfuerzo a cada comunidad, debido a la larga duración de los estudios y a los gastos de graduación. A más de los seis años requeridos para estudiar Artes, el curso de Teología exigía otros seis años antes que el estudiante pudiera ser promovido al grado de licenciado. Los estudios formales de licenciatura concluían después de dos años adicionales de enseñar las Sentencias de Pedro Lombardo; y por lo menos debía pasar otro año hasta que pudiera llegar a ser «maestro» o doctor en teología. La condición de la Benedictina, fijando el límite de 1.000 libras de Tours para los gastos de graduación puede explicar muy bien la fuerte tentación que los abades experimentaban de retirar a sus estudiantes antes que completaran todo el curriculum. El siglo XIV no fue una era de prosperidad para los cistercienses, pero la escolástica estaba tan en boga, que la publicación de la Benedictina motivó la fundación de un cierto número de colegios, particularmente al este del Rhin. De este modo, poco antes de establecerse la Universidad de Praga en 1348, se había inaugurado un colegio cisterciense en una casa llamada «Jerusalén», donada por el emperador Carlos III. Siguiendo el estilo de la de París, fue organizada bajo la supervisión del Abad de Königsaal. Cuando irrumpieron los husitas en 1409 y expulsaron a los monjes de la ciudad, los estudiantes cistercienses de la zona se dirigieron a la Universidad de Leipzig, donde Altzelle apadrinó un nuevo colegio, completado en 1247. De acuerdo con los registros de la Universidad estudiaron teología más de trescientos cistercienses entre 1428-1522, a los que se debe sumar los estudiantes de Artes. En Viena, gracias a la generosidad del duque Alberto III, abrió sus puertas el Colegio de San Nicolás en 1385, poco después de que se organizara la facultad de teología en la Universidad de Viena. Dado que el antiguo colegio de Würzburg había dejado de atraer estudiantes, el Abad de Ebrach inició en 1387 otra institución en Heidelberg con más éxito: el Colegio de Santiago. Otras universidades alemanas, tales como Erfurt, Rostock y Greifswald formaron también a muchos otros estudiantes cistercienses, mientras la Universidad de Cracovia recibía a los monjes polacos, y hacia fines del siglo XV se construyó allí un colegio bajo la autoridad del Abad de Mogila. Las abadías de los Países Bajos, ricas y muy pobladas, enviaban sus estudiantes a París, y tras la fundación de la Universidad de Lovaina en 1425, los mandaron allí, aunque los estudiantes cistercienses no vivían en un colegio, sino con más frecuencia en las hospederías de sus respectivas abadías Estrécheles económicas y la disminución del número de monjes hicieron cada vez más difícil el mantenimiento de los colegios y hacia el fin del siglo XV muchos de ellos luchaban por subsistir. El destino del studium generale en Oxford puede servir como ilustración de las condiciones, que empeoraban cada vez más. Esta institución se inició en 1280 gracias a la generosidad de Edmundo, conde de Cornwall. El Capítulo General de 1281 aprobó el proyecto, y reglamentó que se establecería un monasterio regular como casa de estudios bajo el padrinazgo del Abad de Thame. La nueva abadía de Rewley, formada por quince monjes de Thame, abrió sus puertas el 11 de diciembre de 1281 y, para la Fiesta de San Miguel, 29 de septiembre de 1282, llegaron los primeros alumnos, que pagaban sesenta chelines anuales en concepto de manutención y habitación. Se suponía que la casa iba a servir para todas las abadías británicas y, en 1292, se decretó que toda comunidad que tuviera más de veinte monjes debía enviar allí por lo menos uno. Pero la institución nunca se granjeó la simpatía de los estudiantes, ni consiguió apoyo entre los monasterios. La mayoría de los estudiantes jóvenes iban a la deriva entre las distintas tabernas y hospedajes de Oxford, mientras su número disminuía considerablemente. Ricardo II, observando una procesión universitaria, alrededor de 1399, se escandalizó sobremanera cuando vio sólo a cinco cistercienses en la misma. Como consecuencia, una asamblea reunida en Oxford hizo un llamamiento para reunir fondos destinados a mejorar las condiciones de Rewley, y un capítulo cisterciense nacional aprobó en 1400 un plan para recaudar para tal fin ciento doce libras anuales. Las mejoras no se materializaron hasta que Enrique Chichele, arzobispo de Canterbury, presionado por cierto número de abades cistercienses, donó en 1438 una propiedad en Northgate Street para la construcción de un nuevo colegio, puesto bajo la advocación de san Bernardo. Los comienzos fueron prometedores y, en 1446, el abad visitador, Juan de Morimundo, promulgó una serie de estatutos, muy bien estudiados, para el funcionamiento del colegio, aunque los gastos de la construcción seguían siendo un problema serio. En 1482, estaba todavía sin terminar, a pesar de lo cual se presionó a todas las comunidades que tuvieran más de doce monjes para que mandaran uno; monasterios con veintiséis miembros o más debían pagar por dos estudiantes. Finalmente, se pudo avanzar mucho en el proyecto gracias a la generosidad de Marmaduke Huby, después que fue elegido abad de Fountains en 1494. Tenía la forma de un edificio cuadrangular de dos pisos, con un patio central y una torre cuadrada sobre la entrada principal, bien visible. Su capilla fue consagrada en 1530, y el colegio estuvo listo para albergar a cuarenta y cinco estudiantes, al preboste y al personal administrativo. La Disolución de 1539 terminó con su vida, pero fue reabierto, sin embargo, en 1577 como Colegio de San Juan Bautista. Entonces, la estatua de San Bernardo, sita sobre la entrada, fue modificada para asemejarla a su nuevo patrono, san Juan. Intriga el hecho de que, mientras se ejercía presión sobre las comunidades monásticas para difundir los estudios, el estudio del Derecho estuvo incluido en la misma categoría que la Medicina, y por ende estrictamente prohibido. Entre los cánones del II Concilio de Letrán (1139), se condenaba tales estudios por parte de los monjes, invocando como justificativos la avaricia y la gran tentación de emplear la inteligencia con fines tortuosos. El Capítulo General Cisterciense de 1188 señala en particular algunos trabajos de Derecho Canónico y especialmente los Decreta Gratiani como libros que no debían estar en las bibliotecas monásticas, «por los diversos errores que pueden generar». Durante el Medioevo prevaleció la misma actitud oficial, pero no pudo menguar la fascinación que los estudios de Leyes, ejercían sobre las mentes ávidas. El procedimiento normal para sortear esos obstáculos era procurarse una dispensa papal, que, según parece de acuerdo a las crónicas disponibles, eran otorgadas liberalmente. En otros casos, los estudiantes cistercienses seguían simplemente cursos de derecho canónico fuera de sus propios colegios, y sin que sus superiores lo supieran. Tal fue el caso de por lo menos siete estudiantes del Colegio de San Bernardo en Tolosa, que estudiaron clandestinamente, pero fueron descubiertos y despedidos sin más del colegio por orden del Capítulo General de 1334. Pero acciones tan drásticas no lograron el fin deseado. Los monjes tenían amplia oportunidad de estudiar leyes en sus propias bibliotecas. De acuerdo con un catálogo confeccionado en 1472, la biblioteca de Claraval contenía no menos de ciento cuarenta y tres códices de Derecho Canónico y Romano, sobre un total de mil setecientos catorce volúmenes. La existencia de una colección de trabajos sobre leyes tan respetables difícilmente se puede explicar sin suponer que, a pesar de las prohibiciones, se los buscaba y usaba con frecuencia. La fundación de un colegio en Aviñón destinado especialmente a la enseñanza del Derecho infligió un duro golpe a la actitud oficial negativa. Fue obra de Juan Casaleti, abad de Sénanque, quien se había graduado en la Universidad de Aviñón como doctor decretorum. Abrió en 1496 el Colegio de San Bernardo de Sénanque con la estrecha colaboración del cardenal Juliano della Rovere, el futuro papa Julio II, y sólo en 1499 se dirigió al Capítulo General para su aprobación; la cual, dadas las circunstancias no pudo ser denegada. Se había planeado una institución para albergar a doce estudiantes adelantados, quienes, de acuerdo con las costumbres de Bolonia, líder de las escuelas de Derecho de su época, se gobernaban a sí mismos, eligiendo a uno de ellos como «prior». Casaleti proporcionó un edificio amplio, biblioteca adecuada y dotación considerable, pero el sistema de encomiendas en franca expansión arruinó las abadías vecinas, incluyendo Sénanque. Una vista regular halló en 1603 que sólo había tres estudiantes bajo un «rector», y poco después la institución, que luchaba por subsistir, cesaba de funcionar; aunque la propiedad continuó en manos cistercienses hasta 1790. No puede evaluarse categóricamente la medida en que este afán de conocimientos influyó en la rutina tradicional de la vida monástica. Sin embargo parecía cierto que el impacto del cambio de perspectivas fue acusado en forma gradual y esporádica. El número de graduados universitarios fue siempre reducido; las comunidades pobres nunca pudieron afrontar la educación de ninguno de sus miembros, a menos que los familiares u otros benefactores pagaran los gastos. Más aún, la crisis económica casi universal de postrimerías del siglo xlv y comienzos del XV, redujo definitivamente la asistencia a los colegios. Con frecuencia, se estimulaba la organización de escuelas de Filosofía y Teología en las grandes abadías, pero las crónicas a nuestra disposición guardan silencio acerca de su cantidad real, nivel de educación o número y calidad de sus estudiantes. Por otro lado, los que retornaban a sus abadías después de haber completado con éxito sus estudios eran premiados con honores. Gozaban de preeminencia sobre otros miembros de la comunidad, se los prefería para la misión de visitador, se los estimulaba a continuar sus estudios y recibían fondos para libros y material para escribir. En algunos casos, gozaban del privilegio de poseer una celda aparte del dormitorio común, como en el caso de Raimundo Torti, un bachiller en Derecho Canónico en Boulbonne, a quien el Capítulo General de 1402 permitió cerrar con llave su celda, «porque debía preparar con frecuencia sus sermones, y temía que se perdieran sus libros y alguna otra cosa perteneciente al monasterio». Desde el punto de vista de los estudiantes, la mayor compensación por los duros y largos años transcurridos en los colegios era la casi inevitable promoción a las dignidades de prior o abad. Los padres capitulares de 1560 estaban muy en lo cierto al hacer notar, echando una mirada retrospectiva que «el famoso colegio parisino de nuestra Orden, como se lo conoce comúnmente, ha servido de caballo de Troya, del cual salieron la mayoría de los héroes, nuestros padres más sobresalientes, tanto del pasado como del presente». Sin embargo, es muy difícil aceptar que la influencia de los estudiantes haya sido siempre constructiva en relación con la disciplina monástica. A todo lo largo de los siglos XIV y XV, los archivos del Capítulo General están llenos de amonestaciones y medidas punitivas contra los estudiantes culpables, en particular los del colegio de San Bernardo de París, donde la influencia de la ciudad y la vida universitaria eran más notables. Los estudiantes que tenían parientes ricos y poderosos tenían sus propios servidores y eran pródigos en las fiestas para sus compañeros, muchos de los cuales vivían en la miseria. Los bachilleres exigían un status privilegiado dentro del Colegio, y daban mal ejemplo a los estudiantes más jóvenes. Se había notificado al Capítulo de 1453, que los bachilleres no sólo se negaban a aceptar la autoridad del preboste, sino que trataban de dominar y abusar de aquellos de menor jerarquía. Con frecuencia, descuidaban participar en los oficios divinos y pasaban el tiempo en sus propios cuartos comiendo, bebiendo y jugando a los naipes o dados. En épocas de algazara general entre los estudiantes universitarios, como el 6 de enero, Festividad de los Reyes Magos, era difícil en extremo mantener la disciplina entre los estudiantes. Probablemente, en tales ocasiones salían éstos a hurtadillas del colegio, se confundían con los grupos que iban vestidos con trajes civiles y se ponían máscaras o se pintaban las caras. El Capítulo de 1456 infligió el castigo de excomunión para tales excesos. La cofradía tradicional de los estudiantes de primer año, llamada bejani (béjaunes: picos amarillos), con sus detalladas iniciaciones, fantásticas dignidades, títulos, rangos y absurdos trabajos fue motivo constante de travesuras y chanzas, y blanco a la vez de medidas represivas, hasta que toda la organización fue severamente suprimida en 1493. Pero había excesos de otra naturaleza, que hasta las autoridades se vieron obligadas a perdonar, como los banquetes y otros agasajos cuando llegaba el momento de la graduación. Las costumbres inculcadas ejercieron tal presión, que la pobreza ya no era una justificación. El joven abad de Rigny, graduado en 1478, trató a sus huéspedes con tal generosidad, que su abadía tuvo que ser dispensada del pago de impuestos y contribuciones durante tres años. El grado de desarrollo de las bibliotecas monásticas podría darnos la pauta de la influencia de la escolástica entre los cistercienses. Disponemos en verdad de un cierto número de cifras, pero únicamente son concluyentes en el caso de Claraval, aunque es difícil que pueda considerársele un caso típico, por tratarse de la mayor abadía cisterciense. En las postrimerías del siglo XII, poseía cerca de trescientos cincuenta códices, sin contar los libros litúrgicos. Al concluir el siglo XIV alcanzaban a ochocientos cincuenta, y a mediados del siglo XV se elevaban a mil quinientos, llegando a los mil setecientos catorce volúmenes en 1472. Todavía están a nuestro alcance más de un millar de ejemplares de esta impresionante colección, diseminados en distintas bibliotecas del mundo occidental. En las abadías más pequeñas, el armarium constituía el núcleo de la biblioteca. Muchas veces era un nicho en la pared de la sacristía, indicando claramente que, al principio, la mayoría de los libros eran de naturaleza litúrgica. Dado, sin embargo, que el horario diario de cada comunidad incluía la lectura espiritual, aun las bibliotecas más primitivas deben haber tenido tantos libros como monjes existentes. A consecuencia de los estudios escolásticos las bibliotecas se vieron bien pronto enriquecidas con textos filosóficos y teológicos, así también con una colección de clásicos latinos populares. Durante el transcurso del siglo XV, el Capítulo General animó repetidas veces a los abades a organizar y mantener grandes bibliotecas, porque tales colecciones debían ser consideradas como el auténtico «tesoro de los monjes» (1454). En 1495, el Capituló autorizó al Abad de Fountains para que solicitara a cada casa inglesa por lo menos de ocho a diez libros, «buenos y decentes, dignos de ser incluidos en una biblioteca», para uso del Colegio de Oxford. Hacia las postrimerías del siglo XV, muchas de las abadías más prósperas añadieron a la planta monástica tradicional una biblioteca espaciosa, dotada de un número impresionante de manuscritos. De este modo, Cister poseyó mil doscientos códices, y la construcción de una biblioteca se terminó cuando moría el siglo, 1480, bajo el abad Juan de Cirey. En la Biblioteca Municipal de Dijon, existe todavía un fragmento de lo que fuera una rica colección. La biblioteca de Himmerod contó más de dos mil volúmenes en 1453, y la construcción de su nueva biblioteca data de comienzos del siglo XVI. Contemporáneamente, la biblioteca de Lehnin, con mil códices, era considerada la más completa en Brandenburgo. El scriptorium de Heilsbronn era reconocido como uno de los mejores de Alemania; más de seiscientos volúmenes cuidadosamente copiados en pergamino pertenecen en la actualidad a la Universidad de Erlangen. Durante el siglo XV, la abadía de Altzelle llegó a ser un centro de promoción de la enseñanza humanística, albergando gran número de clásicos latinos en su biblioteca en franco desarrollo. Por el año 1514 contaba novecientos sesenta volúmenes sumados al conjunto habitual de textos litúrgicos. Después de la supresión de Altzelle en 1540, la colección enriqueció la biblioteca de la Universidad de Leipzig. En Portugal, Alcobaça desarrolló una actividad única en el progreso cultural del país. En el siglo XIII, la abadía estableció un colegio en Lisboa y participó activamente en la organización de la famosa Universidad de Coimbra. La biblioteca de la abadía estaba considerada como una de las más grandes del país. Aunque su rica colección fue saqueada en 1810 y nuevamente en 1833, el catálogo de la Biblioteca Nacional de Lisboa contiene todavía cuatrocientos cincuenta y seis manuscritos de Alcobaça, la mayoría de los cuales fueron copiados en el siglo XIII. Aun las casas más pequeñas estaban orgullosas de sus respetables bibliotecas; la abadía austríaca de Zwettl poseía casi quinientos libros en 1451; la inglesa de Meaux tenía trescientos cincuenta volúmenes en 1396. Para apreciar estas cifras debemos recordar que las bibliotecas seculares más ricas de la misma época raramente igualaban una biblioteca monástica común. La famosa colección de Carlos V de Francia reunía solamente novecientos diez códices en 1373; y la de la familia Médici en Florencia, casi un siglo más tarde, sólo albergaba ochocientos ejemplares. La Orden hizo uso de la imprenta poco después de su invención. La primera se estableció en 1492, en Zinna, Alemania, a la que siguió otra en Francia en 1496, que funcionó en La Charité. En los siglos posteriores, algunas de las abadías más ricas hicieron funcionar regularmente sus propios talleres de imprenta. La gran producción de material impreso hizo que bien pronto se tomaran medidas rigurosas para prevenir la circulación de libros y panfletos que defendieran el protestantismo. Para proteger a las monjas, a las que se consideraba incapaces de reconocer la orientación teológica de sus lecturas espirituales, el Capítulo de 1531 les prohibió poseer otros libros que los escritos en latín, y aun éstos requerían la aprobación especial de las autoridades legítimas.
Bibliografía
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L.J. Lekai, Los Cistercienses Ideales y realidad, Abadia de Poblet Tarragona , 1987. © Abadia de Poblet