Diferencia entre revisiones de «Virtud de la Religión»
De Enciclopedia Católica
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− | + | <span style="color:#000066">De las tres derivaciones que se proponen de la palabra «religión», la sugerida por Lactancio y confirmada por San Agustín parece, quizá, más de acuerdo con la idea que las otras. Dice que procede de religare, unir. Así, significaría el vínculo que une al hombre con Dios. La noción comúnmente aceptada entre los teólogos es la que se encuentra en la «Summa Theologica», II-II, Q. Lxxxi de Santo Tomás. Según él, es una virtud que propone rendir a Dios el culto que Le es debido como fuente de todo ser y principio de todo gobierno de las cosas. No cabe duda de que es una virtud distinta, no meramente una fase de otra. Se diferencia de otras en su objeto, que es ofrecer al Omnipotente Dios el homenaje requerido por Su singularísima excelencia. En una acepción libre puede ser considerada como una virtud general que prescribe los actos de otras virtudes o requiere de ellas para la ejecución de sus propias funciones. No es una virtud teologal, porque su objeto inmediato no es Dios, sino la reverencia a Él debida. Su práctica está frecuentemente asociada con las virtudes de fe y caridad, como una parte de la virtud cardinal de la justicia, desde la que damos a Dios lo que Le es debido. Santo Tomás enseña que es la primera entre las virtudes morales. Una actitud religiosa hacia Dios es esencialmente el producto de nuestro reconocimiento, no sólo de Su majestad soberana, sino también de nuestra absoluta dependencia de Él. Aunque, como dice el P. Rickaby, Él no es meramente «el Gran Desconocido», nuestro comportamiento ha de estar investido de reverencia y admiración; Él es a la vez nuestro Creador y Maestro y, en virtud de nuestra filiación sobrenatural en el orden presente de las cosas, nuestro Padre. Por eso estamos obligados a dirigir habitualmente hacia Él nuestros sentimientos de adoración, plegaria, acción de gracias, lealtad y amor. Tal disposición del alma es inexorablemente requerida por la verdadera ley de nuestro ser. No debemos, sin embargo, permanecer satisfechos porque tal vez nuestra relación interior esté suficientemente en conformidad con esta norma. No somos simplemente espíritus. Nuestra naturaleza compuesta necesita expresarse a sí misma en actos externos en los que tanto el cuerpo como el alma deben tener parte --esto no sólo para estimular nuestros sentimientos internos, sino porque a Dios mismo pertenecen nuestro cuerpo y alma, y es justo que ambos Le muestren su fidelidad. Esta es la justificación de la religión externa. Efectivamente, Dios no necesita nuestro culto, ni interior ni exterior, y es pueril impugnar esta razón. Nuestro homenaje no añade nada a Su gloria, a no ser el incremento intrínseco de teólogos cuya suma no viene a cuento considerar aquí. No es esto por lo que estrictamente hablando debamos rendirle tributo, sino porque Él lo merece infinitamente y porque es de inestimable valor para nosotros mismos. Los principales actos de esta virtud son adoración, oración, sacrificio, oblación, votos; los pecados contra ella son descuido de la oración, blasfemia, tentar a Dios, sacrilegio, perjurio, simonía, idolatría y superstición. | |
− | De las tres derivaciones que se proponen de la palabra «religión», la sugerida por Lactancio y confirmada por San Agustín parece, quizá, más de acuerdo con la idea que las otras. Dice que procede de religare, unir. Así, significaría el vínculo que une al hombre con Dios. La noción comúnmente aceptada entre los teólogos es la que se encuentra en la «Summa Theologica», II-II, Q. Lxxxi de Santo Tomás. Según él, es una virtud que propone rendir a Dios el culto que Le es debido como fuente de todo ser y principio de todo gobierno de las cosas. No cabe duda de que es una virtud distinta, no meramente una fase de otra. Se diferencia de otras en su objeto, que es ofrecer al Omnipotente Dios el homenaje requerido por Su singularísima excelencia. En una acepción libre puede ser considerada como una virtud general que prescribe los actos de otras virtudes o requiere de ellas para la ejecución de sus propias funciones. No es una virtud teologal, porque su objeto inmediato no es Dios, sino la reverencia a Él debida. Su práctica está frecuentemente asociada con las virtudes de fe y caridad, como una parte de la virtud cardinal de la justicia, desde la que damos a Dios lo que Le es debido. Santo Tomás enseña que es la primera entre las virtudes morales. Una actitud religiosa hacia Dios es esencialmente el producto de nuestro reconocimiento, no sólo de Su majestad soberana, sino también de nuestra absoluta dependencia de Él. Aunque, como dice el P. Rickaby, Él no es meramente «el Gran Desconocido», nuestro comportamiento ha de estar investido de reverencia y admiración; Él es a la vez nuestro Creador y Maestro y, en virtud de nuestra filiación sobrenatural en el orden presente de las cosas, nuestro Padre. Por eso estamos obligados a dirigir habitualmente hacia Él nuestros sentimientos de adoración, plegaria, acción de gracias, lealtad y amor. Tal disposición del alma es inexorablemente requerida por la verdadera ley de nuestro ser. No debemos, sin embargo, permanecer satisfechos porque tal vez nuestra relación interior esté suficientemente en conformidad con esta norma. No somos simplemente espíritus. Nuestra naturaleza compuesta necesita expresarse a sí misma en actos externos en los que tanto el cuerpo como el alma deben tener parte --esto no sólo para estimular nuestros sentimientos internos, sino porque a Dios mismo pertenecen nuestro cuerpo y alma, y es justo que ambos Le muestren su fidelidad. Esta es la justificación de la religión externa. Efectivamente, Dios no necesita nuestro culto, ni interior ni exterior, y es pueril impugnar esta razón. Nuestro homenaje no añade nada a Su gloria, a no ser el incremento intrínseco de teólogos cuya suma no viene a cuento considerar aquí. No es esto por lo que estrictamente hablando debamos rendirle tributo, sino porque Él lo merece infinitamente y porque es de inestimable valor para nosotros mismos. Los principales actos de esta virtud son adoración, oración, sacrificio, oblación, votos; los pecados contra ella son descuido de la oración, blasfemia, tentar a Dios, sacrilegio, perjurio, simonía, idolatría y superstición. | + | |
RICKABY, Ethics and Natural Law (London, 1908); MAZZELLA, De religione et ecclesia (Rome, 1885); SCHANZ, A Christian Apology (New York, 1907); Summa theol. (Turin, 1885), loc. cit. | RICKABY, Ethics and Natural Law (London, 1908); MAZZELLA, De religione et ecclesia (Rome, 1885); SCHANZ, A Christian Apology (New York, 1907); Summa theol. (Turin, 1885), loc. cit. |
Revisión de 18:37 8 mar 2007
De las tres derivaciones que se proponen de la palabra «religión», la sugerida por Lactancio y confirmada por San Agustín parece, quizá, más de acuerdo con la idea que las otras. Dice que procede de religare, unir. Así, significaría el vínculo que une al hombre con Dios. La noción comúnmente aceptada entre los teólogos es la que se encuentra en la «Summa Theologica», II-II, Q. Lxxxi de Santo Tomás. Según él, es una virtud que propone rendir a Dios el culto que Le es debido como fuente de todo ser y principio de todo gobierno de las cosas. No cabe duda de que es una virtud distinta, no meramente una fase de otra. Se diferencia de otras en su objeto, que es ofrecer al Omnipotente Dios el homenaje requerido por Su singularísima excelencia. En una acepción libre puede ser considerada como una virtud general que prescribe los actos de otras virtudes o requiere de ellas para la ejecución de sus propias funciones. No es una virtud teologal, porque su objeto inmediato no es Dios, sino la reverencia a Él debida. Su práctica está frecuentemente asociada con las virtudes de fe y caridad, como una parte de la virtud cardinal de la justicia, desde la que damos a Dios lo que Le es debido. Santo Tomás enseña que es la primera entre las virtudes morales. Una actitud religiosa hacia Dios es esencialmente el producto de nuestro reconocimiento, no sólo de Su majestad soberana, sino también de nuestra absoluta dependencia de Él. Aunque, como dice el P. Rickaby, Él no es meramente «el Gran Desconocido», nuestro comportamiento ha de estar investido de reverencia y admiración; Él es a la vez nuestro Creador y Maestro y, en virtud de nuestra filiación sobrenatural en el orden presente de las cosas, nuestro Padre. Por eso estamos obligados a dirigir habitualmente hacia Él nuestros sentimientos de adoración, plegaria, acción de gracias, lealtad y amor. Tal disposición del alma es inexorablemente requerida por la verdadera ley de nuestro ser. No debemos, sin embargo, permanecer satisfechos porque tal vez nuestra relación interior esté suficientemente en conformidad con esta norma. No somos simplemente espíritus. Nuestra naturaleza compuesta necesita expresarse a sí misma en actos externos en los que tanto el cuerpo como el alma deben tener parte --esto no sólo para estimular nuestros sentimientos internos, sino porque a Dios mismo pertenecen nuestro cuerpo y alma, y es justo que ambos Le muestren su fidelidad. Esta es la justificación de la religión externa. Efectivamente, Dios no necesita nuestro culto, ni interior ni exterior, y es pueril impugnar esta razón. Nuestro homenaje no añade nada a Su gloria, a no ser el incremento intrínseco de teólogos cuya suma no viene a cuento considerar aquí. No es esto por lo que estrictamente hablando debamos rendirle tributo, sino porque Él lo merece infinitamente y porque es de inestimable valor para nosotros mismos. Los principales actos de esta virtud son adoración, oración, sacrificio, oblación, votos; los pecados contra ella son descuido de la oración, blasfemia, tentar a Dios, sacrilegio, perjurio, simonía, idolatría y superstición.
RICKABY, Ethics and Natural Law (London, 1908); MAZZELLA, De religione et ecclesia (Rome, 1885); SCHANZ, A Christian Apology (New York, 1907); Summa theol. (Turin, 1885), loc. cit.
JOSEPH F. DELANY
Transcrito por Douglas J. Potter
Dedicado al Sagrado Corazón de Jesús
Traducido por el Padre José Demetrio Jiménez, OSA