Diferencia entre revisiones de «Cister: Historia VIII»
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Fin de la prosperidad
Historiadores de la antigua generación, que escribieron acerca de las condiciones monásticas antes de la Reforma, prefirieron usar términos como «declinar», «decadencia» o «corrupción» indicando que las órdenes en cuestión fueron las causantes de su propia ruina por negligencia perezosa o deliberada relajación de sus normas de disciplina iniciales. Los síntomas de la decadencia cisterciense, si éste fuera el término correcto, son todos completamente obvios. La preocupación del Capítulo General por el agudo incremento de los casos de indisciplina, no fue de ninguna manera la prueba más espectacular de la gravedad de los problemas. La expansión frenada, la disminución de vocaciones y los hermanos legos en vías de desaparición, son factores más tangibles y más influyentes para formarse un juicio desfavorable sobre la situación de la Orden en los siglos XIV y XV. Entre 1250 y 1300, la Orden fundó cincuenta casas nuevas; durante la primera mitad del siglo XIV el número de fundaciones bajó a diez; de 1350 a 1400 las crónicas registran sólo cinco. En Flandes, la gran abadía de Las Dunas alcanzó su máximo de población en 1300 con doscientos once monjes de coro y más de quinientos legos. Hacia el fin del siglo XIV, el número de monjes se había reducido a sesenta y uno y no había ningún converso. Himmerod, en la zona del Rhin, tenía sesenta monjes y doscientos hermanos legos al alborear el siglo XIII; en 1371, se reunieron únicamente trece sacerdotes para una elección abacial. Una abadía modesta de Francia, Aiguebelle, contaba en las postrimerías del siglo XIII treinta y seis habitantes, entre ellos unos ocho o diez legos; en 1326, había solamente dieciséis monjes; hacia 1350, se redujeron a catorce, y en 1447, a diez. Después de 1418, las crónicas de Aiguebelle no mencionan más a ningún lego. Un estudio del número de clérigos en la Inglaterra medieval indica que la Orden cisterciense alcanzó su cifra más alta en los primeros años del siglo XIV, con mil seiscientos cincuenta y seis monjes. Hacia 1381, el total disminuyó hasta ochocientos veinticuatro, aunque posteriormente, en el siglo XV las cifras comenzaron a ascender nuevamente, alcanzando a mil en vísperas de la Disolución. En otros países también puede observarse un aumento tardío, pero no debe existir duda sobre la gran merma de vocaciones a todo lo largo del siglo XIV. Las causas de esta decadencia deben buscarse en algo mucho más profundo que la falta de observancia de ciertas normas; más aún, es muy posible que la multiplicación de problemas disciplinares no fueran la causa, sino un síntoma del cambio drástico operado en el medio ambiente social, donde las abadías existían como elementos extraños, reliquias del pasado sin ningún mensaje significativo para una sociedad que ya no las comprendía. Un problema similar, aunque de menor gravedad, pudo solucionarse en el siglo XIII adoptando nuevas modalidades educativas, cuando los monjes simplemente se vistieron un nuevo ropaje académico sobre sus cogullas. Pero la civilización de la Alta Edad Media pronto dejó atrás las orgullosas universidades, a los mendicantes, que pese a su popularidad extraordinaria, sufrieron una crisis aún mayor que las órdenes monásticas. La nueva era no puede considerarse en modo alguno como antirreligiosa; al contrario, las devociones populares y las cofradías piadosas alcanzaron un nuevo clímax de fervor. Pero se dio la extraña paradoja de que la nueva expresión de la piedad era con frecuencia anticlerical, daba gran énfasis al papel del laicado y trataba de establecer una relación más íntima y profundamente personal entre Dios y el creyente, sin el estorbo de los votos y del elaborado ritual de las actividades diarias de los monjes. Todo esto dio por resultado la aparición de asociaciones informales de devotos hombres y mujeres laicos que, viviendo en casas comunes en medio de la ciudad, se dedicaban a la meditación y obras de caridad. La figura sobresaliente de este movimiento fue Gerardo Groote (1340-1384) de Deventer, cuyos seguidores fueron conocidos como «los Hermanos de la vida común», aunque ellos se negaron categóricamente a formar una nueva «orden» bajo título alguno. La Imitación de Cristo fue la expresión más sublime de la nueva espiritualidad, la devotio moderna. Es un trabajo de encanto y simplicidad inimitables, aunque su humilde autor, Tomás de Kempis (1380-1470) no hizo más que recoger la sabiduría religiosa de un cierto número de sus congéneres. Se podría decir, a título de aproximación puramente teórica al problema, que si las antiguas órdenes, incluyendo a los cistercienses, hubieran querido mantenerse al tanto de la vida religiosa, asegurar su popularidad y el aflujo de vocaciones, tendrían que haber abrazado las nueva formas de espiritualidad y devoción. No obstante, en la práctica, la adaptabilidad de una orden religiosa está estrictamente limitada por sus propias tradiciones, en especial por aquellos elementos estructurales que no pueden modificarse continuamente sin correr el riesgo de una pérdida de la identidad de la Orden. Como puede descubrir cualquier lector imparcial de los protocolos del Capítulo General, la Orden cisterciense hizo valerosos esfuerzos por mantener un nivel razonable de disciplina, mientras se aseguraba el aflujo de las vocaciones indispensables para sobrevivir. Los cistercienses sobrellevaron la crisis, pero es innegable que la mayoría de aquellos que se unieron a las antiguas abadías, no lo hicieron porque encontraron allí la oportunidad de desarrollar su propia vida espiritual de perfección, sino porque esos monasterios ofrecían todavía una vida respetable con una seguridad y confort relativos. Todos los que se inclinan a culpar a la Orden o a sus dirigentes de las consecuencias indeseables, pero inevitables, de tal situación, pasan por alto el hecho que las órdenes monásticas eran componentes integrales de la vieja sociedad feudal, y su destino estaba marcado por la sociedad en la que se habían originado. El monacato decayó a la par que el feudalismo. Ninguna organización religiosa ligada en forma tan íntima a las estructuras básicas de una sociedad, como los cistercienses, podría prosperar en un mundo donde los ideales que le habían dado origen no tenían ya vigencia. La simple supervivencia de órdenes en una época que otras instituciones medievales quedaron en el camino, debe ser tomada como un signo de vitalidad excepcional, que salvó los valores espirituales del monaquismo para que pudieran alcanzar una nueva vida, para cuando se diera en el futuro una atmósfera social más favorable. Sumados a estos problemas que amenazaban a su misma existencia, había innumerables causas externas que agravaban la crisis en casi todas las comunidades monásticas. El papado de Aviñón, en alianza con el gobierno real de Francia, ejerció una presión financiera intolerable sobre la Orden, en el preciso momento en que el cambio del sistema económico-social acababa de arruinar la floreciente agricultura cisterciense. Las abadías siempre en crisis financiera, comenzaron a incorporar parroquias en gran cantidad, como fuente de ingresos, aunque la legislación primitiva adoptara medidas rigurosas contra los monjes que ejerciesen un ministerio activo fuera de sus comunidades. Una forma de soslayar el dilema era asalariar sacerdotes seculares, que trabajaban como tenientes curas en parroquias, a cambio de un sueldo relativamente reducido, mientras el grueso de las entradas podía enriquecer a la abadía correspondiente. Por esta misma razón, miembros de las órdenes mendicantes recibidos dentro de la Orden cisterciense, y después de su profesión, se dedicaron a la cura pastoral. El Gran Cisma de Occidente (1378-1417) aisló a Cister del resto de la Orden, haciendo que el Capítulo General fuera ineficaz durante una generación. El romano pontífice Urbano VI (1378-1389), lo mismo que su sucesor Bonifacio IX (1389-1404) prohibieron todo contacto entre las casas leales a Roma y Cister, que, como el resto de Francia, reconocía al papa de Aviñón, Clemente VII. En lugar de Cister, los papas romanos promovieron capítulos generales y nacionales en otros lugares, que eran principalmente ocasión para recaudar de forma efectiva las contribuciones de la Orden al Papa. De este modo, entre 1382 y 1408, se realizaron por lo menos catorce sesiones del Capítulo General fuera de Francia; tres en Roma (1382, 1383, 1390); dos en Viena (1393, 1397): una en Nüremberg (1408), una en Worms (1384) y siete en Heilsbronn (1394, 1398, 1400, 1402, 1403, 1406, 1407). Para remediar la falta de administración central, Urbano VI designó a un italiano como «Abad de Cister», a varios abades sucesivamente como «abades de Morimundo», y conservó a un «Vicario General» para toda la Orden en Roma. Bonifacio IX continuó la misma política; su «vicario general» fue Juan Castiel, abad de Brondolo, responsable de la organización de cierto número de los capítulos mencionados anteriormente. En 1409, tras el Concilio de Pisa, el Capítulo General retornó por primera vez a Cister, donde, de acuerdo con uno de los participantes, se reunieron doscientos veintiocho abades. También se agregaron capítulos nacionales a las asambleas generales. Durante el cisma, los abades de Inglaterra, Escocia e Irlanda fueron alentados a convocar ese tipo de sesiones en 1381 y 1386. Los capítulos de 1394 y 1400 tuvieron lugar en Saint Mary Graces, en Londres, y en 1401, Bonifacio IX ordenó que se celebraran capítulos nacionales ingleses cada tres años bajo la presidencia del Abad de Waverley o del de Furness. La relación de las abadías inglesas y galesas con Cister no mejoró, ni siquiera después de terminado el cisma. En 1437, en vista de las continuas hostilidades, los abades volvieron a las disposiciones que prevalecían bajo Bonifacio IX, y elevaron una súplica al papa Eugenio IV para poder reunir capítulos trienales entre ellos mismos, de tal forma «que pudieran corregir y legislar, decidir y ordenar, a medida que surgieran las necesidades, en todo lo que fuera pertinente a la reputación y desarrollo de la Orden». Se aceptó la petición para tres años. El Concilio de Constanza (1414-1418) restauró la unidad de la Cristiandad occidental, pero la ejecución por hereje de Juan Huss, un profesor de teología con mucha ascendencia, en Praga, desató la guerra de los husitas (1419-1436). Los ejércitos rebeldes, bien organizados, sembraron el terror en muchas partes de Austria, Bohemia, Moravia y Silesia, destruyendo en esas provincias unas treinta abadías cistercienses. Las que sufrieron más profundamente fueron las ricas abadías de Silesia, y por lo menos seis de ellas (Leubus, Heinrichau, Kamenz, Rauden, Himmelwitz, Grüssau) fueron saqueadas por completo repetidas veces, con grandes pérdidas de vidas. Las abadías quedaron vacías durante muchos años, mientras su total ruina económica fue un obstáculo para su reconstrucción, aún después de conseguida la paz. Por esta causa, fue sólo en 1448 cuando se pudieron reanudar los oficios divinos en Leubus, después de un lapso de dieciocho años. El cronista de la abadía lo explica así: «El abad Esteban de Leubus ordenó a su comunidad que reanudara el canto de todas las horas canónicas y del oficio de difuntos. En su benevolencia, el propio señor Abad ofrece a sus monjes todos los días la medida acostumbrada de buena cerveza, que él mismo suele beber». Pero en todas partes la recuperación fue precaria, debido a las luchas prolongadas por la sucesión dinástica al trono de Bohemia, y a la peste que reaparecía con frecuencia. Alemania fue escenario de la anarquía, sin ninguna protección legal contra el azote de la guerra privada o el bandolerismo generalizado, durante la mayor parte del siglo XIV. Las abadías cistercienses, en su aislamiento rural, eran siempre un blanco tentador para el pillaje de las bandas de ladrones en busca de presa fácil. En tales circunstancias, se hizo difícil la vida monástica disciplinada y a veces aun la mera supervivencia. Entre algunos ejemplos trágicos, puede citarse el de la grande y próspera abadía de Lehnin, en Brandenburgo, que por cierto no fue un caso aislado. En 1319, con el consentimiento obvio de las autoridades vecinas, esta abadía fue ocupada por una banda de criminales armados, quienes, aterrorizando a los monjes, obligaron a la elección de uno de los suyos como abad por tres períodos sucesivos, permaneciendo seguros en la misma hasta 1339. La convirtieron en fortaleza y la usaron como base para expediciones de pillaje, mientras ataban o encerraban en prisión a los monjes que protestaban. En esta misma turbulenta centuria, los señores feudales alemanes intentaron forzar la sumisión de cierto número de abadías cistercienses, bajo pretexto de «protección». La rica Maulbronn fue elemento de disputa entre los condes de Württemberg y del Palatinado, en el siglo XIV. El monasterio fue poderosamente fortificado y convertido en guarnición, ya sea por uno o por otro de los rivales, haciendo casi imposible la vida monástica pacífica. Con el tiempo, merced a la intervención imperial, prevalecieron los derechos de los condes (posteriormente duques) de Württemberg, quienes no dudaron en exigir por la fuerza a los indefensos monjes ciertos beneficios económicos y jurisdiccionales, aunque nominalmente el emperador retuviera el título de «abogado y defensor supremo y verdadero» de Maulbronn. Finalmente, en 1504, el emperador Maximiliano reconoció a Maulbronn como parte del territorio de Württemberg, donde toda la administración secular, incluyendo la «instrucción alta y baja», pertenecía al duque Ulrico. Un destino similar aguardaba a Herrenalb, en la diócesis de Spira, y a Königsbronn, apadrinada por los Habsburgos, en la diócesis de Augsburgo. Aunque ambas abadías habían recibido originariamente garantías de libertad frente a la intervención feudal, los gobernantes de Württemberg nunca renunciaron a su título de protectores. Durante los siglos XIV y XV, por la diplomacia o por la fuerza, se las arreglaron para imponer su «protección» sobre las abadías, por la cual los monjes tenían que pagar asumiendo distintas obligaciones legales y fiscales. La naturaleza lucrativa de esa protección está bien demostrada por el hecho que en una de las fases de la contienda jurisdiccional, en 1313, el emperador Carlos IV transfirió temporalmente al Conde de Helfenstein la defensa de Königsbronn, a cambio del pago de 600 marcos de plata. Después de que el duque Ulrico I de Württemberg (1498-1550) abrazara la Reforma luterana, se completó simplemente el proceso de secularización de Maulbronn, Herrenalb, y Königsbronn. Más afortunada fue la populosa Salem, en Suabia. El desorden general causó mucho daño después de la caída de los Hohenstaufen, así que, en 1263, el abad Eberardo II estudió la posibilidad de dispersar su comunidad. La sucesión de Rodolfo de Habsburgo (1273) abrió sin embargo las puertas a la recuperación. Bajo el abad Ulrico II (1282-1311), las entradas anuales aumentaron de 300 a 1.000 marcos, y hacia 1311, el monasterio albergaba nuevamente a 310 monjes y hermanos. En 1314, la doble elección de Luis de Baviera y Federico de Habsburgo desató una guerra civil que duró otra generación. Salem tomó partido al lado de los Habsburgos y el papado, exponiendo las propiedades monásticas a los ataques repetidos de la oposición. El abad Conrado de Enslinger (1311-1337) fue dos veces secuestrado para obtener rescate. Las deudas del monasterio llegaron a 8.000 florines, y en 1322, el abad pidió la aprobación papal para la incorporación de tres parroquias. Mientras tanto, la abadía abonaba gruesas sumas por la totalmente ineficaz protección militar de los condes de Heiligenberg; el abad gastó 300 libras por este concepto sólo el año 1327. Finalmente, en 1348, Carlos IV de Luxemburgo, a poco de ser elegido, revocó la protección ejercida por la familia Heiligenberg y declaró que él y sus sucesores serían los únicos protectores de la abadía. Una cédula imperial de 1354, otorgaba a la abadía amplias inmunidades fiscales y judiciales, que fueron aumentadas posteriormente, en 1485, por el emperador Federico III. Por ellas, Salem se convirtió en una «abadía imperial» (Reichsunmittelbar) independiente, lo que se simbolizaba por la participación de los abades en las dietas imperiales. En ese entonces y en circunstancias similares, las casas bávaras de Kaisheim y Waldsassen obtuvieron también el status de «abadías imperiales». Después del colapso del poder imperial, Italia se convirtió en el campo de batalla de una guerra perpetua entre las ambiciosas ciudades-estado, mientras los establecimientos monásticos sufrían la misma suerte que en Alemania. San Galgano, la abadía cisterciense más grande de Toscana, buscó en 1262 la protección de Siena, pero durante el siglo XIV fue víctima de las continuas escaramuzas entre Siena y Florencia. En 1365, el famoso condottiere inglés al servicio de Florencia, Sir John Hawkwood, capturó San Galgano y sentó allí sus reales. En 1397, el único habitante del otrora popular santuario era el abad, Lodovico di Tano, que se vio obligado a vender la propiedad monástica poco a poco, para poder pagar los exorbitantes impuestos papales. En Inglaterra y en las regiones de Francia dominada por los ingleses, la autoridad de Cister estaba harto restringida, mucho antes de declararse la Guerra de los Cien Años. Las visitas regulares se tornaron imposibles, y muchas abadías fueron víctimas indefensas de la rapacidad de la política fiscal en ambos países. Ocurría con frecuencia que los abades bajo el gobierno inglés se vieran impedidos de concurrir al Capítulo General o mandar su contribución a Cister, y la visita regular de los padres inmediatos franceses a Inglaterra se hizo o imposible o inútil. El resultado inevitable fueron abusos difundidos y sin castigo. Bindon, en el Dorset, puede servir durante el período de 1306-1337 como triste ejemplo de estas intolerables condiciones. El abad Juan Montecute, después de varios años de mal gobierno, fue obligado a dimitir en 1316, y reemplazado por Rogelio Hornhull. Pero pocos años después, Montecute y ocho monjes más abandonaron la comunidad y se aliaron con simpatizantes laicos locales, atacaron y conquistaron el monasterio, se llevaron todos los objetos de valor, conjuntamente con el sello, y tomaron como rehenes a algunos monjes que se resistieron. Dado que Juan Chidley, abad de Ford y «padre» de Bindon no podía o no quería intervenir, Rogelio Hornhull pidió ayuda a Eduardo III (1327-1377), quien ordenó al Conde de Devon restaurar el orden y recobrar los objetos robados. El hecho que esta orden tuviera que ser repetida cuatro veces indica, sin embargo, que no se cumplió; probablemente porque la población local apoyaba a los rebeldes. Finalmente, en 1331, Montecute fue capturado con algunos de su pandilla, luego escaparon y fueron recapturados, pero se los consideró peligrosos, aún en prisión, razón por la cual el rey Eduardo pidió a Guillermo, abad de Cister, que los desterrara a un lugar más seguro y proveyera a Bindon de otro padre inmediato, porque se sospechaba que Juan Chidley de Ford tenía interés en el retorno de Montecute. Todos estos incidentes dan sólo una idea anticipada de lo que iba a suceder a escala nacional. después de la declaración de la Guerra de los Cien Años en 1337. Cister se encontró aislada del resto del mundo. La asistencia al Capítulo anual quedó restringida, la mayor parte del tiempo, a las abadías más cercanas de Borgoña. Las crónicas del Capítulo reflejan claramente la profunda frustración de los participantes que observaban como las condiciones existentes en toda Francia empeoraban cada vez más y no existía ninguna esperanza de solución efectiva. Los documentos de que disponemos, en una monótona relación de la completa e interminable destrucción, no dejan lugar a duda sobre que virtualmente todas las comunidades estuvieron expuestas, en una u otra circunstancia, al vandalismo de las tropas errantes o de los mercenarios merodeadores. El saqueo y el incendio premeditados eran agravados frecuentemente por el asesinato. Los monjes, aterrados, huyeron hacia plazas fortificadas, dejando vacíos los monasterios durante años enteros. En 1364, los monjes de Cister se vieron obligados a buscar refugio en Dijon, donde la abadía tenía una casa llamada «Lamonoye». Luego, pidieron a Urbano V que les permitiera quedarse y realizar los oficios divinos en ese lugar hasta el fin de las hostilidades. Respondiendo a esta súplica, el Papa otorgó un permiso a todos los cistercienses de Francia para trasladarse a lugares más seguros, y autorizaba a los monjes a instalar y transportar altares portátiles donde quiera que fueran, para poder llevar a cabo sus oficios religiosos. Las tierras de los monasterios quedaron sin cultivar y, dada la falta de fondos, las abadías eran incapaces aun de hacerse cargo de sus muy reducidas comunidades. Los monjes, empujados por el hambre, erraban con frecuencia de aldea en aldea mendigando comida. Tal fue el caso de los monjes de Boulancourt, quiénes, después de la destrucción total de la abadía en 1381, sobrevivieron gracias a la caridad, dejando vacío el claustro durante veintidós años. Las visitas regulares sufrieron una interrupción, y los abusos se multiplicaron, en especial cuando, por medio del dinero o de la violencia, un hombre indigno lograba el cargo de abad. El Capítulo General ya no tuvo más medios efectivos para intervenir; con demasiada frecuencia las autoridades locales eran cómplices, y condiciones, que en los buenos tiempos hubieran sido inconcebibles, prevalecieron indefinidamente. Como datos informativo son suficientes algunos de los incidentes mejor documentados. Guyenne, en el sudoeste, fue disputada continuamente por ambos bandos, convirtiéndose en el escenario trágico de los peores desórdenes y destrucción. En Candeil, alrededor de 1372, el número de monjes disminuyó de sesenta a doce, pero tampoco se pudo proveer de lo necesario a estos pocos porque, mediante simonía, un intruso indigno llegó a ser abad. Bernardo, que así se llamaba, pasaba su tiempo jugando a los dados, perdiendo cientos de florines de una vez, manteniendo a tres concubinas, se entregaba a la caza y habitualmente estaba en guerra; se lo acusaba formalmente de un homicidio y, de acuerdo con la crónica, se culpaba a varios de sus monjes de delitos similares. Pero lo más característico de la falta de comunicación y control imperantes, es que el Capítulo General no pudo prestar atención al escándalo. Fue el papa Gregorio XI quien, después de inútiles amonestaciones, ordenó al Obispo de Albi y al Abad de Grandselve que tomaran medidas enérgicas contra el abad causante del escándalo. No se sabe como terminó el incidente, pero es muy dudoso que Grandselve estuviera en condiciones de dar una ayuda significativa. En verdad, Grandselve era la abadía más poderosa y poblada de la zona, pero en 1349 se había empobrecido a tal extremo, que la casa era incapaz de mantener a sus miembros, y hasta el gobierno francés ordenó a sus cobradores de impuestos pasar de largo por la abadía. En 1357, el papa Inocencio VI escribió una carta a las autoridades inglesas bajo Eduardo, el «Príncipe Negro», pidiendo consideración para Grandselve, al borde de un desastre completo. Todavía en 1364, Urbano V se refería a la misma como «el más devastado de todos los monasterios de la región, debido a las terribles guerras y pestes». Esas tierras, que una vez fueran ricas, se convirtieron en campos de batalla y hasta fueron arruinadas sus propiedades urbanas; en 1367, los habitantes de Burdeos demolieron dos casas de su posesión, y usaron las piedras para reparar las fortificaciones. Las visitas regulares, aun cuando se las ordenaba y llevaba a cabo, no constituían un éxito en modo alguno. El derrumbamiento moral y financiero de Bonnefontaine, en 1364, necesitaba de una visita, que el mismo abad Guido pidió. Sin embargo, un monje disidente, Juan de Hermontville, fomentaba una oposición violenta dentro de la abadía y, cuando arribaron los abades de Signy, Foigny y Valroy, encontraron las puertas cerradas. Al segundo grupo de visitadores, les fue todavía peor; los rebeldes los tomaron prisioneros e hicieron lo mismo con su superior. Este caso, conocido por todos en Aviñón, tampoco fue registrado por el Capítulo General. Aunque en 1374, ordenó Gregorio XI al Abad de Cister que pacificara la turbulenta comunidad, pero faltan detalles de la acción posterior. El subsiguiente cisma de la Iglesia, al que puso fin el retorno de Urbano VI a Roma en 1377, hizo más profunda la atmósfera de pesimismo y desamparo existente en Cister. Los pocos Padres que concurrieron al Capítulo General de 1390, al tratar de describir el estado de la Orden, hacían suyas las palabras del sermón escatológico de Cristo (Mt 24, 12): «…cuando la noche desciende sobre el mundo, como dijo Nuestro Señor, "por haberse multiplicado la maldad, la caridad de muchos se enfriará". Esta es la razón por la que tan pocos escapan del naufragio de este mundo con el salvavidas que significa la conversión y la santa religión». Reconocían al mismo tiempo que, debido en gran parte a la falta de visitas regulares, «las casas y los monasterios de ambos sexos pertenecientes a nuestra Orden estaban terriblemente deformados, desolados y casi aniquilados, tanto espiritual como materialmente, que en esos días difícilmente conservó alguno la piedad, la religiosidad sincera, o aun vestigios de las observancias de nuestra Orden…» Estas condiciones empeoraron aún más durante las primeras décadas del siglo XV, cuando la lucha se convirtió en una feroz guerra civil entre los habitantes de Armagnac y Borgoña. La presencia de Juana de Arco (1429) mejoró la suerte de Francia, pero la ley y el orden volvían muy lentamente. Las condiciones imperantes en Aiguebelle alrededor de 1440, atestiguan claramente que el gobierno de la Orden iba todavía sin rumbo fijo, en medio de problemas de difícil manejo. Juan d’Hostel, anteriormente fraile dominico, fue admitido ilegalmente en esa abadía; luego, en 1441, fue elegido abad, mientras su antecesor ocupaba todavía ese cargo. Al año siguiente, el Capítulo General aprobó su admisión, pero declaró que no podía ser electo para desempeñar el cargo abacial. Sin embargo, logró un férreo control sobre la abadía, y lo mantuvo hasta 1445, cuando el Abad de Morimundo, durante su visita regular, lo excomulgó a él y a sus principales puntales y le ordenó comparecer ante el Capítulo General de ese año. Sin embargo, el intruso desafió el emplazamiento y logró la renuncia formal de su predecesor, por donde el Capítulo General de 1446 no sólo lo reconocía como abad legítimo, sino que lo comisionó también para visitar algunos monasterios de monjas cistercienses. Mas la administración de Juan d’Hostel resultó tan desastrosa, que fue depuesto nuevamente en 1448, y su antecesor reinstalado como abad. Este hombre inquieto rehusó someterse y continuó creando tantos problemas en la abadía, que el Capítulo de 1450 lo excomulgó como «un rebelde contumaz y conspirador». La elección de miembros de otras órdenes religiosas como abades no era en forma alguna un hecho excepcional, cuando prometía ventajas materiales a los monjes, faltos de recursos. Fueron así electos benedictinos en Benisson-Dieu (1419), Sept-Fons (1419), Les Pierres (1436) y Dalon (1443). Mientras Francia iniciaba el camino de su reconstrucción bajo Luis XI (1461-1483), Inglaterra caía en una larga y sangrienta guerra civil, la «Guerra de las dos rosas» (1455-1485), que agobió a los ya muy afectados establecimientos monásticos. La asistencia regular al Capítulo General continuó siendo imposible. Un solo abad, Lázaro de Padway, representó a sus congéneres en 1471, y nos lega, en un relato al Abad de Buckfast, una descripción del viaje, llena de aventuras desagradables, «encuentros con enemigos armados, ladrones, grandes peligros, trabajos, temores, molestias y ansiedades». Varios abades alemanes en viaje a Cister fueron capturados por bandoleros en Morimundo, maltratados y conservados prisioneros para cobrar rescate, a pesar de sus pasaportes, salvando únicamente sus vidas. Lázaro aceptó el desafío de proseguir su viaje a Cister, únicamente porque tenía «un corazón de león en su pecho». De regreso a su país pasó por Reims, donde, según escribió, «todos se maravillaban de mi buena suerte y audacia, llegando sano y salvo después de haber atravesado una región infectada de merodeadores y salteadores de caminos». Unidas a las calamidades interminables de las guerras, hay que recordar que abundaron en el siglo XIV catástrofes naturales en una escala sin precedentes. Entre 1315 y 1317 toda Europa fue asolada por el hambre; treinta años después, el primer gran brote de peste bubónica, la Peste Negra, se propagó por el continente, cobrando las vidas de por lo menos un tercio de la población, en un lapso de tres años. Entre las comunidades monásticas, la proporción de muertes parece haber alcanzado los dos tercios de sus habitantes. Millares de seres humanos fueron marcados por el terror y el desamparo y reducidos a un estado de profunda desesperación. Las consecuencias sociales y económicas condujeron a una ola de insurrecciones de los campesinos y no pocos disturbios en las ciudades que únicamente sirvieron para avivar el espectro de la inminente ruina. En 1349, el azote de la plaga fue muy duro en Meaux, en el Yorkshire. Como nos cuenta Thomas Burton († 1437), abad y cronista, con cáustico sentido del humor, el desastre fue precedido por un presagio siniestro. El viernes anterior al Domingo de Ramos (27 de marzo), los monjes estaban cantando el Magnificat en el coro, cuando un terrible terremoto los arrojó de sus lugares exactamente en el momento que llegaban al verso: «Derriba del trono a los poderosos». Al comenzar ese año, la abadía contaba con cuarenta y tres monjes, incluyendo al abad y siete conversos; de todos ellos sólo diez monjes sobrevivieron a la epidemia. Lo peor acaeció en agosto, cuando en un mismo día murieron cinco monjes y el Abad Hugo. En Newenham, en Devon, murieron treinta monjes y tres legos entre 1348 y 1349; el Abad Gualterio y dos monjes fueron los únicos sobrevivientes. En la abadía de Poblet, durante 1348, murieron dos abades sucesivamente, a los que se sumaron cincuenta y nueve monjes y treinta conversos. Adwert, la gran abadía holandesa, que al alborear el siglo contaba cien monjes y doscientos legos, pagó tributo a la peste en 1350 con la vida de cuarenta y cuatro monjes y ciento veinte conversos. No se conoce la población de la floreciente Pontigny anterior a esos años fatales, pero en 1366 la comunidad contaba únicamente con diecisiete miembros. Al hacer la visita regular a Hungría en 1356, el abad Sigfrido von Waldstein de Rein (1349-1367), nos describe las condiciones en que estaban once abadías: una de ellas, Ercsi, totalmente abandonada. Otras dos, Pásztó y Bélháromkút tenía sólo tres monjes, incluyendo a los abades, y todas las restantes estaban en extremo despobladas. Waldstein, en su informe al rey Luis I, sugería invitar a extranjeros para poblarlas y el retorno obligatorio de los monjes que vagaban por todo el territorio. Los brotes posteriores de la plaga fueron devastadores por igual. En el lapso de tres meses, en el año 1419, la abadía francesa de Vauclair perdió once miembros. El impacto que la Peste Negra causó en la vida monástica fue mucho más allá de la reducción de miembros o las penurias económicas. Para poder mantener el personal mínimo, el Capítulo General de 1349 permitió que se hiciera la profesión sin completar el año de noviciado, siempre que el candidato tuviera por lo menos catorce años y supiera los Salmos de memoria. Es difícil determinar hasta qué punto llegó una probable reducción de los requisitos morales, pero sin duda la búsqueda de vocaciones llegó a los más bajos niveles sociales. La nobleza desapareció prácticamente entre las filas de los monjes en el siglo XIV. Por ejemplo, en Himmerod, donde a lo largo de los siglos XII y XIII la nobleza estaba bien representada aun entre los legos, hacia mediados del siglo XIV, únicamente burgueses componían la comunidad. Enrique von Randeck, muerto en 1330, fue el último abad noble de Himmerod. Durante los siglos XIV y XV, la lista de monjes sólo arroja cuatro nombres vinculados con familias de la pequeña nobleza local. Pero el gradual reemplazo de abades elegidos libremente por abades comendatarios fue a la larga mucho más dañina para el monacato que todas las otras calamidades combinadas. El término deriva de «encomienda», esto es el acto de otorgar un beneficio, tal como una abadía, in commendam, lo que implica la misión de administrar o proteger una propiedad eclesiástica vacante. Las primeras prácticas medievales de encomienda se convirtieron justamente en el blanco de los reformadores, y, en la época de la fundación de Cister, el problema era algo que parecía pertenecer al pasado. Sin embargo, a mediados del siglo XIII, en particular bajo Clemente IV (1265-1268), el derecho de libre elección se vio de nuevo comprometido por la doctrina de los poderes papales ilimitados (plenitudo potestatis), que incluía el derecho de «provisión» de todos los beneficios. Los nombramientos papales en territorios distantes continuaron siendo técnicamente imposibles por un largo tiempo, pero Nicolás II 1 (1277-1280) insistió en que todas las designaciones debían ser confirmadas por la Curia. El sistema de nombramientos papales directos dio un gigantesco paso adelante durante las décadas de Aviñón. Bajo crecientes presiones financieras, los papas convirtieron tales derechos en fuentes de ingresos, otorgando «bulas» de nombramiento o confirmación de elección a cambio de gratificaciones importantes. Juan XXII (1316-1334) se reservó para sí mismo todos los nombramientos en Italia, y la misma política se desarrolló en otros territorios bajo Benedicto XII y Clemente VI (1342-1352). Cuando a este último se le recordó que tales prácticas no tenían precedentes, se dice que respondió: «nuestros predecesores no tomaron conciencia de que eran papas». Durante el Gran Cisma de Occidente, tanto Roma como Aviñón explotaron los nombramientos papales hasta sus límites extremos, no sólo por razones financieras, sino también para ganar adictos leales. El impuesto que debían pagar alcanzaba normalmente al tercio de las entradas anuales de la prebenda. Bonifacio IX reglamentó en 1399 que aquellos que no abonaran la suma establecida dentro de los dos meses, perderían todo derecho a obtener la posición deseada. Los más favorecidos con el nuevo sistema fueron los sobrinos de los papas, cardenales y otros personajes de rango en la Curia, muchos de los cuales acumulaban gran cantidad de fáciles y ventajosos beneficios. Pocos de esos «abades comendatarios» cuidaban de pasar algún tiempo en sus monasterios, porque su mayor interés radicaba en la recaudación de las rentas abaciales. La naturaleza abusiva de tales disposiciones no sólo era evidente para las abadías afectadas, sino también para los distintos gobiernos foráneos, resentidos por el hecho que extranjeros ausentes gozaran de substanciosos ingresos. En Inglaterra, ya por 1307, el Estatuto de Carlisle intentó limitar los nombramientos papales, y en 1351, el Estatuto of Provisors defendía los derechos de los electores ingleses y los privilegios reales en materia de patronato. En el Concilio de Constanza (1417), fue muy discutido el tema de las provisiones y encomiendas papales, pero en lugar de prohibir definitivamente los abusos, surgieron modificaciones poco enérgicas. El fracaso de Constanza sólo sirvió para dar coraje a los gobiernos civiles para competir con las ambiciones papales en lo relativo al control de beneficios. A todo lo largo del siglo XV, las elecciones abaciales libres se convirtieron en raras excepciones. En Francia, la Pragmática Sanción de Bourges (1438) adoptó una posición muy decidida contra la intervención papal en nombramientos eclesiásticos, pero en realidad no defendió el principio de libre elección, pues dejaba abierta la puerta para que el poder real ejerciera presión en forma de «benevolentes recomendaciones». El Papado nunca aceptó los términos de este documento, que fue renovado por Luis XI en 1461. Sin embargo, para los monjes casi no había diferencia en que fuera el rey o el papa quien los privara del derecho de gobernarse sin la constante intervención externa. Esto era lo que justamente señalaba el Parlamento de París en un memorial dirigido a Luis XI en 1467: «Las rentas de las prebendas son sacadas del país; y los mismos beneficios se enfrentan a la bancarrota; ha desaparecido toda forma de disciplina regular en los monasterios; los oficios divinos se llevan a cabo impropiamente y sin devoción, perjudicando las intenciones de los fundadores y disminuyendo las oraciones debidas a las almas de los benefactores monásticos. Así como se están arruinando los establecimientos materiales, lo mismo acontece con los espirituales. Esas condiciones son comunes entre los monjes, quienes, a causa de la pérdida de disciplina, caen en una vida relajada y frecuentemente reniegan de sus votos… como ovejas errantes sin pastor. A menos que las prebendas vuelvan a los abades regulares, será imposible invertir la ruinosa tendencia que prevalece tanto en lo espiritual como en lo material.»
En los Estados Generales de 1483, se reiteraron las mismas objeciones motivadas por causas idénticas, pero sin resultado. En España, las condiciones no eran mucho mejores. En 1475, el rey Juan II de Aragón exigía a Sixto IV el nombramiento de uno de sus nietos, un bastardo de 6 años, para la sede metropolitana de Zaragoza. Durante cierto tiempo, denegó el Papa esta escandalosa petición, pero otorgó a la criatura una renta proveniente de los beneficios de la catedral. En el Sínodo de Burgos (1511), los obispos españoles alzaron sus voces contra los abades comendatarios nombrados por el Papado, pero el mal tenía raíces muy profundas, y continuó. Las valientes resoluciones del V Concilio de Letrán (1514) reclamaban la abolición de las encomiendas, pero fueron revocadas por León X, quien, a consecuencia de su derrota en Marignano, se rindió a Francisco 1 de Francia, y en el Concordato de Bolonia (1516) legalizó el control real sobre los nombramientos abaciales. En principio, el rey se comprometía por ese documento a nombrar para tales cargos únicamente a monjes mayores de veintitrés años; pero en la práctica, ni él ni sus sucesores respetaron estas restricciones. Por el contrario, llegó a ser común el nombramiento de laicos y aun de niños. En 1517, el Papa intentó modificar el Concordato para eximir a las órdenes monásticas, pero el rey ignoró el breve papal. En 1531 Clemente VII concedió formalmente la abolición de las elecciones abaciales, exceptuando las de las casas madres: en el caso de los cistercienses únicamente Cister. El Concilio de Trento hizo un intento decisivo por eliminar los desastrosos abusos del sistema de encomiendas, dado que se lo reconocía perfectamente como uno de los mayores escollos para cualquier reforma monástica. Sin embargo, el gobierno real no tenía ninguna voluntad de cooperar. Los cánones del Concilio nunca fueron promulgados en Francia, y el sistema siguió dominando la vida monástica hasta la Revolución Francesa. La única concesión, otorgada en 1558 y luego confirmada por la Ordenanza de Blois en 1579, fue la garantía de elecciones libres en las principales abadías de la Orden: Cister, La Ferté, Pontigny, Claraval y Morimundo. Hacia fines del siglo XVI, la gran mayoría de abadías cistercienses en Francia eran retenidas in commendam, aunque ocasionalmente el rey nombrara a miembros de la Orden como abades, mientras que otros comendadores bien intencionados vestían voluntariamente el hábito cisterciense y luego gobernaban sus monasterios como abades regulares. Por esta razón, es difícil dar una cifra exacta de abadías bajo abades regulares o comendatarios. Pero por lo menos un 80% de todas las casas francesas languideció siempre bajo abades comendatarios durante todo el transcurso del siglo XVII. Desde el comienzo, la Orden cisterciense estuvo alerta de los peligros del sistema de encomiendas, aunque sus dirigentes nunca tuvieron los medios necesarios para detener o retardar la marcha de los acontecimientos. Dejando a un lado las quejas y protestas mencionadas por las crónicas, los únicos logros tangibles del Capítulo General fueron la confirmación de los privilegios cistercienses y otras ineficaces garantías concedidas generosamente por la Curia después del pago de pringues derechos. De esta forma, Juan XXIII prometía solemnemente en 1415, que únicamente nombraría a cistercienses en las abadías vacantes de la Orden y anularía todos los nombramientos anteriores dados a extraños, excepto los otorgados a cardenales. Documentos similares, o incluso más prometedores, fueron firmados por Nicolás V (1447-1455), de tal suerte que el Capítulo General de 1458 anunciaba jubilosamente que, de acuerdo «con los privilegios de nuestra Orden, renovados y confirmados muy recientemente por el Supremo Pontífice, ninguna persona, ni siquiera un cardenal, puede dirigir como comendatario ninguno de los monasterios de nuestra Orden». Hechos penosos contradijeron el optimismo de los Padres. Los primeros nombramientos papales para abadías cistercienses bajo Juan XXII (1316-1334) tuvieron lugar en Italia, pero pronto se ejercieron presiones similares en todas partes del Imperio, Francia y España, aun cuando los primeros casos de «provisiones» recayeron sobre algún cisterciense. Así, en 1320, la sede abacial de Ebrach fue otorgada a Alberto de Anfeld, quien pagó 800 florines por el favor (servitium commune). En 1338, el nuevo Abad de Salem, Ulrico Sargans debía enviar 1.650 florines a Aviñón. De acuerdo con los registros papales de la misma época, se instituyeron en forma similar los abades de Wettingen, Altzelle, Villers y Orval. Durante el Cisma, siguieron Kaisheim, Lützel, Heilsbronn, Val-Saint-Lambert, Morimundo, Georgenthal, Neuzelle, Grüssau y Kamenz. En Hungría, las familias nobles dirigentes dispusieron libremente de las abadías cistercienses durante todo el siglo XV. En Irlanda prevalecían condiciones similares, mientras en Escocia los reyes reclamaban el derecho de nombrar a los abades. De los veinte abades y priores cistercienses que participaron en el Parlamento escocés en 1560, catorce eran comendatarios. Únicamente en Inglaterra no prosperó el sistema de encomiendas. La posición específica de Inglaterra tiene su razón principal en el hecho de que la interferencia papal efectiva en las elecciones abaciales se inició en Aviñón, cuando estaba por comenzar la guerra de los Cien Años. Dado que los ingleses sospechaban que el Papa actuaba habitualmente como agente al servicio de Francia, resistieron abiertamente cualquier intento del mismo para intervenir en los asuntos eclesiásticos de su país. En Francia, no obstante las garantías, las abadías más importantes fueron perdiendo su independencia, una tras otra. En 1470, le llegó el turno a La Ferté, aunque después de dos años de argumentaciones legales se permitió ejercer el cargo de abad a un cisterciense. Al mismo tiempo, Balerne, Fontfroide, Bonnecombe, Ourscamp, Bonnevaux y Grandselve, entre otras, cayeron bajo el gobierno de comendatarios. El Capítulo de 1473, profundamente alarmado, decidió enviar a Roma a una delegación de abades de la mayor jerarquía, encabezados por el propio abad de Cister, Humberto de Losne (1462-1476). Se dice que el papa Sixto IV (1471-1484) y su corte escucharon con lágrimas en los ojos el alegato de los abades, pero la bula firmada el 11 de marzo de 1475 reiteraba simplemente las limitaciones y promesas tradicionales. Por ella se prohibía a los comendatarios reducir el número de monjes, debían alimentar y vestir decentemente a la comunidad, conservar los edificios en condiciones adecuadas, defender los privilegios y derechos de la abadía, les estaba prohibida la enajenación de bienes monásticos y, finalmente, cuando su nombramiento, debían prestar juramento de respetar y defender los puntos arriba mencionados. Es muy discutible que este documento mereciera los 6.000 ducados gastados por la legación en Roma. El futuro dio razón a los escépticos, pero el sucesor del abad Humberto no era uno de ellos, se llamaba Juan de Cirey (1476-1501), que previamente había sido abad de Balerne, y uno de los participantes de las negociaciones en Roma. Era un hombre de buenas intenciones, ambicioso y enérgico, pero confió demasiado en la influencia de sus relaciones romanas, y en la eficacia del nuevo aflujo de bulas papales para beneficio de la Orden. Obtuvo de Sixto IV trece documentos de este tipo, y otros dieciséis de Inocencio VII (1484-1492). gastando en ello una verdadera fortura y dejando tras de sí una deuda formidable. El único resultado concreto de sus esfuerzos fue la publicación de la primera colección impresa de los Privilegios cistercienses en 1491, la Collecta quorumdam privilegiorum Ordinis Cisterciensis. Mientras la Curia permanecía inflexible, crecían las esperanzas de un cambio en la política gubernamental de Francia después de la muerte de Luis XI (1483). Anticipándose a la enérgica acción del joven Carlos VIII (1483-1498), los insurrectos locales expulsaron por la fuerza a cierto número de comendatarios, hecho que mereció la desaprobación de los Estados Generales de 1484. El rey-niño escuchó diplomáticamente la interminable lista de quejas, pero no hizo nada. Por entonces, el drenaje de los bienes monásticos hacia Roma y París se había hecho tan simple y lucrativo que no se podía esperar ningún esfuerzo honesto para mejorar la triste situación de las que en otro tiempo fueron grandes abadías y ahora marchaban inexorablemente a la decadencia. A las abadías cistercienses en Italia les fue peor todavía que las francesas. Todas, sin excepción, fueron víctimas de la codicia de los oficiales de la Curia durante el siglo XV. Las estadísticas de que disponemos se refieren únicamente al siglo XVI, pero las condiciones trágicas son el resultado obvio de un siglo de negligencia total. Nicolás Boucherat, que visitó personalmente como Procurador General las casas de la Orden en los Estados Papales y el Reino de Nápoles y Sicilia en 1561, nos lega en su informe una imagen patética de la desastrosa influencia del infortunado sistema. Cada uno de los treinta y cinco monasterios estaba bajo un abad comendatario. En todas partes, los edificios ofrecían un.phpecto deteriorado, muchos de ellos en ruinas. Dieciséis monasterios estaban desiertos por completo; en algunos otros vivían unos pocos sacerdotes seculares, o miembros de otras órdenes. El total de la población cisterciense de esas treinta y cinco casas en conjunto albergaba a ochenta y seis monjes, que subsistían en la miseria, sin ningún vestigio de disciplina regular u oficio litúrgico. Otra visita regular en 1579 reveló condiciones similares imperantes en Lombardía y Toscana donde unos diecisiete monasterios estaban luchando desesperadamente contra sus abades comendatarios por su simple subsistencia. Contratos entre los comendatarios y los monjes hicieron posible un cierto mejoramiento local. Probablemente tal fue el caso de Tre Fontane, en Roma. Esta abadía había estado bajo gobierno comendatario desde 1383, y hacia el siglo XVI el famoso monasterio e iglesia había llegado a un estado tan escandaloso de negligencia que el papa León X tuvo que intervenir en 1519. Después de la renuncia del cardenal Rafael Riario, el Papa nombró a su sobrino, Juliano de Médicis, como nuevo comendatario, pero le impuso un contrato con Tre Fontane, emitido en forma de bula. Consecuentemente, la «mesa del abad» (mensa abbatialis) estaba separada de la «mesa de los monjes» (mensa conventualis), es decir se apartaba una cantidad específica para que la comunidad viviera, 400 ducados de oro, que se suponían suficientes para doce monjes. Los monjes tenían libertad para elegir a su propio prior, responsable de la disciplina y administración interna. Aunque no se le permitía al comendatario alterar la suma destinada a la mesa de los monjes, podía reducir proporcionalmente el número de monjes, en casos de pérdidas económicas importantes. De lo anteriormente expuesto, se deduce claramente que la ruina material de los establecimientos no fue en modo alguno la única consecuencia del gobierno de los comendadores, tal vez ni siquiera la más penosa. En ausencia de un abad, no podían llevarse a cabo algunos de los oficios litúrgicos tradicionales, no podía aplicarse la disciplina con rigor, y aún el status social de la comunidad estaba destinado a declinar. Cuando el abad comendador, que en sí era un extraño, trataba realmente de interferir en la vida diaria de los monjes, las condiciones se tornaban con frecuencia intolerables. El Capítulo General insistió siempre en la naturaleza puramente nominal del nombramiento del comendatario, cuyo único derecho consistía en retirar su parte de las entradas del monasterio. Todas las otras responsabilidades eran transferidas al prior, quien en las primeras épocas había sido elegido en la mayoría de los casos; pero, con el correr del tiempo, fue nombrado por el padre inmediato de la comunidad in commendam. Sin embargo, no podía realizar las visitas regulares, ni estaba autorizado para sentarse en el Capítulo General; de esta forma, la administración de la Orden se debilitó tanto como el sistema de frenos y controles. La asistencia al Capítulo General disminuyó en forma drástica durante el siglo XV, y durante la primera mitad del siglo XVI el número de abades nunca excedió de cincuenta; en 1541, sólo se reunieron dieciocho. Además, aunque en apariencia resultara ventajoso estipular una cantidad fija de dinero, la «mesa de los monjes», con el correr del tiempo fue muy perjudicial. Los tratados estipulaban siempre un número definitivo de monjes para ser albergados en la abadía. Dado que los intereses financieros del comendatario exigían que éstos fueran los menos posibles, y los monjes no estaban en condiciones de mejorar esa cuota, no existía ninguna posibilidad de crecimiento o desarrollo. Empeorando el panorama, la fuerte inflación de los siglos XVI y XVII mermó mucho el valor adquisitivo de las entradas por contrato y, por esta misma razón, los propios monjes estuvieron frecuentemente tentados de mantener vacías las plazas del convento, para así poder economizar mejor sus magras raciones. No es necesario aclarar que esa atmósfera de lobreguez perpetua difícilmente podía atraer presuntas vocaciones. Aun haciendo esfuerzos los monjes, poco se podía esperar, excepto mantener un nivel mínimo en cuanto al número, disciplina y economía. Existía una posibilidad de auténtica renovación, pero únicamente en las abadías bajo abades regulares, o en Congregaciones que habían logrado eliminar con éxito la autoridad del comendatario.
Bibliografía
(…)
L.J. Lekai, Los Cistercienses Ideales y realidad, Abadia de Poblet Tarragona , 1987. © Abadia de Poblet