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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Anacoretas»

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=Anacoretas=
 
 
(`anachoréo, Me retiro), también ermitaños (èremîtai, habitantes del desierto, Lat., eremitæ).  
 
(`anachoréo, Me retiro), también ermitaños (èremîtai, habitantes del desierto, Lat., eremitæ).  
 
  
 
En terminología  Cristiana, hombres que han buscado triunfar sobre los dos enemigos ineludibles de la salvación humana, el demonio y la carne, privándolos de la colaboración de su aliado, el mundo. El impulso natural de todas las almas ardientes de alejarse temporal o definitivamente del tumulto de la vida social, se hace patente en los ejemplos y enseñanzas de la Escritura. San Juan Bautista en el desierto y Nuestro Señor, apartándose una y otra vez a la soledad, fueron ejemplos que indujeron a una multitud de hombres santos a imitarlos. Puesto que estos hombres despreciaron y evitaron el mundo, no puede sorprendernos que el mundo les replicara con su correspondiente menosprecio. El mundo es un tirano imperioso, absolutamente egoísta; mezquino en su gratitud hacia esas almas sublimes, cuyas vidas están completamente consagradas a su mejoramiento, sin importar su desaprobación o encomio. Persigue como rebeldes y ridiculiza como tontos, a aquellos que se sacuden de su yugo y esparcen a los vientos sus riquezas, honores y placeres. En su aislamiento más extremo, la vida del anacoreta Cristiano, no es Nirvana. El alma, ocupada en divinas reflexiones, libre de preocupaciones distractoras, lleva una existencia muy acorde a la naturaleza racional del hombre, y consecuentemente generadora del tipo más elevado de felicidad que se puede obtener en esta tierra. Además, no importa qué tan profundamente el hermitaño se sepulte en la montaña o el desierto, siempre está al alcance del llamado de la caridad. Primero que todo, espíritus afines lo buscarán. Cientos de celdas se agruparán a su alrededor; su experiencia será invocada para la redacción de las reglas de orden y para la dirección espiritual; en breve, su refugio aislado se transforma gradualmente en un monasterio, su vida solitaria en vida en común. Si de nuevo anhela la soledad y se sumerge más profundamente en el desierto, comenzará el mismo proceso, como vemos en el caso de San Antonio de Egipto. Más aún, si bien estos hombres santos se han liberado del yugo del mundo, permanecen sujetos a la autoridad de la Iglesia, a cuya orden, en tiempos críticos, ellos han salido de su retiro, como fuerzas frescas de reserva, para fortalecer las filas desanimadas de su ejército espiritual. Así vino Antonio (286-356) a Alejandría, respondiendo al llamado de Atanasio; así los hijos de Benito, y Romualdo, y Bruno y Bernardo, hicieron el trabajo de labriegos en la batalla medieval contra la barbarie. Realmente, sería difícil señalar un solo gran campeón de la civilización Cristiana que no se haya preparado para el combate espiritual en el desierto.  
 
En terminología  Cristiana, hombres que han buscado triunfar sobre los dos enemigos ineludibles de la salvación humana, el demonio y la carne, privándolos de la colaboración de su aliado, el mundo. El impulso natural de todas las almas ardientes de alejarse temporal o definitivamente del tumulto de la vida social, se hace patente en los ejemplos y enseñanzas de la Escritura. San Juan Bautista en el desierto y Nuestro Señor, apartándose una y otra vez a la soledad, fueron ejemplos que indujeron a una multitud de hombres santos a imitarlos. Puesto que estos hombres despreciaron y evitaron el mundo, no puede sorprendernos que el mundo les replicara con su correspondiente menosprecio. El mundo es un tirano imperioso, absolutamente egoísta; mezquino en su gratitud hacia esas almas sublimes, cuyas vidas están completamente consagradas a su mejoramiento, sin importar su desaprobación o encomio. Persigue como rebeldes y ridiculiza como tontos, a aquellos que se sacuden de su yugo y esparcen a los vientos sus riquezas, honores y placeres. En su aislamiento más extremo, la vida del anacoreta Cristiano, no es Nirvana. El alma, ocupada en divinas reflexiones, libre de preocupaciones distractoras, lleva una existencia muy acorde a la naturaleza racional del hombre, y consecuentemente generadora del tipo más elevado de felicidad que se puede obtener en esta tierra. Además, no importa qué tan profundamente el hermitaño se sepulte en la montaña o el desierto, siempre está al alcance del llamado de la caridad. Primero que todo, espíritus afines lo buscarán. Cientos de celdas se agruparán a su alrededor; su experiencia será invocada para la redacción de las reglas de orden y para la dirección espiritual; en breve, su refugio aislado se transforma gradualmente en un monasterio, su vida solitaria en vida en común. Si de nuevo anhela la soledad y se sumerge más profundamente en el desierto, comenzará el mismo proceso, como vemos en el caso de San Antonio de Egipto. Más aún, si bien estos hombres santos se han liberado del yugo del mundo, permanecen sujetos a la autoridad de la Iglesia, a cuya orden, en tiempos críticos, ellos han salido de su retiro, como fuerzas frescas de reserva, para fortalecer las filas desanimadas de su ejército espiritual. Así vino Antonio (286-356) a Alejandría, respondiendo al llamado de Atanasio; así los hijos de Benito, y Romualdo, y Bruno y Bernardo, hicieron el trabajo de labriegos en la batalla medieval contra la barbarie. Realmente, sería difícil señalar un solo gran campeón de la civilización Cristiana que no se haya preparado para el combate espiritual en el desierto.  

Revisión de 00:09 18 ene 2007

(`anachoréo, Me retiro), también ermitaños (èremîtai, habitantes del desierto, Lat., eremitæ).

En terminología Cristiana, hombres que han buscado triunfar sobre los dos enemigos ineludibles de la salvación humana, el demonio y la carne, privándolos de la colaboración de su aliado, el mundo. El impulso natural de todas las almas ardientes de alejarse temporal o definitivamente del tumulto de la vida social, se hace patente en los ejemplos y enseñanzas de la Escritura. San Juan Bautista en el desierto y Nuestro Señor, apartándose una y otra vez a la soledad, fueron ejemplos que indujeron a una multitud de hombres santos a imitarlos. Puesto que estos hombres despreciaron y evitaron el mundo, no puede sorprendernos que el mundo les replicara con su correspondiente menosprecio. El mundo es un tirano imperioso, absolutamente egoísta; mezquino en su gratitud hacia esas almas sublimes, cuyas vidas están completamente consagradas a su mejoramiento, sin importar su desaprobación o encomio. Persigue como rebeldes y ridiculiza como tontos, a aquellos que se sacuden de su yugo y esparcen a los vientos sus riquezas, honores y placeres. En su aislamiento más extremo, la vida del anacoreta Cristiano, no es Nirvana. El alma, ocupada en divinas reflexiones, libre de preocupaciones distractoras, lleva una existencia muy acorde a la naturaleza racional del hombre, y consecuentemente generadora del tipo más elevado de felicidad que se puede obtener en esta tierra. Además, no importa qué tan profundamente el hermitaño se sepulte en la montaña o el desierto, siempre está al alcance del llamado de la caridad. Primero que todo, espíritus afines lo buscarán. Cientos de celdas se agruparán a su alrededor; su experiencia será invocada para la redacción de las reglas de orden y para la dirección espiritual; en breve, su refugio aislado se transforma gradualmente en un monasterio, su vida solitaria en vida en común. Si de nuevo anhela la soledad y se sumerge más profundamente en el desierto, comenzará el mismo proceso, como vemos en el caso de San Antonio de Egipto. Más aún, si bien estos hombres santos se han liberado del yugo del mundo, permanecen sujetos a la autoridad de la Iglesia, a cuya orden, en tiempos críticos, ellos han salido de su retiro, como fuerzas frescas de reserva, para fortalecer las filas desanimadas de su ejército espiritual. Así vino Antonio (286-356) a Alejandría, respondiendo al llamado de Atanasio; así los hijos de Benito, y Romualdo, y Bruno y Bernardo, hicieron el trabajo de labriegos en la batalla medieval contra la barbarie. Realmente, sería difícil señalar un solo gran campeón de la civilización Cristiana que no se haya preparado para el combate espiritual en el desierto. Los principales refugios de los primeros de estos fugitivos de la sociedad humana, fueron los vastos desiertos de Egipto y Siria, cuyas cavernas y tumbas pronto albergaron un increíble número de ascetas cristianos. Los primeros intentos de autodisciplina efectuados por esta multitud ingenua, fueron algunas veces rudos y teñidos de fanatismo Oriental; pero más temprano que tarde, la autoridad de la Iglesia y los sabios preceptos de los grandes maestros espirituales, principlamente Pacomio, Hilario y Basilio, los formaron en un ejército bien disciplinado, con claros objetivos y métodos. Pronto se estableció la norma de que solo se les autorizaría a llevar la vida solitaria a aquellos que previamente hubieran pasado un tiempo de prueba en un monasterio y hubiesen obtenido de su abad el permiso para retirarse. Entre los monjes que vivieron y trabajaron en común (los así llamados cenobitas) y los hermitaños, que pasaban sus vidas en soledad absoluta, había muchas gradaciones. Algunos vivían en celdas separadas y se reunían solamente para la oración, algunos para las comidas, otros solamente los Domingos. La forma más singular de ascetismo fue la adoptada por los Estilitas (q.v.), hombres que vivieron durante años sobre las cimas de altas columnas, desde las cuales exhortaban e instruían al atemorizado populacho. Llegando a tiempos más modernos, los canonistas distinguen cuatro diferentes especies de Hermitaños.: (1) Aquellos que han tomado los tres votos monásticos en alguna orden religiosa aprobada por la Iglesia. Tales son los Hermitaños de San Agustín, los Hermitaños de San Jerónimo, etc. (2) Aquellos que viven en común con una forma de vida aprobada por el obispo. (3) Aquellos que sin votos o vida en comunidad adoptan un hábito peculiar con la aprobación del obispo, y son delegados por él para el servicio de la iglesia o el oratorio. (4) Aquellos que, sin ninguna autoridad eclesiática, adoptan el “habitus eremiticus” y viven sin sujeción a una regla. Para obviar posibles abusos de parte de esta clase de hermitaños, la Santa Sede ha promulgado en diferentes momentos legislación estricta, que puede leerse en Benedict XIV "De Syn. Dioec." VI, iii, 6, o en Ferraris, "Bibliotheca", s. v. "Eremita".

JAMES F. LOUGHLIN

Transcrito por WGKofron

Con agradecimientos a la Iglesia de Santa María, Akron, Ohio

Traducido por Daniel Reyes V.