Diferencia entre revisiones de «Impostores»
De Enciclopedia Católica
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Bajo este título recogemos cierto número de personajes indeseables que, aunque no tienen entidad suficiente para exigir un tratamiento independiente, han tenido tal notoriedad en diferentes épocas o causado perturbación en la Iglesia por sus engaños o su infamia moral, que no pueden ser ignorados en una obra como la presente. Que habría hipócritas que se aprovecharían del ejercicio de la piedad para enmascarar sus propios planes diabólicos, había sido claramente predicho por Cristo en los Evangelios. “Guardaos de los falsos profetas”, había dicho, “que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mt 7, 15), y de nuevo “Pues surgirán falsos cristos y falsos profetas y realizarán señales y prodigios con el propósito de engañar, si fuera posible, a los elegidos” (Mc 12, 22), Lo mismo escuchamos en otros libros del Nuevo Testamento; por ejemplo: “...muchos falsos profetas han venido al mundo” (I Jn 4, 1); “Hubo también en el pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas...” (II Pe 2, 1). El temprano cumplimiento de estas predicciones se atestigua por el lenguaje de la "Didajé" (caps. 11 y 16), y por Justino mártir (sobre el 150 A.C.) quién observa: “Nuestro Señor dijo que muchos falsos profetas y falsos cristos aparecerían en su nombre y engañarían muchos; y así ha ocurrido”. Muchos han enseñado doctrinas ateas, blasfemas e impías forjadas en Su nombre" (Dial., c. LXXXII). | Bajo este título recogemos cierto número de personajes indeseables que, aunque no tienen entidad suficiente para exigir un tratamiento independiente, han tenido tal notoriedad en diferentes épocas o causado perturbación en la Iglesia por sus engaños o su infamia moral, que no pueden ser ignorados en una obra como la presente. Que habría hipócritas que se aprovecharían del ejercicio de la piedad para enmascarar sus propios planes diabólicos, había sido claramente predicho por Cristo en los Evangelios. “Guardaos de los falsos profetas”, había dicho, “que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mt 7, 15), y de nuevo “Pues surgirán falsos cristos y falsos profetas y realizarán señales y prodigios con el propósito de engañar, si fuera posible, a los elegidos” (Mc 12, 22), Lo mismo escuchamos en otros libros del Nuevo Testamento; por ejemplo: “...muchos falsos profetas han venido al mundo” (I Jn 4, 1); “Hubo también en el pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas...” (II Pe 2, 1). El temprano cumplimiento de estas predicciones se atestigua por el lenguaje de la "Didajé" (caps. 11 y 16), y por Justino mártir (sobre el 150 A.C.) quién observa: “Nuestro Señor dijo que muchos falsos profetas y falsos cristos aparecerían en su nombre y engañarían muchos; y así ha ocurrido”. Muchos han enseñado doctrinas ateas, blasfemas e impías forjadas en Su nombre" (Dial., c. LXXXII). | ||
Última revisión de 15:43 16 sep 2024
Bajo este título recogemos cierto número de personajes indeseables que, aunque no tienen entidad suficiente para exigir un tratamiento independiente, han tenido tal notoriedad en diferentes épocas o causado perturbación en la Iglesia por sus engaños o su infamia moral, que no pueden ser ignorados en una obra como la presente. Que habría hipócritas que se aprovecharían del ejercicio de la piedad para enmascarar sus propios planes diabólicos, había sido claramente predicho por Cristo en los Evangelios. “Guardaos de los falsos profetas”, había dicho, “que vienen a vosotros con disfraces de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces” (Mt 7, 15), y de nuevo “Pues surgirán falsos cristos y falsos profetas y realizarán señales y prodigios con el propósito de engañar, si fuera posible, a los elegidos” (Mc 12, 22), Lo mismo escuchamos en otros libros del Nuevo Testamento; por ejemplo: “...muchos falsos profetas han venido al mundo” (I Jn 4, 1); “Hubo también en el pueblo falsos profetas, como habrá entre vosotros falsos maestros que introducirán herejías perniciosas...” (II Pe 2, 1). El temprano cumplimiento de estas predicciones se atestigua por el lenguaje de la "Didajé" (caps. 11 y 16), y por Justino mártir (sobre el 150 A.C.) quién observa: “Nuestro Señor dijo que muchos falsos profetas y falsos cristos aparecerían en su nombre y engañarían muchos; y así ha ocurrido”. Muchos han enseñado doctrinas ateas, blasfemas e impías forjadas en Su nombre" (Dial., c. LXXXII).
Dejando de lado mentiras que no son de nuestra competencia, como la sucesiva aparición de pseudo-mesías entre los judíos, hombres como Juan de Giscala y Simón Bar-Giora, quién jugó un terrible papel en la historia del sitio de Jerusalén, reconocemos en Simón el Mago, sobre el que leemos en los Hechos 8, 5-24, el primer notorio impostor de la historia de la iglesia cristiana. Ofreció a San Pedro dinero para obtener el poder de dar a otros los dones del Espíritu Santo, y los Hechos no añaden sobre él más que antes había practicado la hechicería y embrujado a la gente de Samaria. Pero Justino Mártir y otros escritores tempranos nos informan que después fue a Roma, realizó allí milagros por el poder del demonio y recibió honores divinos tanto en Roma como en su propio país. Aunque se recogieron muchas leyendas extravagantes alrededor del nombre de este Simón, y en particular la historia de una supuesta disputa en Roma entre él y San Pedro, cuando Simón, que intentaba volar, fue bajado a tierra por la palabra del Apóstol, rompiéndose su pierna en la caída, parece probable, no obstante, que deba haber algún fundamento para lo relatado por Justino y aceptado por Eusebio. El Simón el Mago histórico, sin ninguna duda, fundó alguna clase de religión como falsificación del Cristianismo en la que exigió tener un papel análogo al de Cristo.
Un gran número de impostores están asociados con las herejías de los siglos segundo y tercero y con otras posteriores. El gnóstico Marco es conocido por haber enseñado la combinación de las más extravagantes formulas, por las cuales los iniciados, tras la muerte, dejan su cuerpo en este mundo, sus almas con el Demiurgo, y “ascienden en espíritu al pleroma", con los más bajos trucos, pretendiendo, por ejemplo, mostrar el contenido de un cáliz de vidrio que cambiaba de color milagrosamente después de la consagración (Ireneo, "Contra Hæreses", I, XIII - XXI). Semejantemente es, o al menos muy dudoso, el profetismo frenético de dos mujeres, Priscila y Maximila, que dejaron a sus maridos para recorrer el país de Frígia con el hereje Montano, no son consideradas como impostoras conscientes. Sus antagonistas ortodoxos mantuvieron vigorosamente que todos los líderes de la secta estaban poseídos por el diablo y debían ser obligados a someterse a un exorcismo. No todas las extravagancias eran exclusivas de oriente, aunque la mayoría abundó allí. San Gregorio de Tours nos habla de un fanático medio loco que, al final del siglo sexto, declaró ser Cristo y que viajó por los alrededores de Arles en compañía de una mujer llamada María. Era conocido por obrar milagros de curación y masas de gente creyeron en él y le dieron honores divinos. Al final se desplazaba con más de tres mil seguidores hasta que fue muerto al enfrentarse con violencia a un enviado del obispo Aurelio. La mujer llamada María, bajo tortura, descubrió todos sus fraudes, pero muchos del populacho todavía creyeron en ellos, y varios aventureros acompañados por profetisas histéricas parecen haber florecido en la Galia en esa misma época (Greg. Turon., "Hist"., X, 25). Todavía más famosos fueron los impostores Adalberto y Clemente que se opusieron a la autoridad de San Bonifacio en Alemania sobre el año 744. Adalberto, que era galo, reclamó haber sido honrado con favores sobrenaturales desde su nacimiento. Sacaba a la gente de las iglesias, les daba pedazos de sus uñas y pelo como reliquias, y les decía que era innecesario que le confesaran sus pecados porque él ya leía sus corazones.
Clemente, un escocés, rechazaba los cánones de la Iglesia sobre el matrimonio y otras cuestiones disciplinarias y mantenía que Jesucristo, en su descenso a los infiernos, había liberado todas las almas confinadas allí, incluso los condenados y no bautizados. El problema de estos obispos heréticos fue llevado a Roma y discutido por el Papa Zacarías en un concilio celebrado en el 745, en el que se leyó en voz alta una carta milagrosa de Jesucristo que Adalberto pretendió que había bajado del cielo y le había sido entregada por el Arcángel Miguel. Al final, el concilio pronunció sentencia de deposición y excomunión contra los dos acusados (cf. Hefele, "Conciliengeschichte", §§ 363-367; Hauck, "Kirchengeschichte Deutschlands", I, 554 seq.)..
A lo largo de la Edad Media nos encontramos con muchos ejemplos de estos fanáticos medio locos, y nuestra imperfecta información no nos permite generalmente afiemar en qué medida la locura o el fraude consciente eran responsables de sus pretensiones. Estos casos se multiplicaron más habitualmente en momentos de calamidad nacional o de excitación religiosa.
La época del año 1000, debido a la vaga expectativa (una expectativa que fue sin embargo muy exagerada), de la venida del día del juicio (cf. Ap 20, 7) marcó una crisis, y Raoul Glaber (Migne, P., L., CXLII, 643-644) nos habla en particular de dos agitadores eclesiásticos, uno llamado Leotardo, en Châlons, y el otro Wilgardo, en Rávena que causaron graves perturbaciones en ese momento. Leotardo pretendió haber tenido revelaciones extraordinarias y predicó una clase de doctrina socialista previniendo a la gente sobre el pago de los diezmos. Cuando sus seguidores lo abandonaron se ahogó en un pozo. Wilgardo parece haber sido un fanático literario que se creía, por una visión, enviado por Virgilio, Horacio y Juvenal para corregir la enseñanza dogmática de la Iglesia. Tuvo muchos seguidores y creó, por algún tiempo, una clase de cisma hasta que fue condenado por la autoridad papal. De todos los ilusos, de cuya cordura sin embargo podemos dudar, el más notable fue el anabaptista Juan de Leyden (John Bokelzoon), quién más tarde (1533) se convertiría en el tirano de Münster. Se creía dotado de dones y poderes de sobrenaturales, y le encantaba actuar como ejecutor público de sus propias sentencias, despedazando a sus víctimas con sus propias manos. El período del gran Cisma de Oriente también fue una época en la que muchas personas fanáticas o arteras recogieron una rica cosecha de la credulidad del populacho. Un griego, conocido como Paulus Tigrinus, que pretendía ser Patriarca de Constantinopla, tras una exitosa carrera de fraudes en Chipre y otros lugares, llegó a Roma dónde fue descubierto y encarcelado por Urbano VI. Tras la elección de Bonifacio IX fue liberado y se refugió junto al Duque de Saboya a quien planteó la misma pretensión de ser el verdadero Patriarca de Constantinopla. Por este príncipe fue enviado con un docena de caballos a Aviñón y recibido como patriarca por el antipapa, Clemente VII. De allí escapó, llevando con él muchos ricos regalos que había recibido del engañado Clemente. Otro impostor famoso de este período fue un fraile franciscano, un tal James de Jülich que desempeño todas las funciones de obispo sin haber recibido nunca la consagración episcopal. Primero fue admitido como obispo auxiliar por Florencio, obispo de Utrecht. Se provocó un gran escándalo y disturbios cuando la verdad fue descubierta, a causa del gran número de personas a quienes había (inválidamente, claro) ordenado sacerdotes. Fue degradado solemnemente en 1392 por una comisión de siete obispos y, entregado al brazo secular, fue sentenciado a ser hervido vivo, pero esta sentencia fue mitigada en la ejecución.
Nada sin embargo podría ilustrar más claramente hasta que punto un período de guerra civil anima a los visionarios e impostores religiosos que la historia de la santa heroína de Francia, Juana de Arco. De hecho, el principal obstáculo al reconocimiento de su propia inspiración se encontraba en la circunstancia que varias otras visionarias, de las que Catalina de La Rochelle es la más conocida, reclamaban, en este mismo periodo, misiones divinas similares. Los hechos se han exagerado, para sus propios propósitos, por escritores tales como Vallet de Viriville (Charles VII, II, 129) y Anatole France (Jeanne el d'Arc, II, 96); pero había ciertamente un gran numero de estos impostores, hombres y mujeres, y en particular, cinco años después de que la Doncella fuera quemada en la hoguera, otra mujer la personificó y fue recibida en Orléans como la verdadera Juana de Arco, y encontró influyentes partidarios durante más de tres años.
Otros casos de impostura en el siglo decimoquinto fueron indudablemente fomentados por las herejías Wycliffita y Husita. Si Sir John Oldcastle, el mártir de los Wycliffitas, realmente creyó, como afirma una fiable autoridad contemporánea, que resucitaría tres días después de su muerte, fue claramente víctima de engaños, pero los detalles asociados con la veneración de las cenizas de Richard Wyche, quemado en 1440 (Gairdner, "Lollardy", I, 171), implican alguna mezcla de fraude deliberado. En Alemania, las revueltas sociales animadas principalmente por las doctrinas de los husitas, fueron aprovechadas por más de un aventurero. Johann Böhm, que en 1476 reunió a su alrededor una muchedumbre de campesinos, que llegaron a sumar a veces 30.000, en Nikiashausen de Franconia, parece que fue el instrumento los husitas, más astutos que él. Declaró haber tenido revelaciones de la Bienaventurada Virgen y declaró la guerra al reconocimiento de cualquier autoridad eclesial, al pago de los diezmos y de hecho a toda propiedad. Fue después capturado por el obispo de Wurzburg y quemado (Janssen, "Gesch. d.deutschen Volkes", II, 401). Algo similar, por sus objetivos parcialmente sociales, fue la rebelión en tierra inglesa de Jack Cade, que confesaba ser descendiente de los Condes de Mortimer. Es difícil decidirlo si estas pretensiones o un cierto carácter charlatán ganaron su influencia sobre sus seguidores. Después de que Londres estuviera durante un día o dos en manos de los rebeldes, la revuelta fue apagada y Cade finalmente muerto (1450). Otras dos imposturas de fecha algo más tardías —la de Lamberto Simnel (1487), quién pretendió ser el hijo del asesinado Duque de Clarence, y Perkin Warbeck (1497), quién se presentaba como Ricardo, Duque de York, el más joven de los dos príncipes que se cree fueron ahogados en la Torre —son famosas en la historia inglesa, pero ninguna de ellas tuvo carácter religioso.
Por la misma razón no necesitamos tocar aquí otras suplantaciones de personas de dignidad real, e. g. Alexis Comnenus que apareció en el siglo doce como rival de Isaac Comnenus II; Balduino que apareció en Flandes en 1225 después de la muerte del verdadero Balduino en oriente; el aventurero que suplantó a Federico II y que, cuando fue detenido y torturado por el emperador Rodolfo en 1284, reconoció el fraude, por no hablar de muchos otros. Sin embargo, dos suplantadores de la realeza similares tuvieron mayores consecuencias, y la suplantación, si lo fue, está enterrada en el más profundo misterio. Cuando el rey Sebastián de Portugal luchó en 1578 su última desesperada batalla contra los moros en tierras africanas, hubo algún evidente conflicto con respecto a la manera de su muerte y aunque lo que se pretendió que era su cuerpo muerto se llevó y enterró en Portugal, circularon rumores persistentemente que había escapado y todavía estaba vivo. Influenciados por el hecho de que Felipe II de España reclamaba y ocupaba el trono del reino de su hermana, aparecieron una serie de fingidores, cada uno afirmaba ser el verdadero Sebastián, el que se creía que había perecido. Los tres primeros de estos pretendientes eran pícaros comunes, pero el cuarto hizo su papel con una firmeza extraordinaria y una habilidad consumada. Obtuvo el reconocimiento de varias personas que habían conocido bien a Sebastián y, aunque el Virrey español de Nápoles lo detuvo y lo envió a galeras, parece que fue tratado por las autoridades españolas con un curioso grado de consideración. Aun hoy no puede afirmarse con la certeza absoluta que su historia fuera una farsa, aunque casi todos historiadores se pronuncian en su contra.
Todavía más dudoso es el caso de “el falso Demetrio”. El verdadero Demetrio, hijo del zar Iván, el Terrible, fue asesinado en 1592. Moscú, tras la muerte de Iván, cayó en una terrible anarquía y poco tiempo después aparecido en Polonia un hombre joven que declaró ser Demetrio, que había escapado a la matanza, y que tenía la intención de reclamar el trono de los zares.
Segismundo, rey de Polonia, le prestó su apoyo. Se autonombró Señor de Moscú y generalmente fue recibido con entusiasmo, aunque él no guardó en secreto el hecho de que durante su residencia en Polonia había adoptado la Fe romana. Probablemente nunca se han juzgado justamente los méritos de la controversia histórica acerca de su identidad, porque todos han estado de acuerdo en describirlo como un instrumento de los jesuitas, y, por tanto, la han asumido para afirmar que todo el asunto fue un golpe político inventado por ellos para atraer a Rusia a la obediencia romana. Sin embargo, se ha demostrado claramente lo dudosa que es la presunción de que Demetrio fuera realmente un impostor. (Ver Pierling, “Rome et Démétrius", París, 1878; y "La Russie et le San-Siège" del mismo autor.) De otros pretendientes reales, y notablemente de los seis diferentes aventureros que asumieron la persona del Delfín Luís, el hijo de Luís XVI, no hay necesidad de hablar.
Tampoco nos vamos a detener en personajes fantásticos como Paracelso (Philip Bombast von Hohenheim, 1493-1541), quién, a pesar de su muestra de formulas cabalísticas y su pretensión de inspiración divina, realmente fue para su tiempo un genio científico, o Nostradamus (1503-1566), el astrólogo y profeta parisino que también ejerció como médico, o Cagliostro (Giuseppe Balsamo, 1743-1795), quién murió en los calabozos del Castillo de Sant’Angelo después de una carrera casi inaudita de fraudes, en la que un modo de francmasonería, llamada “Masonería Egipcia”, creada por él en Inglaterra, jugó una parte notable.
Por otro lado, astrólogos ingleses, como John Dee (1527-1608) cuya vida fue escrita por C. F. Smith (1909), William Lily (1602-1681) y John Gadbury (1627-1704), parecen haber sido sinceros creyentes de su propia extraña ciencia, y el curioso personaje, Valentine Greatrakes (1629-1683), no fue meramente un charlatán sino que indudablemente poseyó algún don natural de sanar. Más allá de nuestros propósitos está un número de fingidores o extáticos mentirosos que a menudo comerciaron con credulidad popular en países como España que estaba preparada para recibir bien los milagros. Entre las más famosas está Magdalena de la Cruz (1487-1560), monja franciscana de Córdoba, que durante muchos años fue honrada como santa. Se creía que estaba estigmatizada y no tomaba otra comida que la Santa Eucaristía. Se decía que el Santísimo Sacramento volaba a su lengua de la mano del sacerdote que estaba dando la Sagrada comunión y parecía en esos momentos que ella se levantaba de la tierra. La misma levitación milagrosa tenía lugar durante sus éxtasis en los que estaba irradiada de una la luz sobrenatural. Tan universal era la veneración popular que las señoras de la alta sociedad, cuando les llegaba el momento del parto, le enviaban las cunas o los vestidos preparados para el niño, esperando que ella pudiera bendecirlos. Así lo hizo la emperatriz Isabel, en 1527, antes del nacimiento de Felipe II. Por otro lado San Ignacio de Loyola siempre la había considerado sospechosa. Cayendo gravemente enferma en 1543, Magdalena confesó una larga carrera de hipocresía, atribuyendo la mayoría de las maravillas a la acción de demonios por los que fue poseída, pero manteniendo su realidad. Fue condenada por la Inquisición, en un auto de fe en Córdoba, en 1546, a prisión perpetua en un convento de su orden, y allí se cree que acabó sus días piadosamente y rodeada de signos del más sincero arrepentimiento (ver Görres, “Mystik", V, 168-174; Lea “Capítulos de religión. Hist. de España", 330-335). Un gran número de casos similares han sido relacionados con considerable detalle por Lea, tanto en su “Capítulos” citado, como en el cuarto volumen de su “Historia de la Inquisición Española”, pero Lea, aunque infatigable como recopilador, no es fiable en las conclusiones e inferencias que traza.
Un impostor italiano en este período que logró una reputación europea fue Joseph Francis Borro o Borri (1627-1695). A consecuencia de algún crimen cometido en su disoluta juventud, se refugió en una iglesia en Roma. Allí pretendió haberse convertido y recibido de Dios una misión como reformador. Tenía revelaciones sobre la Trinidad, y declaró que Dios le había nombrado generalísimo de un ejército que, en nombre del Papa, iba a exterminar a todos los herejes. También mantuvo que la Bienaventurada Virgen fue concebida divina y milagrosamente, que era por consiguiente de la misma naturaleza que su Hijo y estaba presente con Él en la Santa Eucaristía. Borro fue arrestado por la Inquisición y sentenciado en 1661, pero se las arregló para escapar y viajó por muchas partes de Europa. Parece que se dedicó completamente a una carrera de vulgar fraude y, entre otras víctimas, obtuvo sumas considerables de dinero de la Reina Cristina de Suecia (antes de su entrada en la Iglesia católica), con en el pretexto de hacer investigaciones para descubrir la piedra filosofal. Posteriormente fue llevado a Roma, arrestado y murió en prisión en 1695 (vea Cantù, “Eretici d’Italia”, III, 330).
Es también difícil de poner en duda que, como consecuencia de la manía de la caza de brujas que prevaleció tanto en los países protestantes como católicos de Europa, durante la última mitad del siglo decimosexto y la parte mayor del decimoséptimo, así como de la exagerada creencia del momento en la posesión demoníaca, las mentes de muchas personas débiles, viciosas, o intrigantes fueron fascinadas por las supuestas posibilidades de comunicación con el diablo de una forma más o menos visible. Parece imposible decidir cuánto crédito dar a las confesiones indudablemente hechas por muchos de esos acusados de hechicería. Ni es fácil llegar a los hechos reales en tales acusaciones delictivas como la del sacerdote Louis Gauffridi, quemado por sus prácticas satánicas y sus relaciones inmorales con las “convulsionarías” en el convento de ursulinas de Sainte-Baume, cerca de Aquisgrán, en 1611, la de la pretendida extática, Madeleine Bavent que, con cargos similares, fue condenada a muerte con su confesor en Louviers, en 1647, o la de Urbano Grandier, el sacerdote nigromante, que supuestamente lanzó un hechizo sobre las monjas poseídas de Loudun, en tiempos del cardinal Richelieu. Éstas y otras historias similares, que han sido explotadas continuamente en obras lascivas y antirreligiosas, como la de Michelet “La Sorcière”, permanecen, desde un punto de vista histórico, todavía amortajadas en una oscuridad casi impenetrable. Por otro lado alguno aventurará identificarse con esa aceptación incondicional de todos los tipos de fenómenos satánicos y demoníacos que se encuentran en el cuarto y quinto volúmen del “Mystik” de Görres.
Los peligros de una credulidad excesiva de este tipo han llegado hasta nosotros por las ultrajantes imposturas de “Léo Taxil”, que se han olvidado rápidamente. En la actualidad, la tendencia de los historiadores es descubrir el fraude deliberado, no tanto quizás en los propios hechiceros como en las pretendidas intuiciones de algunos “caza-brujas”, como Matthew Hopkins que, por los años 1645-1646, torturó a centenares de víctimas inocentes en Anglia Oriental, bajo el pretexto de buscar signos de brujería, un procedimiento que generalmente acababa en su condena y muerte. Es lastimoso que los líderes más devotos del Anticonformismo, hombres como Baxter y Calamy, siguieron a Hopkins como a un enviado del Cielo en esta tarea.
Hacia final del siglo diecisiete, el descubrimiento de un supuesto complot papista ocasionó una epidemia de imposturas maliciosas en Inglaterra. La persecución previa de los católicos durante más de cien años había dado rienda suelta a una tribu de espías que, pasando de un lado al otros, por miedo o por interés, usaron sin escrúpulos toda forma de engaño. En un hombre como el cazador de curas Richard Topcliffe (1532-1604), quién cruelmente torturó al padre Southwell, mártir en su propia casa, prevaleció la nota de la brutalidad, pero la alevosía y el fraude no estuvieron ausentes. Con Gilbert Gifford (muerto en 1590), el agente gubernamental cuya traición llevó a la condena de la reina María de Escocia, el caso fue a la inversa. No sólo él, también Robert Bruce (muerto en 1602), el espía escocés y estafador, John Cecil (muerto en 1626), el agente de Burleigh, finalmente la sociedad de los sacerdotes “Apelantes” y muchos otros, fueron pícaros lastimosamente preparados para venderse al mejor postor en todo momento. Poco después tenemos otro ejemplo del mismo tipo en James Wadsworth (1604-1656), hijo de un ferviente converso del mismo nombre que en sus últimos años se convirtió en presbítero jesuita. James Wadsworth, el joven, vivió con el dinero que ganó por su conocimiento adquirido alevosamente sobre los católicos ingleses y sus secretos. Cualquier cosa puede decirse de James La Cloche, un supuesto hijo natural de Carlos II y durante algún tiempo escolar jesuita, cuya historia ha atraído la atención recientemente (ver Barnes," El Hombre de la Máscara" y la revisión, por Andrew Lang, en" El Athenæum", 26 Dic., 1908), parece claro ese La Cloche y su doble eran ambos estafadores, aunque no traidores. Sin embargo, la relativa tregua otorgada a los católicos por la ascensión de Carlos II también fue acompañada por un gran recrudecimiento del sentimiento anti-papal. Dos inmorales sinvergüenzas, Israel Tongue (quién, aunque claramente menos culpable que su socio, no pudo haber actuado de buena fe) y Tito Oates, un hombre joven cuyo recuerdo es todavía infame, preparó un plan para aprovecharse del fermento del anti-catolicismo. Oates, para introducirse en los secretos de los católicos, pretendió su conversión y se ofreció a los jesuitas. Le enviaron a Valladolid en prueba pero fue rápidamente expulsado. Profesando arrepentimiento, le permitieron otro intento en San Omer, pero fue expulsado por segunda vez. Encontrando a Tongue en Londres, los dos, en agosto de 1678, desarrollaron los detalles de un plan extremamente extravagante que se suponía que el papa y los jesuitas habían llegado casi a ejecutar. Todos sus ridículos detalles fueron tragados avariciosamente por el populacho inglés, y en el pánico se produjeron unas treinta y cinco víctimas, católicos de posición, jesuitas y otros, perdieron sus vidas por el mas grande perjurio. Oates, a quien su biógrafo moderno (Seccombe, “Doce hombres malos”, 154) describe como “el villano más sangriento desde que comenzó el mundo”, encontró una multitud de cómplices e imitadores, entre ellos Thomas Dangerfield, un aventurero que también suplantó al Duque de Monmouth y exigió milagrosos dones de curar, Stephen Dugdale, William Bedloe, Edward Turberville y Robert Bolron, fueron los más notables. Oates fue desacreditado poco después y en 1685, bajo Jacobo II, fue declarado culpable de perjurio y castigado con azotes de una inusual severidad, pero bajo Guillermo y María se revisó su sentencia y, a pesar de sus recientes negligencias, recibió una gran pensión del gobierno que disfrutó hasta su muerte en 1705. Con Oates, en sus últimos años, estuvo asociado William Fuller (1670-1717), el aparente creador de la “historia del calentador de cama” (acerca del nacimiento de Jacobo, el Antiguo Pretendiente) y el inventor del ficticio plan de los jacobitas. Publicó cartas de María de Módena pero fue declarado culpable y ridiculizado.
Otro estafador que intentó ganar dinero con la invención de un pretendido plan jacobita fue Robert Young. Tuvo éxito durante algún tiempo, durante los momentos en que la intriga y la desconfianza se imponían sobre la credulidad popular, pero fue al fin descubierto. Fue declarado culpable de la invención y se le ejecutó (1700). Robert Ware el falsificador, autor de “Zorros y Teas”, que fue desenmascarado completamente por el padre Bridgett, comerciaba con los mismos prejuicios. Su carrera más pública empezó contemporáneamente a la de Oates en 1678, y escudándose tras la alta reputación de su padre muerto, Sir James Ware, entre cuyos manuscritos pretendió descubrir todo tipo papeles comprometidos, obtuvo dinero para sus falsificaciones, permaneciendo casi sin detectar hasta los tiempos modernos. Muchas viles calumnias sobre el carácter de algunos papas, jesuitas y otros católicos, y también sobre algunos puritanos, han encontrado su lugar en páginas de respetables historiadores, debido a las fabricaciones de “esta mofeta literaria” como la llama, no sin justificación, fray Bridgett (ver Bridgett, "Patochadas y Falsificaciones", pp. 209-296). Podemos mencionar algunos otros sinvergüenzas rencorosos e inmorales, cuyas imposturas tomaron forma literaria, sin deseo de hacer una lista exhaustiva. Principalmente entre ellos está el Abbé Zahorowski, un jesuita expulsado de su orden que, como joven escolar, había sido culpable de algún tipo de actos deshonrosos. En venganza por su expulsión ideó escribir y publicar el notorio “Monita Secreta" que, como código de instrucciones secretas emitido por la autoridad, pretendió poner al desnudo la política desvergonzada y maquiavélica seguida por la Sociedad de Jesús. Que el “Monita Secreta” es una falsificación se admite ahora universalmente incluso por los antagonistas y, desde la publicación de las memorias del padre Wielewicki (Scriptores Rerum Polonicarum, vols. VII, X, XIV) no queda duda de que Zahorowski fue su autor (ver Duhr," Jesuitenfabeln" No. 5; Brou," Les Jésuites del la Légende", I, 281).
Apenas menos estimada que el campeón del anti-papismo, que el "Monita Secreta", es la ficticia “Confesión húngara" o "Fluchformular". Es una supuesta profesión de fe exigida a los conversos de la Iglesia en Hungría (c. 1676) que entre otras cosas les exigía declarar que el papa debe recibir honores divinos y que la Virgen debe ser tenida como superior al propio Cristo. La falsificación parece remontarse a George Lani, un ministro evangélico, enviado a galeras por sus intrigas políticas contra el Gobierno en Hungría, que primero lo publicó en un trabajo llamado "Captivitas Papistica". Si era de su propia invención no se puede afirmar. Posiblemente pudo haber tomado en serio y en buena fe, alguna composición satírica en circulación en el momento (ver Duhr," Jesuitenfabeln", No., 7, y S. F. Smith en “El Mes", julio-agosto, 1896). Se han tomado a menudo en serio tales composiciones satíricas. Un ejemplo es la "Carta de los tres Obispos" que, aunque escrito por una apóstata de carácter infame, Peter Paul Vergerius (1554), y aparentando ser una carta de consejo escrita por tres obispos al papa para ayudar a fortalecer el poder del papado, es obviamente más una parodia que una falsificación. Pero su carta ha sido citada posteriormente como auténtica por centenares de controversialistas protestantes desde Crashaw en adelante (ver Lewis "La Carta de los Tres Obispos"). Del mismo tipo es una indulgencia supuestamente concedida por Tetzel para perdonar a un pecador no arrepentido, un documento realmente derivado de un burlesco drama latino (ver "El Mes", julio, 1905, pág., 96); pero a menudo han sido usadas flagrantes falsificaciones de todo tipo como, por ejemplo, por el ex-capuchino Padre Norbert Parisot , después llamado Platel, quien en tiempos de Benedicto XIV escribiera un libro de memorias de las misiones jesuíticas, afirmando incorporar documentos auténticos, la mayor parte inventados por él mismo. Después de abandonar su orden fue a Holanda y a Portugal y se sospecha que inventó las efusiones religiosas que fueron el pretexto para quemar al padre Walafrida como hereje en 1761 (ver Brou, "Les Jésuites de la Légende", II, 82).
Son sospechosos de estimular la multitud de impostores que florecieron a principios del siglo decimoctavo muchos miembros principales del episcopado anglicano, notablemente el arzobispo Tenison, los obispos Compton de Londres y White Kennett de Peterborough. A una tribu entera de hugonotes y “prosélitos" franceses (i. e. separados del catolicismo) se les dio la bienvenida en Inglaterra con los brazos abiertos; pero los fraudes e inmoralidades de estos hombres, muchos de los cuales fueron traídos para alimentar las recriminaciones en la famosa "Controversia de Bangor" (nombre derivado de Hoadly, obispo de Bangor, párroco de la Pillonière, un ex-jesuita que tuvo un importante papel en la disputa), bastarían para llenar un volumen. Parece evidente que estos conversos al Protestantismo como Malard, Rouire, y Fournier eran, a pesar de la eminencia de sus patrocinadores eclesiásticos, unos completos sinvergüenzas (ver Thurston, "Cizaña del Jardín del Papa”, en "El Mes", feb., 1897). Por ejemplo, el último citado, obteniendo la firma del obispo Hoadly en un trozo de papel, escribió sobre éste un pagaré por 8000 £ y demandó al obispo por el dinero. Cuando la demanda fue rechazada, Fournier, un ex-sacerdote, declaró atrevidamente que el obispo, estando borracho, había firmado la nota y se lo había dado a él en pago de una deuda. Pero incluso en esta situación, Fournier, fortalecido en sus denuncias de catolicismo, encontró partidarios contra el obispo. Lo mismo ocurrió visiblemente en el caso del ex-jesuita, Archibald Bower que publicó en 1743 la más grosera "Historia de las Papas" y con mentira calumnió a sus anteriores correligionarios. Fue tenido en cuenta ardientemente por eminentes eclesiásticos protestantes y estadistas, pero su insinceridad al fin se volvió tan patente que fue descubierto y denunciado por el anglicano, John Douglas, después obispo de Salisbury (ver Pollen en “El Mes", Sept., 1908). Correspondiendo más al tipo ordinario de impostor está el famoso Psalmanazar (1679-1763), un francés, educado en la niñez por los dominicos que llegado a Inglaterra pretendió ser un pagano de Formosa y se manifestó como converso al anglicanismo, ganando apoyos acusando a los jesuitas. Fue apoyado calurosamente por el obispo Compton a quien presentó un Catecismo en "Formosano", un idioma completamente ficticio. Después cayó en la pobreza y el descrédito, reconocido el fraude, y se dice que tuvo un profundo arrepentimiento, siendo visitado por el Dr. Johnson en sus últimos días. Su cómplice y mentor Innes, un clérigo anglicano, fue premiado antes de que el fraude fuera descubierto, siendo nombrado capellán-general de las fuerzas inglesas en Portugal.
Obviamos un cierto número de entusiastas religiosos que pudieron en diferentes grados autoconvencerse y que van desde las alucinaciones locas de Joanna Southcott (muerta en 1814), quién creyó ser la portadora del Mesías, o de Richard Brothers, el divinamente coronado como descendiente del Rey David y gobernador del mundo (c. 1792), hasta la milagrera Anna Lee (muerta en 1784), la fundadora de los Shakers americanos, sólo haremos una pausa para decir una palabra sobre Joseph Smith (1805-1844), el primer apóstol de los Mormones. Es indudable que este hombre, quién después de que una disoluta juventud manifestó tener visiones de un libro dorado, que consistía en placas de metal inscritas con caracteres extraños, que busco excavando y encontró, era un impostor deliberado. Smith pretendió haber descifrado y traducido estas escrituras místicas después de que el "Libro de Mormón" fuera devuelto al cielo por un ángel. La traducción fue impresa, pero un diluvio de revelaciones le fueron todavía concedidas al vidente. Se le unieron seguidores que adoptaron el nombre de "Los Santos del último día” y después de recibir brutales tratos en varias ocasiones en Missouri, provocados por su poligamia y otras doctrinas, la secta finalmente se estableció en Nauvoo, Illinois. En este Estado Joseph Smith y su hermano Hyrum fueron linchados el 27 de junio de 1844, en medio de circunstancias de gran barbaridad. Ocurrió un cambio de sentimientos y Brigham Young, el sucesor de Smith, logró un gran éxito cuando transfirió la sede de la secta a Utah (ver Lynn, "Historia de los mormones"; y Nelson, "Aspectos Científicos del Mormonismo"). Una analogía inglesa de los mormones la tenemos en los Agapemonistas a partir de 1848, quienes bajo su fundador, H. S. Príncipe, combinaron una creencia fantástica en la reencarnación de la deidad en Prínce y sus sucesores con la laxitud moral más grande.
Pero dejando de lado los tipos de personificaciones delictivas por motivos de ganancias (como la de Arthur Orton en el conocido caso Tichborne, dónde el fingidor, debemos señalar, perjudicó seriamente su caso por su ignorancia de la vida y práctica católica del Colegio Jesuita de Stonyhurst del que Roger Tichborne fue expulsado), el prejuicio anti-católico es todavía responsable de una gran proporción de modernas imposturas. Famosa entre éstas, las supuestas revelaciones de María Monk que afirmó haber sido una monja durante algunos años en el convento de Hôtel-Dieu, en Montreal, y que publicó en 1835 una salvaje y a menudo contradictoria historia de supuestos asesinatos e inmoralidades cometidos allí por sacerdotes y monjas. Aunque esta narración fue refutada totalmente desde muy temprano por testimonios de protestantes intachables, que demostraron que, durante el período de la supuesta residencia de María Monk en el convento, ella estaba llevando vida de prostituta en la ciudad y aunque esta refutación ha sido confirmada de cien formas por evidencias posteriores, los "Horribles descubrimientos de María Monk" todavía es un libro vendido y en circulación por varias sociedades protestantes. María Monk murió (1849) en prisión dónde fue encerrada como una vulgar ladrona (ver "La verdadera historia de María Monk", Catholic Truth Soc. folleto, Lond., 1895).
No menos famoso es el caso de Dr. Achilli, un ex-dominico y conferenciante anti-católico cuyo larga carrera de libertinaje, primero como católico y después como pretendido converso al protestantismo, denunció el Dr. (después cardenal) Newman en 1852. En el juicio por difamación que Achilli provocó se dictó un veredicto contra Newman en ciertas cuestiones, pero casi toda la prensa protestante del país describió el veredicto como un grave error de la justicia. En consecuencia, el crédito de Achilli quedó completamente destruido. En los casos de muchos de estos horribles “proveedores de revelaciones" en ambos lados del Atlántico, el relato anterior del conferenciante es del tipo más escandaloso. Los personajes que se autodenominan "ex-monje Widdows" y "James Ruthven", así como “la monja escapada”, Edith O'Gorman, también pueden ser especialmente mencionados en este contexto. Escasamente más acreditada es la historia del Pastor Chiniquy (1809-1899), quién durante muchos años denunció en libros muy lascivos y folletos, especialmente el titulado "El Sacerdote, la mujer y el confesionario", los supuestos abusos de la Iglesia católica. Se admite que fue dos veces suspendido por dos obispos diferentes antes de que se separara de la Iglesia, y no hay ningún motivo para dudar que estas suspensiones fueron motivadas por los graves lapsos morales sobre los que los obispos en cuestión tenían información plena y convincente, sin embargo, como a menudo pasa en estas cosas, no pudo persuadirse a las muchachas que él había seducido para exponerse y substanciar los cargos bajo juramento. Cierto es que, mientras en sus libros tempranos después de dejar la Iglesia él no hizo acusaciones contra el carácter moral del clero católico sino al contrario atribuye su cambio de fe a consideraciones doctrinales, en sus trabajos más tardíos, especialmente en su "Cincuenta años en la Iglesia de Roma" (1885), se presentó como obligado a abandonar el Catolicismo por los escándalos espantosos de los que había sido testigo (ver S. F. Smith “El Pastor Chiniquy" Catholic Truth Soc. folleto, Lond., 1908). Pero por ese tiempo él hablaba lo que el público protestante exigía, mientras que todos los que podrían refutar eficazmente sus declaraciones estaban muertos.
Un tipo diferente de impostura es la más notoria de los tiempos modernos, la de "Léo Taxil" y "Diana Vaughan”. Léo Taxil, cuyo verdadero nombre era G. Jogand-Pagès, fue conocido durante mucho tiempo como uno de los más blasfemos y obscenos escritores anti-clericales en Francia. Fue condenado repetidamente a multas y encarcelamiento por sus sucios trabajos y libelos que publicó. Por ejemplo, a causa de su atroz libro "Los Amoríos de Pío IX" fue sentenciado a pagar 60.000 francos a petición del sobrino de la papa. También había fundado el "Anti-clerical", un periódico que fanáticamente atacaba toda la revelación y la religión. En 1885 se anunció que Léo Taxil se había convertido, y pronto procedió publicar una serie de supuestas exposiciones sobre las prácticas de la francmasonería, y particularmente del "Satanismo" o culto al diablo con el que declaró estaba íntimamente ligado. Entre otras atracciones introdujo a una cierta "Diana Vaughan", la heroína de "Palladism" que estaba destinado a ser el esposa del demonio Asmodeo pero se aferró a la virtud, y constantemente era visitada por ángeles y diablos. Otros escritores, Bataille, Margiotta, Hacks, etc., se aprovechado de las mismas ideas y se convirtieron en alguna medida en cómplices de Taxil. En 1896-1897 la impostura fue finalmente descubierta y Taxil admitió cínicamente que esa Diana Vaughan era sólo el nombre de su mecanógrafa. [ver Portalié "La Fin d'une mystification", Paris, 1897, y H. Gruber (H. Gerber), "Leo Taxils Palladismus Roman" y otros trabajos, 1897-8.] Sobre el Dr. Dowie que afirmaba ser una segunda venida a la tierra del profeta Elías y sobre sus seguidores los "Sionistas", sobre los Cristianos Científicos, de la señora Blavatsky y A. P. Sinnett, los profetas del Budismo Esotérico, de la señora Annie Besant y los creyentes en la reencarnación, no hay necesidad de decir aquí más que la existencia de tales cultos demuestra concluyentemente que la edad de la credulidad no ha terminado todavía.
Ningún libro o artículo parecen haber sido dedicados especialmente al tema general tratado aquí. Se han dado varias referencias en el curso del artículo, y será suficiente agregar aquí que la mayoría de las afirmaciones hechas puede verificarse en cualquier buen diccionario biográfico, en especial en el Diccionario de Biografía Nacional, sobre todo en lo relacionado con los impostores ingleses mencionados.
HERBERT THURSTON. Trascrito por Douglas J. Potter. Dedicado al Sagrado Corazón de Jesús.
Traducido por Quique Sancho