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Contenido
Restauración del siglo XIX
Pocos fenómenos históricos son más asombrosos que el poder regenerativo de las órdenes monásticas. Independientemente de la naturaleza o frecuencia de los desastres, los monjes siempre han estado ansiosos de reunir todas las piezas dispersas y recomenzar sus vidas en una nueva casa de Dios. Todavía no se habían extinguido las llamas de la Revolución, cuando algunos cistercienses heroicos ya estaban dispuestos a trabajar duro. Sin embargo, las comunidades que aparecían a comienzos del siglo XIX no podrían ser consideradas como simples sobrevivientes o continuadoras de las tradiciones monásticas del siglo XVIII. Rescataron mucho del pasado, pero deseaban aprender. Después de la Revolución Francesa, el mundo había cambiado en forma tan radical, que ninguna institución del orden social derrumbado podría ser reincorporada simplemente dentro de la nueva estructura. Los monjes no alimentaban ilusiones vagas a este particular. El humilde lugar que los cistercienses consiguieron asegurarse en las condiciones cambiantes, contrastaba mucho con la posición privilegiada que la Orden había gozado antes; pero la pérdida de la pompa externa no dejaba de ofrecer atractivas compensaciones. La reforma cisterciense del siglo XII comenzó como un movimiento de renovación espiritual, pero creció inevitablemente hasta convertirse en un factor importante en la vida económica y aun política de la Europa del Medioevo y comienzos de la Edad Moderna. Luego, la violenta tormenta que azotó al continente por más de veinte años acabó con la cubierta protectora de las abadías medievales. El monje que surgió de las ruinas ya no era un ser privilegiado, reverenciado y seguro de sí mismo por pertenecer a una gran Orden; era sencillamente un pobre hombre a la búsqueda de Dios, rodeado por una sociedad que perseguía metas muy diferentes. La Orden Cisterciense del siglo XIX no podía gozar ya de un papel prominente en la nueva sociedad o en su vida económica o política. Mientras que, aun la más insignificante investigación sobre la civilización medieval debe dedicar algunas páginas al monacato, el lector de un libro voluminoso de historia contemporánea buscaría en vano una referencia a los monjes, que repudiados por los arquitectos del nuevo orden, fueron obligados a retornar a su misión original, ofreciendo asistencia a unos pocos elegidos y tratando de alcanzar la perfección cristiana en medio de un mundo no cristiano. Pero, no fue sólo la Orden como organización la que tuvo que enfrentarse al desafío del medio ambiente poco propicio. La vocación religiosa como materia de elección individual quedó también expuesta al ataque. Los votos de pobreza, castidad y obediencia constituían un abierto desafío a los nuevos ideales de libertad absoluta y de búsqueda incansable de riqueza y placer. La vida monástica era altamente deseable en el Antiguo Régimen y, por consiguiente, las vocaciones se estimulaban y ocasionalmente se forzaban por parte de los padres u otros factores externos. El deseo de ser monje no era común en la atmósfera materialista del siglo XIX y por tanto, la realización de tal deseo exigía una cuidadosa reflexión y una voluntad firme para vencer obstáculos formidables. Por tales razones, la superpoblación de las viejas abadías incluía muchas veces un buen número de elementos inadaptados, y que causaban problemas disciplinares crónicos. En cambio, el nuevo monje era en verdad un voluntario, probado a causa de su idealismo. Su presencia en la comunidad elevaba la observancia monástica a un nivel ejemplar. De esta forma, mientras los cistercienses habían perdido su riqueza, posición prestigiosa y florecimiento numérico, lograron asegurarse el éxito de una regeneración puramente interior. Tampoco fue el clima de comienzos de ese siglo totalmente hostil a la renovación monástica. La desilusión por el fracaso de la Ilustración dio origen al romanticismo, desplazando a la razón y otorgando un papel más importante al corazón humano. El romanticismo fue primitivamente un movimiento literario y artístico, inspirado en un retorno al pasado, en especial al período formativo de las grandes naciones europeas, el Medioevo. El estudio de esa época condujo inevitablemente a una mejor inteligencia del cristianismo, comprendiendo el verdadero mérito de los monjes, los primeros maestros de los jóvenes bárbaros. La difusión del interés por todo lo antiguo, la resurrección de la arquitectura gótica, la moda de las novelas históricas y la reincorporación del canto gregoriano a la liturgia, fueron todos resultados favorables de la nueva tendencia. También fue la época en que las «románticas» ruinas de los claustros olvidados provocaban la curiosidad de un número de errabundos caminantes por los bosques europeos, e inspiraba a poetas y pintores, todos intrigados por el temperamento misterioso que una vez animó los enjambres de encapuchados habitantes. Es difícil evaluar hasta qué punto este interés renovado por el monaquismo pueda estar relacionado con el éxito del renacimiento de La Trapa. Sin embargo, es innegable que la comprensiva actitud de la nueva generación de intelectuales, facilitó considerablemente las primeras etapas de la reconstrucción cisterciense. Cuando se hizo evidente que todo estaba perdido en Francia, el único esfuerzo organizado por salvar un núcleo cisterciense viable para el futuro salió de La Trapa. Fue un grupo de monjes generosos y rígidamente controlados que, después de un cuarto de siglo de tentativas, volvieron a su patria y comenzaron a propagar la Orden con un éxito poco común. El hecho de que todos fueran seguidores entusiastas del abad Rancé, el gran reformador de La Trapa, tuvo una importancia capital y decisiva en la historia futura de la Orden. Antes de la Revolución, la observancia particular de La Trapa estaba restringida a unas pocas comunidades. Después de 1815, la influencia de Rancé se convirtió en fuerza dominante del renacimiento cisterciense en todas partes de Francia y doquiera que el vigor de la expansión empujara a los Trapenses, nombre popular que en esos países se convirtió en sinónimo de «cistercienses». Las circunstancias extraordinarias exigen personalidades a la altura de las mismas. El último maestro de novicios de La Trapa, Agustín de Lestrange (1754-1827), constituyó uno de esos caracteres extraordinarios. Actuando con la autorización de último momento, del Abad General Trouvé y de Luis María Rocourt, abad de Claraval, padre inmediato de La Trapa, Lestrange reunió alrededor de veintiún monjes de su comunidad y huyó a Suiza. Las autoridades del cantón de Friburgo les brindaron hospitalidad y les concedieron La Valsainte, una cartuja abandonada, donde el 1 de junio de 1791 comenzó a desarrollarse uno de los capítulos más notables de la vida cisterciense. En su deseo ardiente de ofrecer sacrificios en reparación por los crímenes del terror revolucionario, los monjes, guiados por el autoritario Lestrange, rivalizaban unos con otros en introducir mortificaciones cada vez mayores, hasta que llegaron a los límites de la resistencia humana. En La Valsainte se desconocía cualquier medio de calefacción. Los monjes dormían sobre el suelo desnudo, usando únicamente una almohada rellena con paja y una sola manta. Su dieta se limitaba a pan, agua y legumbres hervidas. Estos nuevos atletas de la mortificación dormían únicamente unas seis o siete horas, ocupaban 5 o 6 en arduo trabajo manual y dedicaban el resto del tiempo a la oración, que en las grandes festividades podía llegar a durar hasta doce horas. En 1794, se hizo un intento de introducir la laus perennis, es decir, el servicio divino ininterrumpido en la iglesia. Lestrange estaba deseoso de regular la vida diaria de los monjes hasta el menor detalle. Sólo podía hacerse aquello que figurara en la regla, o fuera autorizado por el superior. Los reglamentos fueron aumentando hasta constituir un libro de gran tamaño debidamente publicado en Friburgo en 1794. Animadas por el deseo ardiente de crear para los monjes una vida de penuria, esas prescripciones tan elaboradas iban mucho más allá de la Regla de San Benito, de los primeros estatutos de Cister y aun sobrepasaban en severidad al código de Rancé para los monjes de La Trapa. Aunque parezca extraño, el ascetismo sin precedentes de La Valsainte no fue ningún obstáculo para acobardar vocaciones. El número de monjes comenzó a crecer, y Pío VI autorizó a la comunidad a elegir un abad, hecho que tuvo lugar en 1794. La elección recayó, naturalmente, en Agustín de Lestrange, que continuó con vigor renovado un programa de expansión, que se vio obligado a frenar porque el Senado de Friburgo había limitado la población de La Valsainte a veinticuatro miembros. El lema del Abad Lestrange fue «la santa voluntad de Dios», y estuvo fuertemente inclinado a suponer que todo lo que se le ocurría era, en verdad, voluntad divina, y debía llevarse por consiguiente a la práctica con todo celo. Sus incesantes esfuerzos en pro de nuevas fundaciones fueron más impulsivos que realistas, ejecutados en la forma más heterodoxa. Enviaba a tres o cuatro monjes por vez, sin mayor preparación preliminar, confiando en que la Providencia cuidaría de los detalles. Algunas de esas fundaciones fueron puramente fortuitas: en 1793, después de recibir noticias sobre las oportunidades que brindaba Canadá, Lestrange despachó sin pérdida de tiempo a dos monjes y un hermano lego, entre ellos el Padre Eugenio de Laprade. Pero Inglaterra estaba en guerra con Francia y los tres hombres se encontraron varados en Amsterdam. Mientras esperaban una oportunidad, el obispo de Amberes los animó para que se establecieran en su diócesis, en una granja cerca de Westmalle. Lestrange accedió, pero sin abandonar su proyecto canadiense. En 1794, otro grupo de tres dejó La Valsainte para cruzar el Atlántico. Fueron más afortunados que sus antecesores, pero no pudieron ir más lejos de Inglaterra, donde recibieron un ofrecimiento de tierra para un establecimiento permanente en Lulworth en Dorsetshire. Esto también fue aceptado, aunque por ese entonces Westmalle ya no existía. El avance del ejército francés había obligado a la colonia de Laprade a trasladarse a Westfalia, donde en 1795 encontraron un hogar en Darfeld. Mientras tanto, se hicieron otras fundaciones libradas a su suerte en Italia y España y estaban listos los planes para Hungría y Rusia. El infatigable Lestrange, como auténtico producto de su época que era, deseaba probar al mundo que su concepción del momento tenía gran utilidad social. Reunió a cierto número de muchachos en La Valsainte y abrió una escuela para ellos. Algunos de los maestros provenían de aquellos que, ante las privaciones de la abadía, eran incapaces de perseverar para profesar. Otros eran laicos piadosos unidos informalmente a La Valsainte. En 1796, Lestrange congregó a monjas refugiadas de distintas órdenes en el cantón suizo de Valais, y las estimuló para abrir una institución educativa semejante para niñas. Bautizó a las dos escuelas, con sus maestros y cuerpo supervisor, como la «Tercera Orden de La Trapa», otra innovación revolucionaria en la historia cisterciense. Pero los tiempos eran muy poco propicios para iniciar una empresa que pudiera persistir y continuar. Las tropas victoriosas de Napoleón invadieron Suiza en 1798, y Lestrange tuvo que comprender que La Valsainte estaba en peligro mortal. Lo más grave era que las autoridades lo culpaban, con cierta justificación, porque la desbordante población de la abadía incluía a un cierto número de evadidos del alistamiento y desertores del ejército francés. Pero los porfiados monjes no tenían intención de dispersarse, y Lestrange aceptó la invitación del Zar Pablo 1, para buscar asilo en Rusia. Con santo abandono, el abad Lestrange dio órdenes de marchar a su fiel rebaño, que incluía a sus monjes, a las monjas, y a su «Tercera Orden», que contaba con unos 60 niños y 40 niñas, en conjunto 254 personas. Todas ellas dejaron La Valsainte el 1798, y comenzaron la famosa «odisea monástica». Durante casi dos años hicieron funcionar una verdadera abadía sobre ruedas, una proeza logística que se dice dejó estupefacto aun al gran Napoleón. Para reducir los problemas de encontrar víveres y albergue, la extraña peregrinación se dirigía al este en tres columnas. Después de una travesía azarosa de seis meses a través de Austria y Polonia, llegaron finalmente a la Rusia Blanca, pero por entonces Lestrange estaba muy desilusionado de la hospitalidad rusa, y había fijado sus ojos en América. Con esa meta en su mente, el intrépido Abad se retiró de Rusia y el 26 de julio de 1800 pudo embarcarse con todo su pintoresco grupo en el puerto de Danzig. La intervención de fuerzas superiores frustraron de nuevo su esfuerzo. Una tormenta obligó a los barcos a buscar refugio en Lübeck, donde monjes, monjas y niños se desparramaron buscando albergue. Por fortuna, a la victoria de Napoleón en Marengo, sucedieron algunos años de paz relativa. Una de las primeras fundaciones, la de Darfeld, pudo ser revitalizada sin grandes problemas; las autoridades suizas permitieron la restauración de La Valsainte y, por último, una pequeña colonia guiada por Urbano Guillet alcanzaba en 1803 las costas de América en Baltimore. Más aún, la firma de un concordato con Pío VII cambió la actitud de Napoleón hacia los trapenses. Como emperador recién coronado, apoyó personalmente varias fundaciones, entre ellas una casa en los altos Alpes, en Mont-Genèvre, para servir de lugar de descanso a los soldados heridos o enfermos de paso entre Francia e Italia. Pero la paz tan frágil que el concordato parecía asegurar no duró por mucho tiempo.
Ocupación de los Estados papañes (1809)
La ocupación francesa de los Estados Papales (1809) y la excomunión de Napoleón que causaron el arresto y exilio de Pío VII, expusieron a las jóvenes fundaciones trapenses a una nueva violencia. El mismo Abad Lestrange se convirtió en un fugitivo. Fue arrestado, pero pudo escapar y, después de un viaje lleno de aventuras a través del Atlántico, concluyó en Nueva York. Allí adquirió, con miras a una fundación, el terreno donde fue emplazada posteriormente la Catedral de San Patricio. La caída de Napoleón (1814) cambió la idea de Dom Agustín y quedó en suspenso el plan de un establecimiento en América. Lestrange y sus monjes volvieron a Europa con la firme determinación de retornar a Francia y restaurar La Trapa. Ninguna de las muchas fundaciones realizadas durante los años de exilio persistió (aunque Westmalle fue restaurada en 1814), pero el retorno de los trapenses a Francia en 1815 significó el comienzo de una expansión realmente notable, gracias a la afluencia de un gran número de vocaciones. Al restablecimiento de La Trapa por Lestrange siguieron en rápida sucesión Port-du-Salut, Aiguebelle, Bellefontaine, Bellevaux y Melleray. Esta última fue restaurada por Antonio Saulnier de Beauregard, abad de Lulworth, cuya comunidad se vio obligada a emigrar de Inglaterra en 1817 por una serie de razones, una de las cuales fue la inflexible de Lestrange de permitir que sus monjes rezaran por el rey «hereje» Jorge III. Los monjes franceses de Darfeld volvieron a ocupar la antigua abadía cisterciense en Notre-Dame-du-Gard en 1816, mientras que los miembros alemanes que quedaban abandonaron Darfeld y se mudaron en 1835 a Clenberg, en Alsacia. La visita regular a las casas francesas hecha por el Abad Saulnier en 1825 reveló que, en el plazo de una década, los prolíficos trapenses se habían arreglado para fundar o dar nueva vida a once casas para monjes y cinco para monjas, al mismo tiempo que mantenían dos establecimientos para la «Tercera Orden», uno para la educación de varones y otro para mujeres. La más poblada era Melleray, con ciento setenta y cinco miembros profesos, seguida por Port-du-Salut, Aiguebelle y Notre-Dame-du-Gard, cada una con cerca de ochenta monjes. Sin embargo, en cada casa, la mayoría estaba constituida por hermanos legos, ocupados en trabajos de agricultura a gran escala. La expansión trapense continuó durante todo el resto del siglo XIX, no sólo en Francia, sino en el resto de Europa, lo mismo que allende el Océano. En 1855, los monjes poblaban veintitrés abadías, incluyendo cuatro casas en Bélgica, dos en los Estados Unidos, una en Irlanda, una en Inglaterra y una en Argelia. Por ese mismo tiempo, las casas afiliadas de monjas habían aumentado a ocho. Hacia fines de siglo (1894) ese número, ya de por sí importante, se había duplicado y aún más, agregándose a los países habitados por los trapenses Alemania, Italia, Austria, Hungría, Holanda, España, Canadá, Australia, Siria, Jordania, Sud África y China; cincuenta y seis monasterios en conjunto, que albergaban un total de tres mil monjes, seiscientos de ellos sacerdotes. El éxito de la fundación americana permaneció dudoso por mucho tiempo. En 1814, se abandonaron los intentos por lograr una instalación permanente, cuando todos los monjes menos uno volvieron a Europa. El único monje francés que quedó, el Padre Vicente’ de Paul Merle, lo hizo por un accidente fortuito. Mientras estaba comprando víveres en el puerto canadiense de Halifax su barco partió, dejándole en tierra. Vivió como misionero entre los indios por una década, hasta que, en 1825, con la ayuda de un grupo reducido proveniente de Bellefontaine, estableció el Pequeño Claraval en Nueva Escocia. Durante muchos años, los monjes lucharon por sobrevivir, y finalmente, después de dos desastrosos incendios, encontraron un nuevo hogar cerca del pueblo de Lonsdale, en el estado de Rhode Island, Estados Unidos, donde en 1900 construyeron el monasterio de Our Lady of the Valley. Es esta misma comunidad, la que después de otro incendio en 1950 se trasladó a Spencer, Massachusetts, donde establecieron Saint Joseph’s Abbey. Entre todas las tentativas trapenses en los Estados Unidos, tuvieron éxito Gethsemaní, en Kentucky, y Nueva Melleray, en Iowa. La primera fue fundada en 1848 por monjes de la abadía francesa de Melleray; la segunda, unos meses más tarde, fue poblada por Mount Melleray de Irlanda. Ambas casas americanas experimentaron dificultades crónicas por razones financieras, al mismo tiempo que por falta de vocaciones locales. La Guerra Civil creó problemas adicionales, en particular a Gethsemaní, pero ambas casas alcanzaron pronto el rango de abadía, y continuaron defendiéndose hasta fin de siglo. Mientras los líderes trapenses podrían sentirse confortados y estimulados por el alto nivel moral alcanzado, el aprecio popular y vigoroso crecimiento de la Orden, varios problemas quedaban sin resolver, creando dificultades constantes, que por momentos llegaron a ser muy serias. Una de ellas fue la cuestión de las observancias. Pronto se hizo evidente para muchos refugiados trapenses, que las normas de Lestrange tal como se practicaban en La Valsainte, iban más allá de la capacidad normal de resistencia humana y eran incompatibles con las genuinas tradiciones cistercienses. La oposición se alineó alrededor de Eugenio de Laprade (1764-1816), quien silenciosamente abandonó en Darfeld las reglas de Lestrange y, contando con la aprobación papal, volvió a los reglamentos de Rancé, escritos para La Trapa. La división se acentuó posteriormente, cuando después de 1815 ambos abades se mostraron muy activos en la restauración de los monasterios franceses y representaban puntos de vista antagónicos en materia de disciplina. Esto dio por resultado que, en 1825, seis de las once abadías francesas todavía se mantenían fieles a Lestrange y La Valsainte, mientras que las otras cinco habían vuelto a las reglamentaciones de Rancé. El abad Lestrange, que por entonces controlada La Trapa, estaba amargamente resentido por lo que significa un desafío a su autoridad, pero era incapaz de obtener la tan deseada aprobación papal para su extremadamente severo código monástico. Cuando murió Lestrange en 1827, la Congregación Romana de Obispos y Regulares nombró al abad Saulnier de Melleray como «superior y visitador general» de todas las abadías trapenses de Francia, con la esperanza de que, bajo el nuevo liderazgo, pudiera efectuarse la unión de las dos observancias trapenses. No obstante, esto no fue posible antes de 1834, cuando un decreto promulgado por la misma autoridad unía a todas las abadías francesas en una Congregación (Congregatio Monachorum Cisterciensium Beatae Mariae de Trappa) y les impuso la «Regla de San Benito y las constituciones del Abad Rancé». Sin embargo, el documento no pudo eliminar la tensión entre ambos grupos. Por lo tanto, Pío IX anuló en 1847 el decreto de 1834, y aceptó la formación de dos congregaciones trapenses autónomas, cada una regida por códigos disciplinares diferentes. Dado que no se consideraba un retorno a las observancias de La Valsainte, las abadías primeramente bajo la autoridad de Lestrange constituyeron la «Nueva Reforma», y, dirigidas por el Abad de la Gran Trapa, juraron lealtad a la Carta de Caridad y a los usos primitivos de Cister. El otro grupo de abades, que una vez siguieron a Laprade, continuaron fieles a las reglamentaciones de Rancé, aceptaron el liderazgo de Sept-Fons y se auto denominaron la «Antigua Reforma». En 1864, estos últimos contaban ocho abadías con cuatrocientos ochenta y tres monjes; la «Nueva Reforma» contaba por ese mismo año con quince abadías con un conjunto de mil doscientos veintinueve profesos. La cuestión de las observancias se complicó aún más a causa de problemas estrechamente vinculados entre sí e igualmente espinosos: el gobierno central efectivo y las relaciones legales con las comunidades de la antigua Común Observancia, que habían sobrevivido y se multiplicaban de forma sostenida. Para mayor seguridad, el abad Lestrange gobernó a sus monjes con mano de hierro y rechazó someterse tanto al Vicario general de la Congregación de Alemania Superior, que todavía funcionaba, como al Procurador general en Roma, que había asumido las funciones del Abad general después de la disolución de Cister. Pero una nueva situación se creó en 1814, cuando Pío VII retornó a la Ciudad Eterna y, con su ayuda, volvieron a la vida algunas abadías cistercienses diseminadas en toda Italia. No parecía oportuno la creación de un «Abad general», pero la Santa Sede otorgó el título de «Presidente general» al Abad de Santa Croce, que fue considerado cabeza titular de la Orden, incluyendo a los trapenses y a la Común Observancia. La intención de la Santa Sede quedó expresada con toda claridad, porque al Presidente general se le otorgaba el derecho de confirmar las elecciones abaciales dentro de toda la Orden, «de tal forma que su unidad e integridad quedaran intactas para siempre». Por desgracia, no se especificaron sus demás funciones en la Orden, una omisión que dio lugar a muchos malentendidos en materia de jurisdicción. En 1827, el Abad Saulnier fue nombrado directamente visitador trapense en Francia por la Congregación de Obispos y Regulares, e interpretó puntualmente ese nombramiento como el reconocimiento de su independencia; más aún, esperaba que «la Reforma de La Trapa estaría separada por completo de la Orden de Cister». La ambigüedad de esta relación persistió, y el decreto de unión de los trapenses en 1834 repetía simplemente que «la confirmación de cada abad constituía el derecho y el deber del Moderador General de la Orden cisterciense». El mismo principio fue reiterado en 1836, cuando las abadías trapenses de Bélgica formaron su propia congregación. Por otro lado, el decreto de 1834 otorgaba autoridad absoluta al Vicario general trapense para gobernar su congregación, y autorizaba a los abades a convocar capítulos anuales. Además, después de 1838, los trapenses mantuvieron a su propio Procurador general en Roma y gozaban también de la distinción de tener un Cardenal protector propio. La separación de 1847, aumentó simplemente las complejidades legales. De nuevo había no sólo dos observancias, con netas diferencias entre sí, más cuatro grupos autónomos de abadías alineables en las «Nueva» y «Vieja» reformas, la Congregación belga bajo Westmalle, y Casamari, una fundación trapense del siglo XVIII en Italia, que no tenía filiación clara con ninguna de las tres organizaciones. Mientras la Común Observancia, desorganizada y condescendiente, no estuvo en condiciones de oponerse a la virtual independencia de los trapenses, la maraña legal, confusa como era, no creaba problemas urgentes. Pero la necesidad de una solución definitiva se hizo patente de forma bien notoria en 1869. En ese año, Teobaldo Cesari, abad de San Bernardo en Roma y Presidente General, consiguió convocar el primer Capítulo General desde 1786, para el cual fueron invitados únicamente los abades de la Común Observancia. Aun más perturbador fue el hecho de que el mismo Capítulo General decidió elegir un Abad General, pero de nuevo, sólo monjes de la Común Observancia eran elegibles para este puesto, que implicaba también jurisdicción sobre los trapenses. Otro acontecimiento que creó malestar dentro de la Orden fue la apertura del Concilio Vaticano I en 1869. De acuerdo con los reglamentos referentes a la participación de institutos religiosos, se establecía que los jefes de congregaciones independientes debían ser invitados a ocupar un lugar en el Concilio. Esta disposición autorizaba al recién elegido Cesari como Abad general cisterciense, pero desautorizaba a los vicarios de las congregaciones trapenses, los dirigentes de la rama más numerosa de la Orden. La intervención personal de Pío IX, en el último momento, dispuso dos lugares para los Vicarios de la «Nueva» y «Antigua» congregaciones trapenses. Estas desagradables experiencias convencieron a los abades trapenses de mayor influencia, de que, a menos que se resignaran a un papel subordinado en la Orden, deberían zanjar su división interna y esforzarse por formar una organización completamente independiente.
La década del 70
Durante la década del 70, varios capítulos trapenses se ocuparon de esos temas. En 1876, el capítulo reunido en Sept-Fons decidió pedir al Papa el nombramiento de un abad general trapense. La sesión de 1877 trabajó acerca de la proyectada unión de las congregaciones trapenses. En 1878, el plan estaba más adelantado y se hacían preparativos para convocar una asamblea general para todas las congregaciones trapenses en 1879, con miras a la elección de un superior general independiente. Aunque el abad Timoteo Gruyer de La Trapa expresó serios reparos acerca de la oportunidad de una unión que implicaría uniformidad en las observancias, a fines de 1878, fue sometido el proyecto a la Congregación de Obispos y Regulares para su aprobación final. El examen de la petición fue tarea del consultor de la Congregación, el dominico Raimundo Bianchi. Su detallado análisis señalaba los muchos inconvenientes que acarrearía un cisma definitivo e irreversible dentro de la Orden cisterciense, por lo cual la Congregación rechazó el plan. No obstante, Bianchi admitió que un punto de la propuesta trapense merecía considerarse con toda atención: la unificación de las cuatro diferentes congregaciones bajo un mismo vicario general y con un representante en Roma, quienes reconocerían al Abad General como cabeza de toda la Orden. Esta organización unificada, concluía Bianchi, no excluía la posibilidad de conservar ambas observancias básicas, para que se las practicara del mismo modo que antes de la unión. En resumen, el informe sostenía que, mientras era deseable la unión trapense, no debía forzarse una uniformidad en las observancias, y debía evitarse un cisma dentro de la Orden cisterciense. Analizando en forma retrospectiva es difícil negar el buen criterio del informe Bianchi, pero los dirigentes trapenses de la época, especialmente los de la Congregación de Sept-Fons estaban contrariados. La presión en pro de los mismos objetivos continuó bajo el liderazgo de Sebastián Wyart (1839-1904), un ex-oficial del ejército papal y héroe condecorado de la guerra franco-prusiana. Entró en los trapenses como vocación tardía, fue ordenado sacerdote en 1877, pero se le permitió que continuara sus estudios hasta que obtuvo el título de doctor en teología. A su erudición excepcional y firmeza de carácter se añadían sus valiosas conexiones en Roma: tanto Pío IX como León XIII le profesaban una alta estima personal. Cuando, en 1887, Wyart fue elegido abad de Sept-Fons, convirtiéndose de este modo en vicario de la «Antigua Reforma», se reabría la puerta para la independencia trapense.
León XIII
Después de informarse de cerca de los problemas, León XIII convocó un capítulo extraordinario, que debía reunirse en Roma en octubre de 1892, con la participación de representantes de las cuatro congregaciones trapenses, incluyendo hasta a Casamari. Esta asamblea tenía un triple propósito: la fusión de las congregaciones; la elección de un superior general, y el acuerdo acerca de las observancias comunes. Aunque los tres representantes de Casamari habían decidido mantener su independencia y guardar las distancias, hubo casi unanimidad al tratar el primer tema; y los trapenses unidos asumieron pronto una nueva denominación: «Orden de los Cistercienses Reformados de Nuestra Señora de La Trapa». Tampoco hubo disensiones significativas en cuanto a la necesidad de tener un superior general, aunque hizo reflexionar la posible relación de un tal superior con el Abad General de la Común Observancia. Sin embargo, pronto se decidió que una simple congregación autónoma no era suficiente, y la independencia total exigía un Abad general independiente. En la elección, que se realizó pocos días después, Wyart recibió veintiocho votos, sobre un total de cincuenta y uno escrutados. Pero, sobre la cuestión de las observancias, las opiniones estaban, como siempre, divididas. En principio, la adhesión a la Regla de San Benito recibió amplio apoyo, pero quedaba abierta la puerta para introducir modificaciones a ciertos detalles de la jornada. Durante los infructuosos debates sobre los méritos relativos a los horaria de San Benito y de Rancé, la atmósfera se volvió tan densa que Wyart, para evitar una votación fatalmente divisoria, propuso que ese tema fuera remitido al arbitraje de la Santa Sede. La moción fue aceptada de mala gana, pero la Congregación declinó el desafío, aconsejando simplemente al Capítulo general que difiriera la decisión para una fecha posterior, cuando se pudiera considerar una solución de compromiso cuidadosamente estudiada. A despecho de tales contrariedades, el capítulo todavía podría estar satisfecho de haber establecido una rama totalmente independiente de la familia cisterciense, lo cual recibió la aprobación solemne de León XIII por medio de un Breve el 17 de marzo de 1893. Sobre la base de un trabajo preparatorio realizado por un comité, el Capítulo general de 1893, reunido en Sept-Fons, resumió el debate sobre el horarium en disputa. El punto neurálgico de la disensión se relacionaba con el horario, número y calidad de las comidas monásticas. Aunque la solución dada por la Regla tenía una ligera mayoría, la forma habilidosa con que Wyart manejó a la exhausta asamblea terminó por asegurar la prevalencia de las regulaciones de Rancé. La nueva constitución, dando preeminencia a los principios básicos de la Carta de Caridad y las primitivas costumbres cistercienses, según la interpretación de Rancé, pudo ser publicada en 1894.
La Abadía de Cister
Antes de finalizar el siglo, una importante donación hizo posible que los trapenses adquirieran las ruinas de Cister (1898) e infundieran nueva vida a la antigua abadía. El mismo Wyart asumió el título abacial. El cambio simbolizaba la sinceridad de la nueva organización en su esfuerzo por retornar a las genuinas tradiciones cistercienses. Este logro tan notable fue solemnemente reconocido en 1902, cuando, en una nueva constitución apostólica, omitió el Papa el nombre de La Trapa y llamó a la rama del viejo árbol «Orden de los cistercienses reformados, o de la Estricta Observancia», auténticos herederos de todos los derechos y privilegios cistercienses. Si bien es cierto que el crecimiento numérico sostenido, la expansión territorial y la unión real de las casas trapenses eran signos inequívocos de un vigor interior, la vida diaria de algunas comunidades presentaba problemas económicos gravosos durante toda la centuria. Aunque los monjes y muchos de los conversos de las fundaciones nuevas o resurgidas volvieran al tipo de vida agrícola, tradicionalmente cisterciense, el modesto campo de acción de sus operaciones era insuficiente para proveer los fondos requeridos para la expansión física y aún para que sus familias monásticas vivieran sin sobresaltos. A comienzo de siglo, era frecuente que los monjes se vieran obligados a mendigar de puerta en puerta. Ya en 1835, el capítulo reunido en La Trapa, aunque todavía toleraba tales prácticas, admitía que «pedir por caridad era completamente ajeno a la mentalidad de nuestros padres». En 1839, se decidió que no podían hacerse colectas abiertamente, a la vista del público, sino por intermedio de amigos laicos de confianza. El mismo enfoque fue aprobado por el capítulo de 1847. Entretanto, los capítulos recomendaban encarecidamente a los abades que sólo admitieran el número de monjes que podían sustentar. Se permitían nuevas fundaciones sólo si se probaba que contaban con fondos suficientes para respaldarlas. Para aliviar la constante presión económica, se autorizó a las comunidades a recibir donaciones de los futuros novicios, incluyendo pensiones o anualidades prometidas por parientes pudientes. La falta de mano de obra en las granjas y talleres monásticos justificó que se aceptara la ayuda libre de laicos piadosos, aunque se dejó de lado la idea de establecer para ellos una «tercera orden». Con todo, continuaron siendo empleados ayudantes laicos, como «oblatos», en alguna abadía. Hasta 1850 se alquilaban frecuentemente habitaciones o departamentos en las abadías a individuos con los cuales los monjes sostenían relaciones amistosas; sin embargo después de esa fecha se prohibieron estancias de «huéspedes» por más de dos meses. Los estipendios de las mismas constituían una fuente de ingresos firme y substancial, aunque el número relativamente reducido de sacerdotes limitaba tales servicios. En ciertas ocasiones, misas a largo plazo producían grandes sumas; por ejemplo, en 1871 Chambarand aceptó 25.000 francos por misas a que debían rezarse diariamente durante 100 años a intención del donante. Dado que la agricultura era frecuentemente poco lucrativa, algunas abadías comenzaron a vender productos alimenticios u otros artículos de la industria doméstica. Se fabricaron cerveza, vino y bebidas alcohólicas, aunque no se vendieron en locales monásticos. La propaganda a nivel nacional de un licor vendido por Grace-Dieu bajo el nombre de «Trappistine» originó tales complicaciones que el capítulo reunido en Sept-Fons en 1863 prohibió ese y todas las formas similares de promoción. La horticultura y fruticultura estaban igualmente difundidas. La fabricación de queso ayudó a casi una docena de abadías francesas; la calidad del queso de Port-du-Salut les valió a los monjes fama universal. Westmalle, como otras abadías, tenían imprentas bien equipadas donde se publicaban todos los libros litúrgicos cistercienses. Generalmente, se consideró incompatible con la vocación contemplativa el sostener instituciones educacionales o de asilo, lo mismo que ejercer el ministerio pastoral, pero circunstancias locales hicieron que se asumieran con frecuencia tales responsabilidades. De esta suerte, las instituciones de la «Tercera Orden» iniciada por el Abad Lestrange, continuaron funcionando hasta mitad de siglo. La abadía de Notre-Dame des Neiges tuvo, por poco tiempo, un hospital para epilépticos (1870-71). En 1872, el Abad du Désert recibió autorización para abrir un orfanato. En 1876, se permitió a la floreciente Mariastern, en Bosnia, que aceptara una suma considerable para una fundación en Austria, con la obligación a perpetuidad de educar doce huérfanos. Aunque esta fundación nunca se materializó, durante unos veinte años la propia Mariastern cuidó de ciento treinta y dos niños. Mount Melleray y Gethsemaní tuvieron escuelas primarias. La Trapa educó oblatillos, y hasta contó con dos parroquias atendidas por monjes. En Sudáfrica, Mariannhill diversificó su actividad asumiendo tareas misionales entre los nativos. El trabajo intelectual, desaprobado por Rancé, no fue alentado durante todo el siglo XIX. Muchos monjes trapenses reconocidos por su erudición se unieron a la Orden después de haber completado su carrera universitaria. Los ideales ascéticos de las comunidades trapenses no daban ningún énfasis especial al sacerdocio y, en realidad, los sacerdotes constituían sólo una minoría en el total de miembros. Los sacerdotes que eran ordenados como trapenses recibían únicamente instrucción privada en sus propias abadías con éxito diverso. El Capítulo de 1861, reunido en La Trapa, discutió el problema de la instrucción inadecuada para el sacerdocio que evidentemente había desencadenado críticas adversas. Los padres se quejaban de que tenían muy pocos sacerdotes con instrucción suficiente, que pudieran ser confesores, directores espirituales o superiores. En consecuencia proponían que se establecieran seminarios en La Gran Trapa y Aiguebelle, aunque a las casas que tuvieran por lo menos «un profesor capaz» se les permitía educar a sus propios sacerdotes. Otra fuente de problemas fue un legado de la espiritualidad de Rancé: considerar a los monjes en primer lugar como «penitentes». La idea imperante de que las abadías trapenses eran «refugio de pecadores» dificultaba la selección de los novicios. El capítulo de 1843 se vio obligado a tomar una posición contraria a esas creencias populares, e insistía en el examen cuidadoso de las vocaciones antes de su admisión. Por la misma razón, se convirtió en práctica general la prolongación del año de prueba. El capítulo de Sept-Fons fue más lejos aún, en 1847, sugiriendo que la duración del noviciado «se extendiera dos años o más» en casos de necesidad. La actitud cauta del capítulo de 1835 sobre la comunión frecuente de los novicios, y también frente al hecho de que a los sacerdotes novicios no se les permitiera decir misa, fue considerada posteriormente como reliquia anacrónica del rigor del siglo XVII. La fama de la piedad y ascetismo de las abadías trapenses se mantuvo bien alta durante todo el siglo XIX. Una vida contemplativa estrictamente apartada y protegida de compromisos políticos de dudoso valor; aunque de ninguna forma quedaron inmunes de los ataques anticlericales. Cuando, en 1832, Melleray fue injustamente acusada de simpatizar con el levantamiento legitimista acaudillado por el Duque de Berry, los monjes fueron dispersados durante varios años. Sin embargo, la calamidad se transformó en bendición. En 1832, miembros de la comunidad original de Lulworth establecieron en Irlanda Mount Melleray, y el mismo grupo volvió a Inglaterra, fundando en 1835 Mount Saint Bernard. La Kulturkampf de Bismark en la década de 1870 hizo peligrar las dos fundaciones trapenses en Alemania y, por lo menos temporalmente (1875-1887), los monjes de Mariawald tuvieron que buscar refugio en Holanda. En 1880, una campaña anticlerical amenazó en Francia la existencia de varias abadías y produjo una interrupción de la vida religiosa en Sept-Fons por ocho años. Estas penosas experiencias sirvieron como poderoso incentivo para acelerar el programa de fundaciones en países donde el futuro del monacato parecía ser más seguro. Debido quizás a razones de inestabilidad política y a la vinculación superficial que unía a los trapenses con el Presidente General en Roma, un decreto de 1834 ponía a todas las casas francesas bajo jurisdicción episcopal y, en 1837, Gregorio XVI calificaba los votos hechos en las mismas comunidades como «simples» en lugar de «solemnes». Los monjes, ofendidos, consiguieron no obstante restaurar sus privilegios: en 1868, se volvieron a introducir los votos solemnes, mientras que, en 1892, se reconoció la exención completa.
Selección de José Gálvez Krüger
Fuente: [1]