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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Arte y Liturgia: La Música (Joseph Ratzinger)»

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[[Archivo:Cantores.jpg|300px|thumb|left|]][[Archivo:430120 365778880111297 100000375639117 1155830 1172810035 n.jpg|300px|thumb|left|Órgano de Christophe Moucherel (1734-36] Basílica de Santa Cecilia de Albi]]La importancia que la música tiene en el marco de la religión bíblica puede deducirse sencillamente de un dato: la palabra cantar (junto a sus derivados correspondientes: canto, etc.) es una de las más utilizadas en la Biblia. En el Antiguo Testamento aparece en 309 ocasiones, en el Nue­vo Testamento 36. Cuando el hombre entra en contacto con Dios, las palabras se hacen insuficientes. Se despier­tan esos ámbitos de la existencia que se convierten espon­táneamente en canto1. El propio ser del hombre se queda corto para lo que quiere expresar, hasta tal punto que in­vita a toda la creación a unirse a él en un cántico: «¡Des­pierta, gloria mía!, ¡despertad, cítara y arpa!, ¡despertaré a la aurora! Te daré gracias ante los pueblos, Señor; tocaré para ti ante las naciones: por tu bondad, que es más gran­de que los cielos; por tu fidelidad, que alcanza las nubes» (Sal 57 [56] 9-11).
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La primera mención del canto la encontramos, en la Bi­blia, después del paso del Mar Rojo. En ese momento, Is­rael ha sido definitivamente liberado de la esclavitud, ha experimentado de forma imponente el poder salvador de Dios en una situación desesperada. Al igual que Moisés de niño fue salvado de las aguas del Nilo y, por esto mismo, podemos decir que fue devuelto a la vida, también Israel se siente, en cierto modo, salvado del agua, libre, devuelto a sí mismo por la mano poderosa de Dios. La reacción del pueblo ante el acontecimiento fundamental de la salvación se describe en el relato bíblico con la siguiente expresión: «Creyeron en Yahveh y en Moisés, su siervo» (Ex 14,31). Pero le sigue otra reacción que se añade a la primera con una naturalidad desbordante: «Entonces Moisés y los is­raelitas cantaron este cántico a Yahveh...» (15,1). En la ce­lebración de la noche de Pascua los cristianos, año tras año, unen su voz a este cántico, lo cantan de nuevo como cántico propio, porque también ellos se «saben salvados del agua» por el poder de Dios, se saben liberados por Dios para la vida verdadera.
 
La primera mención del canto la encontramos, en la Bi­blia, después del paso del Mar Rojo. En ese momento, Is­rael ha sido definitivamente liberado de la esclavitud, ha experimentado de forma imponente el poder salvador de Dios en una situación desesperada. Al igual que Moisés de niño fue salvado de las aguas del Nilo y, por esto mismo, podemos decir que fue devuelto a la vida, también Israel se siente, en cierto modo, salvado del agua, libre, devuelto a sí mismo por la mano poderosa de Dios. La reacción del pueblo ante el acontecimiento fundamental de la salvación se describe en el relato bíblico con la siguiente expresión: «Creyeron en Yahveh y en Moisés, su siervo» (Ex 14,31). Pero le sigue otra reacción que se añade a la primera con una naturalidad desbordante: «Entonces Moisés y los is­raelitas cantaron este cántico a Yahveh...» (15,1). En la ce­lebración de la noche de Pascua los cristianos, año tras año, unen su voz a este cántico, lo cantan de nuevo como cántico propio, porque también ellos se «saben salvados del agua» por el poder de Dios, se saben liberados por Dios para la vida verdadera.

Revisión de 13:44 24 mar 2012

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Órgano de Christophe Moucherel (1734-36] Basílica de Santa Cecilia de Albi
La importancia que la música tiene en el marco de la religión bíblica puede deducirse sencillamente de un dato: la palabra cantar (junto a sus derivados correspondientes: canto, etc.) es una de las más utilizadas en la Biblia. En el Antiguo Testamento aparece en 309 ocasiones, en el Nue­vo Testamento 36. Cuando el hombre entra en contacto con Dios, las palabras se hacen insuficientes. Se despier­tan esos ámbitos de la existencia que se convierten espon­táneamente en canto1. El propio ser del hombre se queda corto para lo que quiere expresar, hasta tal punto que in­vita a toda la creación a unirse a él en un cántico: «¡Des­pierta, gloria mía!, ¡despertad, cítara y arpa!, ¡despertaré a la aurora! Te daré gracias ante los pueblos, Señor; tocaré para ti ante las naciones: por tu bondad, que es más gran­de que los cielos; por tu fidelidad, que alcanza las nubes» (Sal 57 [56] 9-11).

La primera mención del canto la encontramos, en la Bi­blia, después del paso del Mar Rojo. En ese momento, Is­rael ha sido definitivamente liberado de la esclavitud, ha experimentado de forma imponente el poder salvador de Dios en una situación desesperada. Al igual que Moisés de niño fue salvado de las aguas del Nilo y, por esto mismo, podemos decir que fue devuelto a la vida, también Israel se siente, en cierto modo, salvado del agua, libre, devuelto a sí mismo por la mano poderosa de Dios. La reacción del pueblo ante el acontecimiento fundamental de la salvación se describe en el relato bíblico con la siguiente expresión: «Creyeron en Yahveh y en Moisés, su siervo» (Ex 14,31). Pero le sigue otra reacción que se añade a la primera con una naturalidad desbordante: «Entonces Moisés y los is­raelitas cantaron este cántico a Yahveh...» (15,1). En la ce­lebración de la noche de Pascua los cristianos, año tras año, unen su voz a este cántico, lo cantan de nuevo como cántico propio, porque también ellos se «saben salvados del agua» por el poder de Dios, se saben liberados por Dios para la vida verdadera.

El Apocalipsis de San Juan abre un poco más el aba­nico. Después de que los últimos enemigos de Dios han subido al escenario de la historia —la trinidad satánica, constituida por la Bestia, su imagen y el número de su nombre— y cuando, a la vista de tal superioridad, todo parece perdido para el santo Israel de Dios, el vidente re­cibe la visión del vencedor: «Estaban de pie junto al mar de cristal, llevando las cítaras de Dios. Y cantan el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero...» (Ap 15,2.3). La paradoja de entonces se hace aún más in­mensa: no vencen las gigantescas bestias feroces, con su poder mediático y su capacidad técnica; vence el Cordero degollado. Y así vuelve a sonar, una vez más, y de forma ya definitiva, el cántico del siervo de Dios, Moisés, que ahora se convierte en el cántico del Cordero.

El canto litúrgico se sitúa en el marco de esta gran ten­sión histórica. Para Israel el acontecimiento de salvación que tuvo lugar con el paso del Mar Rojo, quedaría siem­pre como fundamento de la alabanza a Dios, el tema prin­cipal de los cánticos dirigidos a Dios. Para los cristianos el verdadero éxodo es la resurrección de Cristo, que había atravesado el «Mar Rojo» de la muerte, que había descen­dido al mundo de las tinieblas, y había abierto las puertas del abismo. Ése era el verdadero éxodo, que se convertía en nueva presencia a través del bautismo: el bautismo es vivir, al mismo tiempo que Cristo, su descenso a los infier­nos y su ascensión, y ser acogidos, por medio de él, a la comunión de la vida nueva.

Un día después de la alegría del éxodo, los israelitas descubrieron que se encontraban expuestos al desierto y sus peligros, y que el camino hacia la Tierra Prometida no estaba exento de amenazas. Pero también se pusieron de manifiesto las obras, siempre nuevas, de Dios, que permi­tían volver a cantar el cántico de Moisés, y mostraban que Dios no era un Dios del pasado, sino del presente y del futuro. En cada cántico nuevo, estaba presente, sin duda alguna, la conciencia de su carácter provisional, y el anhe­lo de un cántico definitivo, el anhelo de una salvación que no trajera consigo ni un sólo instante de miedo, tan sólo cánticos de alabanza. Quien creía en la resurrección de Cristo reconocía la salvación definitiva y sabía que los cristianos, que se encontraban ahora en la «nueva alian­za», cantaban ahora el cántico nuevo, que era definitivo y realmente «nuevo», en vista de lo completamente otro que había sucedido con la resurrección de Cristo.

Lo que habíamos dicho en la primera parte acerca de la «fase intermedia» de la realidad cristiana —que ya no es sombra, pero que tampoco es todavía realidad plena, sino «imagen»— vuelve a ser aplicable aquí: se ha entonado el cántico definitivamente nuevo, pero hace falta que se cumplan todos los sufrimientos de la historia, que se reco­ja todo el dolor y se introduzca en el sacrificio de alaban­za, para que allí se transforme en cántico de alabanza.

Queda así esbozado el fundamento teológico del canto litúrgico. Es necesario ahora acercarse un poco más a su realidad práctica. Junto a los distintos testimonios del canto individual y el canto de la comunidad en Israel, así como la música en el templo, que encontramos a lo largo de las Sagradas Escrituras, la verdadera fuente en la que podemos apoyarnos es el libro de los Salmos. Aunque, debido a la falta de una notación musical, no podamos hacer una reconstrucción de la «música sacra» de Israel, este libro sí que nos da una idea de la riqueza de instru­mentos así como de los diferentes modos de cantar que se practicaban en Israel. En su poesía hecha oración se nos muestra la diversidad de experiencias que se convirtieron en plegaria y cántico ante Dios. Aflicción, lamento, tam­bién acusación, temor, esperanza, confianza, agradeci­miento, alegría, toda la vida, tal y como se desarrolla, que­da reflejada en el diálogo con Dios. Lo que llama la atención es que incluso el lamento en una situación de­sesperada, casi siempre acaba, por así decirlo, con una palabra de confianza, con una anticipación de la acción salvífica de Dios. Por eso, todos estos «nuevos himnos» podrían definirse, en cierto sentido, como variaciones del cántico de Moisés. Por un lado, el cántico dirigido a Dios se eleva por encima de esa situación desesperada de la que no nos puede salvar ningún poder de este mundo; de modo que sólo queda Dios como refugio. Pero, al mismo tiempo, ese cántico procede de la confianza que, incluso en la oscuridad más extrema, sabe, a ciencia cierta, que el acontecimiento del Mar Rojo es una promesa que tiene la última palabra, tanto en la vida como en la historia. Final­mente, es importante tener en cuenta que aunque los sal­mos, con frecuencia, nacen de experiencias personales de sufrimiento y de acogida, siempre acaban desembocando en la oración común de Israel y, de igual modo, se alimen­tan del fundamento común de las obras que Dios ha lleva­do a cabo.


En lo que se refiere a la Iglesia que canta, podemos observar al respecto la misma relación de continuidad y renovación que ya vimos a propósito de la arquitectura eclesial y las imágenes sagradas y, más en general, en la esencia misma de la liturgia: el salterio se convierte por sí mismo en el libro de oración de la Iglesia en camino, que, por esto mismo, se convirtió en una Iglesia que reza con el canto. Esto es válido, en primer lugar, para el salterio, que ahora se reza juntamente con Cristo. En el canon de Israel se había atribuido, en gran medida, al rey David la autoría de los salmos, haciendo con ello cierta interpretación his-tórico-salvífica y teológica. Para los cristianos, sin embar­go, es evidente que Cristo es el verdadero David, y que David reza en el Espíritu, con Cristo y en Cristo, que ha­bría de ser su hijo, siendo al mismo tiempo Hijo Unigéni­to de Dios.

Con esta clave interpretativa los cristianos se unían a la oración de Israel, sabiendo que, de esta forma, precisa­mente, la convertían en el cántico nuevo. Tengamos en cuenta que, haciendo esto, se daba cuerpo a una interpre­tación trinitaria de los salmos: el Espíritu Santo, que ha­bía inspirado a David a la hora de cantar y orar, hace que David hable de Cristo, incluso le convierte en su voz. Por eso en los salmos hablamos, por Cristo, al Padre, en el Es­píritu Santo. Esta interpretación pneumatológica y cristo-lógica de los salmos no afecta únicamente al texto, sino que incluye también el elemento musical: es el Espíritu Santo el que enseña a cantar a David y, por medio de él, a Israel y a la Iglesia. Es más, el canto, en cuanto que está por encima del modo habitual de hablar, es un aconteci­miento pneumático. La música en la Iglesia surge como un «carisma», como un don del Espíritu: es la verdadera «glosolaiia», la nueva «lengua» que procede del Espíritu. Sobre todo en ella tiene lugar la «sobria embriaguez» de la fe, porque en ella se superan todas las posibilidades de la mera racionalidad. Pero esta «embriaguez» está llena de sobriedad porque Cristo y el Espíritu son inseparables, porque este lenguaje «ebrio», a pesar de todo, permanece internamente en la disciplina del Logos, en una nueva ra­cionalidad que, más allá de toda palabra, sirve a la palabra originaria, que es el fundamento de toda razón. Tendre­mos que volver sobre este asunto.

Ya hemos encontrado anteriormente en el Apocalipsis ese horizonte amplio, consecuencia de la profesión de fe en Cristo, donde el cántico de los vencedores recibe el nombre de cántico de Moisés, siervo de Dios, y del Cordero. Con ello se ponía de relieve otra dimensión del canto ante Dios. En la Biblia de Israel hemos constatado hasta ahora dos motivos fundamentales para cantar ante Dios: la situación de necesidad y de alegría, de tribulación y de salvación. La relación con Dios estaba demasiado determinada por el te­mor y ese profundo respeto ante el poder eterno del Crea­dor, como para osar plantearse los cánticos al Señor como cánticos de amor a Dios. Aunque detrás de esa confianza, que interiormente caracteriza a todos los textos, se esconde en último extremo ese mismo amor, es un amor que sigue siendo tímido, y por consiguiente, velado. La estrecha co­nexión entre amor y canto se introdujo en el Antiguo Testa­mento de una forma que, en principio, puede resultar extra­ña: mediante la introducción del Cantar de los Cantares que, en cuanto tal, era una recopilación de poemas de amor humano. Sin embargo, al incorporarlas al canon, se tiene ya en cuenta una interpretación más amplia. Estos bellísimos poemas de amor de Israel podían entenderse como pala­bras inspiradas de la Sagrada Escritura, porque existía la convicción de que el amor humano que en ella se expresaba traslucía el misterio de amor de Dios a Israel.

En el lenguaje de los profetas, se denominaba prostitu­ción al culto a los dioses extranjeros (lo cual tenía un significado muy concreto, ya que los cultos de fecundidad formaban parte, normalmente, de los ritos de fecundidad, de la práctica de la prostitución que tenía lugar en los tem­plos). La elección de Israel, por el contrario, aparece ahora como la historia de amor de Dios con su pueblo. La alian­za se interpreta con la imagen de los desposorios y del ma­trimonio, como vínculo de amor de Dios con el hombre y del hombre con Dios. De esta forma, el amor humano se podía convertir en imagen real de la actuación de Dios con Israel. Jesús había hecho suya esta línea de la tradición de Israel, hasta tal punto que, en una de sus primeras parábo­las, habla de sí mismo como el Esposo. Ante la pregunta de por qué sus discípulos no ayunaban, contrariamente a lo que hacían los discípulos de Juan y los discípulos de los fariseos, había respondido: «¿Es que pueden ayunar los amigos del novio, mientras el novio está con ellos? Mien­tras tienen al novi'o con ellos, no pueden ayunar. Llegará un día en que se lleven al novio: aquel día sí que ayunarán» (Me 2,19s). Es una profecía de la pasión, pero también un anuncio de las bodas, que luego vuelve a aparecer una y otra vez en las parábolas de Jesús sobre el banquete nup­cial, y que se convierte en el tema central del último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis: todo se encamina, pasando por la pasión, a las bodas del Cordero.

Dado que estas bodas parecen siempre anticipadas en la visión de la liturgia celestial, los cristianos comprendie­ron que la eucaristía es presencia del esposo y, precisa­mente por esto, anticipación de la fiesta nupcial de Dios. Pues en ella se hace efectiva esa comunión que tiene su correspondencia en la unión que se da en el matrimonio entre hombre y mujer: al igual que éstos se convierten en «una sola carne», también nosotros nos convertimos a tra­vés de la comunión en un «espíritu», en una unidad con El. El misterio nupcial de la unión de Dios y hombre, anunciado en el Antiguo Testamento, se cumple de forma real en el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo, pre­cisamente pasando por su muerte (cf. Ef 5,29-32; 1 Cor 6,17; Gal 3,28). El cántico de la Iglesia procede, en última instancia, del amor: es el amor el que está en lo más pro­fundo del origen del cantar. «.Cantare amantis est», dice san Agustín: «El cantar es cosa del amor». Con ello hemos vuelto a la interpretación trinitaria de la música de la Igle­sia: el Espíritu Santo es el amor y en Él está el origen del canto. El es el Espíritu de Cristo, El es el que atrae al amor a través de Cristo y de esta forma nos conduce al Padre.

Tras considerar estas fuerzas internas que mueven la música litúrgica, hay que volver, una vez más, a cuestiones de carácter más práctico. La expresión utilizada por los salmos para el término «cantar», pertenece, en su raíz léxi­ca, al patrimonio común de las lenguas del Antiguo Orien­te, y hace referencia a un canto acompañado de instrumen­tos (probablemente se trataba de instrumentos de cuerda), con una orientación claramente textual y con un mensaje claramente determinado en cuanto al contenido. Se trata­ba, al parecer, de un canto vocal que, presumiblemente, sólo permitía variaciones melódicas al principio y al final. La Biblia griega tradujo la palabra hebrea zamir por psa-llein, que en griego significaba «puntear» (sobre todo refi­riéndose al sonido de los instrumentos de cuerda: del arpa o la cítara). Sin embargo, ahora se convertía en ex­presión de un modo específico de hacer música del culto judío, y más tarde expresaría también el modo de cantar propio de los cristianos. En algunas ocasiones, se le añade un elemento, cuyo significado permanece velado, pero que, en todo caso, muestra un canto artístico, ordenado. La fe bíblica había creado con ello su propia expresión cultural en el campo de la música, expresión adecuada a su esencia, y que establece el criterio para todas las suce­sivas inculturaciones.


La pregunta de hasta dónde puede llegar la ineulturación en el campo de la música tuvo pronto una dimensión muy práctica para los primeros cristianos. Las comunidades cristianas habían nacido de la sinagoga y habían adoptado de ella tanto el salterio, que ahora interpretaban cristoló-gicamente, como la forma de cantarlo. Muy pronto surgie­ron también nuevos himnos y cantos cristianos; en un pri­mer momento y todavía apoyados en el Antiguo Testamento surgen el Benedictus y el Magníficat-, después textos enteramente cristológicos, entre los que destacan el Prólogo del Evangelio de San Juan (1,1-18), el himno cris-tológico de la Carta a los Filipenses (2,6-11), el himno a Cristo de 1 Tim (3,16). Una información interesante acerca del desarrollo de la liturgia de la Iglesia en sus orígenes, nos lo ofrece san Pablo, en la primera Carta a los Corin­tios: «Cuando os reunís, cada cual aporta algo: un canto (psalmón), una enseñanza, una revelación, hablar en len­guas o interpretarlas; pues que todo resulte constructivo» (14,26). Gracias al escritor romano Plinio el Joven —por una carta escrita al César, para informarle sobre el culto de los cristianos—, sabemos que, a principios del siglo II, el canto de glorificación de Cristo y su divinidad era un elemento constitutivo de la liturgia cristiana.

Podemos imaginar que estos nuevos textos cristianos aportaron una ampliación de las anteriores formas de can­to y que surgieran nuevas melodías. Parece ser que el de­sarrollo de la fe cristiana se llevó a cabo también en la composición de himnos, creaciones poéticas que surgían en ese tiempo como «dones pneumáticos» en la Iglesia. Lo cual era motivo de esperanza, pero también de peligro. Al desligarse la Iglesia de sus raíces semitas y pasar al mundo griego tuvo lugar, de forma casi espontánea, una mayor amalgama con la mística griega del Logos, con su poesía y con su música. Con todo ello, se corría el riesgo de que el acontecimiento cristiano se disolviera, desde dentro, en una especie de mística general. Precisamente el ámbito de los himnos y la música se convirtió en la puerta de entrada de la gnosis, esa mortal tentación que comenzó a descomponer el cristianismo desde dentro. En este sen­tido hay que entender el hecho de que, en la lucha por la identidad de la fe y su enraizamiento en la figura histórica de Jesucristo, las autoridades de la Iglesia tomaran una decisión radical. El canon 59 del Concilio de Laodicea prohibe el uso de composiciones sálmicas de carácter pri­vado, y escritos no canónicos; el canon 15 limita el canto de los salmos al coro de los salmistas, mientras que «los demás en la Iglesia no deben cantar».

De este modo, se perdió la práctica totalidad de los himnos postbíblicos; se volvió, de una forma rigurosa, al modo de cantar heredado de la sinagoga, con su carácter puramente vocal. Ciertamente hay que lamentar las pérdi­das culturales que de aquí derivaron, pero fue una deci­sión indispensable para dejar a salvo un valor más grande. La vuelta a una aparente pobreza cultural salvó la identi­dad de la fe bíblica y, precisamente, mediante el rechazo de un falso modelo de inculturación, abrió al futuro todo el panorama cultural del acontecimiento cristiano.

En la historia de la música litúrgica se puede observar un gran paralelismo con la evolución de la cuestión de las imágenes. Oriente siguió siendo fiel —al menos en el ám­bito bizantino— a la música puramente vocal. Sin embar­go, en el área eslava, quizá por influjo de Occidente, se amplió, convirtiéndose en una polifonía cuyos coros de hombres, con su dignidad sacra y con su energía conteni­da, conmueven el corazón y hacen de la eucaristía la fiesta de la fe.

En Occidente el canto de los salmos de los coros gre­gorianos fue evolucionando hasta llegar a una altura y a una pureza nueva, que constituyen un criterio permanente para la música sacra, es decir, para la música que acompa­ña las celebraciones litúrgicas de la Iglesia. En la tardía Edad Media se desarrolla la polifonía y los instrumentos vuelven a formar parte de la liturgia, y con todo derecho, puesto que la Iglesia, como ya hemos visto, no sólo es con­tinuación de la sinagoga, sino que abarca también la reali­dad representada por el templo, desde la perspectiva de la Pascua de Cristo. De esta forma, hay dos nuevos factores que se introducen en la música de la -Iglesia: la libertad ar­tística va a reivindicar cada vez más espacio en el servicio litúrgico; la música de la Iglesia y la música profana ahora se compenetran, tal y como queda patente, sobre todo, en las llamadas misas espectáculo, en las que el texto de la misa está subordinado a un tema, a una melodía, que se apoya en la música profana, de modo que para los oyentes podría incluso sonar como una canción popular pegadiza.

Es evidente que las perspectivas abiertas por la creati­vidad artística y los motivos profanos traían consigo, inevi­tablemente, un peligro: la música no surge ya de la ora­ción, más bien se desliga de la liturgia, es más, apoyándose en la pretendida autonomía de lo artístico, se convierte en un fin en sí mismo, o abre las puertas a otras experiencias o sensaciones completamente distintas. Todo ello acaba por desposeer a la liturgia de su verdadera esencia. En este punto, el Concilio de Trenío intervino en la controver­sia cultural entonces vigente, y restableció la norma según la cual en la música litúrgica era prioritario el predominio de la palabra. Con ello limitaba, de manera sensible, el uso de los instrumentos y, por otro lado, establecía una clara diferencia entre la música profana y la música sacra. Pío X llevaría a cabo una segunda intervención, análoga a ésta, a principios del siglo XX.

La época del Barroco (de forma diferente en el territo­rio católico y el protestante) había vuelto a encontrar una asombrosa unidad entre la música profana y la música de las celebraciones litúrgicas, y había tratado de poner al servicio de la gloria de Dios toda la fuerza luminosa de la música, resultado de ese momento culminante de la histo­ria cultural. En la Iglesia podemos escuchar a Bach o a Mozart, y en ambos casos percibimos, de manera sorpren­dente, lo que significa gloria Dei, la Gloria de Dios. Nos encontramos frente al misterio de la belleza infinita que nos hace experimentar la presencia de Dios de una manera mucho más viva y verdadera de lo que podrían hacernos sentir muchas homilías. Sin embargo, también se anuncia en ello un peligro: la dimensión subjetiva y esa pasión que suscita están aún como contenidos por el orden del uni­verso musical, en el que se refleja el orden de la creación divina. Pero amenaza la irrupción del virtuosismo, la vani­dad de la propia habilidad, que ya no está al servicio del todo, sino que quiere ponerse en un primer plano.

Todo ello hizo que en el siglo XIX, el siglo de una sub­jetividad que quiere emanciparse, se llegara, en muchos casos, a que lo sacro quedase atrapado en lo operístico, recordando de nuevo aquellos peligros que, en su día, obligaron a intervenir a Trento. De forma semejante Pío X intentó, entonces, alejar la música operística de la liturgia, declarando el canto gregoriano y la gran polifonía de la época de la renovación católica (con Palestrina como figu­ra simbólica destacada) como criterio de la música litúrgi­ca. Así, la música litúrgica se ha de distinguir claramente de la música religiosa en general, igual que ocurre con el arte figurativo, cuyos criterios litúrgicos han de ser distin­tos a los del arte religioso en general. El arte en la liturgia tiene una responsabilidad muy específica y, precisamente por esto, se convierte en motor de la cultura que, en últi­mo extremo, se debe también al culto.

Tras la revolución cultural de los últimos decenios nos encontramos hoy ante un desafío que, sin duda alguna, no es menor que estos tres momentos de crisis que hemos visto al hacer nuestro bosquejo histórico: la tentación gnóstica, la crisis de finales de la Edad Media y principios de la Edad Moderna, y la crisis a principios del siglo XX, que constituyó el preludio de las cuestiones aún más radi­cales del presente. Tres fenómenos recientes ponen de manifiesto las dificultades con las que se debe enfrentar la Iglesia en el campo de la música litúrgica.

En primer lugar está el universalismo cultural que la Iglesia ha de ser capaz de demostrar, si quiere superar de­finitivamente las fronteras del espíritu europeo. La dificul­tad está en cómo ha de ser la inculturación en el campo de la música sacra, para que, por una parte, pueda garantizar­se la identidad cristiana, y por otra parte, pueda desarro­llarse su carácter universal.

Los otros dos fenómenos están ligados a la evolución de la música como tal: inicialmente tienen su origen en Occidente, pero, gracias a la globalización de la cultura, afectan desde hace tiempo a toda la humanidad. El prime­ro es la llamada «música clásica» que —salvo escasas ex­cepciones— se ha ido circunscribiendo a una especie de gueto, al que acceden únicamente los especialistas, e in­cluso ellos, en ocasiones, lo hacen con sentimientos y pre­disposiciones diversas.

El otro sería la música de las masas, que se ha desliga­do de este fenómeno y ha emprendido un camino diferen­te. Dentro de ella está, por un lado, la música pop, cuyo soporte, desde luego, ya no es el «pueblo» (pop), en su antiguo sentido, sino que va ligada a un fenómeno de ma­sas, es producida de un modo industrial y puede definir­se, en último extremo, como un culto a lo banal.

La música rock es, frente a eso, expresión de las pasiones elementales, que en los grandes festivales de esta música han adoptado un carácter cultual, es decir, de un contra­culto, que se opone al culto cristiano. Quiere liberar al hombre de sí mismo en la vivencia de la masa y en la vibración provocada por el ritmo, el ruido y los efectos luminosos. Eso lleva al que participa en ella, mediante el éxtasis pro­vocado por el desgarramiento de los propios límites, a hundirse en la fuerza primitiva del universo.

La música de la sobria embriaguez del Espíritu Santo parece tener pocas posibilidades allí donde el yo se con­vierte en una cárcel y el Espíritu en una cadena. Al mismo tiempo, la ruptura violenta con uno y otro aparece como la verdadera promesa de liberación que uno cree poder saborear al menos por un instante.

¿Qué es lo que hay que hacer? Con más evidencia que en el arte figurativo, la ayuda no puede basarse en recetas teóricas, ha de partir, más bien, de la renovación interior. No obstante, quiero intentar resumir, a modo de conclu­sión, los criterios que han ido apareciendo ,a lo largo de nuestra reflexión sobre los fundamentos internos de la música sacra cristiana.

La música litúrgica cristiana se define por su relación con el Logos en un triple sentido:

1) Remite a los momentos de la actuación de Dios atestiguados por la Biblia y presentes en el culto. Una ac­tuación que sigue en la historia de la Iglesia, pero que tie­ne su centro inmutable en la Pascua de Jesucristo —en su cruz, resurrección y ascensión—. Esta intervención histó­rica de Dios abarca también los acontecimientos salvíficos del Antiguo Testamento, así como la experiencia de salva­ción y la esperanza de la historia de las religiones, inter­pretándolas y conduciéndolas a su plenitud.

En la música litúrgica, basada en la fe bíblica existe, en gran medida, una clara primacía de la palabra; es una for­ma más elevada de predicación. Procede, en último extremo, del amor que responde al amor de Dios que se hizo carne en Cristo, al amor que por nosotros se entregó hasta la muerte. Puesto que, incluso después de la resurrección, la cruz no es en absoluto un acontecimiento del pasado, este amor se caracteriza siempre por el dolor ante el ocul-tamiento de Dios, por el grito que surge desde lo profun­do de la necesidad —Kyrie eleison— por la esperanza y la oración. Pero, dado que este amor siempre puede experi­mentar la resurrección como verdad, a modo de antici­pación, implica también la alegría del sentirse amado, ese gozo interior con el que Haydn decía sentirse transporta­do cuando ponía música a los textos litúrgicos.

La referencia al Logos significa, ante todo, referencia a la palabra. De aquí se deriva en la liturgia, el predominio del canto sobre la música instrumental (que de ningún modo ha de ser excluida). Así se entiende que los textos bíblicos y litúrgicos sean las palabras determinantes, que marcan los criterios que deben orientar la música litúrgi­ca. Lo cual no se opone, en modo alguno, a la creación de «nuevos himnos», sino que los inspira y constituye la ga­rantía del fundamento y la íiabilidad de ese sentirse ama­do por Dios, es decir, de la redención.

2) San Pablo nos dice que nosotros no sabemos pedir lo que conviene, pero que el Espíritu mismo intercede por nosotros «con gemidos inefables» (Rom 8,26). La ora­ción, en cuanto tal y, de un modo particular, el don del canto y del sonido que va más allá de la palabra, es un don del Espíritu, que es el amor, que obra el amor en nosotros y que nos incita a cantar. Pero ya que es el Espíritu de Cristo que «tomará de lo mío» (Jn 16,14), el don que de El procede, y que va más allá de toda palabra, está referi­do, precisamente por eso, a la palabra, al sentido que crea y sostiene la vida, Cristo. Se superan las palabras, pero no la Palabra, el Logos. Esta forma más profunda es la segúnda forma de referencia al Logos de la música litúrgica. Éste es el significado en el que se piensa cuando, en la tradi­ción de la Iglesia, se habla de la sobria embriaguez que el Espíritu Santo obra en nosotros. De todas formas existe una sobriedad última, una racionalidad más profunda, que se contrapone a la caída en lo irracional y la desmesu­ra. Lo que ello supone en la práctica, puede concretarse partiendo de la historia de la música.

Lo que Platón y Aristóteles escribieron sobre la música pone de manifiesto que el mundo griego de su tiempo te­nía que elegir entre dos tipos de imagen de Dios y del hombre y, más concretamente, plantearse la elección entre dos tipos fundamentalmente distintos de música. Por un lado está la música que Platón atribuye mitológicamente a Apolo, el dios de la luz y la razón, una música que atrae a los sentidos al interior del ^espíritu y que, de esta forma, conduce al hombre a la plenitud; una música que no anu­la los sentidos, sino que, más bien, los introduce en la uni­dad de la criatura humana. Eleva el espíritu precisamente al vincularlo a los sentidos, y eleva los sentidos en el mo­mento en el que los une al espíritu; de esta forma, expresa precisamente la posición privilegiada del hombre en el con­junto de la construcción del ser.

Existe, por otro lado, la música que Platón atribuye a Marsyas y que, nosotros, desde un punto de vista de la historia de la cultura, podríamos definir como «dionisía-ca». Es l^a que arrastra al hombre a la ebriedad de los sen­tidos, pisotea la racionalidad y somete el espíritu a los sentidos. La forma en que Platón (y con más medida Aris­tóteles) distribuye los instrumentos y las tonalidades a una y otra, está superada y puede resultarnos sorprenden­te en muchos aspectos. Pero esta alternativa, en cuanto tal, es la que se hace presente a lo largo de toda la historia re­ligiosa y aún hoy aparece ante nosotros de una forma completamente real.


La liturgia cristiana no está abierta a cualquier tipo de música. Exige un criterio, y ese criterio es el Logos. Según san Pablo, se puede discernir si se trata del Espíritu Santo o de un espíritu maligno por el hecho de que únicamente el Espíritu Santo nos mueve a decir: «Jesús es el Señor» (1 Cor 12,3). El Espíritu Santo nos conduce al Logos, a una música que está bajo el signo del sursum corda, de ese elevar el corazón. La integración del hombre hacia lo alto y no la disolución en la ebriedad sin sentido, o la mera sensualidad, es el criterio de una música conforme al Lo-gos, la forma de la logike latreia (la adoración conforme a la razón, al Logos} de la que hablamos en la primera parte de este libro.

3) La Palabra que se hizo carne en Cristo —el Logos— no sólo es una fuerza creadora de sentido para el indivi­duo o para la historia, sino que es el sentido creador del que procede el todo, el universo, y que encuentra su refle­jo en el universo —en el cosmos—. Por eso, esta Palabra nos saca del aislamiento individual para introducirnos en la comunión de los santos que abarca todos los tiempos y todos los lugares. Este es el «camino ancho» (Sal 31 [30] 9) en el que nos sitúa el Señor. Pero el radio de acción es aún mayor. Como ya hemos visto, la liturgia cristiana es siempre liturgia cósmica. ¿Qué significa esto en relación con nuestra pregunta? El prefacio, la primera parte de la plegaria eucarística, concluye habitualmente con la afir­mación de que nosotros cantamos junto con los Querubi­nes y Serafines, con todos los coros celestiales: «Santo, Santo, Santo». Con ello, la liturgia hace referencia a la vi­sión de Dios de Is 6. El profeta ve en el Santo de los San­tos del templo, el trono de Dios, protegido por los serafi­nes que se gritaban uno a otro diciendo el Sanctus: «Santo, Santo, Santo, el Señor de los Ejércitos, la tierra está llena de su gloria» (Is 6,1-3). Nosotros, al celebrar la Santa Misa, nos incorporamos a esta liturgia que siempre nos precede. Nuestro canto es participación del canto y la ora­ción de la gran liturgia que abarca toda la creación.

Entre los Padres fue, sobre todo, san Agustín quien in­tentó armonizar esta perspectiva, que es propia de la litur­gia cristiana, con la visión del mundo propia de la anti­güedad greco-romana. En sus escritos más tempranos acerca de la música se percibe aún la dependencia de la teoría musical de los pitagóricos. Para Pitágoras, el cos­mos estaba construido matemáticamente, como una gran estructura numérica. La concepción moderna de las cien­cias naturales, que dio comienzo con Kepler, Galileo y Newton, también recurrió a esta visión, haciendo posible, mediante la interpretación matemática del universo, la ex­plotación técnica de todos sus recursos. Para los pitagóri­cos, este orden matemático del universo (\cosmos significa «orden»!) era, de por sí, idéntico a la esencia misma de lo bello. La belleza surge del orden interior racional, una be­lleza que era para ellos no sólo visual, sino musical.

Goethe, al hablar del certamen coral de las esferas fra­ternas, vuelve a asociarse a esta idea, según la cual el or­den matemático de los planetas y su órbita lleva consigo un sonido oculto, que es la forma original de la música. Las órbitas son, por así decirlo, las melodías, los órdenes numéricos son el ritmo y las relaciones entre las distintas órbitas es la armonía. La música elaborada por el hombre debe ser escucha de la música interior del universo y sus leyes, enraizada en el «canto fraterno» de las «esferas fra­ternas». La belleza de la música reside en su correspon­dencia con las leyes rítmicas y armónicas del universo. La música humana es tanto más «bella» cuanto más se adapte a las leyes musicales del universo.

San Agustín hizo suya esta teoría para después profun­dizar en ella. Al insertarla en la visión del mundo propia de la fe debía traer consigo, a lo largo de la historia, una doble forma de personalización. Ya en su momento, los pitagóricos habían concebido la matemática del universo de una forma no puramente abstracta. Las acciones inteli­gentes presuponían, en la opinión de los antiguos, una in­teligencia que fuera su causa. Los movimientos inteli­gentes —matemáticos— de los cuerpos celestes no tenían, por tanto, una explicación puramente matemática, sino que podían comprenderse partiendo, únicamente, de que los astros estuvieran animados, y fueran, por tanto, «inte­ligentes». Para el cristiano, resultaba natural pasar de las divinidades astrales a los coros de los ángeles, que rodean a Dios e iluminan el universo. La percepción de la «músi­ca cósmica» se convierte, de este modo, en la escucha atenta del canto de los ángeles. La relación con Isaías 6 se convierte en algo obvio. Pero a ello se añade un paso ulte­rior por medio de la fe trinitaria, la fe en el Padre, en el Logas y en el Pneuma.

La matemática del universo no existe por sí misma ni puede explicarse —esto se entiende ahora— recurriendo a las divinidades astrales. Tiene un fundamento más pro­fundo, el Espíritu creador. La matemática procede del Lo-gos en el que están contenidos, por así decir, todos los ar­quetipos del orden cósmico, que El infunde en la materia gracias al Espíritu. En virtud de su función creadora, al Logas se ha llamado Ars Dei —arte de Dios (\Ars = Tech-ne\). El Logos mismo es el gran artista, en el que están pre­sentes, en su forma originaria, todas las obras de arte —la belleza del universo—. Participar en el canto del universo significa, por lo tanto, pisar por las huellas del Lagos j se­guirlo. Todo arte humano, si es verdadero, es aproxima­ción al «artista» por excelencia, Cristo, al Espíritu creador. La idea de la música cósmica, de acompañar a los ángeles en su canto, desemboca, una vez más, en la referencia del arte al Logos, pero de forma ampliada y profundizada respecto a su componente cósmico que, a su vez, dota al arte en la liturgia tanto de la medida como de la amplitud: la «creatividad» meramente subjetiva jamás podría abarcar una amplitud comparable a la que tiene el cosmos y su mensaje de belleza. Adaptarse a su medida no significa, por tanto, disminuir su libertad, sino ampliar su horizonte.

De ello resulta una última indicación. La interpreta­ción cósmica de la música siguió viva, con variaciones, hasta principios de la Edad Moderna. Se distancia de ella únicamente en el siglo XIX, porque le parece que la «meta­física» está superada. Hegel intentó interpretar la música exclusivamente como expresión del sujeto y la subjetivi­dad. Pero, mientras que en su obra sigue reinando la idea fundamental de la razón como punto de partida y meta del todo, en la obra de Schopenhauer se da un verdadero cambio de postura, que iba a tener grandes consecuencias para la evolución posterior. El mundo, en su fundamento, ya no es razón, sino «voluntad e imaginación». La volun­tad precede a la razón. Y la música es la expresión más original de la existencia humana, es la expresión pura que precede a la razón, expresión de la voluntad que crea el mundo. Por ello, la música no debe estar sometida a la pa­labra y sólo en casos excepcionales debe ligarse a ella. Puesto que es solamente voluntad, es más original que la razón, nos conduce antes que ella, es la verdadera causa primera de lo real.

Viene a la mente la reformulación que Goethe hizo del prólogo de san Juan, ya no sería «En el principio existía la Palabra», sino «En el principio existía la acción». En el si­glo XX este proceso continúa con la tentación de sustituir la «ortodoxia» por la «ortopraxis»; ya no existe una fe co­mún (porque la verdad es inalcanzable), tan sólo existe una praxis común. Frente a ello, resulta evidente en la fe cristiana algo que Guardini ha sabido exponer con gran claridad en su magistral obra El espíritu de la liturgia: la primacía del Logos sobre el ethos. Cuando se invierte esta primacía, el cristianismo como tal queda desquiciado.

Frente al doble cambio de coordenadas que la moder­nidad introduce en la interpretación de la música —la mú­sica como pura subjetividad y la música como expresión de la pura voluntad— está el carácter cósmico de la músi­ca litúrgica: nosotros cantamos con los ángeles. Este ca­rácter cósmico se fundamenta, en último término, en la re­ferencia al Logos de todo el culto cristiano. Echemos, aún, una breve ojeada al presente. La disolución del sujeto, de la que hoy somos testigos, junto con las formas radicales del subjetivismo, ha conducido al deconstructivismo, a la teoría de la anarquía en el arte. Todo ello quizás pueda ayudar a superar la desmesurada valoración del sujeto. Puede ayudar a reconocer nuevamente que es, precisa­mente, la referencia al Logos que existe desde el principio, lo que salva también al sujeto, es decir, a la persona, y la sitúa en su verdadera relación con la comunidad: relación que, en último extremo, se basa en el amor trinitario.

El contexto actual de nuestra época supone, sin duda, tal y como hemos visto en los dos capítulos de esta parte, un reto difícil para la Iglesia y la cultura de la liturgia. No obs­tante, no hay motivo alguno para el desaliento. Por una par­te, la gran tradición cultural de la fe tiene una enorme fuerza de presente: lo que en los museos puede ser únicamente un testimonio del pasado que se contempla con asombro y nos­talgia, en la liturgia se convierte en presente siempre vivo. Sin embargo, ni siquiera el mismo presente está condenado al silencio en la fe. Quien observe con atención se dará cuenta de que incluso en nuestro tiempo han surgido y sur­gen de la inspiración apoyada en la fe obras de arte muy sig­nificativas, tanto en el ámbito de las imágenes, como en el de la música (así como en el campo de la literatura).


También hoy, la alegría provocada por Dios y por el encuentro con su presencia en la liturgia constituye una inagotable fuerza de inspiración. Los artistas que se com­prometen a esta tarea ciertamente no tienen por qué con­siderarse como la retaguardia de la cultura, porque la li­bertad vacía que los otros dejan tras de sí, se harta de sí misma. El humilde sometimiento a lo que les precede es origen de la auténtica libertad y les conduce a la verdade­ra altura de nuestra vocación como seres humanos.


Nota:


1. K. G. Fellerer (ed.), Geschichte der katholischen Kirchenmusik, Bárenreiter I, 1972; II, 1976. E. Jaschinski, Música sacra oder Musik im Gottesdienst?, Pus-tet 1990; G. Ravasi, II canto della rana. Música e teología nella Bibbia, Piem-me 1990; B. Forte, La porta della bellezza. Per un'estetica teológica, Morce-lliana 1999, sobre todo, 85-108. Me permito también remitir a los capítulos correspondientes de mis libros Fest des Glaubens y Ein neues Liedfür den Herrn.


Fuente: Esta sección de libro de Jospeh Ratzinger fue publicada en la página web de la Revista Humanitas de la Pontificia Universidad de Chile