Diferencia entre revisiones de «Salmo 110: Catequesis de Benedicto XVI»
De Enciclopedia Católica
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Última revisión de 06:14 5 ene 2010
1. Hoy sentimos un fuerte viento. El viento en la Sagrada Escritura es símbolo del Espíritu Santo. Esperamos que el Espíritu Santo nos ilumine ahora en la meditación del Salmo 110 que acabamos de escuchar. En este Salmo se encuentra un himno de alabanza y de acción de gracias al Señor por sus muchos beneficios que hacen referencia a sus atributos y a su obra de salvación: se habla de piedad, de clemencia, de justicia, de fuerza, de verdad, de rectitud, de fidelidad, de alianza, de maravillas memorables, incluso del alimento que ofrece y, al final, de su nombre glorioso, es decir, de su persona. La oración es, por tanto, contemplación del misterio de Dios y de las maravillas que realiza en la historia de la salvación.
2. El Salmo comienza con el verbo de acción de gracias que se eleva no sólo del corazón del orante, sino también de toda la asamblea litúrgica (Cf. versículo 1). El objeto de esta oración, que comprende también el rito de acción de gracias, se expresa con la palabra «obras» (Cf. versículos 2.3.6.7). Indican las intervenciones salvadoras del Señor, manifestación de su «justicia» (Cf. versículo 3), término que en el lenguaje bíblico indica ante todo el amor que genera salvación.
Por tanto, el corazón del Salmo se transforma en un himno a la alianza (Cf. versículos 4-9), a ese lazo íntimo que une a Dios con su pueblo y que comprende una serie de actitudes y de gestos. De este modo dice que es «piadoso y clemente» (Cf. v. 4), siguiendo la estela de la gran proclamación del Sinaí: «Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Éxodo 34, 6).
La piedad es la gracia divina que envuelve y transforma al fiel, mientras que la clemencia se expresa en el original hebreo con un término característico que hace referencia a las «entrañas» maternas del Señor, que son todavía más misericordiosas que las de una madre (Cf. Isaías 49, 15).
3. Este lazo de amor comprende el don fundamental del alimento y, por tanto, el de la vida (Cf. Salmo 110, 5) que, en la interpretación cristiana, se identificará con la Eucaristía, como dice san Jerónimo: «Como alimento nos dio el pan bajado del cielo: si somos dignos, ¡alimentémonos! » («Breviarium in Psalmos», 110: PL XXVI, 1238-1239).
Luego está el don de la tierra, «la heredad de los gentiles» (Salmo 110, 6), que hace alusión al gran acontecimiento del Éxodo, cuando el Señor se revela como el Dios de la liberación. La síntesis central de este canto hay que buscarla, por tanto, en el tema del pacto especial entre el Señor y su pueblo, como afirma lapidariamente el versículo 9: «ratificó para siempre su alianza».
4. El Salmo 110 queda sellado al final por la contemplación del rostro divino, de la persona del Señor, expresada a través de su «nombre» santo y trascendente. Citando después un dicho sapiencial (Cf. Proverbios 1, 7; 9, 10; 15, 33), el salmista invita a todo fiel a cultivar el «temor del Señor» (Salmo 110, 10), inicio de la auténtica sabiduría. Bajo este término no se esconde el miedo y el terror, sino el respeto serio y sincero, que es fruto del amor, la adhesión genuina y operante al Dios liberador. Y, si la primera palabra del canto era la de acción de gracias, la última es de alabanza: como la justicia salvífica del Señor «dura para siempre» (versículo 3), de este modo la gratitud del orante no cesa, resuena en la oración que «dura por siempre» (versículo 10). Resumiendo, el Salmo nos invita al final a descubrir todo lo bueno que el Señor nos da cada día. Nosotros vemos más fácilmente los aspectos negativos de nuestra vida. El Salmo nos invita a ver también lo positivo, los muchos dones que recibimos, y así encontrar la gratitud, pues sólo un corazón agradecido puede celebrar dignamente la liturgia de la acción de gracias, la Eucaristía.
5. Al concluir nuestra reflexión, quisiéramos meditar con la tradición eclesial de los primeros siglos cristianos en el versículo final con su famosa declaración repetida en otros pasajes de la Biblia (Cf. Proverbios 1,7): «Primicia de la sabiduría es el temor del Señor» (Salmo 110,10).
El escritor cristiano Barsanufio de Gaza (activo en la primera mitad del siglo VI) lo comenta así: «¿Acaso el principio de sabiduría no es abstenerse de todo aquello que desagrada a Dios? Y, ¿cómo puede uno abstenerse si no es evitando hacer algo sin haber pedido consejo, o no diciendo lo que no hay que decir, o considerándose a sí mismo loco, tonto, despreciable y que no vale nada?» («Epistolario», 234: «Collana di testi patristici», XCIII, Roma 1991, pp. 265-266).
Juan Cassiano, quien vivió entre los siglos IV y V, prefería precisar, sin embargo, que «hay mucha diferencia entre el amor, al que no le falta nada y es el tesoro de la sabiduría y de la ciencia, y el amor imperfecto, denominado "inicio de la sabiduría"; éste, al tener en cuenta la idea del castigo, queda excluido del corazón de los perfectos para alcanzar la plenitud del amor» («Conferencias a los monjes» --«Conferenze ai monaci»--, 2, 11, 13: «Collana di testi patristici», CLVI, Roma 2000, p. 29). De este modo, en el camino de nuestra vida hacia Cristo, al temor servil que se da al inicio le sustituye un temor perfecto, que es amor, don del Espíritu Santo