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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Historia de la Teología Dogmática»

De Enciclopedia Católica

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El imponente edificio de la teología católica no se ha erigido por naciones y hombres individuales, sino más bien por los esfuerzos combinados de todas las naciones y teólogos de todos los siglos. Nada puede estar más en desacuerdo con el carácter esencial de la teología que un esfuerzo por imponerle el sello del nacionalismo: como la propia Iglesia Católica, la teología debe ser internacional. En la historia de la teología dogmática, como en la historia de la Iglesia, se pueden distinguir tres periodos:

  • el patrístico
  • el medieval
  • el moderno

El periodo patrístico (hacia 100-800)

Los Grandes Padres de la Iglesia y los escritores eclesiásticos de los primeros 800 años rindieron importantes servicios por su demostración positiva y su tratamiento especulativo de la verdad dogmática. Son los Padres los que son honrados por la Iglesia como sus principales teólogos, al sobresalir como lo hicieron en pureza de fe, santidad de vida y plenitud de sabiduría, virtudes que no siempre se encuentran en los que son conocidos como escritores eclesiásticos. Tertuliano (nacido hacia 160), que murió como montanista, y Orígenes (muerto en 254), que mostró una marcada tendencia hacia el Helenismo, se desviaron mucho del camino de la verdad. Pero incluso algunos de los Padres, por ejemplo, San Cipriano (muerto en 258) y San Gregorio de Nisa, se desviaron en puntos concretos; el primero respecto al bautismo de los herejes, el segundo en la cuestión de la apocatástasis. No fue tanto en las escuelas catequéticas de Alejandría, Antioquía y Edesa como en la lucha contra las grandes herejías de la época donde se desarrolló la teología patrística. Esto sirve para explicar el carácter de la literatura patrística, que es apologética y polémica, parenética y ascética, con riqueza de sabiduría exegética en cada página; pues las raíces de la teología están en la Biblia, especialmente en los Evangelios y en las Epístolas de San Pablo. Aunque no era la intención de los Padres dar un tratado metódico y sistemático de teología, no obstante, manejaron de manera tan completa los grandes dogmas desde los puntos de vista positivo, especulativo y apologético, que pusieron los fundamentos permanentes para los siglos venideros. Möhler bastante justamente llama la atención sobre el hecho de que en los escritos de los Padres Apostólicos pueden encontrarse todos los modos de tratamiento: el estilo apologético está representado por la carta de Diogneto y las cartas de San Ignacio; el dogmático en el pseudo Bernabé; el moral, en el Pastor de Hermas; el derecho canónico, en la carta de San Clemente de Roma; la historia de la iglesia, en las actas del martirio de Policarpo e Ignacio. Debido a la inesperada recuperación de manuscritos perdidos podemos añadir: el estilo litúrgico, en la Didaché; el catequético en la “Prueba de la predicación apostólica” de San Ireneo.

Aunque las diferentes épocas de la edad de la patrística se solapan unas a otras, puede decirse en general que el estilo apologético predominó en la primera época hasta Constantino el Grande, mientras que en la segunda época, es decir, hasta los tiempos de Carlomagno, prevaleció la literatura dogmática. Aquí sólo podemos trazar en sus líneas más generales esta actividad teológica, dejando a la patrología la discusión de los detalles literarios.

Cuando los escritores cristianos salieron a la palestra contra el Paganismo y el Judaísmo, les esperaba una doble tarea: tenían que explicar las principales verdades de la religión natural, tales como Dios, el alma, la creación, la inmortalidad y la libertad de la voluntad; al mismo tiempo tenían que defender los principales misterios de la fe cristiana, como la Trinidad, la Encarnación, etc., y tenían que probar su sublimidad, su belleza, y su conformidad con la razón. El grupo de leales paladines que lucharon contra el politeísmo y la idolatría paganos es muy extenso: Justino, Atenágoras, Taciano, Teófilo de Antioquía, Hermias, Tertuliano, Clemente de Alejandría, Orígenes, Cipriano, Minucio Félix, Comodiano, Arnobio, Lactancio, Prudencio, Firmicio Materno, Eusebio de Cesarea, Atanasio, Gregorio de Nacianzo, Cirilo de Alejandría, Nilo, Teodoreto, Orosio y Agustín. Los escritores más eminentes en la lucha contra el Judaísmo fueron: Justino, Tertuliano, Hipólito, Cipriano, Atanasio, Gregorio de Nisa, Epifanio, Crisóstomo, Cirilo de Alejandría, Isidoro de Sevilla. Los ataques de los Padres no se dirigían, naturalmente, a la religión israelita del Antiguo Testamento, que era una religión revelada, sino a la obstinación de aquellos judíos que, adhiriéndose a la letra muerta de la Ley, rehusaban reconocer el espíritu profético del Antiguo Testamento.

Pero mucho mayor provecho resultó del conflicto con las herejías de los primeros ocho siglos. Como el pedernal, cuando se golpea con el acero, despide luminosas chispas, así el dogma, en su choque con la enseñanza herética, arrojó nueva y maravillosamente brillante luz. Como los errores eran legión, era natural que en el curso de los siglos todos los dogmas principales fueran tratados, uno por uno, en monografías que establecían su veracidad y les proporcionaban una base filosófica. La lucha de los Padres contra el Gnosticismo, el Maniqueísmo y el Priscilianismo no sólo sirvió para presentar a una luz más clara la esencia de Dios, la creación o el problema del mal; además aseguró los verdaderos principios de la fe y la autoridad de la Iglesia contra las aberraciones heréticas. En la inmensa lucha contra el Monarquianismo, el Sabelianismo y el Arrianismo se concedió una oportunidad a los Padres y a los concilios ecuménicos para determinar el verdadero significado del dogma de la Trinidad, asegurarla por todos los lados y extraer, por especulación, su genuino sentido. Cuando estalló la disputa con el Eunomianismo, los fuegos de la crítica teológica y filosófica purificaron la doctrina sobre Dios y nuestro conocimiento de Él, tanto terrenal como celestialmente. De interés universal fueron las disputas cristológicas, que, comenzando con el surgimiento del Apolinarismo, alcanzaron su clímax en el Nestorianismo, Monofisismo y Monotelismo, y revivieron una vez más en el Adopcionismo. En esta larga y amarga contienda, la doctrina sobre la persona de Cristo, sobre la Encarnación y la Redención, y en relación con ella también la Mariología, se colocaron sobre un fundamento permanente y seguro, del que la Iglesia no se ha separado ni la anchura de un cabello en épocas posteriores. Como paladines orientales en la disputa sobre la Trinidad y la Cristología puede mencionarse a los siguientes: los grandes alejandrinos, Clemente, Orígenes, y Dídimo el Ciego; el heroico Atanasio y los tres capadocios (Basilio, Gregorio de Nacianzo y Gregorio de Nisa); Cirilo de Alejandría y Leoncio de Bizancio; finalmente, Máximo el Confesor y Juan Damasceno. En Occidente los principales fueron: Tertuliano, Cipriano, Hilario de Poitiers, Ambrosio, Agustín, Jerónimo, Fulgencio de Ruspe, y los dos Papas, León I y Gregorio I. Tal como la disputa con el Pelagianismo y el Semipelagianismo purificó los dogmas sobre la gracia y la libertad, la providencia y la predestinación, el pecado original y la condición de nuestros primeros padres en el Paraíso, así de manera similar las disputas con los donatistas subrayaron más clara y fuertemente la doctrina de los sacramentos (bautismo), la constitución jerárquica de la Iglesia, su magisterium o autoridad para enseñar, y su infalibilidad. En todas estas luchas fue siempre Agustín el que dirigió con valor indomable, y junto a él vino Optato de Milevo y una larga línea de devotos discípulos. La última disputa se resolvió en el Segundo Concilio de Nicea (787); fue en esta lucha donde, bajo la dirección de San Juan Damasceno, se pusieron las bases científicas para la comunión de los santos, la invocación de los santos, la veneración de las reliquias y las santas imágenes.

Desde esta breve perspectiva puede verse que las enseñanzas dogmáticas de los Padres son una colección de monografías más que una exposición sistemática. Pero los Padres excavaron el terreno y suministraron el material para erigir después el sistema. En el caso de algunos de ellos hay signos evidentes de un intento de sintetizar el dogma en un conjunto orgánico y completo. Ireneo (Contra las Herejías, III-V) muestra huellas de tal tendencia; la bien conocida trilogía de Clemente de Alejandría (muerto en 217) marca un progreso en la misma dirección; pero el esfuerzo más exitoso de la antigüedad cristiana para sistematizar los principales dogmas de la fe fue hecho por Orígenes en su obra “De principiis”, que desgraciadamente está desfigurada por serios errores. Su obra contra Celso, por otro lado, es un clásico de la apologética y de valor duradero. Gregorio de Nisa (muerto en 394), diestro en cuestiones filosóficas y de la misma tendencia de opinión que Orígenes, se esforzó en su “Tratado Catequético Amplio” (logos katechetikos ho megas) en relacionar en una visión sintética extensa los dogmas fundamentales de la Trinidad, la Encarnación y los Sacramentos. De la misma manera, aunque algo fragmentariamente, Hilario (muerto en 366) desarrolló en su valiosa obra “De Trinitate” las principales verdades del Cristianismo. Las instrucciones catequéticas de San Cirilo de Jerusalén (muerto en 386) especialmente sus cinco tratados mistagógicos, sobre el Credo de los Apóstoles y los tres sacramentos de Bautismo, Confirmación y la Sagrada Eucaristía, contienen un tratado dogmático casi completo. San Epifanio (muerto en 496), en sus dos obras “Ancoratus” y “Panarium”, aspiró a un tratado dogmático completo, y San Ambrosio (muerto en 397) en sus principales obras "De fide", "De Spiritu S.", "De incarnatione", "De mysteriis", “De poenitentia” trató magistralmente y en latín clásico los principales puntos del dogma, aunque sin ningún intento de una síntesis unificadora. Con respecto a la Trinidad y a la Cristología, San Cirilo de Alejandría (muerto en 444) es incluso hoy un modelo de teólogos dogmáticos. Aunque todos los escritos de San Agustín (muerto en 430) son una mina inagotable, aun así ha escrito una o dos obras, como el “De fide et symbolo” y el “Enchiridium” que pueden ser llamados justamente compendios de teología dogmática y moral. Su obra especulativa “De Trinitate” no ha sido superada. Su discípulo Fulgencio de Ruspe (muerto en 533) escribió una extensa y completa confesión de fe bajo el título "De fide ad Petrum, seu regula rectæ fidei", un verdadero tesoro para los teólogos de su época.

Hacia el fin de la Época Patrística Isidoro de Sevilla (muerto en 636) en Occidente y Juan Damasceno (nacido hacia 700) en Oriente prepararon el terreno para un tratamiento sistemático de la teología dogmática. Siguiendo de cerca las enseñanzas de San Agustín y San Gregorio Magno, San Isidoro propuso recoger todos los escritos de los primeros Padres y transmitirlos como preciada herencia a la posteridad. Los resultados de esta empresa fueron los "Libri III sententiarum seu de summo bono". Tajón de Zaragoza (650) tuvo la misma finalidad en vista en sus "Libri V sententiarum". La obra de San Juan Damasceno (muerto después de 754) fue culminada con un éxito mayor aún; pues no sólo reunió las enseñanzas y opiniones de los Padres griegos, sino que por haberlos abreviado en un conjunto sistemático merece ser llamado el primero y el único escolástico entre los griegos. Su obra principal, que se divide en tres partes, se titula: "Fons scientiæ" (pege gnoseos), porque pretendía ser la fuente, no meramente de la teología, sino de la filosofía y de la historia de la Iglesia también. La tercera o parte teológica, conocida como "Expositio fidei orthodoxæ" (ekthesis tes orthodoxou pisteos), es una excelente combinación de teología escolástica y positiva, y tiende a la perfección tanto al establecer como al elucidar la verdad. La teología griega nunca ha ido más allá de San Juan Damasceno, una detención provocada principalmente por el cisma de Focio (869). El único griego anterior a él que había producido un sistema completo de teología fue el Pseudo-Dionisio el Areopagita, en el Siglo V; pero fue más popular en Occidente, al menos desde el Siglo VIII, que en Oriente. Aunque insertó abiertamente pensamientos y frases neoplatónicos en el genuino sistema católico, no obstante disfrutó una reputación sin paralelo entre los grandes escolásticos de la Edad Media porque se suponía que había sido discípulo de los Apóstoles. A pesar de eso, el Escolasticismo no siguió la guía de San Juan Damasceno ni del Pseudo-Dionisio, sino de San Agustín, el mayor de los Padres. El pensamiento agustiniano discurre como un hilo dorado a través de todo el camino de la filosofía y la teología occidentales. Fue Agustín el que dirigió por todos lados, quien siempre señaló el camino correcto, y cuya dirección buscaron todas las escuelas. Incluso los herejes trataron de reforzar sus errores con la fuerza de su reputación. Hoy su grandeza es reconocida y cada vez más apreciada, conforme la investigación especializada profundiza más en sus obras y revela su genio. Como señala Scheeben: “sería fácil compilar a partir de sus obras un rico sistema de teología dogmática”. No podemos dejar de admirar la habilidad con que siempre trató de Dios, como principio y fin de todas las cosas, en la posición central, incluso donde se vio obligado a abandonar opiniones anteriores que había encontrado eran insostenibles. El mundo anglófono puede estar orgulloso de Beda el Venerable (muerto en 735), un contemporáneo de San Juan Damasceno. Debido a su inusualmente sólida educación en teología, su extenso conocimiento de la Biblia y de los Padres de la Iglesia, es el enlace que une la patrística con la historia de la teología medieval.

La Edad Media (800-1500)

La Edad Media (800-1500)

Los comienzos del escolasticismo pueden rastrearse ya en los tiempos de Carlomagno (muerto en 814). Desde aquí progresó en un desarrollo crecientemente acelerado hasta la época de Anselmo de Canterbury, Bernardo de Claraval y Pedro Lombardo, y desde entonces hasta su pleno desarrollo en la Edad Media (primera época, 800-1200).El periodo más brillante del Escolasticismo abarca aproximadamente 100 años (segunda época, 1200-1300), y con ella se relacionan los nombres de Alejandro de Hales, Alberto Magno, Buenaventura, Tomás de Aquino y Duns Escoto. Desde el comienzo del siglo XIV, debido al predominio del Nominalismo y a la lamentable situación de la Iglesia, el Escolasticismo comenzó a declinar (tercera época, 1300-1500)

Primera época: Comienzo y progreso del Escolasticismo (800-1200)

En la primera mitad de esta época, hasta los tiempos de San Anselmo de Canterbury, los teólogos estaban más preocupados de preservar que de desarrollar los tesoros almacenados en los escritos de los Padres. En ninguna parte se cultivaba con mayor industria la ciencia sagrada que en las escuelas catedralicias y monásticas, fundadas y favorecidas por Carlomagno. Los primeros signos de un nuevo pensamiento aparecieron en el Siglo IX en el curso de las discusiones relativas a la Última Cena (Paschasius Radbertus, Ratramnus, Rabano Mauro). Estas especulaciones fueron llevadas a una mayor profundidad en la segunda controversia eucarística contra Berengario de Tours (muerto en 1088), (Lanfranco, Guitmundo, Alger, Hugo de Langres, etc.). Por desgracia, el único teólogo sistemático de esta época, Escoto Eriúgena (muerto después de 870) era un panteísta confeso, así que el nombre de “Padre del Escolasticismo” que algunos le darían, es totalmente inmerecido. Pero el que merece plenamente este título es San Anselmo de Canterbury (muerto en 1109). Pues fue el primero en aportar una aguda lógica a interesarse en los principales dogmas del Cristianismo, el primero en revelar y explicar su significación con todo detalle, y diseñar un plano científico para el majestuoso edificio de la teología dogmática. Tomando lo sustancial de su doctrina de Agustín, San Anselmo, como filósofo, no fue tanto discípulo de Aristóteles como de Platón, en cuyos magistrales diálogos se había instruido a fondo. Otro pilar de la Iglesia fue San Bernardo de Claraval (muerto en 1153), el “Padre del Misticismo”. Aunque mayoritariamente autor de obras ascéticas con tendencia mística, utilizó las armas de la teología científica contra el Racionalismo de Abelardo y el Realismo exagerado de Gilberto de la Porrée. Los escolásticos de las generaciones sucesivas se basaron en la doctrina de Anselmo y Bernardo, y su espíritu fue el que animó los esfuerzos teológicos de la Universidad de París. Menos destacados, aunque dignos de ser mencionados, son: Ruperto de Deutz, Guillermo de Thierry, Gaufredo y otros.

Los primeros intentos de un sistema teológico pueden verse en los así llamados “Libros de Sentencias”, colecciones e interpretaciones de citas de los Padres, más especialmente de San Agustín. Uno de los primeros de estos libros es la “Summa sententiarum” de Hugo de San Víctor (1141). Sus obras se caracterizan desde el principio al fin por una estrecha adhesión a San Agustín y, según el veredicto de Scheeben, aún pueden incluso servir como guía para los principiantes en la teología de San Agustín. Menos alabanza merece la obra similar de Robert Pulleyn (muerto en 1146), que es descuidado en la ordenación de la materia y confunde las diversas cuestiones que trata. Pedro Lombardo, llamado el “Magister Sententiarum” (muerto en 1164), por otro lado, se sitúa muy por encima de todos ellos. Lo que Graciano había hecho por el derecho canónico los hizo Lombardo por la teología moral y dogmática. Con incansable laboriosidad examinó, explicó y parafraseó el saber patrístico en sus “Libri IV Sententiarum”, y el orden que adoptó fue, pese a las lagunas, tan excelente que hasta el Siglo XVI su obra fue el libro de texto modelo de teología. El trabajo de interpretar esta obra maestra empezó ya en el Siglo XIII y no hubo teólogo destacado en la Edad Media que no escribiera un comentario a las Sentencias de Lombardo. Cientos de estos comentarios yacen aún, inéditos, bajo el polvo de las bibliotecas. Ninguna otra obra ejerció tan poderosa influencia en el desarrollo de la teología escolástica. Ni la obra análoga de su discípulo, Pedro de Poitiers (muerto en 1205), ni la importante “Summa aurea” de Guillermo de Auxerre (muerto después de 1230) sustituyeron a las “Sentencias” de Lombardo. Junto a Alain de Lille (muerto en 1203), merece especial mención Guillermo de Auvernia que murió(en 1248) como arzobispo de París. Aun prefiriendo el método libre, no escolástico, de una época anterior, aun así se muestra a la vez como filósofo original y teólogo profundo. Puesto que en sus numerosas monografías sobre la Trinidad, la Encarnación, los Sacramentos, etc., tomó en cuenta los ataques anticristianos de los exponentes árabes del Aristotelismo, es, por así decir, el enlace que une esta época con las más brillante del Siglo XIII.

Segunda época: El Escolasticismo en su cenit (1200-1300)

Este periodo del Escolasticismo estuvo marcado no sólo por la aparición de las “Summae Teológicas”, sino también por la construcción de las grandes catedrales góticas, que tiene una especie de afinidad con las grandiosas estructuras del Escolasticismo (Cf. Emil Michael, S.J., "Geschichte des deutschen Volkes vom 13. Jahrh. bis zum Ausgang des Mittelalters", V, Freiburg, 1911, 15 y s.). Otro rasgo característico fue el hecho de que en el Siglo XIII los paladines del Escolasticismo iban a encontrarse en las grandes órdenes religiosas de los Franciscanos y los Dominicos, junto a quienes trabajaron los Agustinos, los Carmelitas y los Servitas. Este brillante periodo es introducido por dos figuras principales: una un franciscano, Alejandro de Hales (muerto hacia 1245), la otra un dominico, Alberto Magno (muerto en 1280). La “Summa theologiae” de Alejandro de Hales, la obra más amplia y extensa de su clase, se distingue por su profunda y madura especulación, aunque sazonada de platonismo. La disposición de los asuntos tratados recuerda uno de los métodos hoy de moda. Alberto Magno fue un gigante intelectual no meramente en cuestiones filosóficas y teológicas, sino también en ciencias naturales. Fue él el que hizo el primer intento de presentar la filosofía entera de Aristóteles en su verdadera forma y ponerla al servicio de la teología católica – una empresa con consecuencias de largo alcance. La lógica de Aristóteles de hecho se había traducido al latín por Boecio y se había utilizado en las escuelas desde finales del Siglo VI; pero la física y la metafísica del Estagirita se dio a conocer en el mundo occidental sólo a través de los filósofos árabes del Siglo XIII, y entonces de tal manera que la doctrina de Aristóteles parecía chocar con la religión cristiana. Este hecho explica por qué sus obras fueron prohibidas por el Sínodo de París en 1210, y de nuevo por una Bula de Gregorio IX en 1231. Pero después de que los escolásticos, dirigidos por Alberto Magno hubieron revisado una vez más la defectuosa traducción latina, reconstruido la genuina doctrina de Aristóteles y reconocido la solidez fundamental de sus principios, ya no dudaron en tomar, con la aprobación de la Iglesia, al filósofo pagano como su guía en el estudio especulativo del dogma.

Otros dos representantes de las grandes órdenes son las gigantescas figuras de Buenaventura (muerto en 1274) y de Tomás de Aquino (muerto en 1274), que marcan el supremo desarrollo de la teología escolástica. San Buenaventura, el “Doctor Seráfico”, sigue claramente los pasos de Alejandro de Hales, su predecesor y compañero de orden, pero le sobrepasa en profundidad de misticismo y claridad de dicción. A diferencia de otros escolásticos de este periodo, no escribió una “Summa” teológica, pero la construyó bastante con su “Comentario a las Sentencias”, tanto como con su famoso “Breviloquium”, un “cofre de perlas”, que, breve como un compendio, es nada menos que una Summa condensada. Alejandro de Hales y Buenaventura son los auténticos representantes de las antigua escuela franciscana, de la que la escuela posterior de Duns Escoto difería esencialmente. Aun así, no es Buenaventura sino Tomás de Aquino el que siempre ha sido honrado como “Príncipe del Escolasticismo”. Santo Tomás tiene entre los teólogos el mismo rango que San Agustín entre los Padres de la Iglesia. Poseído de un conocimiento angélico más que humano, el “Doctor Angélico” se distingue no sólo por la riqueza, profundidad y veracidad de sus ideas y por la sistemática exposición de ellas, sino también por la versatilidad de su genio, que abarcaba todas las ramas del conocimiento humano. Para la teología dogmática, su obra más importantes es la “Summa theologica”. La experiencia ha demostrado que, igual que una fiel adhesión a Santo Tomás significa progreso, apartarse de sus enseñanzas trae consigo una decadencia de la teología católica. Parece providencial, por tanto, que León XIII en su Encíclica "Æterni Patris" (1879) restaurara el estudio de los escolásticos, especialmente de Santo Tomás, en todas las escuelas superiores católicas, una medida que fue de nuevo recalcada por el Papa Pío X. Los temores predominantes en algunos círculos de que por la restauración de los estudios escolásticos los resultados del pensamiento moderno se verían forzados a volver al anticuado punto de vista del Siglo XIII se han demostrado carentes de fundamento por el hecho de que ambos Papas, aunque insistían en la adquisición de la “sabiduría de Santo Tomás” rechazan enfáticamente cualquier intención de revivir las nociones acientíficas de la Edad Media. Sería una locura ignorar el progreso de siete siglos, y, además, la Reforma, el Jansenismo y las filosofías que desde Kant han originado problemas teológicos que Santo Tomás en su tiempo no podía prever. Sin embargo, es una prueba convincente de la exactitud lógica y amplitud del sistema tomista que contiene al menos los principios necesarios para la refutación de los errores modernos.

Ante la brillantez del genio de Santo Tomás incluso los grandes teólogos de este periodo menguan como estrellas de segunda y tercera magnitud. Aun así, Ricardo de Middleton (muerto en 1300), cuya claridad de pensamiento y lucidez de exposición recuerda la genial inteligencia de Aquino, es un representante clásico de la Escuela Franciscana. Entre los Servitas, Enrique de Gante (muerto en 1293), un discípulo de Alberto Magno, merece mención; su estilo es original y retórico, sus juicios son independientes, su tratamiento de la doctrina de Dios testimonia un pensador profundo. Las huellas de Santo Tomás las siguió su discípulo Pedro de Tarentaise, que más tarde se convirtió en el Papa Inocencio V (muerto en 1276), y Ulrico de Estrasburgo (muerto en 1277), cuyo nombre es poco conocido, aunque su “Summa” manuscrita fue tenida en alta estima en la Edad Media. El famoso General de los Agustinos, Egidio de Roma (muerto en 1316) vástago de la noble familia Colonna, aunque difería en algunos detalles de la enseñanza de Santo Tomás, en lo principal se adhería a sus sistema. En su propia orden sus escritos se consideraron clásicos. Pero el intento del agustino Gavardus en el Siglo XVII de crear una “Escuela Egidiana” diferenciada se demostró un fracaso. Por otro lado, surgieron adversarios de Santo Tomás, incluso durante su vida. El primer ataque vino de Inglaterra y fue dirigido por William de la Mare, de Oxford (muerto en 1285). Hablando en términos generales, los estudiosos ingleses, famosos por su originalidad, jugaron un papel nada mediocre en la vida intelectual de la Edad Media. Al inclinarse su mente por lo empírico y práctico más que por lo apriorístico y teórico, enriquecieron la ciencia con un nuevo elemento. Su predilección por las ciencias naturales es también el resultado de este sentido práctico. Como los eslabones de una cadena continua se siguen los nombres de Beda, Alcuino, Alfredo (Anglicus), Alexander de Neckham, Alejandro de Hales, Robert Grosseteste, Adam de Marsh, John Basingstoke, Robert Kilwardby, John Pecham, Roger Bacon, Duns Escoto, Occam. Kuno Fischer tiene razón cuando dice: “Cuando se viaja por la gran carretera de la historia, podemos atravesar toda la Edad Media hasta Bacon de Verulam sin dejar ni un momento Inglaterra” ("Francis Bacon", Heidelberg, 1904, p. 4). Este peculiar espíritu inglés encarnó en el famoso Duns Escoto (1266-1308). Aunque en cuanto a su habilidad pertenece a la edad de oro del escolasticismo, su aguda y virulenta crítica del sistema tomista fue en gran medida responsable de su declive. Escoto no puede ser relacionado con la antigua escuela franciscana; es más bien el fundador de la nueva escuela escocesa, que se desvió de la teología de Alejandro de Hales y Buenaventura, no tanto en cuestiones de fe y moral como en el tratamiento especulativo del dogma. Mayor aún es su oposición al punto de vista fundamental de Tomás de Aquino. Santo Tomás compara el sistema de teología y filosofía al organismo animal, en el que el alma vivificante impregna a todos los miembros, los mantiene juntos y los conforma en una unidad perfecta. Por otro lado, en las propias palabras de Escoto, el orden de las cosas está más bien simbolizado por la planta, la raíz haciendo brotar sucesivamente ramas y tallos que tienen una tendencia innata a crecer a partir del tallo. Esta diferencia fundamental también arroja luz sobre las peculiaridades del sistema de Escoto como opuesto al Tomismo: su formalismo en la doctrina de Dios y de la Trinidad, su insegura concepción de la Unión Hipostática, su relajación de los lazos que unen los sacramentos con la humanidad de Cristo, su explicación de la transubstanciación como una sustitución atractiva, su énfasis en la supremacía de la voluntad, y así sucesivamente. Aunque no puede negarse que el Escotismo preservó los estudios teológicos de un desarrollo unilateral e incluso ganó una señalada victoria sobre el Tomismo mediante su doctrina referente a la Inmaculada Concepción, es evidente no obstante que el servicio esencial que rindió a la teología católica a largo plazo fue subrayar, por el contraste de argumentos, la solidez duradera de la estructura tomista. Nadie puede dejar de admirar en Santo Tomás la claridad de pensamiento y la lucidez de dicción, en contraste con las abstrusas y desconcertantes concepciones de su crítico. En siglos posteriores no pocos franciscanos de juicio más sosegado, entre ellos Costantino Sarnano (1589) y Juan de Rada (1599), emprendieron la tarea de minimizar o incluso reconciliar las diferencias doctrinales de los dos maestros.

Tercera época: gradual declive del Escolasticismo (1300-1500)

La muerte de Duns Escoto (muerto en 1308) marca el final de la edad de oro del sistema escolástico. Lo que el periodo siguiente llevó a cabo como obra constructiva consistió principalmente en preservar, reproducir y resumir los resultados de las épocas anteriores. Pero simultáneamente con esta recomendable labor encontramos elementos de desintegración, debidos en parte a la equivocada concepción del misticismo de los Fraticelli, en parte a las aberraciones y superficialidad del Nominalismo, en parte al doloroso conflicto entre la Iglesia y el Estado (Felipe el Hermoso, Luis de Baviera, el exilio en Aviñón). Aparte de los fanáticos entusiastas que se estaban inclinando hacia la herejía, el desarrollo y rápida difusión del Nominalismo debe atribuirse a dos discípulos de Duns Escoto: el francés Pierre Auriol (muerto en 1321) y el inglés William Occam (muerto en 1347). En unión con Marsilio de Padua y Juan de Jandun, Occam utilizó el Nominalismo con la finalidad confesada de minar la unidad de la Iglesia. En esta atmósfera florecía el regalismo y la oposición a la primacía del Papa, hasta que alcanzó su clímax en el falso principio "Concilium supra Papam", que se predicó a los cuatro vientos hasta la época de los Concilios de Constanza y Basilea. Es justo afirmar que fueron las apremiantes necesidades de la época más que cualquier otra cosa lo que llevó a algunos grandes hombres como Pierre d’Ailly (muerto en 1425) y Gerson (muerto en 1429), a abrazar una doctrina que abandonaron tan pronto se puso remedio al cisma papal. Para comprender los errores de Wyclif, Huss y Lutero, debe estudiarse la historia del Nominalismo. Pues lo que Lutero conoció como Escolasticismo era sólo la forma degenerada que presentaba el Nominalismo. Incluso los más destacados nominalistas del final de la Edad Media, como el general de los Agustinos, Gregorio de Rímini (muerto en 1359) y Gabriel Biel (muerto en 1495), que ha sido llamado el “último escolástico”, no escapan a la desgracia de caer en graves errores. Las sutilezas nominalistas, asociadas a un austero pseudoagustinismo del tipo ultrarrigorista, hicieron de Gregorio de Rímini el precursor de Bayo y de Jansenio. Gabriel Biel, aunque alineándose entre los mejores nominalistas y combinando la solidez de doctrina con un espíritu de lealtad a la Iglesia, ejerció aun así una funesta influencia sobre sus contemporáneos, tanto por su alabanza indebidamente entusiasta de Occam como por la manera en que comentó los escritos de Occam.

La Orden que menos daño sufrió del nominalismo fue la de Santo Domingo. Pues, con la posible excepción de Durand de St.Pourçain (muerto en 1332) y Holkot (muerto en 1349), sus miembros fueron por regla general leales a su gran colega de religión Santo Tomás. Los más destacados de entre ellos durante la primera mitad del Siglo XIV fueron: Hervé de Nedellec (muerto en 1323), valiente opositor de Escoto; Juan de París (muerto en 1306); Pierre de Palude (muerto en 1342) y especialmente Rainiero de Pisa (muerto en 1348), que escribió un sumario alfabético de la doctrina de Santo Tomñas que incluso hoy es útil. Una figura prominente del Siglo XV es San Antonino de Florencia (muerto en 1459), distinguido por su laboriosidad como compilador y por su versatilidad como autor; hizo un excelente servicio a la teología positiva con su "Summa Theologiæ". Un poderoso paladín del tomismo fue Juan Capreolus (muerto en 1444), el “Príncipe de los tomistas” (princeps Thomistarum). Utilizando las mismas palabras de Santo Tomás refutó, en su diamantino "Clypeus Thomistarum", a los adversarios del Tomismo de manera magistral y convincente. Sólo en la primera parte del Siglo XVI empezaron a aparecer los comentarios a la “Summa Theologica” de Santo Tomás, siendo el Cardenal Cayetano de Vio (muerto en 1537) y Konrad Köllin (muerto en 1536) de los primeros en emprender este trabajo. La filosófica “Summa contra Gentes” encontró en Francisco de Ferrara (muerto en 1528) un magistral comentarista.

Mucho menos unidos que los Dominicos estuvieron los Franciscanos, que en parte favorecieron el Nominalismo, en parte se adhirieron al puro Escotismo. Entre estos últimos son dignos de ser señalados los siguientes: Francisco de Mayronis (muerto en 1327); Juan de Colonia; Pedro de Aquila (muerto hacia 1370), que como abreviador de Escoto fue llamado Scotellus (pequeño Escoto); Nicolas de Orbellis (ca.1460) y por encima de todos Lichetus (muerto en 1520), el famoso comentarista de Escoto. Guillermo de Vorrilong (hacia 1400), Esteban Brulefer (muerto en 1485) y Nicolás de Niise (muerto en 1509) pertenecen a una tercera clase que se caracteriza por la tendencia a ponerse en contacto más estrecho con San Buenaventura. Una similar falta de armonía y unidad es discernible en las escuelas de las demás órdenes. Mientras que los agustinos Jacobo de Viterbo (muerto en 1308) y Tomás de Estrasburgo (muerto en 1357) se unieron a Egidio de Roma, aproximándose de ese modo más estrechamente a Santo Tomás, Gregorio de Rímini, arriba mencionado, encabezó un indisimulado Nominalismo. Alfonso Vargas de Toledo (muerto en 1366), por otro lado, fue un abogado del Tomismo en su forma más estricta. También entre los Carmelitas aparecieron divergencias de doctrina. Gerardo de Bolonia (muerto en 1317) fue un firme tomista, mientras que su hermano en religión John Baconthorp (muerto en 1346) se deleitó en controversias insignificantes contra los tomistas. Dejándose llevar ora por el Nominalismo, ora por el Escotismo, este genio original se esforzó, aunque sin éxito, en fundar una nueva escuela en su orden. Hablando en términos generales, sin embargo, los Carmelitas posteriores fueron seguidores entusiastas de Santo Tomás. La Orden de los Cartujos produjo en el Siglo XV un destacado teólogo polifacético en la persona de Dionysius de Ryckel (muerto en 1471), apodado “el Cartujano”, un descendiente de la familia Leeuwen, que estableció su cátedra en Roermond (Holanda). De su pluma poseemos valiosos comentarios sobre la Biblia, el Pseudo-Dionisio, Pedro Lombardo y Santo Tomás. Alberto Magno, Enrique de Gante y Dionysius forman una brillante constelación que arrojó lustre imperecedero en la teología alemana de la Edad Media.

Dejando los monasterios y volviendo nuestra atención al clero secular, encontramos hombres que, pese a muchos defectos, no carecen de mérito en teología dogmática. El primero que merece atención es el inglés Thomas Bradwardine (muerto en 1340), arzobispo de Canterbury y el más destacado matemático de su tiempo. Su obra "De causa Dei contra Pelagianos" pone de relieve una inteligencia matemática y una insólita profundidad de pensamiento. Desgraciadamente está estropeada por un inflexible y sombrío rigorismo, y esto hasta tal punto que los anglicanos calvinistas de un siglo después lo publicaron en defensa de sus propias enseñanzas. El obispo irlandés Richard Radulphus de Armagh (muerto en 1360), en su controversia con los armenios, también cayó en inexactitudes dogmáticas, que prepararon el terreno a los errores de Wyclif. Podemos señalar de pasada que el sabio carmelita Thomas Netter (muerto en 1430), apodado Waldensis, debe ser considerado como el polemista más hábil contra los Wyclifitas y los Husitas. El gran cardenal Nicolás de Cusa (muerto en 1404) destaca de manera prominente como inaugurador de un nuevo sistema especulativo en teología dogmática; pero su doctrina está en muchos aspectos abierta a la crítica. Juan de Torquemada (muerto en 1468) escribió un tratado completo sobre la Iglesia, y San Juan de Capistrano (muerto en 1456), una obra similar. Una maravilla de saber, y ya reconocido como tal por sus contemporáneos, fue Alfonso Tostado (muerto en 1454), el igual de Nicolás de Lyra (muerto en 1341) en saber escriturístico. Merece un lugar en la historia de la teología dogmática, ya que entremezcló sus excelentes comentarios a las Escrituras con tratados dogmáticos, y en su obra "Quinque paradoxa" dio al mundo un sutil tratado de Cristología y Mariología.

Tal como podía esperarse, el misticismo se extravió en este periodo y degeneró en falso pietismo. Un notable ejemplo de esto es la anónima “Teología Alemana” editada por Martín Lutero. Esta obra no debe, sin embargo, confundirse con la “Teología Alemana” del piadoso obispo Berthold de Chiemsee (muerto en 1543) que, dirigida contra los reformadores, está imbuida del espíritu genuino de la Iglesia Católica.

Época Moderna (1500-1900)

Igual que durante el periodo patrístico el surgimiento de las herejías fue la ocasión del desarrollo de la teología dogmática en la Iglesia, así los múltiples errores del Renacimiento y la Reforma produjeron una definición más exacta de importantes artículos de fe. Junto a otros también estos movimientos produjeron buenos efectos. Mientras que en el periodo del Renacimiento el resurgimiento de los estudios clásicos dio nuevo vigor a la exégesis y a la patrología, la Reforma estimuló a las universidades que habían seguido siendo católicas, especialmente en España (Salamanca, Alcalá, Coimbra) y en los Países Bajos (Lovaina), a desplegar una entusiasta actividad de investigación intelectual. España, que se había rezagado durante la Edad Media, se puso ahora audazmente delante. La Sorbona de París sólo volvió a ganar su perdido prestigio hacia fines del Siglo XVI . Entre las órdenes religiosas, la recientemente fundada Compañía de Jesús fue la que probablemente contribuyó más al resurgimiento y desarrollo de la teología. Scheeben distingue cinco épocas en este periodo.

Primera época: preparación (1500-1750)

Sólo mediante un lento proceso la teología católica surgió de las profundidades en que había caído. El inicio de la Reforma (1517) había infligido serias heridas en la Iglesia, y la defección de tantos sacerdotes la privó de los recursos naturales de los que dependen naturalmente el estudio de la teología. Sin embargo, la lista de los leales contiene muchos nombres brillantes y las obras de controversia de esos tiempos incluyen más de una valiosa monografía. No era sino natural que toda la literatura de este periodo tuviera un carácter apologético y de controversia y tratara de aquellas materias que habían sido atacadas con más saña: la regla y fuentes de la fe, la Iglesia, la gracia, los sacramentos, especialmente la Sagrada Eucaristía. Numerosos defensores de la fe surgieron en los mismos países que habían dado origen a la Reforma: Juan Eck (muerto en 1543), Cochleus ( muerto en 1552), Stafilus (muerto en 1564) Jacobo de Hoogstraet (muerto en 1527) Johann Gropper (muerto en 1559) Albert Pighius (muerto en 1542), el cardenal Hosius (muerto en 1579), Martín Cromer (muerto en 1589) y Pedro Canisio (muerto en 1597). Este último dio a los católicos no sólo su catecismo de renombre mundial, sino también una Mariología muy valiosa. Con orgullo y entusiasmo miramos a Inglaterra, donde dos nobles mártires, John Fisher, obispo de Rochester (muerto en 1535) y Tomás Moro (muerto en 1535) acaudillaron la causa de la fe católica con su pluma, donde el cardenal Pole (muerto en 1568), Stephen Gardiner (muerto en 1555) y el cardenal William Allen (muerto en 1594), hombres que combinaban el refinamiento con una sólida educación, pusieron su saber al servicio de la Iglesia perseguida, mientras el jesuita Nicholas Saunders escribía uno de los mejores tratados sobre la Iglesia. En Bélgica, los profesores de la universidad de Lovaina abrieron nuevos caminos para el estudio de la teología, los más destacados de entre ellos fueron: Ruardus Tapper (muerto en 1559), Joannes Driedo (muerto en 1535), Jodocus Ravesteyn (muerto en 1570), Jean Hessels (muerto en 1566), John Molanus (muerto en 1585), y Garetius (muerto en 1571). Al último debemos un excelente tratado sobre la Eucaristía. En Francia, Jacques Merlin, Christophe Chefontaines (muerto en 1595), y Gilbert Génebrard (muerto en 1597) rindieron grandes servicios a la teología dogmática. Silvestre Pierias (muerto en 1523), Ambrosio Catarino (muerto en 1553) y el cardenal Seripando son el orgullo de Italia. Pero, por encima de todos los demás países, España se distingue por una verdadera galaxia de brillantes nombres: Alfonso de Castro (muerto en 1558), Miguel de Medina (muerto en 1578), Pedro de Soto (muerto en 1563). Algunas de sus obras han seguido siendo clásicas hasta nuestros mismos días, como el "De natura et gratia" (Venecia, 1547) de Domingo Soto; De justificatione libri XV" (Venecia, 1546) de Andrés Vega; "De locis theologicis" (Salamanca, 1563) de Melchor Cano

Segunda época: El escolasticismo tardío en su cumbre (1570-1660)

Incluso en la época anterior las sesiones del Concilio de Trento (1545-63) habían ejercido una influencia benéfica sobre el carácter y extensión de la literatura dogmática.

Tras la clausura del concilio surgió por todas partes una nueva vida y una maravillosa actividad en teología que recuerda los mejores días de la Era Patrística y del Escolasticismo, pero sobrepasa a ambas por la riqueza y variedad de sus producciones literarias. Aquí no nos referiremos a la laboriosidad desplegada en la investigación bíblica y exegética. Pero los logros de la teología de controversia, de la teología positiva y de la teología escolástica, merecen una información de pasada. (1) La teología de controversia fue llevada a su máxima perfección por el cardenal Bellarmino (muerto en 1621). No hay otro teólogo que haya defendido casi toda la teología católica contra los ataques de los reformadores con tanta claridad y fuerza de convicción. Otros teólogos notables por su magistral defensa de la Fe Católica fueron el jesuita español Gregorio de Valencia (muerto en 1603) y sus discípulos Adam Tanner (muerto en 1632) y Jakob Gretser (muerto en 1625), que enseñaron en la Universidad de Ingolstadt. Al inglés Thomas Stapleton (muerto en 1508) debemos una obra, no superada ni siquiera en nuestros días, sobre el principio material y formal del Protestantismo. El cardenal du Perron de Francia (muerto en 1618) entró con éxito en la arena contra Jacobo I de Inglaterra y Philippe de Mornay, y escribió un espléndido tratado sobre la Sagrada Eucaristía. El elocuente orador sagrado Bossuet (muerto en 1627) ejercitó su pluma refutando el Protestantismo desde el punto de vista de la Historia. Las "Præscriptiones Catholicæ", una voluminosa obra del italiano Gravina (7 vols., Nápoles, 1619-39), posee un valor duradero. Martin Becanus (muerto en 1624), un jesuita belga, publicó su práctico y bien conocido “Manuale controversiarum”. En Holanda la defensa de la religión fue llevada a cabo por los dos ilustrados hermanos Adrian (muerto en 1669) y Peter de Walemburg (muerto en 1675), ambos obispos auxiliares de Colonia y ambos controversistas, que bien pueden alinearse entre los mejores. Incluso el distante Oriente estuvo representado por los dos conversos griegos, Pedro Arcudius (muerto en 1640) y León Allatius (muerto en 1669).

(ii) El desarrollo de la teología positiva fue de la mano con el progreso de la investigación sobre la Era Patrística y sobre la historia del dogma. Estos estudios se cultivaron especialmente en Francia y Bélgica. Un cierto número de estudiosos, muy versados en historia, publicaron los resultados de sus investigaciones sobre la historia de los dogmas en particular en excelentes monografías. Morin (muerto en 1659) hizo del Sacramento de la Penitencia la materia de su estudio específico; Isaac Habert (muerto en 1668), la doctrina de los Padres griegos sobre la gracia; Hallier (muerto en 1659), el Sacramento del Orden Sagrado, Garnier (muerto en 1681), el Pelagianismo; Dechamps (muerto en 1701) el Jansenismo: Tricassin (muerto en 1681), la doctrina de San Agustín sobre la gracia. Desgraciadamente, entre los muy dotados representantes de esta escuela histórico-dogmática se iban a encontrar hombres que se desviaron más o menos seriamente de las inmutables enseñanzas de la Iglesia Católica, tales como Bayo, Jansenio el joven, Launoy, de Marca, Dupin y otros. Aunque Nicole y Arnauld eran jansenistas, aun así su monumental obra sobre la Eucaristía, "Perpétuité de la foi" (Paris, 1669-74), no ha perdido todavía su valor. Pero hubo dos hombres, el jesuita Petavius (muerto en 1647) y el oratoriano Louis Thomassin (muerto en 1695), que por su obra que hizo época; “Dogmata theologica”, colocaron la teología positiva sobre una nueva base sin descuidar el elemento especulativo.

(iii) Tan grande fue el entusiasmo con que las órdenes religiosas adoptaron la teología escolástica y la llevaron a la perfección que pareció haber vuelto de nuevo la edad de oro del Siglo XIII. No fue mera casualidad que Santo Tomás y San Buenaventura fueran justo entonces proclamados Doctores de la Iglesia, el primero por Pío V, el otro por Sixto V. Por estos actos papales las dos máximas luminarias del pasado fueron propuestas a los teólogos como modelos a ser imitados celosamente. El Tomismo guardado y protegido por los Dominicos, demostró de nuevo su plena vitalidad. A la cabeza del movimiento tomista estuvo Báñez (muerto en 1604), el primero y máximo oponente del jesuita Molina (muerto en 1600). Escribió un valioso comentario de la “Summa” teológica de Santo Tomás, que combinado con una obra similar de Bartolomé Medina (muerto en 1581), forma un armonioso conjunto. Bajo la dirección de Báñez un grupo de estudiosos dominicos asumió la defensa de la doctrina tomista sobre la gracia: Álvarez (muerto en 1635), de Lemos (muerto en 1629), Ledesma (muerto en 1616), Massoulié (muerto en 1706), Reginaldus (muerto en 1676), Nazarius (muerto en 1646), Juan de Santo Tomás (muerto en 1644), Xantes Mariales (muerto en 1660), Gonet (muerto en 1681), Goudin (muerto en 1695), Cotenson (muerto en 1674), y otros. Sin embargo la obra más erudita, profunda y amplia de la escuela tomista no procedió de los Dominicos sino de los Carmelitas de Salamanca; es su inestimable "Cursus Salmanticensis" (Salamanca, 1631-1712) en 15 volúmenes in folio, un magnífico comentario de la “Summa” de Santo Tomás. Los nombres de los autores de esta obra inmortal no se han transmitido por desgracia a la posteridad. Fuera de la Orden Dominicana, también tuvo el Tomismo celosos e ilustrados amigos: el benedictino Alfonso Curiel (muerto en 1609), Francisco Zumel (muerto en 1607), Juan Puteanus (muerto en 1623) y el irlandés Augustine Gibbon (muerto en 1676), que trabajó en España y en Erfurt, Alemania. Las universidades católicas se mostraron activas en interés del Tomismo. En Lovaina, Willem Estius (muerto en 1613) escribió un excelente comentario del "Liber Sententiarum" de Pedro Lombardo que estaba impregnado del espíritu de Santo Tomás, mientras sus colegas Wiggers y Francis Sylvius (muerto en 1649) explicaban la “Summa” teológica del propio maestro. En la Sorbona el Tomismo estuvo dignamente representado por hombres como Gammaché (muerto en 1625), André Duval (muerto en 1637), y especialmente por el ingenioso Nicolas Ysambert (muerto en 1624). La Universidad de Salzburgo también proporcionó una capaz obra con la “Theologia scholastica" de Augustin Reding, que tuvo la cátedra de Teología en esa universidad de 1645 a 1658, y murió como abad de Einsiedeln en 1692.

Los franciscanos de esta época no abandonaron en manera alguna su oposición doctrinal a la escuela de Santo Tomás, sino que continuaron publicando regularmente comentarios a Pedro Lombardo, en los que por todas partes alienta el espíritu del Escotismo. Fueron especialmente franciscanos irlandeses los que promovieron la actividad teológica de su orden, como Mauritius Hibernicus (muerto en 1603), Anthony Hickay (Hiquæus, muerto en 1641), Hugh Cavellus, y John Ponce (Pontius, muerto en 1660). También merecen ser mencionados los siguientes italianos y belgas: Francesco de Herrera (hacia 1590), Angelus Vulpes (muerto en 1547) Filippo Fabri (muerto en 1530), Bosco (muerto en 1684) y el cardenal Brancati de Lauria (muerto en 1693). Se publicaron manuales escotistas para su uso en las escuelas hacia 1580 por el cardenal Sarnano y por William Herincx, este último actuando bajo la dirección de los Franciscanos. Por otro lado, los Capuchinos se adhirieron a San Buenaventura, como, por ejemplo, Peter Trigos (muerto en 1593), José Zamora (muerto en 1649), Gaudenzio de Brescia (muerto en 1672), Marcus a Baudunio (muerto en 1673) y otros.

Pero no puede cuestionarse que la teología escolástica debe la mayoría de sus obras clásicas a la Compañía de Jesús, que sustancialmente se adhirió a la “Summa” de Santo Tomás, aunque al mismo tiempo hizo uso de una cierta libertad ecléctica, que le parecía estar permitida por las circunstancias de la época. Molina (muerto en 1600) fue el primer jesuita en escribir un comentario de la “Summa” teológica de Santo Tomás. Le siguieron el cardenal de Toledo (muerto en 1596) y Gregorio de Valencia (muerto en 1603), arriba mencionado como distinguido controversista. Un brillante grupo de la Compañía de Jesús son los españoles Francisco Suárez, Gabriel Vázquez y Diego Ruiz. Francisco Suárez (muerto en 1617), el más destacado de ellos, es también el principal teólogo que ha producido la Compañía de Jesús. Su renombre se debe no sólo a la fertilidad y riqueza de sus producciones literarias, sino también a su “claridad, moderación, profundidad y circunspección” (Scheeben). Verdaderamente merece el título de “Doctor eximio” que le dio Benedicto XIV. En su colega Gabriel Vázquez (muerto en 1604), Francisco Suárez encontró un crítico a la vez sutil y severo, que combinaba el conocimiento positivo con la profundidad de especulación. Diego Ruiz (muerto en 1632) escribió obras magistrales sobre Dios y la Trinidad, materias que fueron también tratadas con profundidad por Cristóbal Gil (muerto en 1608), Arrúbal (muerto en 1608), Fernando Bastida (muerto hacia 1609), Valentín Herice y otros nombres que estarán ligados para siempre a la historia del Molinismo. Durante el periodo subsiguiente Jacobo Granado(muerto en 1632), Jean Præpositus (muerto en 1634), Gaspar Hurtado (muerto en 1646) y Antonio Pérez (muerto en 1694) ganaron fama con sus comentarios a Santo Tomás. Pero, mientras se dedicaban a la investigación científica, los Jesuitas nunca olvidaron la necesidad de instrucción. Manuales excelentes, a menudo luminosos, fueron escritos por Arriaga (muerto en 1667), Martín Esparza (muerto en 1670), Francesco d’Amico (muerto en 1651), Martin Becanus (muerto en 1625), Adam Tanner (muerto en 1632), y finalmente por Silvestre Maurus (muerto en 1687), quien es no sólo notable por su claridad, sino también distinguido como filósofo. De la mano de esta literatura más general y extensa fueron importantes monografías, que incorporaban estudios específicos sobre ciertas cuestiones dogmáticas. Integrando las listas contra Bayo y sus seguidores, Martínez de Ripalda (muerto en 1648) escribió la mejor obra sobre el orden sobrenatural. A Leonard Lessius (muerto en 1623) debemos algunos bellos tratados sobre Dios y sus atributos. Giles de Coninck (muerto en 1633) hizo de la Trinidad, la Encarnación y los sacramentos materia de estudios específicos. El cardenal Juan de Lugo (muerto en 1660), notable por su agudeza mental y muy estimado como moralista, escribió sobre la virtud de la fe y los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Claude Tiphanus (muerto en 1641) es el autor de una monografía clásica sobre las nociones de personalidad e hipóstasis. El cardenal Pallavicino (muerto en 1667), conocido como el historiador del Concilio de Trento, ganó reputación como teólogo dogmático por varios de sus escritos.

Tercera época: actividad ulterior y gradual declive del escolasticismo (1660-1760)

Mientras continuaba la obra constructiva y creativa de la época anterior, aunque con vitalidad languideciente, y anunciaba un segundo brote de literatura dogmática, comenzaban otras corrientes de pensamiento que gradualmente preparaban el declive de la teología católica. El Cartesianismo en filosofía, el Galicanismo y el Jansenismo estaban minando la fuerza de la ciencia sagrada. Apenas hubo un país o nación que no se viera infectada por el falso espíritu de la época. Italia sola permaneció inmune y conservó su antigua pureza y ortodoxia en materias teológicas.

Uno podía haber esperado que, si no en todas partes, la teología habría encontrado refugio seguro en las escuelas de las antiguas órdenes religiosas. Aunque incluso algunas de ellas sucumbieron a las malas influencias de la época, perdiendo poco a poco su prístina firmeza y vigor. No obstante es a ellas a quienes se debe casi toda la literatura teológica de este periodo y el renacimiento del Escolasticismo. Un producto de la escuela tomista, ampliamente utilizado y bien adaptado a las necesidades de la época fue la obra clásica del dominico Billuart (muerto en 1757), que con habilidad y gusto excepcionales explica y defiende el sistema tomista en forma escolástica. La teología dogmática del cardenal Gotti, sin embargo, rivaliza, si no supera, con la obra de Billuart, tanto con respecto a la sustancia como a la solidez de su contenido. Otros tomistas produjeron valiosas monografías: Drouin sobre los sacramentos y Bernardo de Rubeis (muerto en 1775) sobre el pecado original. Más eclécticos en su adscripción al Tomismo fueron los cardenales Celestino Sfondrato (muerto en 1696) y Aguirre (muerto en 1699); la obra de este último, “Teología de San Anselmo” en tres volúmenes, está repleta de pensamiento profundo. Entre los Franciscanos, Claudius Frasssen (muerto en 1680) publicó su elegante “Scotus academicus”, un equivalente de la teología tomista de Billuart. De la escuela escotista mencionaremos también a Gabriel Boyvin, Krisper (muerto en 1721), y Kick (muerto en 1769). Eusebius Amort (muerto en 1775), el principal teólogo de Alemania, también representó un género mejor, que combinaba el sólido conservadurismo con la consideración debida a las exigencias modernas. La Compañía de Jesús aún conservaba algo de su antiguo vigor y actividad. Simmonet, Ulloa (muerto hacia 1723) y Marín fueron autores de voluminosas obras escolásticas. Pero ahora comenzaron a afirmarse los intereses didácticos y pedagógicos, y demandaban numerosos libros de texto de teología. Mencionemos a Platel (muerto en 1681), Antoine (muerto en 1743), Pichler (muerto en 1736), Sardagna (muerto en 1775), Erber, Monschein (muerto en 1769) y Gener. Pero tanto en lo que respecta a la materia como a la forma todos estos libros de texto fueron superados por la "Theologia Wirceburgensis", que los jesuitas de Würzburg publicaron en 1766-71. Como añadidura a las antiguas órdenes religiosas, encontramos durante este periodo la nueva escuela de los Agustinos, que basaron su teología en el sistema de Gregorio de Rímini más que en el de Egidio de Roma. Por el énfasis que pusieron en el elemento rigorista de la doctrina de la gracia de San Agustín, fueron en una época sospechosos de ser seguidores de Bayo y de Jansenio, pero fueron absueltos de esta sospecha por Benedicto XIV. A esta escuela pertenecieron el erudito Lupus (muerto en 1681) en Lovaina y el cardenal Noris (muerto en 1704), distinguido por su sutil intelecto. Pero su mejor obra de teología dogmática provino de la pluma de Lorenzo Berti (muerto en 1766). Sus colaboradores en el mismo campo fueron Bellelli (muerto en 1742) y Bertieri. El Oratorio francés, cayendo de su elevada eminencia se enterró en el Jansenismo, como lo indican de manera suficiente los nombres de Quesnel, Lebrun y Juenin.

La Sorbona de París, al desarrollar los gérmenes del Jansenismo y el Galicanismo, dejó de mantenerse al día. Haciendo abstracción de este hecho, sin embargo, la teología debe obras de gran mérito a hombres como Louis Habert (muerto en 1718), du Hamel (muerto en 1706), L’Herminier o Witasse (muerto en 1716). Estimables excepciones fueron Louis Abelly (muerto en 1691) y Martin Grandin, que se distinguieron por su lealtad a la Iglesia. El mismo elogio debe hacerse de Honorat Tournély (muerto en 1729), cuyas "Prælectiones dogmaticæ" se cuenta entre los mejores libros de texto teológicos. Firme opositor del Jansenismo, habría sin duda desafiado al Galicanismo si no lo hubieran impedido las leyes del reino. Por lo demás, la Iglesia dependía casi exclusivamente de Italia en su combate científico contra los perniciosos errores de la época. Allí se había reunido un selecto grupo de estudiosos que valerosamente combatían por la pureza de la fe y los derechos del Papado. En la vanguardia contra el Jansenismo estaban los jesuitas Domenico Viva (muerto en 1726), La Fontaine (muerto en 1728), Alticozzi (muerto en 1777) y Faure (muerto en 1779). El Galicanismo y el Josefinismo fueron duramente hostigados por los teólogos de la Compañía de Jesús, especialmente por Zaccaria (muerto en 1795), Muzzarelli (muerto en 1749), Bolgeni (muerto en 1811), Roncaglia y otros. Los jesuitas fueron hábilmente secundados por los dominicos Orsi (muerto en 1761) y Mamachi (muerto en 1792). Otro paladín en esta lucha fue el cardenal Gerdil (muerto en 1802). Parcialmente pertenece a esta época la fructífera actividad de San Alfonso de Ligorio (muerto en 1787), cuyos escritos, más populares que científicos se opusieron enérgicamente al ponzoñoso espíritu de la época.

Cuarta época: decadencia de la teología católica (1760-1840)

Muchas circunstancias, tanto internas como externas, contribuyeron a la posterior decadencia de la teología que ya había empezado en la época precedente. En Francia aún estaba la poderosa influencia del Jansenismo y el Galicanismo, en el Imperio Alemán la difusión del Josefinismo y el Febronianismo había minado la vitalidad de la teología ortodoxa. La supresión de la Compañía de Jesús por Clemente XIV en 1773 privó a la teología de sus más capaces representantes. A estos factores debe añadirse la paralizadora influencia de la “Ilustración” que, surgiendo del Deismo inglés, fue engrosada por el Enciclopedismo francés y finalmente inundó todos los países europeos. La Revolución Francesa y las expediciones militares de Napoleón por toda Europa no dejaron de tener malas consecuencias. La falsa filosofía de la época (Kant, Schelling, Fichte, Hegel, Cousin, Comte, etc.) por la que incluso muchos téologos fueron engañados, engendró no sólo un indisimulado desdén por el Escolasticismo e incluso por Santo Tomás, sino que también adoptó una concepción superficial del Cristianismo, cuyo carácter sobrenatural fue oscurecido por el Racionalismo. En verdad, el espíritu de los siglos pasados aún estaba vivo en Italia, pero las desfavorables circunstancias de la época impidió su crecimiento y desarrollo. En Francia la Revolución y las continuas campañas paralizaron o sofocaron toda actividad productiva. De Lamennais (muerto en 1854), el comienzo de cuya carrera había ofrecido promesas del orden más alto, se apartó de la verdad y condujo a otros por el mal camino. Los católicos de Inglaterra gemían bajo la opresión política y la intolerancia religiosa. España se había vuelto estéril. Alemania sufría la plaga de la “Ilustración”. Por suavemente que se juzguen las aberraciones de Wessenberg (1774-1860), Vicario general de Constanza, que había asimilado las falsas ideas de su época, es cierto que el movimiento iniciado por él marcó una decadencia tanto en materias eclesiásticas como científicas. Pero cuanto más pobres eran las producciones de los teólogos, más grande era su orgullo. Despreciaban a los teólogos antiguos, a quienes no podían ni leer ni entender. Entre las pocas obras de mejor clase estaban los manuales de Wiest (1791), Klüpfel (1789), Dobmayer (1807) y Brenner (1826). El exjesuita Benedict Stattler (muerto en 1797) trató de aplicar al dogma la filosofía de Christian Wolff, Zimmer (1802), incluso la de Schelling. La única obra que, uniendo la solidez con un leal espíritu católico, marcó una vuelta a las viejas tradiciones de la escuela fue la teología dogmática de Liebermann (muerto en 1844), que enseñó en Estrasburgo y Maguncia; apareció en los años 1819-26 y tuvo varias ediciones. Pero ni siquiera Liebermann fue capaz de ocultar su disgusto por los escolásticos. El renovado intento de Hermes (muerto en 1831) de Bonn de tratar la teología católica con un espíritu kantiano fue no menos fatal que el de Günther (muerto en 1863) en Viena, que pretendió desvelar los misterios del Cristianismo por medio de una Gnosis moderna y resolverlos en verdades puramente naturales. Si la teología positiva y especulativa hubiera de ser regenerada alguna vez, sería por una vuelta a la fuente de su vitalidad, las gloriosas tradiciones del pasado.

Quinta época: Restauración de la teología dogmática (1840-1900)

El despertar de la vida católica en los años cuarenta trajo naturalmente consigo el renacimiento de la teología católica. Alemania especialmente donde el declive había ido más lejos, mostró signos de una notable regeneración y de una vigorosa salud. El impulso externo fue dado por Joseph Görres (muerto en 1848), el “que grita fuerte en la lucha”. Cuando el gobierno prusiano encarceló al arzobispo von Droste-Vischering de Colonia por la postura que había tomado en la cuestión de los matrimonios mixtos, los ardientes llamamientos de Görres empezaron a llenar de insólito ánimo los corazones de los católicos, incluso fuera de Alemania. Los teólogos alemanes oyeron la llamada y una vez más se pusieron a la obra que les era propia. Döllinger (muerto en 1890) desarrolló la historia de la Iglesia, y Möhler adelantó la patrología y el simbolismo. La teología tanto especulativa como positiva recibió nuevo vigor, la primera a través de Klee (muerto en 1840), la segunda por medio de Staudenmeier (muerto en 1856). Al mismo tiempo hombres como Kleutgen (muerto en 1883), Werner (muerto en 1888) y Stöckl (muerto en 1895) ganaban para el desdeñado Escolasticismo un nuevo lugar de honor por sus completos escritos históricos y sistemáticos. En Francia y Bélgica la teología dogmática del cardenal Gousset de Reims (muerto en 1866) y los escritos del obispo Malou de Brujas (muerto en 1865) ejercieron gran influencia. En Norteamérica las obras del arzobispo Kenrick (muerto en 1863) hicieron incontable bien. El cardenal Camillo Mazzella (muerto en 1900) debe ser contado entre los teólogos norteamericanos, pues escribió sus obras dogmáticas mientras ocupaba la cátedra de teología en Woodstock College, Maryland. En Inglaterra, los grandes cardenales Wiseman (muerto en 1865), Manning (muerto en 1892) y Newman (muerto en 1890) se convirtieron por sus obras y hechos en poderosos agentes del renacimiento de la vida católica y el progreso de la teología católica.

En Italia, donde las mejores tradiciones nunca se habían olvidado, hombres clarividentes como Sanseverino (muerto en 1865), Liberatore (muerto en 1892) y Tongiorgi (muerto en 1865) se pusieron a trabajar para restaurar la filosofía escolástica, porque se descubrió que era el arma más efectiva contra los errores de la época, esto es, el tradicionalismo y el ontologismo, que tenían numerosos seguidores entre los estudiosos católicos en Italia, Francia y Bélgica. La obra pionera en teología positiva le cupo en suerte al famoso jesuita Perrone (muerto en 1876) en Roma. Sus obras sobre teología dogmática, extendidas por todo el mundo católico, liberaron la teología de los miasmas que la habían infectado. Bajo su liderazgo una brillante falange de teólogos, como Passaglia (muerto en 1887), Schrader (muerto en 1875) el cardenal Franzelin (muerto en 1886), Palmieri (muerto en 1909) y otros, continuaron la obra tan felizmente comenzada y reafirmaron el derecho del elemento especulativo en el dominio de la teología. Eminente entre los Dominicos fue el cardenal Zigliara, un maestro inspirador y un fértil autor. Así desde Roma, el centro del Catolicismo, donde se reunían estudiantes de todos los países, se desarrolló una nueva vida e impregnó a todas las naciones. Alemania donde Baader (muerto en 1841), Günther y Frohschammer (muerto en 1893) seguían difundiendo sus errores, participó de la inspiración general y produjo cierto número de teólogos destacados como Kuhn (muerto en 1887), Berlage (muerto en 1881), Dieringer (muerto en 1876), Oswald (muerto en 1903), Knoll (muerto en 1863), Denzinger (muerto en 1883), von Schäzler (muerto en 1880), Bernard Jungmann (muerto en 1895), Heinrich (muerto en 1891) y otros. Pero el máximo teólogo de Alemania en esta época fue Joseph Scheeben (muerto en 1888), un hombre de notable talento para la especulación. En medio de este despertar universal se celebró el Concilio Vaticano (1870) y se publicó la Encíclica del Papa León XIII sobre el valor de la filosofía y teología escolástica, especialmente la tomista (1879). Ambos acontecimientos se convirtieron en hitos de la historia de la teología dogmática. Se desplegó una enérgica actividad en todas las ramas de la ciencia sagrada y aún se mantiene. Incluso aunque, teniendo en cuenta las necesidades de la época y la situación hostil, los teólogos cultivan más asiduamente los estudios históricos, tales como la historia de la Iglesia, la arqueología cristiana, la historia del dogma y la historia de la religión, aun así no faltan signos de que, al lado de la teología positiva, el Escolasticismo también entra en una nueva era de progreso. La Historia muestra que tras los grandes concilios ecuménicos siguen periodos de progreso en la teología. Tras el primer Concilio de Nicea (325) vino el gran periodo de los Padres; después del 4º Concilio de Letrán (1215) la maravillosa época del Escolasticismo maduro; y después del Concilio de Trento (1545-63) la actividad del Escolasticismo tardío. No es demasiado esperar que el Concilio Vaticano que ha sido aplazado indefinidamente después de algunas sesiones generales, será seguido por un periodo similar de progreso y esplendor.

Bibliografía

No se ha escrito aún una historia crítica del dogma católico. En general cf. LAFORÊT, Coup d' oeil sur l'histoire de la Théologie dogmatique (Lovalna, 1851). Se da un amplio material en: POSSEVIN, Apparatus sacer (3 vols., Venecia, 1603-06); DU PIN, Nouvelle Bibliothéque des auteurs ecclésiastiques (11 vols., París, 1686-1714); OUDIN, Commentarius de scriptoribus ecclesiasticus (3 vols., Leipzig, 1722); CAVE, Scriptorum ecclesiasticorum historia literaria (2ª ed., Oxford, 1740-43); FABRlCIUS, Bibliotheca latina medioe et infimoe oetatis (5 vols., Hamburgo, 1734--); CEILLIER, Histoire générale des Auteurs sacrés et ecclésiastiques (2ª ed., 19 vols., París, 1858-70); SMITH AND WACE, Dict. Christ. Biog., MICHAUD, Biographie universelle ancienne et moderne (2ª ed., 45 vols., París, 1842-65); WERNER, Geschichte der apologetischen und polemischen Literatur der christl. Religion (5 vols., Schaffhausen, 1861--); CAPOZZA, Sulla Filosofia dei Padri e Dottori della Chiesa e in ispecialita di San Tommaso (Nápoles, 1868); WILLMANN, Geschichte des Idealismus (2ª ed., 3 vols., Brunswick, 1908). Una valiosa obra de referencia es HURTER, Nomenclator. Con respecto a los diversos países cf. TANNER, Bibliotheca Brittanico-Hibernica seu de scriptoribus, qui in Anglia, Scotia et Hibernia ad soec. xviii initium floruerunt (Londres, 1748); Dict. Nat. Biog. Los MAURISTAS publicaron: Histoire littéraire de la France (12 vols., París, 1733-63), que fue continuada por el INSTITUT DE FRANCE (20 Vols., París, 1814-1906); MAZZUCHELLI, Gli scrittori d'ltalia (2 vols., Brescia, 1753-63); TIRABOSCHI, Storia della Letteratura italiana (13 vols., Módena, 1771-82); KRUMBACHER, Geschichte der byzantinischen Literatur (2ª ed., Munich, 1897); WRIGHT, A Short History of Syriac Literature (Londres, 1894); CHABOT, Corpus scriptorum Christianorum orientalium (París, 1903--). Respecto a las diversas órdenes religiosas cf. ZIEGEL-BAUER, Historia rei literarioe Ordinis S. Benedicti (4 vols., Augsburgo, 1754); TASSIN, Histoire littéraire de la Congrégation de Saint-Maure (Bruselas, 1770); WADDING, Scriptores Ordinis Minorum (2ª ed., 2 vols., Roma, 1805); DE MARTIGNY, La Scolastique et les traditions franciscaines (París, 1888); FELDER, Geschichte der wissenschaftlichen Studien im Franziskanerorden (Freiburg, 1904); QUÉTIF ECHARD, Scriptores Ordinis Proedicatorum (2 vols., París, 1719-21); REICHERT, Monumenta Ordinis Fratrum Proedicatorum historica (Roma, 1896--); DE VILLIERS, Bibliotheca, Carmelitana notis criticis et dissertationibus illustrata (2 vols., Orléans, 1752); DE VISCH, Bibliotheca scriptorum Ordinis Cisterciensis (2ª ed., Colm, 1656); GOOVAERTS, Dictionnaire biobibliographique des écrivains, artistes et savants de Ordre de Prémontré (2 vols., Bruselas, 1899-1907); WINTER, Die Prämonstratenser des 12. Jahrhunderts (Berlín, 1865); OSSINGER, Bibliotheca Augustiniana historica, critica et chronologica (Ingolstadt, 1768); SOUTHWELL, Bibliotheca scriptorum Societatis Jesu (Roma, 1676); SOMMERVOGEL, Bibliothèque de la Compagnie de Jésus (9 vols., Bruselas y París, 1890-1900), Las historias del dogma de SCHWANE, HARNACK, TIXERONT, etc., pueden consultarse también con provecho.

Respecto a la literatura específica del Periodo Patrístico, cf. EHRHARD, Die altchristliche Literatur u. ihre Erforschung seit 1880 (2 vols., 1894-1900); DONALDSON, A Critical History of Christian Literature and Doctrine from the Death of the Apostles to the Nicene Council (3 vols., Londres, 1865-66); RICHARDSON, The Antenicene Fathers. A Bibliographical Synopsis (Buffalo, 1887); CRUTTWELL, A Literary History of Early Christianity (2 vols., Londres, 1893); SCHOENEMANN, Bibliotheca historico-litteraria Patrum latinorum a Tertulliano usque ad Gregorium M. et Isidorum Hispalensem (2 vols., Leipzig, 1792-94); HARNACK, Geschichte der altchristlichen Literatur bis Eusebius (3 vols., Leipzig, 1893-1904); MÖHLER, Patrologie (Ratisbona, 1840); MIGNE-SEVESTRE, Dictionnaire de Patrologie (4 vols., París, 1851-55); NIRSCHL, Lehrbuch der Patrologie u. Patristik (3 vols., Maguncia, 1881-85); ALZOG, Grundriss der Patrologie (4ª ed., Freiburg, 1888); FESSLER-JUNGMANN, Institutiones Patrologioe (2 vols., Innsbruck, 1890-1896); BARDENHEWER, Geschichte der altkirchlichen Literatur, I-II (Freiburg, 1902-3): IDEM, Patrologie (3ªed., Freiburg, 1910); RAUSCHEN, Grundriss der Patrologie (3ª ed., Freiburg, 1910); STÖKL, Geschichte der christl. Philosophie zur Zeit der Kirchenväter (Maguncia, 1891). De garn importancia son también: A. HARNACK U. C. SCHMIDT, Texte u. Untersuchungen zur Geschichte der altchristl. Literatur (Leipzlg, 1882--); ROBINSON, Texts and Studies (Cambridge, 1891--); HEMMER-LEJAY, Textes et Documents (París, 1904--).

Respecto a la Edad Media, cf. especialmente SCHEEBEN, Dogmatik, I (Freiburg, 1873) 423 y ss..; GRABMANN, Geschichte der scholastichen Methode, I, II (Freiburg, 1909-11); IDEM en BUCHBERGER, Kirchliches Handlexikon, s.v. Scholastik; SIGHARDT, Albertus Magnus, sein Leben u. seine Werke (Ratisbona, 1857); WERNER, Der hl. Thomas von Aquin (3 vols., Ratisbona, 1858--); BACH, Die Dogmengeschichte des Mittelalters vom christologischen Standpunkt (2 vols., Viena, 1873-75); SIMLER, Des sommes de théologie (París, 1871). Respecto a las universidades cf. BULÆUS, Historia Universitatis Parisiensis (París, 1665-73); DENIFLE, Die Universitäten des Mittelalters, I (Berlín, 1885); DENIFLE AND CHATELAIN, Chartularium Universitatis Parisiensis (4 vols., París, 1889-97); RASHDALL, The Univerities of Europe in the Middle Ages (Oxford, 1895); FERET, La Faculté de Théologie de Paris et ses Docteurs les plus célèbres, I: Moyen-âge (4 vols., París. 1894-97); ROBERT, Les écoles et l'enseignement de la Théologie pendant la première moitié du XII siècle (París, 1909); MICHAEL, Geschichte des deutschen Volkes vom 3. Jahrh. bis zum Ausgang des Mittelalters, II, III (Freiburg, 1899-1903); EBERT, Allgemeine, Geschichte der Literatur des Mittelalters im Abendlande (3 vols., Leipzig, 1874-87). Respecto a la filosofía escolástica, cf. HAURÉAU, Histoire de la Philosophie scolastique (3 vols., París. 1872); DE WULF, History of Medieval Philosophy, tr. COFFEY (Londres, 1909); STÖCKL, Geschichte der Philosophie des Mittelalters (3 vols., Maguncia, 1864-66); BÄUMKER en Die Kultur der Gegenwart by HINNEBERG, I (Leipzig, 1909), 5; DENIFLE AND EHRLE, Archiv für Literatur- u. Kirchengeschichte (7 vols., Berlín y Freiburg, 1885-1900); BÄUMKER AND VON HERTLING, Beiträge zur Philosophie des Mittelalters (Münster, 1891--). Sobre el misticismo cf. PREGER, Geschichte der deutschen Mystik im Mittelalter (3 vols., Leipzig, 1874-93); LANGENBERG, Quellen u. Forschungen zur Geschichte der deutschen Mystik (Leipzig, 1904); RIBET, La Mystique divine (4 vols., París, 1895--); DELACROIX, Etudes d'histoire et de psychologie du Mysticisme (París, 1908).

Sobre la época moderna cf. GILLOW, Bibl. Dict. Eng. Cath.; FERET, La Faculté de Théologie de Paris et ses Docteurs les plus célèbres: II, Epoque moderne (3 vols., París, 1900-04); LAEMMER, Vortridentinische Theologen des Reformationszeitalters (Berlín, 1858); WERNER, Franz Suarez u. die Scholastik der letzten Jahrhunderte (2 vols., Ratisbona, 1860); IDEM, Geschichte der Theologie in Deutschland seit dem Trienter Konzil bis zur Gegenwart (2ªed., Ratisbona, 1889); para la época de la "Ilustración" en particular, cf. RÖSCH, Das religiöse Leben in Hohenzollern unter dem Einfluss des Wessenbergianismus (Freiburg, 1908); IDEM, Ein neuer Historiker der Aufklärung (Freiburg, 1910); contra él, MERKLE, Die katholische Beurteilung des Aufklärungszeitalters (Würzburg, 1909); IDEM, Die kirchliche Aufklärung im katholischen Deutschland (Würzburg, 1910); SÄGMÜLLER, Wissenschaft u. Glaube in der kirchlichen Aufklärung (Tübingen, 1910); IDEM, Unwissenschaftlichkeit u. Unglaube in der kirchlichen Aufklärung (Tübingen, 1911); HETTINGER, Thomas von Aquin u. die europäische Civilisation (Würzburg, 1880); WEHOFER, Die geistige Bewegung im Anschluss an die Thomas-Enzyklika Leo's XIII (1897); DE GROOT, Leo XIII u. der hl. Thomas (1897); BELLAMY, La Théologie catholique au XIX siècle (París, 1904).

Fuente: Pohle, Joseph. "History of Dogmatic Theology." The Catholic Encyclopedia. Vol. 14. New York: Robert Appleton Company, 1912. <http://www.newadvent.org/cathen/14588a.htm>.

Traducido por Francisco Vázquez