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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Jesucristo: ideal del Ser Humano»

De Enciclopedia Católica

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I. Relación entre Cristología y Antropología
 
I. Relación entre Cristología y Antropología
 
Una importante relación en la ciencia teológica es aquella que se da entre Cristología y Antropología. Es una relación que ha ocupado a más de un teólogo . Se trata de una relación fecunda, complementaria y diría necesaria desde el punto de vista del hombre.
 
Una importante relación en la ciencia teológica es aquella que se da entre Cristología y Antropología. Es una relación que ha ocupado a más de un teólogo . Se trata de una relación fecunda, complementaria y diría necesaria desde el punto de vista del hombre.

Revisión de 22:36 1 abr 2012

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En esta presentación de la obra de Josef Ratzinger (Papa Benedicto XVI), "Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección" , se quiere abordar hoy un tema que saca a la luz uno de los hilos conductores de la obra: mostrar a Cristo como modelo del ser humano. Pero no como un modelo más, elegible o rechazable, sino como el ideal del ser humano. De alguna manera esta perspectiva está presente en los dos volúmenes de la obra del papa teólogo sobre Jesús de Nazaret. Se presentará en esta conferencia, sin pretensión de ser exhaustivos, algunas ideas sobre la relación entre cristología y antropología; el fundamento bíblico para considerar a Jesucristo ideal del ser humano; y se esbozará este carácter ideal de Jesús para el ser humano a partir, sobre todo, de dos escenas de la Pasión del Señor: la Última Cena y el proceso ante Pilato. La muerte en cruz y la resurrección, eventos fundamentales de revelación del ser de Jesucristo no se tocarán pues son parte de comunicaciones posteriores en este evento.

I. Relación entre Cristología y Antropología Una importante relación en la ciencia teológica es aquella que se da entre Cristología y Antropología. Es una relación que ha ocupado a más de un teólogo . Se trata de una relación fecunda, complementaria y diría necesaria desde el punto de vista del hombre. El Concilio Vaticano II indica, de alguna manera, la necesidad de esta relación cuando afirma en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual que «sólo a la luz del Verbo encarnado se esclarece el misterio del hombre» (GS 22). Y es ciertamente importante afirmar esta fecunda relación entre Cristología y Antropología pues Cristo es la medida de las posibilidades humanas, la medida del hombre en su plenitud. ¿Qué puede alcanzar el ser humano? ¿Hasta dónde puede llegar? ¿Qué es lo más grande que puede lograr? Son preguntas que sólo pueden hallar respuesta desde el misterio del Verbo encarnado, del Hijo de Dios que se hizo hombre para enseñar a los hombres el camino de la verdadera humanidad. Lo que hasta aquí se ha afirmado no es una opinión antojadiza de quien esto escribe ni una moda de algún teólogo que camina al compás de los tiempos. Que Cristo esclarece la auténtica comprensión del hombre es, como se ha señalado, doctrina del Magisterio, expresada en un Concilio y esto porque se trata de una doctrina con base en la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, auténticos canales de transmisión de la Revelación. En esta presentación se intenta abordar un tema específico de la relación entre cristología y antropología, esto es, se quiere proponer a Jesucristo como ideal del ser humano a la luz del último libro de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección. Hay que tener en cuenta entonces, ante todo, lo que pretende dicha obra. Queda claro en ella que no es una vida de Jesús, ni tampoco una cristología. El papa teólogo nos dice que es una presentación de la figura y mensaje de Jesús, el resultado de la búsqueda del Jesús real más que del «Jesús histórico», «demasiado insignificante en su contenido para ejercer una gran eficacia histórica» . El gran teólogo convertido en papa escribe: «He tratado de desarrollar una mirada al Jesús de los Evangelios, un escucharle a Él que pudiera convertirse en un encuentro; pero también, en la escucha en comunión con los discípulos de Jesús de todos los tiempos, llegar a la certeza de la figura realmente histórica de Jesús» . Y continúa: «espero sin embargo, que haya podido acercarme a la figura de Nuestro Señor de una manera que puede ser útil a todos los lectores que desean encontrarse con Jesús y creerle» . Llegados a este punto, y a propósito de lo citado acerca del encontrarse con Jesús y creerle, parece conveniente acoger una idea crucial que emerge de la lectura de la obra de la cual se viene tratando. La cristología consiste en el encuentro de Cristo con el hombre que busca profundizar su fe, la cristología se hace conocimiento sapiencial, conocimiento orientado a la existencia. Y el encuentro con Cristo no es sólo el encuentro de una inteligencia con el objeto que se estudia, sino más bien, el encuentro de toda la persona humana con Aquel al cual se adhiere, encuentro en el cual la orientación de todo el destino humano se implica. Lo que se busca en esta presentación es que, desde el encuentro con Cristo que la cristología debe propiciar, se descubra que Jesucristo es el ideal del ser humano. Como se ha señalado, el tema es de algún modo sugerido por el Concilio Vaticano II. Se lee en el texto conciliar: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona. El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» .

Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre, lo que significa que la plenitud del ser humano, sus mejores posibilidades, sólo se conocen verdadera y plenamente desde Cristo. Todo otro conocimiento del hombre es parcial, reductivo e insuficiente. Sólo desde Cristo se puede conocer todo lo que el hombre puede ser, lo que puede lograr y puede alcanzar; se trata de algo que va mucho más allá de cualquier realización concreta que no sea la existencia histórica de Jesús de Nazaret. Desde Jesús de Nazaret se entiende la vocación del hombre, la misma que es vocación divina y se concretiza en la propia existencia. Jesucristo revela plenamente el ser del hombre pues Él es el hombre perfecto, quien ha devuelto a la humanidad la semejanza divina perdida por el pecado original. El Concilio invita también, en el texto citado, a descubrir la grandeza de la Encarnación como elevación de la naturaleza humana a una dignidad sin igual, pues mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, a todo hombre. El texto conciliar es de una especial profundidad y fija la medida cierta de toda antropología teológica. Esta idea presente en el Concilio, sin duda alguna está presente como certeza previa y hasta como clave de lectura de la vida de Jesucristo, Nuestro Señor, en el libro del papa Benedicto XVI. Es bueno recordar que Joseph Ratzinger fue perito conciliar, que está sólidamente comprometido con la teología del Concilio Vaticano y por eso no ha de extrañar que de la lectura de su obra, en ambos volúmenes, Jesucristo sea propuesto como ideal del ser humano. Este carácter ejemplar o ideal de Jesucristo en relación con el hombre es como un tema transversal en la obra Jesús de Nazaret. En esta presentación sólo serán abordados algunos aspectos del segundo volumen. La idea de Cristo como ideal, modelo o ejemplar del ser humano, que propicia la relación entre Cristología y Antropología, tiene profundas raíces bíblicas que es bueno recordar. Sin la más mínima pretensión de exhaustividad se sugieren tan sólo ciertos textos que apoyan la idea desarrollada por Gaudium et spes. Desde la protología hay que considerar que el ser humano ha sido creado a imagen de Cristo y en él ha sido predestinado (Ef 1, 3-10) escatológicamente. En la literatura paulina se presenta con claridad que el ser humano es llamado a la configuración con Cristo (Rom 8, 29; 1 Cor 15, 49). Y si el hombre es llamado a la configuración con Cristo, de ello se sigue que sólo se puede contemplar la perfección de la humanidad gracias a la encarnación (Rom 8, 3). Esta visión del hombre que llega su perfección en Cristo se apoya en el pensamiento de san Pablo, quien en su doctrina presenta a Cristo, Nuevo Adán, dando una nueva dimensión al ser humano, revelando el misterio escondido (Ef 3, 8-9; 1, 3-10; Rom 16, 25-26). Y esto es importante para la antropología cristiana, explicada por el Apóstol, que tiene en cuenta la realidad de la oposición del hombre a Dios. Desde el inicio, en Adán, el hombre se opuso a los designios divinos (Gén 3). El hombre que Adán personifica, opuesto a los designios divinos, es aquél al que san Pablo denomina hombre viejo. En oposición a éste, Cristo es Novedad (Rom 6, 6; 2 Cor 5, 17; Ef 4, 22). Cristo en persona es sabiduría, justicia, santificación, redención (1 Cor 1, 30). Él trae la salvación al ser humano, pues en Él está la plenitud de la divinidad, plenitud de la que todos hemos recibido (Col 1, 9-10), gracias a la Encarnación del Hijo de Dios (Jn 1, 16). Acogiendo la doctrina de san Pablo, los Padres de la Iglesia tienen la seria convicción que solamente si Cristo se hace realmente lo que nosotros somos, podemos llegar a ser lo que él es . Se trata de la doctrina del admirable intercambio que encuentra su mejor expresión en san Ireneo. Por tanto, hablar de Jesucristo como ideal del ser humano, no es un tema desarraigado de la tradición bíblico-patrística, por el contrario, es una verdad fuertemente anclada en la Escritura y en la Tradición eclesial.

II. El carácter paradigmático de Jesucristo para el hombre en la obra de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI

De la lectura de la obra Jesús de Nazaret de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI emerge la convicción del carácter paradigmático de Jesús en relación con el hombre, aflora la verdad de Jesucristo como ideal del ser humano. Ya en la primera parte, y también en la segunda que ahora se presenta, hay alusiones al carácter ejemplar de Nuestro Señor Jesucristo para quien cree en Él. Esto se desprende del fin de la obra. El papa escribe: «He tratado de desarrollar una mirada al Jesús de los Evangelios, un escucharle a Él que pudiera convertirse en un encuentro (…) Espero sin embargo, que haya podido acercarme a la figura de Nuestro Señor de una manera que puede ser útil a todos los lectores que desean encontrarse con Jesús y creerle» . Y es claro que ese creer se hace seguimiento de Alguien a quien se ve como ideal de humanidad. Benedicto XVI desea presentar al Jesús real para que el lector pueda hacerse discípulo. Y si esto lo ha hecho ya en la primera parte de la obra, adquiere en esta segunda parte mayor relevancia, pues en esta parte «se encuentran las palabras y los acontecimientos decisivos de la vida de Jesús» . De allí que lo que en esta parte se puede extraer como consideración del valor paradigmático de la existencia de Jesús para el ser humano tiene una especial relevancia. Así, en esta presentación se intentará mostrar a Jesús como ideal del ser humano en los momentos decisivos y finales de su vida, principalmente en su pasión, pero contemplando todo en la perspectiva que ofrece la resurrección gloriosa. Pero antes de ir adelante conviene preguntarse: ¿es posible alcanzar el ideal que Jesús propone? ¿Vale la pena mirar a Jesús como ideal? ¿Tener a Jesús como ideal no es un asunto prometeico que sólo puede llevar a una experiencia de frustración? Es oportuno entonces recordar el sentido del bautismo para el cristiano. El bautismo inaugura la posibilidad de alcanzar el ideal, el estilo de vida del Señor. Sin el bautismo la vida cristiana no existe, pero el bautismo la posibilita. El bautismo no es sólo el inicio temporal de una existencia cristiana sino la condición de posibilidad de la misma; es la posibilidad de que la existencia cristiana se despliegue llegando a su culmen: la transformación en Cristo, la vida según el ideal que es Cristo. Por el bautismo «el hombre queda inmerso en Cristo de una vez por todas y recibe su nueva identidad del ser en Cristo. Este proceso fundamental, mediante el cual no nos hacemos cristianos por nosotros mismos, sino que nos convertimos en cristianos gracias a la acción del Señor en su Iglesia, es irrepetible» . Por acción del Señor se hace posible alcanzar el ideal que el mismo Jesús propone con su existencia terrena. a) Vivir según el modelo de Jesús: vigilancia e infancia espiritual Llegando a este punto conviene preguntarse por qué puede ser importante vivir según el modelo ofrecido por Jesús. La respuesta la podemos hallar desde dos perspectivas distintas. Puede darse una respuesta a la pregunta señalada desde una perspectiva protológica, insinuada cuando se ha ofrecido una breve fundamentación bíblica del tema. De la literatura paulina, sobre todo, se recaba la certeza que el hombre ha sido creado en Cristo, según la imagen de Cristo y para reproducir la imagen del Hijo. Por eso el ser humano ha de encontrar su ideal en Jesucristo, de allí que el Verbo encarnado sea modelo de humanidad y de humanización. En virtud de su origen el hombre puede mirar a Cristo, Verbo encarnado, como su ideal. En perspectiva escatológica, contemplando el fin último del hombre dispuesto por Dios, es también posible mirar a Jesucristo como ideal del ser humano. Mirando en perspectiva, hacia el futuro escatológico, el papa invita a la vigilancia. Y en este sentido escribe: «Por otro lado, vigilancia significa sobre todo apertura al bien, a la verdad, a Dios, en medio de un mundo a menudo inexplicable y acosado por el poder del mal. Significa que el hombre busque con todas las fuerzas y con gran sobriedad hacer lo que es justo, no viviendo según sus propios deseos, sino según la orientación de la fe. Todo eso está explicado en las parábolas escatológicas de Jesús, particularmente en la del siervo vigilante (cf. Lc 12, 42-48) y, de otra manera, en la de las vírgenes necias y las vírgenes prudentes (cf. Mt 25, 1-13)» .

Hacer lo que es justo, no vivir según los propios deseos, vivir según la orientación de la fe, son actitudes que se pueden aprender en la contemplación de la existencia de Jesús de Nazaret, ideal del ser humano. La vigilancia que brota de la contemplación y seguimiento de Jesús «no es un salir del presente, un especular sobre el futuro, un olvidar el cometido actual; muy al contrario, vigilancia significa hacer aquí y ahora lo que es justo, tal como se debería obrar ante los ojos de Dios» . En tal sentido «la verdadera vigilancia es practicar la justicia (…) Ser vigilante significa saberse ante la mirada de Dios y obrar como suele hacerse ante sus ojos» . La vigilancia es una actitud cristiana que invita a vivir de modo adecuado, según el estilo de Cristo Jesús, ayuda a vivir de modo justo, realizando en la existencia concreta el proyecto para el cual Dios ha creado al ser humano. La vigilancia supone un atento discernimiento que permita vivir como quiere el Señor. De alguna manera vivir de modo vigilante es vivir dependiendo de Dios, hacerse pequeño, como niño, tema muy querido al Señor. Al respecto, llama poderosamente la atención que al comentar la entrada de Jesús en Jerusalén –primer episodio de la vida del Señor del que la obra de papa Ratzinger se ocupa–se detenga el papa en considerar a los niños hebreos que rinden homenaje a Jesús. Benedicto XVI indica que para Jesús los niños son «el ejemplo de ese ser pequeño ante Dios que es necesario para poder pasar por el “ojo de una aguja”». Pero más importante es aún la identificación entre Jesús y los niños que el papa sugiere. Leemos en la obra: «Jesús se identifica con el niño, Él mismo se ha hecho pequeño. Como Hijo, no hace nada por sí mismo, sino que actúa totalmente a partir del Padre y de cara a Él» . Hacerse pequeño es una condición esencial de la vida cristiana, más aún, la vivencia auténtica de la fe lleva a hacerse pequeño, y ese ser pequeño en la fe «reconduce al hombre a su verdad» . Hacerse pequeño, como niño, es un valor del ideal humano que Jesús vivió. Ser hombre en verdad se logra cuando el ser humano concreto se hace pequeño al modo de Jesús; y es que el hacerse pequeño del Señor muestra el ideal del ser humano, y lo más importante es que el Señor incorpora a los suyos en esta dinámica de vida verdadera. Cuando el hombre va al encuentro de Jesús como peregrino experimenta al mismo tiempo que «Él sale a nuestro encuentro y nos incorpora a su “subida” hacia la cruz y la resurrección, hacia la Jerusalén definitiva que, en la comunión con su Cuerpo, ya se está desarrollando en medio de este mundo» . Y esta subida con Cristo sólo es posible para quien es capaz de vivir desde el Padre y de cara al Padre; para quien es capaz de dejarse hacer, de dejarse plasmar; para quien se hace como niño, para el que vive como Jesús. El bautismo –ya se ha recordado–, inserta en la vida de hijos de Dios, hace hijos en el Hijo y supone compartir la experiencia del Hijo amado. El hombre es auténtico cuando aprende a vivir como Jesús, no para sí sino para el Padre y por el Padre para los demás. Cuando el hombre logra este ideal vital puede exclamar como san Pablo: «Ya no vivo yo, sino Cristo que vive en mí» (Gál 2, 20) y éste ha de ser el ideal de todo hombre cristiano. b) Conocer a Jesús Si Jesús es ideal del ser humano se hace imperioso conocerle, sólo así se puede aprender la vida plena y auténtica. Es preciso tomar conciencia de que ese conocimiento es encuentro, y el encuentro propicia el seguimiento. Es la propuesta del libro de J. Ratzinger/Benedicto XVI. En su bello comentario al pedido que unos griegos hacen al apóstol Felipe: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21), el papa señala que la respuesta es misteriosa, casi enigmática: «Ha llegado la hora en que sea glorificado el Hijo de hombre. En verdad os digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 23s). Esta respuesta lleva una gran enseñanza para el conocimiento de Jesús. La respuesta citada deja claro que «lo que cuenta no es un encuentro inmediato y externo entre Jesús y los griegos. Habrá otro encuentro que irá mucho más al fondo. Sí, los griegos lo “verán”: irá a ellos a través de la cruz. Irá como grano de trigo muerto y dará fruto para ellos. Ellos verán su “gloria”: encontrarán en el Jesús crucificado al verdadero Dios que estaban buscando en sus mitos y su filosofía» . La señal de Jesús que permite conocerle es la cruz y la resurrección. «La cruz y la resurrección lo legitiman como Aquel que establece el culto verdadero» , culto verdadero que es la glorificación de Dios y la santificación del ser humano, pues la gloria de Dios es la vida del hombre. Y esa gloria divina resplandece en la cruz de Jesús. La cruz es la «hora» de Jesús, la de su glorificación. La hora en que se revela como Dios y en la que aparece la grandeza de la verdadera humanidad. El ser humano que quiere encontrar a Jesús, el que quiere conocerle, quien quiere descubrir su misterio para vivir según el ideal que él propone, ha de encontrarle en la cruz. Allí se le contempla, allí se le encuentra, allí se encuentra el verdadero ideal del ser humano. Por eso es importante encontrar en los episodios que constituyen la trama de la pasión muerte y resurrección de Jesús el ideal de ser humano que Jesús encarna y que propone a los hombres de todos los tiempos. Es en la pasión y muerte de Jesús, sobre todo, donde encontramos el ideal de humanidad que el Verbo encarnado propone con su existencia concreta, pues en el desenlace de su vida hay una síntesis de todo lo que fue su existencia terrena.

c) El mensaje de la Última Cena: el hombre se purifica por el amor La Última Cena de Jesús con sus discípulos tiene un profundo significado de Revelación. Es, sin duda, uno de los momentos de la vida de Jesucristo con mayor densidad de revelación. Escribe el papa Benedicto: «Con la Última Cena ha llegado la “hora” de Jesús, hacia la que se había encaminado desde el principio con todas sus obras. Lo esencial de esta hora queda perfilado por Juan con dos palabras fundamentales: es la hora del “paso” (metabaínein - metábasis); es la hora del amor (agápe) “hasta el extremo”» . La «hora» es el momento de la gran revelación, de la revelación de su divinidad y de su humanidad, la revelación de Dios que ama y de las posibilidades mejores del amor humano. Por eso, la imagen de Jesucristo que emerge de su «hora» es paradigmática para el ser humano. En el contexto de la Última Cena tuvo lugar un episodio de singular importancia para entender el ser de Jesucristo y mirarle como ideal de ser humano: el lavatorio de los pies. Comentando el hecho J. Ratzinger afirma: «con un acto simbólico, Jesús aclara el conjunto de su servicio salvífico» . Todo lo que Jesús realizó para los hombres queda de alguna manera condensado en el lavatorio de los pies. Dicho gesto no carece de significado, todo lo contrario, es uno de los gestos más expresivos y elocuentes de la vida del Señor porque nos conduce al núcleo de su ser y de su obrar. Al explicar el gesto se lee en Jesús de Nazaret II: «El gesto de lavar los pies expresa precisamente esto: el amor servicial de Jesús es lo que nos saca de nuestra soberbia y nos hace capaces de Dios, nos hace “puros”» . Y esto es de importancia capital pues para poder comparecer ante Dios, para entrar en comunión con Él, el hombre ha de ser «puro». Aparece así un elemento del ideal de hombre que Jesús, en su existencia, propone: la pureza. Y entonces aflora insoslayablemente la pregunta: ¿Cómo se hace puro el corazón? Y a la pregunta responde el texto ratzingeriano: «La fe purifica el corazón. Y la fe se debe a que Dios sale al encuentro del hombre. No es simplemente una decisión autónoma de los hombres. Nace porque las personas son tocadas interiormente por el Espíritu de Dios, que abre su corazón y lo purifica» . La purificación del corazón supone la fe y ésta supone una acción de Dios en el ser humano. El ideal de pureza propuesto por Jesús no es realizable sólo con las fuerzas humanas, es preciso que Dios obre en el hombre que libremente acepta esa acción divina para que se dé la purificación del corazón. La importancia de esta libre aceptación de la acción divina se muestra en la acogida de la Palabra de Dios. «“Vosotros ya estáis limpios por las palabras que os he hablado”…Su palabra es lo que penetra en ellos, transforma su pensamiento y su voluntad, su “corazón”, y lo abre de tal modo que se convierte en un corazón que ve», escribe el Papa . Jesús, la Palabra encarnada; Jesucristo, que es la verdad en persona, purifica al hombre. De allí la urgencia y necesidad del encuentro con Cristo que es la Verdad. Y es que el hombre ha de estar inmerso en la verdad para ser liberado de la suciedad que lo separa de Dios. Esa suciedad es la falta de amor. Es en el amor que el hombre se purifica. Y el testigo y transmisor de ese amor es Jesucristo. Por eso escribe el papa Benedicto XVI: «El lavatorio que nos purifica es el amor de Jesús, el amor que llega hasta la muerte. La palabra de Jesús no es solamente palabra, sino Él mismo. Y su palabra es la verdad y es el amor» . La purificación del corazón permite vivir en el amor, y es que sólo el amor verdadero purifica al ser humano. En el proceso de purificación del ser humano surge entonces con fuerza el mandamiento nuevo de Jesús. El mandamiento nuevo es la nueva Ley, el nuevo precepto que permite al hombre ser plenamente humano. En el lavatorio de los pies hay una diáfana exhortación a hacer lo que Él hizo. No se trata de una simple norma moral, «es una consecuencia intrínseca del don con el cual el Señor nos convierte en hombres nuevos y nos acoge en lo suyo» . El Señor purifica al ser humano, le hace hombre nuevo mediante el amor. En consecuencia, el hombre renovado, ha de vivir de ese amor que le ha purificado, asumiendo un estilo de vida cifrado en el amor. El contacto con Jesús crea en el discípulo el hábito amoroso. En la obra de J. Ratzinger/Benedicto XVI se lee: «Sólo si nos dejamos lavar una y otra vez, si nos dejamos “purificar” por el Señor mismo, podemos aprender a hacer, junto con Él, lo que Él ha hecho» . Es preciso el contacto vivo con Jesús que va transformando al discípulo. Pero no se trata de un contacto superficial, epidérmico. No es suficiente un conocimiento intelectual ni una unión emocional. El contacto purificador con Jesucristo supone la inserción del yo del ser humano en el del Señor, es eso lo que verdaderamente cuenta. De allí que «el “mandamiento nuevo” no es simplemente una exigencia nueva y superior. Está unido a la novedad de Jesucristo, al sumergirse progresivamente en Él» (p. 82-83). Sólo en la identificación plena con el ideal del ser humano, con Cristo Maestro, el ser humano concreto puede vivir el mandamiento del amor, y la vivencia del mandamiento nuevo será el signo inequívoco del proceso de sumergirse en Cristo. Sólo desde el sumergirse en Cristo, el cristiano ama junto con Cristo, como Cristo, en Cristo, y sólo allí se asoma el verdadero ideal del ser humano, el ser humano ideal. La novedad del mandamiento nuevo del amor viene de que éste puede ser vivido sólo desde la comunión con Cristo e inserta en un nuevo estilo de vida, permitiendo un proceso de transformación humana por el cual de sale de los límites de la condición humana destinada a la muerte, se supera la separación propia que produce la condición humana para vivir en una alteridad que no se puede sobrepasar; se posibilita el amor hasta el extremo que permite salir de las barreras de la individualidad e introduce en la esfera del amor divino. Pero todo esto no es un proceso mágico. El proceso de configuración al Señor, de sumergirse en Él supone la decisión libre del ser humano. El ser humano, frágil y limitado, puede abrirse al amor y hacerse fuerte y vivir en dimensión de eternidad, de vida verdadera y plena. O puede también cerrarse al amor y llevar una existencia que le conduce a la negación de su ser, a la muerte. El papa Ratzinger nos muestra dos personajes que intervienen en la Pasión del Señor y que son ejemplo de acogida o rechazo, respectivamente, del amor. Un primer personaje es Judas, expresión clara de la negación del proyecto divino; símbolo de la negación de la vida por la cerrazón al amor del Señor. En la experiencia de Judas queda claro que «quien rompe la amistad con Jesús, quien se sacude de encima su “yugo ligero”, no alcanza la libertad, no se hace libre, sino que, por el contrario, se convierte en esclavo de otros poderes; o más bien: el hecho de que traicione esta amistad proviene ya de la intervención de otro poder, al que ha abierto sus puertas» (p. 87). En Judas entró el poder del mal, el poder del maligno que se enseñorea en la existencia humana allí donde se rechaza el amor de Dios. Quien rechaza a Dios queda desguarnecido, expuesto al poder del mal, o mejor aún, si rechaza a Dios es porque ya comenzó a transar con el poder del mal. Con todo, quedó algo de luz en Judas, hubo en él un primer arrepentimiento que muestra que la luz que, desde Jesús se había proyectado en él, aún ardía. Por eso trató de salvar a Jesús y devolver el dinero (Mt 27, 3ss). Pero ese arrepentimiento no prosperó. Judas se vio inmerso en una segunda tragedia: luego de la traición, la desesperación. Escribe al respecto el papa: «un arrepentimiento que ya no es capaz de esperar, sino que ve únicamente la propia oscuridad, es destructivo y no es un verdadero arrepentimiento. La certeza de la esperanza forma parte del verdadero arrepentimiento, una certeza que nace de la fe en que la Luz tiene mayor poder y se ha hecho carne en Jesús» . Judas rechazó la Luz y se adentró en la noche que aniquila, destruye y quita la vida. Todo porque se cerró al amor de Jesús. Pero en el contexto de la Pasión del Señor existe otra experiencia que abre a la esperanza. Es la experiencia de Pedro que demuestra la posibilidad de la caída, a causa de la debilidad del ser humano, que permite contar con la posibilidad de la caída y la confianza en la misericordia divina. En Pedro hay caída, pero no deserción. Por eso, a pesar de su caída, puede ser rescatado por la conversión. Pedro, movido por el orgullo que atenaza frecuentemente al ser humano, no acepta el camino de la humillación que el Maestro emprende. Su expresión «no me lavarás los pies jamás» (Jn 13, 8), es el rechazo a la actitud de humildad que vive el Señor. La humildad del Señor le parece inadmisible, no responde a sus inclinaciones humanas no morigeradas. Sin embargo, Pedro no es un ser movido por la maldad, más bien tiene intenciones generosas, lo cual queda claro cuando dice a Jesús: «Daré mi vida por ti» (Jn 13, 37). Pero es importante atender a una precisión que se lee en la obra de J. Ratzinger: «El martirio tampoco es un acto heroico, sino un don gratuito de la disponibilidad para sufrir por Jesús. (Pedro) Tiene que olvidarse de la heroicidad de sus propias acciones y aprender la humildad del discípulo» . El afán heroico de Pedro no llegó a ser experiencia martirial porque el martirio es don de Dios y no simple opción humana independiente del don divino. Todo el anunciado heroísmo de Pedro se derrumbó por una mezquina forma de táctica. «Para lograr un puesto cercano al fuego en el patio del palacio del sumo sacerdote, y obtener posiblemente información de las últimas novedades sobre lo que ocurría con Jesús dice que no lo conoce» . Pedro tiene que hacerse verdaderamente discípulo de Jesús. «Tiene que aprender la espera, la perseverancia. Tiene que aprender el camino del seguimiento, para ser llevado después, a su hora, donde él no quiere (cf. Jn 21, 18), y recibir la gracia del martirio» . Para alcanzar el ideal del ser humano y vivir como Jesús y en Jesús hay que hacer un importante aprendizaje, es preciso «no prescribir a Dios lo que Dios tiene que hacer, sino aprender a aceptarlo tal como Él mismo se nos manifiesta; no querer ponerse a la altura de Dios, sino dejarse plasmar poco a poco, en la humildad del servicio, según la verdadera imagen de Dios» . Se aprende a aceptar a Dios en la humildad del servicio que sólo se entiende y puede vivirse desde el amor de Jesús que se acoge. Sólo sumergiéndose en el amor de Jesús es posible vivir la humildad que permite que Dios plasme y oriente la vida. Judas y Pedro revelan las dos posibilidades del hombre ante el amor de Jesucristo. Acogida o rechazo. Entrada en la noche destructora o apertura al don de la conversión y del vivir para Cristo. La opción está determinada por la libertad para acoger el amor de Jesús y entrar en comunión con él desde la humildad que se deja plasmar por el Señor. Judas es la negación abierta del proyecto divino. Pedro con su experiencia nos ayuda a descubrir que «Jesús no llama a quienes ya se han liberado del pecado con sus propias fuerzas y que por esta razón consideran que no tienen necesidad de Él sino que llama a quienes se reconocen pecadores y que, por tanto, tienen necesidad de Él» . En definitiva, en la Última Cena llega la hora de Jesús y comienza a mostrarse con claridad la novedad del amor que Él ofrece a los hombres para realizar el ideal de humanidad. Al «salir de este mundo» Jesús realiza una nueva creación, una nueva humanidad. Se trata de un proceso del amor, que se muestra en el descenso por amor a la criatura, «revelando en el descender lo que es propio de Dios». El descenso tenía la finalidad de aceptar y acoger la humanidad, y en el retorno Jesús no se despoja de la humanidad. Jesús no abandona la carne sino atrae a todos hacia sí, genera la gran familia de Dios, atrae «los suyos» hacia sí y nace la nueva humanidad que vive en y desde el amor de Jesús. d) La escena del proceso a Jesús: Ecce homo: Benedicto XVI hace en Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, una interesante presentación e interpretación del proceso seguido a Jesús, particularmente se presentará el proceso ante la autoridad romana, y esto porque el proceso de Jesús ante la autoridad romana es un episodio de importancia para comprender la humanidad verdadera del Señor y el ideal de hombre que Jesucristo, Nuestro Señor propone como expresión del designio divino sobre el ser humano. Jesús es llevado ante Pilato por «los judíos», expresión que designa a la aristocracia religiosa (p. 217-221). En el diálogo con Pilato, éste queda convencido que en Jesús no hay culpa alguna. En palabras del papa: «Jesús debe haberle parecido un visionario religioso, que tal vez transgredía el ordenamiento judío sobre el derecho y la fe, pero eso no le interesaba» (p. 222). La persona y la conducta de Jesús no eran, de suyo, una amenaza real para la tranquilidad de la ciudad, no debían ser motivo de preocupación para Pilato. Sin embargo, ante la presión de la aristocracia judía, Pilato desarrolla un proceso contra Jesús que permite un diálogo de la autoridad romana con el Señor. En ese diálogo aflorará el tema de la realeza de Jesús (Jn 18, 36-37). En el diálogo con Pilato Jesús acepta ser rey. Y al respecto escribe J. Ratzinger: «Esta ‘confesión’ de Jesús pone a Pilato ante una situación extraña: el acusado reivindica realeza y reino (basileia). Pero hace hincapié en la total diversidad de esta realeza, y esto con una observación concreta que para el juez romano debería ser decisiva: nadie combate por este reinado. Si el poder, y precisamente el poder militar, es característico de la realeza y del reinado, nada de esto se encuentra en Jesús. Por eso tampoco hay una amenaza para el ordenamiento romano. Este reino no es violento. No dispone de una legión» . En Pilato sólo puede existir desconcierto, incertidumbre, perplejidad frente a la declarada realeza de Jesús y la imagen del Señor reducido a ser un reo solitario. Va a aparecer así un concepto nuevo de realeza y de reino. Jesús es un rey por quien nadie combate, nadie lucha, nadie sale a su favor. Entonces ¿es realeza o ensueño? Ciertamente no es ensueño. Jesús va a mostrar otro reino, un reino que no es de este mundo. La esencia y el carácter de su reinado es la verdad. Con Jesús queda claro que su reinado no es mundano sino divino. Y en ese contexto aflorará una gran verdad: «El hombre se hace verdadero, se convierte en sí mismo, si llega a ser conforme a Dios. Entonces alcanza su verdadera naturaleza. Dios es la realidad que le da el ser y el sentido. “Dar testimonio de la verdad” significa dar valor a Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus poderes. Dios es la medida del ser. (…)dar testimonio de la verdad significa hacer legible la creación y accesible su verdad a partir de Dios, de la Razón creadora, para que dicha verdad pueda ser la medida y el criterio de orientación en el mundo del hombre» . En el diálogo de Jesús con Pilato se va perfilando una gran revelación: Sólo en Jesucristo aparece la Verdad del hombre, el ideal del ser humano, y ésto porque Jesucristo es la Verdad. La invitación seria que Jesucristo hace a los seres humanos es a vivir en la verdad, a realizar la verdad, a ser lo que se ha de ser. Y esto es profundamente importante, pues «Sin la verdad el hombre pierde en definitiva el sentido de su vida para dejar el campo libre a los más fuertes. “Redención”, en el pleno sentido de la palabra, sólo puede consistir en que la verdad sea reconocible. Y llega a ser reconocible si Dios es reconocible. Él se da a conocer en Jesucristo. En Cristo, ha entrado en el mundo y, con ello, ha plantado el criterio de la verdad en medio de la historia» . La verdad se alcanza sólo cuando Dios es reconocido, y a Dios se le conoce plenamente en este mundo sólo mediante Cristo, el rostro humano de Dios. Por eso Cristo es la Verdad, afirmación profunda que no se refiere tanto al campo conceptual sino al existencial. Cristo es la Verdad que el hombre debe realizar, es el ideal del ser humano, la luz bajo la cual el hombre debe mirarse, la única clave hermenéutica válida para comprender al ser humano. Cristo es la Verdad aunque a veces esta única Verdad quiera ser silenciada, desoída, ocultada. Cristo es la Verdad aunque aparentemente no tenga fuerza, sea débil. Cristo será crucificado, «pero precisamente así, en la falta total de poder, Él es poderoso, y sólo así la verdad se convierte siempre de nuevo en poder» . La realeza de Jesús es el reinado de la verdad, y esa verdad es la que libera al hombre y le descubre su profundo sentido. Conviene atender a lo que escribe Benedicto XVI: «El centro del mensaje hasta la cruz –hasta la inscripción en la cruz – es el Reino de Dios, la nueva realeza que Jesús representa. La raíz de esto, sin embargo, es la verdad. La realeza anunciada por Jesús en las parábolas y, finalmente, de manera completamente abierta ante el juez terreno, es precisamente el reinado de la verdad. Lo que importa es el establecimiento de este reinado como verdadera liberación del hombre» . En el proceso de Jesús ante Pilato se va a esclarecer la verdad del hombre a la luz de Cristo. Se va a producir un evento de revelación que ha de ser acogido desde la más pura fe cristológica. Se trata de un proceso que se desarrolla en tres actos significativos, descritos y comentados en la obra de J.Ratzinger/Benedicto XVI. El primer acto es la presentación que Pilato hace de Jesús como candidato a la amnistía pascual, buscando así liberarlo. Barrabás –recuerda el papa– era un «terrorista» o «combatiente de resistencia», una especie de figura mesiánica, alguien que quería mejorar la situación a través de la violencia que consigue el poder. La escena va más allá de una simple presentación de dos candidatos a la amnistía, es más que la presentación de dos acusados de sublevarse contra la Pax romana. En el fondo se está ante dos tipos de soluciones a problemas humanos. Explica el papa: «La humanidad se encontrará siempre frente a esta alternativa: decir “sí” a ese Dios que actúa sólo con el poder de la verdad y el amor o contar con algo concreto, algo que esté al alcance de la mano, con la violencia» . El segundo acto es la flagelación, un castigo extremadamente bárbaro. Es posible pensar que Pilato manda que Jesús sea azotado para calmar la ira de los enemigos del Señor y permitir que, al verlo exhausto, sin posibilidad de reacción, dejasen que Pilato le liberase . El tercer acto es la coronación de espinas, un acto de humillación y escarnio realizado por los soldados. Con ese aspecto ridículo, con corona de espinas, un manto púrpura, y un cetro de caña, Jesús sangrante y reducido en sus fuerzas por la bárbara flagelación es presentado por Pilato a la gente reunida. «Probablemente el juez romano está conmocionado por la figura llena de burlas y heridas de este acusado misterioso. Y cuenta con la compasión de quienes lo ven», escribe el papa . Pilato hace entonces la presentación. « Ecce Homo» (Jn 19, 5). Es posible pensar que Pilato dijo ese «he aquí al hombre» en un sentido irónico de miren al hombre; o ¿es éste un hombre?, queriendo suscitar así la compasión del pueblo y las autoridades judías frente a un hombre debilitado, escarnecido, en definitiva, inofensivo, no peligroso. Pero tal vez, en los designios divinos, la expresión de Pilato encierre mucho más. «”Ecce homo”: esta palabra adquiere espontáneamente una profundidad que va más allá de aquel momento. En Jesús aparece lo que es propiamente el hombre. En él se manifiesta la miseria de todos los golpeados y abatidos. En su miseria se refleja la inhumanidad del poder humano, que aplasta de esta manera al impotente. En él se refleja lo que llamamos “pecado”: en lo que se convierte el hombre cuando da la espalda a Dios y toma en sus manos por cuenta propia el gobierno del mundo» . El papa afirma con decisión «En Jesús aparece lo que es propiamente el hombre». ¿Cómo aparece en Jesús este ser del hombre? Y entonces conviene leer nuevamente lo que el papa escribe a continuación: «Pero también es cierto el otro aspecto: a Jesús no se le puede quitar su íntima dignidad. En Él sigue presente el Dios oculto. También el hombre maltratado y humillado continúa siendo imagen de Dios. Desde que Jesús se ha dejado azotar, los golpeados y heridos son precisamente imagen del Dios que ha querido sufrir por nosotros. Así, en medio de su pasión, Jesús es imagen de esperanza: Dios está del lado de los que sufren» . En esta escena de la Pasión del Señor, Pilato, quien detentaba la autoridad civil, la autoridad que decreta, que promulga normas humanas, sin saberlo, declara qué es el hombre. Al afirmar «Ecce homo», literalmente ¡He aquí al hombre!, Pilato se hace de alguna manera instrumento para declarar que en Jesús se encuentra el verdadero ideal humano, el paradigma pleno y verdadero de la humanidad . Y en Jesús, el Verbo encarnado, paciente, sufriente, ridiculizado, escarnecido, debilitado, pero con su íntima dignidad inalterada, «en él sigue presente el Dios oculto», escribe el papa. Y todo hombre, en Cristo y por Cristo, está llamado a ser santuario de Dios, templo de Dios en lo más íntimo de su ser. La frase de Pilato es la presentación del hombre, de un nuevo modelo humano a la luz de Cristo y de su obra de salvación. Se trata del hombre del amor, el hombre proexistente, el hombre del servicio al Padre y a los hermanos. La presentación es movilizadora. El modelo, inesperado. Es propuesto como modelo no un triunfador humano, no un hombre de éxito, sino el hombre golpeado de una terrible adversidad. Es el hombre que aparentemente trunca sus posibilidades, sus facultades, y es reducido a una suerte miserable. En el Antiguo Testamento el justo es el hombre que recibe bendiciones sobre la tierra, aquel que no es tocado por la adversidad porque Dios le protege . Aquí el Inocente, es entregado a la desgracia. El bien realizado no lo ha protegido de la adversidad. Jesús, quien será descrito por Pedro como aquel que «pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38) es ridiculizado, humillado, condenado a muerte. Pero su dignidad permanece incólume. Jesús encarna así la figura del Siervo de Yahvé. En medio de la burla, el desprecio, la condena y el rechazo, Él continúa amando. Se da así la transformación del rostro de la humanidad. Jesús vive el amor que en la Cena ha propuesto a sus discípulos como mandamiento nuevo. En Jesús se transforma el rostro de la humanidad. Cambian los criterios de juicio acerca de lo que es el hombre. Jesús transforma el sentido del fracaso, de la injusticia y del sufrimiento, elementos que son también componentes de la vida del hombre y no fuerzas destructoras, como sucede allí donde no hay amor. En medio del aparente fracaso, de la real injusticia y del sufrimiento intenso, el Señor conserva inalterada su dignidad. La experiencia de Jesús muestra que el cúmulo de las contrariedades y pruebas humanas no significan ni suponen siempre ruina o aniquilamiento. Las contrariedades y adversidades pueden provocar un sentimiento de impotencia pero no quitan nada al valor profundo del hombre. En Jesús, el hombre presentado por Pilato a la multitud, el ser humano aprende a no estar nunca carente de dignidad. La escena de Jesús en el pretorio enseña que el valor del hombre puede crecer bajo el peso del dolor. Todo lo que podía resultar amputación del hombre, a través del Ecce homo se hace desarrollo de gran valor. El rostro de todos los hombres es transformado por el rostro del hombre que aparece en Jesucristo, en el momento más trágico de su existencia. El silencio de Jesús es la aceptación de los acontecimientos de la pasión como el sacrificio de la vida que se ofrece al Padre por nosotros. Su silencio no es servilismo ante la autoridad sino docilidad al Padre. Es el sentido de Jn 19, 11: «Tú no tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto» . Su silencio es la realización de Jn 15, 13: «No hay mayor amor que dar la vida por los amigos». Jesús, bajo la apariencia más miserable, que no era apariencia humana, merecía más que nadie ser declarado hombre porque abría generosamente su corazón en total dependencia al Padre y en favor de los hermanos. Esa es la actitud que humaniza. El hombre más auténtico es el que se dona y en el sufrimiento desarrolla su actitud de ofrenda al Padre, desarrollando el amor al hermano. III. LA CRUZ DE JESÚS REVELACIÓN PLENA DE LA HUMANIDAD Si bien el tema de la muerte en cruz de Jesús será tratado en otra comunicación dentro de este evento, de todos modos parece conveniente decir algo sobre este misterio y la revelación del hombre nuevo que aparece en la existencia de Jesucristo. En el capítulo 8 de su obra, en la reflexión preliminar del mismo, el papa Benedicto XVI, presentando el acontecimiento de la cruz escribe unas palabras que pueden sintetizar todo cuanto se ha querido decir en esta presentación: «En el acontecimiento aparentemente sin sentido se ha abierto en realidad el verdadero sentido del camino humano; el sentido ha conseguido la victoria sobre el poder de la destrucción y del mal» . Más aún, comentando el diálogo de Jesús Resucitado con los discípulos de Emaús, el papa escribe que los hechos de la pasión y cruz llevaron a una nueva comprensión de la Escritura . Extendiendo el alcance de estas palabras se puede pensar que la pasión y cruz lleva a una nueva comprensión de la Escritura no sólo en lo que éstas dicen sobre el Mesías sino también, a la luz de esto, una nueva comprensión de lo que dicen sobre el hombre. De la muerte en cruz de Jesús emergen luces para la comprensión del ideal de hombre a la luz del ser y actuar de Jesucristo.

a) El ideal del hombre orante La presentación que se hace de la muerte del Señor en la obra Jesús de Nazaret nos permite tomar conciencia que en la narración de la Pasión se encuentran dos textos veterotestamentarios de fundamental importancia: el Salmo 22 e Isaías 53. La comprensión de estos dos textos «son básicos para la unidad entre palabra de la Escritura (Antiguo Testamento) y acontecimiento de Cristo (Nuevo Testamento)» . Comentando el salmo se lee que en los versículos 3 y 6 del mismo «se deja oír toda la pena de quien sufre ante el Dios aparentemente ausente» . Si se ha señalado antes que el dolor puede ser camino de transformación, esto sólo es posible plenamente allí donde el hombre, en medio del dolor y la angustia, se dirige a Dios, convirtiendo la oración en clamor. En la oración el hombre puede experimentar y ejercitar su creaturidad, su dependencia de Dios, y entonces advertir la fuerza que viene de lo alto y que le sostiene. En el salmo aludido hay una expresión que parece afrenta del desdichado –comenta el papa– y es aquella que reza: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre, si tanto lo quiere». La experiencia de Jesús en la cruz, de algún modo profetizada en el salmo 22, termina de modo convincente: «el grito de angustia se transforma después en una profesión de confianza»; Dios responde al grito orante de Jesús . Y esa experiencia es también paradigmática para el hombre cuando llega a su vida el sufrimiento y el dolor. Comentando el salmo ya en labios de Jesús pendiente de la cruz, se lee en Jesús de Nazaret: «No es un grito cualquiera de abandono. Jesús recita el gran salmo del Israel afligido y asume de este modo en sí todo el tormento, no sólo de Israel, sino de todos los hombres que sufren en este mundo por el ocultamiento de Dios. Lleva ante el corazón de Dios mismo el grito de angustia del mundo atormentado por la ausencia de Dios. Se identifica con el Israel dolorido, con la humanidad que sufre a causa de la “oscuridad de Dios”, asume en sí su clamor, su tormento, todo su desamparo y, con ello, al mismo tiempo los transforma» . Pero ese grito en el extremo tormento es al mismo tiempo certeza de que Dios responderá, es certeza de salvación. Esta oración de Jesús en la cruz, tomada de un salmo, es la oración de todos los justos que sufren. En virtud de lo que en teología se llama la «personalidad corporativa» y fecundado por el pensamiento de san Agustín, el papa señala que Jesús ora como «Cuerpo», «en el sentido de que tiene presente la lucha de todos nosotros, nuestras propias voces, nuestra tribulación y nuestra esperanza. Nosotros mismos somos orantes de este Salmo, pero ahora de manera nueva en la comunión con Cristo (…) Una y otra vez nos encontramos en el hoy saturado de sufrimiento. Pero, siempre también, la resurrección y la saciedad de los pobres ocurren ya “hoy”. En una perspectiva como ésta, nada se quita al horror de la Pasión de Jesús. Por el contrario, aumenta, porque no es solamente individual, sino que lleva realmente en sí la tribulación de todos nosotros. Al mismo tiempo, sin embargo, el sufrimiento de Jesús es una pasión mesiánica, un sufrir en comunión con nosotros, por nosotros; un ser-con que proviene del amor, y lleva consigo así la redención, la victoria del amor» .

En medio de la experiencia del sufrimiento y dolor, jamás ausente de la existencia de los hombres, la oración es experiencia de comunión con Cristo crucificado que hace experimentar la victoria del amor y la certeza de la resurrección y la vida que aniquila la muerte y el dolor. b) El ideal del hombre que perdona y el hombre que se abre a la verdad En la enseñanza de Jesús ocupa un lugar central el Sermón de la Montaña (Mt 5-7). Comentando la primera palabra de Jesús en la cruz, «Padre, perdónalos», se lee en la obra de la que aquí se trata: «Lo que el Señor había predicado en el Sermón de la Montaña, lo cumple aquí personalmente. Él no conoce odio alguno. No grita venganza. Suplica el perdón para todos los que lo ponen en la cruz y da la razón de esta súplica: “No saben lo que hacen”» . Un especial énfasis pone el papa Ratzinger en la ignorancia como motivo de justificación de sus verdugos dado por Jesús. Apelando a otros momentos en los que se habla de ignorancia en cuanto no-reconocimiento de Cristo (cita un discurso de Pedro en Hch 3 y la confesión de Pablo en 1 Tm 1, 13), señala la combinación que se puede dar en el ser humano entre «docta erudición y profunda ignorancia». Es una combinación que ha de hacer reflexionar y que lleva a considerar un aspecto del que de alguna manera y que con esta consideración puede ser iluminado: la infancia espiritual, el abrirse a Dios. La muerte de Jesús es causada por quienes se mueven por ignorancia. Y dice el papa: «es obvio que esta coexistencia entre saber e ignorancia, de conocimiento material y profunda incomprensión, existe en todos los tiempos. Por eso la palabra de Jesús sobre la ignorancia, con sus aplicaciones en las distintas situaciones de la Escritura, debe sacudir también, precisamente hoy, a los presuntos sabios. ¿Acaso no somos ciegos precisamente en cuanto sabios? ¿No somos quizás, justo por nuestro saber, incapaces de reconocer la verdad misma, que quiere venir a nuestro encuentro en aquello mismo que sabemos? ¿Acaso no esquivamos el dolor provocado por la verdad que traspasa el corazón, esa verdad de la que habló Pedro en su discurso de Pentecostés? La ignorancia atenúa la culpa, deja abierta la vía hacia la conversión. Pero no es simplemente una causa eximente, porque revela al mismo tiempo una dureza de corazón, una torpeza que resiste a la llamada de la verdad» Esta reflexión pontificia, profundamente teológica, acerca de la convivencia de un saber y una profunda ignorancia, de un saber que hincha y no convierte hacia Dios, es una profunda invitación a una actitud humana de apertura frente a Dios que siempre habla. El hombre que surge del paradigma Jesucristo es hombre de oído abierto a Dios, de alma sensible, capaz de lograr una connaturalidad con el lenguaje divino, con Dios que habla y llega al hombre a través de personas y acontecimientos . Esto supone una real humildad, apertura, un dejarse plasmar por el Padre, por su Palabra, es una invitación a la vigilancia, tal como la descrito el papa y antes se ha citado. La cruz del Señor, en cuanto es causada por la ignorancia es invitación a la sabiduría de la fe, del hombre que escucha a su Señor y acoge la Revelación divina. De la primera palabra de Cristo en la cruz emerge entonces el ideal del hombre que perdona, que trasciende su propio dolor, el maltrato que padece, e intentando ser perfecto como el Padre (Mt 5. 48) perdona. Pero al mismo tiempo, la cruz de Jesús invita a salir de la ignorancia y a vivir en apertura a la verdad. Desde la apertura a la verdad será posible dar una respuesta adecuada al amor de Dios que se muestra también en la cruz y superar la experiencia lamentable de una inadecuada respuesta que acrecienta el sufrimiento de Dios por su pueblo. Afirma Benedicto XVI que «no sólo Israel, sino también la Iglesia, nosotros, respondemos una y otra vez al amor solícito de Dios con vinagre, con un corazón agrio que no quiere hacer caso del amor de Dios. “Tengo sed”: este grito de Jesús se dirige a cada uno de nosotros» . Abriéndose a la verdad, saliendo de la ignorancia, será posible responder al amor de Dios y responder adecuadamente al grito de Jesús en la cruz. c) El ideal del amor verdadero y pleno Si antes de la pasión y la muerte en cruz Jesús dio a los suyos en la Última Cena el mandamiento del amor, y si bien es cierto que toda la existencia terrena del Señor fue una demostración de amor, la cruz es la cátedra del amor por excelencia. Se trata del amor verdadero, del amor que purifica, al que ya se ha aludido. Por eso la contemplación de la escena de la cruz ayuda a purificarse desde el amor. Escribe el papa: «El mirar al Traspasado y el compadecerse se convierten ya de por sí en fuente de purificación. Da comienzo la fuerza transformadora de la Pasión de Jesús» . La cruz no es derrota, no es fracaso, como podría ser vista a los ojos de los hombres. En la lectura de la cruz de Jesús que J.Ratzinger/Benedicto XVI hace, la cruz es vista como la expresión del amor de Jesús. La expresión «está cumplido» (Jn 19, 30), última palabra de Jesús en la cruz para el evangelista Juan, Benedicto XVI la ve en relación al amor de Jesús a los suyos «hasta el extremo» (Jn 13, 1). Y por eso se lee en Jesús de Nazaret: «Este “fin”, este extremo cumplimiento del amor, se alcanza ahora, en el momento de la muerte. Él ha ido realmente hasta el final, hasta el límite y más allá del límite. Él ha realizado la totalidad del amor, se ha dado a sí mismo» La cruz es la mejor parábola sobre el amor, es la expresión máxima del amor a Dios y del amor a los hombres. La cruz es amor a Dios, glorificación de Dios, acto de consagración, entrega sacerdotal de Jesús. «En lugar de todos los otros actos cultuales se presenta ahora la cruz de Jesús como la única verdadera glorificación de Dios, en la que Dios se glorifica a sí mismo mediante Aquel en el que nos entrega su amor, y así nos eleva hacia Él» . La cruz es amor de Dios que se dona al hombre y le eleva. Desde que Cristo se ofreció en la cruz es posible ser purificado de todas las imperfecciones humanas que impiden la verdadera realización del amor y, así, el ser humano, transformado y purificado por el amor divino, puede amar de modo elevado, como Jesús. Y desde la cruz surge el amor fraterno. «Desde la cruz, el Señor reúne a los hombres para la nueva comunidad de la Iglesia universal. Mediante el Hijo que sufre reconocen al Dios verdadero» . Por la muerte en cruz de Jesús la suciedad del mundo es realmente absorbida, anulada, transformada mediante el dolor del amor infinito. «Y puesto que en el Hombre Jesús está el bien infinito, ahora está presente y activa en la historia del mundo la fuerza antagonista de toda forma de mal; el bien es siempre infinitamente más grande que toda la masa del mal, por más que ésta sea terrible» . La cruz es la verdadera clave de lectura de la realidad para el creyente, en la cruz es preciso hallar la fuerza del bien, que es el amor, que vence siempre el mal. La cruz, que se actualiza en la celebración eucarística, tiene la fuerza de «atraer constantemente a cada persona y al mundo dentro del amor de Cristo, de modo que todos lleguen a ser , junto con Él, una ofrenda “agradable, santificada por el Espíritu Santo” (Rm 15, 16)» . En la cruz Jesucristo demostró que el amor no es una bella teoría ni una simple filosofía especulativa. En la cruz Jesucristo expresó la dimensión infinita del amor, las posibilidades mejores del amor como donación, entrega de sí a favor de los demás. En la cruz nos mostró el amor de Dios y la capacidad del amor humano cuando el hombre está realmente unido a Dios, logrando la plenitud de su ser. A modo de conclusión Jesucristo presenta un ideal de ser humano durante toda su existencia terrena, pero hay que tener en cuenta que la mejor síntesis de lo que fue su vida es su muerte en la cruz. En la cruz de Jesús se halla el ideal del ser humano que vive para Dios, haciendo de su vida una ofrenda agradable al Padre y, consecuentemente vive para los demás. En el ser para Otro y para los otros el hombre logra sus mejores posibilidades, se introduce en el misterio del amor que, a través de la donación, se purifica, se consolida, se eleva y alcanza sus mejores posibilidades. Pero esto no sólo viendo a Cristo como ideal sino en comunión con él, insertándose en el misterio de la cruz, en el misterio pascual, realidad que es posible a través del bautismo. En palabras de J.Ratzinger/Benedicto XVI: «El misterio de la cruz no está simplemente ante nosotros, sino que nos afecta y da a nuestra vida un nuevo valor ». Contemplando a Jesucristo crucificado «se entiende el abandono de toda la existencia en Dios; un abandono en el que, por decirlo así, el hombre entero se hace como palabra, se ajusta a Dios. Se subraya con esto la dimensión de la corporeidad: precisamente nuestra existencia corpórea ha de estar impregnada de la Palabra y convertirse en entrega a Dios» . Contemplando al Crucificado se aprende lo que es vivir para Dios, se aprende a vivir como auténtica creatura abierta a sus mejores posibilidades, se aprende a vivir de Dios y para Dios, en el Crucificado se ve la belleza del hombre, la belleza que puede salvar el mundo . En la contemplación de Cristo que se ofrece a sí mismo en la cruz se aprende que «el culto verdadero es el hombre vivo que se ha convertido completamente en respuesta a Dios, modelado por su Palabra sanadora y transformadora» . En la Cruz Jesucristo se presenta como ideal de hombre no desde el éxito y suceso humano, no desde el triunfo palpable y admirable por el común de los hombres. En Cristo crucificado se encuentra el ideal del hombre que ama también en las situaciones límites en las que muchos hombres se sienten aniquilados y sucumben. Cristo crucificado ilumina sobre todo la existencia en esos momentos límites y enseña que «en las tribulaciones de la vida se nos purifica lentamente al fuego, podemos transformarnos en pan, por decirlo así, en la medida en que en nuestra vida y en nuestro sufrimiento se comunica el misterio de Cristo, y su amor hace de nosotros una ofrenda para Dios y para los hombres»