Herramientas personales
En la EC encontrarás artículos autorizados
sobre la fe católica
Viernes, 22 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «La Iglesia del Vaticano II»

De Enciclopedia Católica

Saltar a: navegación, buscar
(Página creada con «==Perspectiva histórica== Para acercarnos a la comprensión del contexto histórico-eclesial del concilio Vaticano II parece necesario volver la mirada a la sucesión de s...»)
 
(Sin diferencias)

Última revisión de 21:57 6 mar 2015

Perspectiva histórica

Para acercarnos a la comprensión del contexto histórico-eclesial del concilio Vaticano II parece necesario volver la mirada a la sucesión de sumos pontificados de la primera mitad del siglo XX, pero aquí vamos a preferir un recorrido diferente, por áreas temáticas interrelacionadas, partiendo de una brevísima consideración de la historia de la Iglesia del XIX y sus grandes cuestiones, llegando hasta el tiempo de san Pío X.

Sobre el gran pontificado del santo papa Sarto se ha escrito mucho y la polémica ha sido grande, un poco como sucedió con el del beato Pío IX, pues se les suele situar en el contexto de la gran confrontación entre la Iglesia y la Modernidad contemporánea.

Quienquiera se proponga conocer el siglo XIX encontrará entre los autores una coincidencia general en señalar este tema como el que configuró toda la historia del siglo, incluso como expresión casi final de una rebelión contra la revelación situada en los orígenes de la Edad Moderna.

En esta línea, el reclamo de autonomía de la razón y de la vida misma frente a una instancia religiosa superior, sea la de Dios o la de su Iglesia, irá convirtiéndose en constitutivo de un nuevo sentido de la realidad, re-presentada en adelante sin dependencia y en contraposición con la dogmática cristiana. Más aún, la proyección de futuro que realiza el movimiento ilustrado, de enorme acogida en sectores medios y altos en la sociedad, será la de una humanidad que se auto-construye según la auto-determinación inherente, al llamado de liberación radical de lo natural frente a lo sobrenatural. Por supuesto, esta pretensión no podía menos que chocar con el sentido común cristiano, enraizado en la convicción proyectada por san Agustín más de un milenio antes en La Ciudad de Dios: Para el clero católico, la pretensión moderna no podía ser otra cosa que la del predominio de la civitas daemonicola, enemiga de la de Dios.

Desde luego, en la memoria reciente de la Iglesia que comenzaba el siglo XX con san Pío X, el XIX había sido el de la victoria contra un enemigo implacable que se movía a sus anchas en una nueva cultura configurada de espaldas a Dios. Pero esta victoria –en cuanto la Iglesia no solo no había podido ser destruida, sino que se levantaba con importantes signos de vitalidad- exigía ser consolidada. Un editorial pletórico de optimismo de la revista sacerdotal peruana El Amigo del Clero, pletórico de optimismo, como es lógico, subrayaba la peligrosidad de los enemigos de la Iglesia y de la sociedad cristiana, pero también las señales de fortaleza católica que hacían augurar al autor un espléndido siglo XX.

Es importante que vaya quedándonos claro, que la primera mitad del XX transcurrió en la Iglesia con una fuerte impronta polémica con la Modernidad y de combate con las fuerzas enemigas, quizá infiltradas en el organismo eclesial y la pars sanior de las sociedades occidentales. De aquí que la misión del papa san Pío X, expresada en su lema Instaurare omnia in Christo, expresaba el objetivo de re-evangelizar Occidente y para ello, realizar tareas cruciales por asegurar la cohesión eclesial y prevenir o combatir los intentos contrarios de infiltrarla destruyéndola desde adentro.

En esta línea, el campo de batalla fundamental tendría que ser el teológico y doctrinal, pues una catequesis eficaz sólo podía darse desde una teología sólida y sin fisuras. Pero había un problema: desde fines del XIX en la teología católica venían dándose desplazamientos más allá de lo tradicional, como efecto del impacto que venía produciendo desde décadas atrás la teología protestante liberal, teología contestataria frente a la fe eclesial (en sus propio marco de referencia protestante), teología “libre” o, mejor dicho, fuera de control, que abría cuestiones nuevas proyectando preguntas y respuestas en áreas cruciales de la dogmática o los estudios bíblicos.


Impulsados por esta dinámica, en la teología católica algunos comenzaron un intento de “modernización” que aparecía como ineludible. Sin embargo, fracasó al dar origen o motivo a un panorama general descrito de tal forma por el papa san Pío X, que no podía ser sino inaceptable por el Magisterio eclesiástico. En efecto, en adelante, este intento fallido de modernización teológica designado con el término “Modernismo”, fue anatemizado, y se impuso en la Iglesia un severo control de los estudios y escritos de los profesores de teología que, con variantes, se prolongó hasta el tiempo del papa Pío XII .

Como luego se evidenció en la historia misma –y esta no es una interpretación- algunos fermentos de genuina renovación teológica se mantuvieron vivos y lograron producir frutos gradualmente más importantes y con capacidad de cambiar el panorama, justo en la década previa al concilio Vaticano II. Los movimientos litúrgico, bíblico, y de impulso de los estudios históricos y patrísticos, son inseparables de avances en el campo dogmático, por ejemplo, en el eclesiológico .

De todas formas, en las vísperas de afrontar gravísimos retos a su libertad y a su existencia misma por parte de grandes ideologías o utopías político-sociales en la primera mitad del siglo XX, la Santa Sede había puesto cuidado en asegurar su control de la situación intra-eclesial. Así por ejemplo, en el pontificado de san Pío X se fortaleció el control magisterial de la teología, (cuestión indiscutida en el mismo concilio décadas después, pero cuestionada más tarde), también la importancia de la colaboración del laicado en el apostolado pero bajo control del clero, y la obediencia estricta de éste al episcopado. Los papas que siguieron a lo largo del siglo, tuvieron una aguzada conciencia de su responsabilidad en la custodia y anuncio del depositum fidei.


Como sabemos, durante más de un milenio, el pensamiento cristiano sobre la política y la sociedad había sostenido, en general y simplificando, que la monarquía era la forma natural de régimen; que Dios había encomendado a los obispos de la Iglesia y a los monarcas, el gobierno de los asuntos espirituales y temporales como participación en su propia autoridad.

El antiguo modelo político y social constituido conjuntamente por las monarquías de derecho divino y las aristocracias situadas en la dirección de la sociedad, por razón de privilegio –considerado criterio natural- empezó a resquebrajarse a partir de la obra difusora del pensamiento ilustrado, desde luego del inglés, que había desmontado el absolutismo en su país por lo menos un siglo antes, pero sobre todo el francés, incisivo, provocador, confrontacional. Pero la crítica social fue también religiosa, en cuanto los profetas ilustrados del progreso a partir de la autonomía de lo humano respecto a la religión, señalaron continuamente a la Iglesia como enemiga de lo que podía traer el verdadero bien al hombre: la libertad y la racionalidad, autónomas de la tradición y la religión.

La Revolución Francesa hizo estallar un proceso en cadena que transformó rápidamente la cultura y la civilización occidentales, instalando nuevos paradigmas desde los cuales entender la vida social y proyectar su curso. Así, la naciente Modernidad contemporánea ya no sería religiosa, la Iglesia vería limitado su poder y capacidad de influir, y el Liberalismo forjaría la matriz que determinaría un nuevo régimen político e institucional. Desde la Libertad como valor generatriz, vendría una nueva cultura secularizada .

Lo primero fue la secularización –es decir, el retroceso de la religión y del factor religioso- en la política. En adelante, la ideología liberal haría imposible el tradicional engarce entre religión y política, separándolas –por lo menos en principio- para siempre. En esta línea, en el siglo XIX el nuevo escenario público sería cada vez más secular.

Esto impulsó, por cierto, una secularización en la vida de las instituciones, aunque conservaran, todavía formalmente, elementos religiosos. Esto fue muy notorio en la educación pública, por ejemplo. Es imposible rastrear con algún detalle este proceso, y más bien es impostergable decir aquí que la secularización de la sociedad llevó a la secularización de las personas y de su vida cotidiana, produciéndose una desconexión progresiva entre fe y vida personal (y social): La gente aún iría a misa, pero Dios quedaría cada vez más eclipsado por la fuerza vital de “lo humano” y de “la virtud”, desgajadas de su fuente y fundamento teológico. La antigua percepción cristiana de la vida cristiana, como un continuum que iba de lo privado a lo público, de un extremo a otro de la vida, iría desapareciendo poco a poco.

En simultáneo con este proceso, y como exigencia de los principios ideológicos liberales, la democracia se fue asentando como forma política. Desde luego, aún con muchas restricciones, pero ya sea en la forma monárquica constitucional o la republicana, la idea democrática de representación y participación no haría más que ganar terreno.

Pero la Revolución Francesa y el pensamiento político y social de la época habían puesto en la agenda pública la cuestión de lo social como central, y así el ideal de igualdad o justicia social, de fraternidad (en el conjunto social), y el de libertad, en todo ámbito de la vida, configuraron la civilización moderna.

En particular la cuestión de la igualdad o justicia motivó de modo recurrente revoluciones, que a su vez, ocasionaron el surgimiento de poderosas fuerzas de reacción política e ideológica. Y fue así que la historia del XIX puede describirse como una dinámica perpetua entre revolucionarios y reaccionarios.

En tal situación, ya claramente no coyuntural, sino avisando más bien de procesos de cambio en la estructura de la civilización occidental, la Iglesia se empleará a fondo en combatir, en el plano del pensamiento y de la acción, al Liberalismo y los impulsos por él desatados en la sociedad cristiana tradicional. El sumo pontificado de Gregorio XVI en la década del 30 del XIX es en este sentido principal ejemplo. Y también porque en él surge, en particular, un nuevo fenómeno en la historia de la Iglesia: la de un activismo de pensamiento y acción, generalmente joven, que aspiraban a recoger lo positivo de la ideología de la época, pero afirmando asimismo su identidad católica y reclamando aceptación por parte de la autoridad de la Iglesia.

En esta línea, con incomprensiones y problemas, en lo que siguió del siglo XIX, se fue consolidando en el proceder de la Santa Sede y de los obispos, un rechazo a todo lo que dentro de la Iglesia pareciera actitud de componenda con el Liberalismo y la Modernidad . Esto se evidenció, con gran tensión, en el concilio Vaticano I en 1870, y aunque la máxima autoridad ya no fue más contestada .

Mientras tanto, en el plano de la relación con los estados en el segundo tramo del XIX, específicamente en lo que respecta a la acción y posicionamiento político eclesiástico, no cabe duda que justamente hacia mediados de la centuria, a fines del pontificado de Gregorio XVI, el conservadurismo se convirtió en la línea política predominante entre los católicos. Esto significaba la aceptación, hasta cierto punto, de la idea del progreso, pero un progreso en el orden, donde esto quería decir: “orden tradicional” (social, moral, religioso…) que las libertades liberales no debían romper amenazar.

Es aquí que hace su aparición histórica el pensamiento y la praxis del marxismo, autoproclamado como el modo científico –esto es, acorde a la razón metódica- de concretar la aspiración a la justicia y la fraternidad entre los hombres. Pero en realidad lo que Marx propone es un modo de lectura de la historia humana y una clave de comprensión de toda la realidad. Así, lo que será la ideología marxista se postula como única verdad y la dinámica política que anuncia y promueve se afirma como de cumplimiento inevitable. Según Marx, la historia no sólo tenía sentido, sino final, final feliz, cuando el bien y los buenos… según él, el socialismo y el proletariado (junto a los oprimidos de la historia), finalmente destruirían el dominio del mal y de los malos, el capitalismo y la burguesía opresora.

El método sería el de la acción política de concientización –iluminación, dirían los ilustrados de ayer- y de organización para la lucha social contra los enemigos de clase. Según Marx, el capitalismo entraría necesariamente en crisis y ésta debía ser agravada mediante la acción política socialista. Entonces, producida la revolución, el partido debía tomar el poder en nombre de las masas, y así, abrir una era de verdadera democracia en la que por fin realmente el pueblo estuviese al mando. Para consolidar esta victoria y preparar el camino hacia la meta de la sociedad ideal, que finalmente sería igualitaria y fraterna, sería preciso instaurar una dictadura del proletariado en la que toda oposición o resistencia, de cualquier tipo, debía quebrarse de cualquier modo. Finalmente, este proceso debía replicarse en todo el mundo, progresivamente, hasta un estadio de revolución mundial y victoria universal del pueblo, en una especie de consumación de la historia. De aquí que la solidaridad de clase debía ser mayor a la impuesta por las nacionalidades… Y creo que hasta aquí es suficiente sobre el planteamiento ideológico marxista.

Es importante advertir, de todas formas, que el pensamiento de Marx y Engels fue releído y re-elaborado por autores importantes que les sucedieron en el tiempo: de manera eminente, Lenin, Trostky, y Mao Zedong.

Con esta mirada a los grandes modelos político sociales de la Modernidad, el Liberalismo y el Socialismo marxista, surgidos en el XIX, es importante pasar a la experiencia histórica de la Iglesia con ellos en el siglo XX.

Un primer caso a mencionar aquí es el de Méjico. En este catolicísimo país, líderes políticos liberales habían logrado manejar su curso desde el siglo anterior, y al hilo de graves coyunturas de enfrentamiento externo e interno, conmociones políticas y sociales, el estado mejicano estuvo en manos de personajes de carácter anticlerical, hasta grados extremos. La Iglesia tuvo dificultades para caminar, que se fueron agravando hasta ser tratada como enemiga de Méjico y atacada violentamente por el estado que la había venido despojando de sus derechos, sus bienes, y su libertad. La constitución de 1917, al comienzo no aplicada a fondo en lo tocante a la religión, sí lo fue bajo la presidencia de Plutarco Elías Calles, que llevó la situación de la Iglesia hasta lo insoportable.

Así, bajo el liderazgo de radicales anticlericales se materializó una grave persecución religiosa, y en Roma y el mundo entero, le quedó claro a la Jerarquía de la Iglesia que en países de gran tradición católica las tensiones sociales y el conflicto político podían engendrar movimientos anticristianos de gran violencia . Los horrores de la Guerra Cristera llevaron al papa Pío XI a protestar enérgicamente y a condenar el pensamiento y práctica política predominante en Méjico, donde la Iglesia atravesó por una prolongada pasión que la fue purificando y –como lo confirma la historia cristiana- grandes probaciones auguraron gran fecundidad apostólica y espiritual.

En Francia, a principios de siglo, ya san Pío X había tenido que enfrentar una creciente hostilidad del régimen republicano que arrebató a la Iglesia sus propiedades, a las órdenes y congregaciones su patrimonio, y especialmente, la educación de la juventud. Otra vez se trató de picos de anticlericalismo de un Liberalismo hostil con la religión. La Santa Sede tuvo que hacer enormes esfuerzos y gala de especial tacto diplomático para lograr equilibrar la situación a la espera de mejores tiempos.

En Rusia, las atrocidades cometidas por las autoridades en nombre del bien universal llegarían a alcanzar proporciones nunca vistas en la historia del mundo. En la década del 20, en el empeño de implantar y consolidar el régimen de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, fundada por Lenin en 1922, tanto este personaje como su sucesor, Stalin, no tuvieron problema en sacrificar –en el altar del marxismo y su dogmática visión de la historia- entre diez y doce millones de vidas. Por supuesto, en el camino la libertad religiosa fue también una víctima, y esto llevó al rompimiento de los intentos de entendimiento diplomático entre la Santa Sede y Moscú.

Pero sería en España donde la Iglesia probaría el cáliz más amargo de la confrontación con el marxismo y su empeño de “internacionalizar” la revolución. Allí llegó al poder una coalición de izquierda encabezada por un republicano que se veía como impulsor del cambio social pero por el sendero reformista. Como era de esperar, la tensión política era grande por la encrespada oposición de la derecha, monárquica o no, pero sucedió que el radicalismo comunista y anarquista, situado más a la izquierda que el mismo gobierno, promovió un estado de violencia social y política que restó estabilidad al régimen. En realidad, en su obsesión por generar ya una crisis revolucionaria, que encaminara de una vez el país al paraíso comunista, lo que lograron fue fortalecer una creciente reacción contraria. En esta coyuntura, cometieron el error de atacar frontalmente a la religión, repitiendo las viejas acusaciones al catolicismo de ser el causante del atraso del país y de su pobreza. En una situación social y política de gran tensión no les fue difícil azuzar el “cuco” del eclesiástico enemigo del pueblo, malvado y mentiroso, solo pendiente de saciar su estómago y llenar sus bolsillos a costa de los pobres aprovechando su ignorancia.

Así, la feroz crítica literaria e intelectual a la Iglesia española, que venía del XIX, fue retomada por esta crítica ya del más bajo jaez, encaminada derechamente a la acción criminal de destruir materialmente la Iglesia de España, matando al clero y a los laicos que se atreviesen a insistir en practicar su fe, arrancando el cristianismo de la sociedad hispánica. Cosa semejante no había sucedido desde los días de la Revolución en la década del 90 del siglo XVIII, cuando el mismo estado revolucionario se propuso en Francia, por un tiempo, el mismo objetivo.

Pero la sociedad española no soportó esta situación y surgió un levantamiento militar que enfrentó al gobierno republicano que, si no se propuso este objetivo, cuando menos se mostró –por años- incapaz de impedir la violencia comunista y anarquista contra la religión. Al término de una feroz guerra civil, la Iglesia encontró la paz otra vez en todo el país y, como es comprensible, apoyó de modo casi unánime el empeño liderado por el general Franco, señalando que en realidad se había tratado de una lucha con carácter de cruzada, por recuperar la Fe para el país y la libertad para la Iglesia, evitando su destrucción .

Pero la coyuntura de los años 30 sería la que llevaría Europa a la Segunda Guerra Mundial. En la guerra española ya actuaron proyectando en la realidad su carácter antagónico y su determinación de expresarlo bélicamente, las fuerzas que se enfrentarían a partir de 1939. En efecto, frente a la maquinaria política y militar soviética, que pugnaba por fortalecerse y expandir su ideología por diversos medios, se alzó la fuerza, primero política y luego militar, del Fascismo y el Nazismo .

En la década anterior, una Italia débil y en crisis fue el contexto perfecto para el surgimiento de una ideología peculiar, que como subproducto patológico del Liberalismo, se levantó contra el socialismo y el anarquismo y que en sí misma, era también la negación del Liberalismo y de la democracia liberal. El Partido Fascista Italiano proponía llevar al país a un estado tal en el que se alcanzaría un glorioso destino nacional, dejando atrás la larga era de postración a la que la fragmentación, la monarquía, los malos políticos y la democracia liberal, habían llevado a Italia. Así, inspirado en la memoria de la Roma imperial, Mussolini prometía estabilidad, orden, y poderío nacional.

En Alemania, también apelando al nacionalismo y encarnando la reacción contra el estado de debilidad y humillación en el que había caído el país como resultado de la Gran Guerra, Adolfo Hitler predicaba su nacionalsocialismo. Pero que el nombre no nos lleve a engaño. Aunque en cierta forma pueda asimilarse al fascismo, como una variante, la ideología nazi surgió muy ligada al contexto histórico alemán y a Hitler como para que pueda considerarse una forma del fascismo. Aunque tome de él una serie de elementos importantes, el peso de otros, como el nacionalismo imperialista de carácter xenófobo, lo configuran como fenómeno político muy particular. De hecho, el nazismo logró el poder e hizo uso de él llevando Alemania a la guerra y al abismo, impulsado por el motor del odio político y de raza .

Así en los años 30 se extendió en Europa y la Unión Soviética un fenómeno nuevo, el Totalitarismo. Irónicamente, dos discursos ideológicos opuestos y enemigos, terminarán enlazados históricamente al compartir un modelo político y social, efecto de la radical perversión que terminó convirtiéndolos en expresiones supremas de inhumanidad.

La Iglesia católica, que enfrentó los excesos del anticlericalismo de cuño liberal en México y Francia, tuvo también que hacer frente a los totalitarismos engendrados por la Modernidad contemporánea. Por fortuna, si cabe hablar así –pues los millones de muertos del enfrentamiento germano-soviético casi no lo permiten- las dos ideologías chocaron buscando destruirse, y el resultado no podía ser sino el final de una de las dos. Fue así que uno de los resultados de la Segunda Guerra Mundial fue la práctica desaparición del Fascismo, del panorama político-ideológico del mundo.

La Santa Sede, en la persona del papa Pío XI, condenó en su momento, los abusos extremos del gobierno mejicano de Elías Calles, pero de manera especial, el horror de la persecución contra la Iglesia en la España republicana de Manuel Azaña. Y en esta línea, condenó el comunismo en 1937 como “intrínsecamente perverso” y mayor enemigo del cristianismo.

Respecto al Fascismo italiano y al Nazismo alemán, la Santa Sede fue también muy clara. No obstante el muy anhelado arreglo final de la antigua –y para la Iglesia- crítica cuestión de los Estados Pontificios en 1929, pendiente de solución con el estado Italiano desde 60 años atrás, en 1931 el Papa criticó la estatolatría y el totalitarismo fascista, y en 1937 en el apogeo de la popularidad del nazismo condenó también el neo-paganismo en Alemania. Esto último, en la línea de la condena a la ideología hitleriana que los obispos alemanes habían realizado en 1932, poco antes de la llegada al poder del futuro amo del país. De este modo, brilla por sí misma la coherencia del magisterio y la actitud de la Iglesia frente a los totalitarismos, más allá de todo cálculo político o sentido de oportunidad .

Qué doloroso tuvo que ser para la Iglesia el contemplar el estado al que había llegado la civilización cristiana que ella había forjado en Occidente desde siglos antes de la caída del Imperio Romano. Después del gran cisma con Oriente en el amanecer del segundo milenio, y del profundo desgarro del cisma protestante a mediados del mismo, en el último de sus siglos, el XX, se enfrentaba una situación dramática. Por eso, las décadas previas al segundo concilio vaticano fueron de gran actividad interior en la Iglesia. Ha llegado el momento de hablar de espiritualidad y de teología… de pensamiento y de vida cristiana, lo que nos llevará a una gran cuestión del tiempo conciliar: el efecto social de la fe.

A manera de entrada, un poco en la línea de la antigua crítica protestante al catolicismo, en los años del Vaticano II se dijo también que Occidente había vivido en un régimen o estado de “cristiandad” inaugurado, se afirma aún por ahí, con Constantino, y supuestamente cancelado precisamente por el Concilio. Pero no se sabe si a causa de, o más bien a resultas de los grandes cambios producidos por la Modernidad contemporánea.

En cierta forma, es verdad que aquello que se conoce en la historiografía como “Cristiandad” corresponde a un fenómeno histórico determinado, pero que no tiene por qué estar atado a connotaciones negativas. Al contrario, bien manejado, constituye un elemento imprescindible para comprender qué pasó en los últimos siglos con el cristianismo (no solo católico, en realidad) .

De todos modos, cualquiera sea la posición que se tenga, o, lo que es lo mismo, la perspectiva desde la que se enfoque la cuestión, es evidente que la sociedad occidental en el segundo milenio es cristiana. Pasando desde luego por diversas configuraciones históricas según iban transcurriendo los siglos, pero de modo que más allá de las diferencias entre la sociedad de los siglos XII, XVI, o XIX, los hombres de aquellos tiempos tuvieron una manera de verse a sí mismos, al mundo, y a Dios, cristiana. Y que las instituciones, las costumbres, la mentalidad, la cultura, estuvo configurada, modelada, por el cristianismo. En esta línea, las expresiones del espíritu como la religión, la música, la arquitectura, las artes plásticas, la literatura, tuvieron un fondo y forma también cristiana.

Pero sucedió que lo que los hombres de la mayor parte de este milenio atribuían sencillamente a lo que la Revelación llama “pecado”, los forjadores de la Modernidad, de un nuevo modo de ver al hombre, al mundo, (y a Dios), así, entre paréntesis de ahora en adelante, lo atribuirían sencillamente a una mala organización de la realidad. Por eso, los ilustrados pensaron que el uso de la razón desligada de la tradición y la religión, sería capaz de generar un mundo nuevo y mejor. En cuanto a que nació un nuevo mundo, sin duda fue así, pero en cuanto a que este fue mejor, la historia contemporánea reseñada más arriba lo rebate.

Resultó pues que el cristianismo tuvo que competir con las ideologías que proyectaron utopías seductoras sobre el pueblo y la sociedad en general. Ya hablamos de esto. La cuestión ahora es entender que el mismo cristianismo católico se vio conmovido por las preguntas y anhelos de la Modernidad, y sobre todo por una cuestión: ¿Por qué las cosas no habían salido bien? ¿Por qué la fe cristiana no llegó a producir los efectos sociales anhelados por la humanidad, como una mayor justicia y fraternidad entre la gente? ¿Por qué la caridad había terminado significando limosna, y no amor de Dios participado en el hombre?

Así, en la época en que las grandes ideologías del siglo XIX comenzaban ya a proyectarse en la realidad del XX, el pensamiento católico reaccionó con maravillosa lucidez.

Desde la Revolución Francesa en adelante, la Iglesia no sólo no había sido destruida sino que, sobreponiéndose a grandes dificultades internas y externas, había seguido adelante, manifestando una vitalidad humanamente inexplicable. En efecto, el siglo XIX fue de una renovación espiritual importante, no sólo en el clero –religioso y secular- sino también en los laicos. Los manuales de Historia de la Iglesia o de Historia de la Espiritualidad reflejan esto . Ya en la segunda mitad del siglo, en Europa y América el asociacionismo laico, la presencia católica en la prensa gana posiciones. Es una Iglesia vibrante, en absoluto inane, que se arremolina en torno a sus obispos, al Papa, y que tiene ya un alcance universal: las misiones católicas llegan a lugares antes desconocidos de Asia y África.

Sin embargo, al cambiar de siglo, entre teólogos y pastores no deja de haber cierta inquietud: Todo parecía estar bien en muchas partes, pero algunos signos preocupantes iban avisando que en realidad no era así. ¿Acaso nosotros mismos, no hemos reparado hoy, en que en sociedades antiguamente cristianas ocurrieron expresiones colectivas inauditas de anti-cristianismo?

Pues entreviendo fragilidades profundas en el subsuelo de las sociedades cristianas, los obispos católicos celebraron concilios regionales y los papas aguzaron su atención para fortalecerlas . Por su parte, en el panorama de la enseñanza de la teología y la producción teológica, también había movimiento. La misma tragedia del Modernismo condenado por san Pío X, y que puso muy en guardia a la Jerarquía de la Iglesia durante toda la primera mitad del siglo XX frente a innovaciones peligrosas, expresa actividad intelectual.

En los manuales de Historia de la Teología se describe cómo hubo movimientos de renovación que, a distancia de los excesos del protestantismo liberal, trabajaron seriamente en los campos litúrgico, bíblico, patrístico e histórico, e incluso ecuménico. En la época del papa Pío XII, justo al terminar la Segunda Guerra Mundial, surgió la denominada “Nouvelle Theologie”, gracias sobre todo a una generación de dominicos y jesuitas que abrieron horizontes más allá de los enfoques tradicionales.

Así, para bien o para mal –en la historia, como en la vida, siempre hay de los dos- abonando al futuro escrito de Habermas sobre la caducidad de la metafísica (1988), el futuro cardenal Danielou escribió en la revista de los jesuitas franceses en 1946 que la historicidad y la subjetividad introducidas por la filosofía en la teología, obligarían a ésta a ensancharse, pues “… [Es] muy claro que la teología escolástica es ajena a estas categorías” .

Es importante señalar que esta febril etapa de búsqueda de una renovación teológica, justo décadas antes del Concilio, se vivía y proyectaba en viva conexión con la realidad eclesial. Son conocidísimas las expresiones de Karl Rahner y Romano Guardini: “el cristiano del futuro o será un místico o no será”, y aquella del anuncio de un “despertar de la Iglesia en las almas”. Es obvio, que estaban pensando en que la fe debía darle forma y tener efecto en la sociedad.

De modo que los frailes y presbíteros de la segunda post-guerra soñaban con una, digamos, “utopía cristiana” distinta, diferente, a la proyectada por el socialismo marxista, por ejemplo. Para realizar esta “nueva cristiandad”, los laicos tendrían que despertar a su misión peculiar, y en esa línea personajes como Congar escribieron sobre la teología del laicado, publicando también sobre los impostergables cambios que tendrían que producirse en el clero, de cara a una evangelización realmente nueva. Así por ejemplo, en los 60 se publicaron artículos preciosos del gran teólogo dominico producidos en las décadas del 40 y 50 .

Testigo y fruto de esta época es, precisamente, el actual papa Benedicto XVI, que en su escrito autobiográfico Mi vida, se expresa vivamente sobre aquellos años de fermento y maduración doctrinal, previos al gran acontecimiento conciliar .

Un campo en el que también es preciso incursionar en esta presentación, es el de los cambios en el clero y el laicado en la primera mitad del siglo. Ya adelantamos algo sobre la expansión del catolicismo a escala realmente mundial. Ahora es preciso anotar que, desde luego, esto implicó la aparición de generaciones de sacerdotes y obispos también de todas las razas, lenguas y raíces culturales, fenómeno realmente nuevo en la historia cristiana.

Como consecuencia natural, los episcopados nacionales, que habían ido constituyéndose como conferencias e irían encontrando su sentido, tarea, y lugar en la Iglesia (proceso en realidad acabado, puede decirse, en el pontificado de Juan Pablo II), le cambian bastante más que el rostro a la Jerarquía católica. Pensemos en el colegio cardenalicio, desde Pablo VI en adelante, por ejemplo.

Es importante mencionar también algo que a menudo se pierde de vista: el triunfo providencial del ultramontanismo a fines del XIX, consolidado en la primera mitad del siglo XX, y con ello, la proyección de un nuevo escenario de firme unidad entre el primado papal y el episcopado, desde el concepto y la realidad teológica de la colegialidad. Así por ejemplo, serias problemáticas históricas y teológicas como las del conciliarismo o del galicanismo, desaparecen en este siglo.

En esta línea, en un clima de efectiva unidad afectiva con el Papa, obispos y sacerdotes, de un clero más formado y preocupado por su continua reforma en cuanto a vida (espiritualidad) y a cuestiones pastorales, la Iglesia de la primera mitad de siglo XX afronta el desafío de la descristianización producida por la secularización social y cultural venida desde el XVIII.

Atrajo mucho la mirada del mundo en su momento, la asombrosa llamada de atención que supuso la publicación del libro “Francia: país de misión” en 1943 pues resultó que la Iglesia despertó de un modo más vivo a una realidad acuciante: las viejas sociedades cristianas estaban llenas de gente no cristiana, cosa especialmente grave –por la culpabilidad que se sentía en el clero- en el caso de los obreros migrantes del campo a las ciudades en busca de un futuro mejor, desarraigados, y en cierta forma abandonados a la prédica política de los profetas de la revolución proletaria.

En este contexto surgieron iniciativas, inicialmente auspiciosas, como la de los “curas obreros”, que pretendieron dejar las sacristías y casas parroquiales para irse a vivir entre los trabajadores, o al menos cambiaron su rutina clerical por la de los empleados en las fábricas o campos de trabajo físico (canteras, por ejemplo).

El experimento –así se planteó, con prudencia- por parte del cardenal Suhard, arzobispo de París, pronto evidenció otro tipo de fragilidades en el clero. Es decir, la de una cierta debilidad ante el atractivo de la ideología marxista, que al parecer seducía mucho en los 50 (a pesar de los signos de totalitarismo que proyectaba ya el “socialismo real” estalinista).

Esto nos lleva a mencionar una conexión que se plantea ya en los 40 pero que en la década siguiente –y por un par más, cuando menos- seducirá a muchos: la de los imaginados frutos que traería un diálogo con el ateísmo contemporáneo. Aunque hoy parezca sorprendente, a pesar de la historia real de la época, el izquierdismo internacional proyectaba ya sobre las sociedades capitalistas de Occidente, un aura de superioridad moral desconcertante. Personajes como el “Ché Guevara”, con el trasfondo de la revolución cubana, proyectaban un algo romántico que cautivó a la generación joven de los tardíos 50, 60 y 70.


Llegamos así, casi a la última cuestión en este recorrido histórico eclesiástico. La nueva cultura de masas, fuertemente juvenil, con la ola del cambio y la revolución, política pero también más allá de la política, cultural, comenzaba a generar una gran onda de alto impacto sobre Occidente y desde luego sobre la Iglesia que acababa de recibir un nuevo papa en 1958.

En efecto, en los 60 las nuevas generaciones remecerían de tal modo el modelo de varón o mujer fijado supuestamente para siempre por la cultura burguesa liberal en la década anterior, que la informalidad en el vestir, y en casi todo, se impondría como efecto de esta obsesión por la libertad. Romper los moldes, quebrar las reglas, insurgir contra el estereotipo proyectado por la, en ese entonces, exitosa sociedad occidental que había logrado dejar atrás la pobreza y el horror de la guerra mundial; esta parecía la nueva consigna. Y bajo el lema universal de la Libertad, se predicó en todas partes la contestación social, política, y cultural.

En este contexto, los serios profesores de teología, el clero bien formado, con aspiraciones de sana renovación para una evangelización renovada del mundo, tendría graves problemas. En Mi vida, Joseph Ratzinger manifiesta con brevedad, pero claramente, que como profesor de teología, la nueva atmósfera que venía del mundo le iría incomodando y preocupando cada vez más, sobre todo cuando, ya pasado el Concilio, en el simbólico 1968, estudiantes de teología y muchos profesores desbordaron los antiguos cauces.

A tono con el proceso histórico que contemplamos, la producción académica de los tempranos 60 ya avisaba que se discurriría fuera de los cauces establecidos de la teología. La cuestión de la libertad y el ideal de la liberación empezaban a llenarlo todo.

En la política internacional, la descolonización era ya un proceso imparable. Desde Oriente Medio, hasta el África por supuesto, y Asia, incluyendo al gigante Indio, los pueblos reclamaban su derecho a autodeterminarse. La China se sacudía de milenios de tradición, los imperios coloniales llegaban a su fin, y la juventud de los mismos países colonialistas parecía de lo más entusiasmada. En la intimidad de los hogares, los jóvenes se rebelaban de un modo nuevo frente a sus padres, y con un matiz hasta entonces desconocido que precipitaría una transformación cultural también de incalculables consecuencias: en adelante la sexualidad escaparía del control y la capacidad de contención que tenía la religión o la moral social, e incluso la ley. La píldora anticonceptiva llegó y se hablaba de una “liberación” femenina, mucho más allá del reclamo de derechos civiles, como el de sufragio, por ejemplo, que había concitado atención en el cambio de siglo.

Este llamado general a la libertad, se instaló en la teología de la época como tema obligado de reflexión. La descolonización y las llamadas “guerras de liberación”, más las proximidades con el marxismo y el ateísmo contemporáneo, así como la cuestión de la lucha social y política por la transformación del mundo, llevaron a que en torno a los años del Concilio se formulen nuevos discursos teológicos desde nuevos puntos de partida. Así, si en centro Europa se comenzó a hablar de una Teología política, luego en Hispanoamérica se hablaría de una Teología de la Liberación.

En este clima de cambios y transformación social, política, cultural, e incluso teológica, la Iglesia católica llegó al Vaticano II. Y no llegaba débil, sino fuerte. La vitalidad de la vida sacerdotal y religiosa parecía patente, los laicos comenzaban a despertar, la espiritualidad se proyectaba más comprometida con el mundo sin dejar de enraizar en Dios. La educación católica constituía una red formidable de colegios y universidades por todo el globo, el Espíritu Santo parecía soplar fuerte y en direcciones insospechadas… Y Juan XXIII convocó al concilio del siglo XX.


P. Dr. Ernesto Rojas Ingunza

Pontificia Universidad Católica del Perú