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Viernes, 22 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Celibato sacerdotal en el debate teológico actual»

De Enciclopedia Católica

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(Origen y evolución histórica del cvelibato sacerdotal)
 
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==Introducción==
 
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Última revisión de 07:22 8 feb 2020

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Contenido

Introducción

El celibato sacerdotal ha sido un tema de amplio debate durante mucho tiempo. Actualmente, se ha convertido en un tema de palpitante interés para los medios de comunicación, a lo que han contribuido en gran medida, los recientes ejemplos de ruptura con este compromiso de ciertos personajes relevantes.

1.- Son diversas las cuestiones que se plantean con respecto al celibato en el momento actual. Se suele decir que el celibato crea una barrera entre el sacerdote y la gente, especialmente con los casados, por cuanto dificulta la empatía con las dificultades que éstos pueden encontrar. Mientras unos afirman que el celibato conduce al aislamiento psicológico y emocional, otros ven en él una represión de sentimientos e inclinaciones naturales que atrofia el crecimiento normal de la personalidad.

- A menudo se afirma que el celibato es una carga para la mayoría de los sacerdotes, una causa de soledad y de omisión del ejercicio de sus obligaciones. Y no es raro encontrarnos, en algún editorial de periódico, como muestra de aprobación a sus afirmaciones, que “sólo un dos por ciento de las personas que se comprometen al celibato logran ser fieles a su compromiso” . Y se llega afirmar, en todo caso, que, puesto que el celibato no es un precepto de ley divina, sino más bien de disciplina eclesiástica, puede verse modificado en cualquier momento.

2.- Ante tal situación de la Iglesia y sus ministros, en el mundo actual, un número de teólogos distinguidos (entre ellos W. Kasper, H. Kung , G. Kraus, K. Lehmann; B. Sesboue, etc.) y de manifiestos que consideran urgente la necesidad de llevar a cabo una reforma valiente de las condiciones de acceso al sacerdocio. En concreto, se pide a la administración eclesial la abolición de la ley del celibato o la opción libre del celibato y la admisión de personas casadas a la ordenación.

Fundamentalmente, esta abolición de la ley del celibato significa anular la ley del celibato obligatorio; mantener el ideal del celibato sacerdotal; ensalzar el ministerio sacerdotal. Con la distinción entre “ley del celibato” e “ideal del celibato” se abre un doble camino: por un lado, sustituir la obligación del celibato por su recomendación del celibato. Por otro lado, se deberían emplear todos los medios espirituales y pedagógicos para motivar a los candidatos con el ideal del sacerdocio sin matrimonio y apoyar a los sacerdotes célibes en la realización de este ideal. Así, los dos caminos servirían para subrayar y promover el ministerio sacerdotal en su singularidad e insustituibilidad.

Para tal razonamiento los teólogos críticos usan los siguientes argumentos: – Hay hechos históricos que nos confirman (como formula el Vaticano II en P.O. n. 16) que el celibato “no se exige por la esencia del ministerio”.

  • A partir del testimonio del NT, se constata que, según el ejemplo de Jesús y del apóstol Pablo, el celibato es sólo una recomendación y no una ley. El celibato se elige con total libertad y no es impuesto por obligación de ninguna ley. Al contrario, en la Iglesia primitiva el matrimonio es la regla prescrita para todos los que prestan un servicio a la iglesia. De manera que en los orígenes de la iglesia, el celibato no forma parte de la esencia del ministerio eclesial.
  • Durante todo el primer milenio se exigía la abstinencia en el seno del matrimonio y no la obligación por ley de no contraer matrimonio. En la argumentación de la ley del celibato, recién introducida en el siglo XII, se adujeron motivos muy cuestionables: impureza cultual, la salvaguarda económica de los bienes materiales de la iglesia, el desprestigio del matrimonio. Todo esto confirma, a través del devenir histórico, que la renuncia al matrimonio impuesta por ley no es inherente a la esencia del ministerio sacerdotal.
  • Una mirada a las “Iglesias católicas orientales”, unidas con Roma, demuestra que el celibato de los sacerdotes no es un principio católico de validez general. Las Iglesias orientales unidas tienen con respecto al celibato la misma ordenación por ley que las iglesias ortodoxas primitivas, con sus sacerdotes casados (sólo a los obispos se exige no casarse). El Vaticano II fortaleció este reglamento de las Iglesias orientales unidas mediante el decreto Orientalium Eclesiarum (OE), subrayando que las Iglesias católicas orientales tienen “su propio derecho eclesial” (OE 3) y “su propia organización” (OE 6).
  • En el seno de la Iglesia hay dos derechos fundamentales: los sacerdotes de la Iglesia oriental tienen derecho a casarse, mientras los de la Iglesia latina están obligados al celibato por ley. Estamos en principio ante una nueva prueba de que el servicio a la Iglesia y el celibato no necesariamente han de ir unidos. Además, se impone la cuestión práctica de la justicia: ¿por qué se prohíbe a unos lo que se permite a otros? O en forma constructiva: tomar en serio esta discrepancia en la justicia, ¿no podría ser un fuerte impulso para que los casados en la Iglesia latina tuvieran acceso al sacerdocio?
  • Se apoyan en el contraste del comportamiento contradictorio por parte del magisterio eclesial, que desde el año 1950, ha habido. Por una parte, imponen el celibato a los sacerdotes de la Iglesia latina pero, por otra parte, están permitiendo que sacerdotes casados que quieren unirse a la Iglesia católica, provenientes de otras confesiones cristianas, puedan continuar con su vida matrimonial.

Esta dispensa eclesial, es concedida por la conversión de pastores o clérigos luteranos, episcopalianos, anglicanos. Ante esta conducta de la Iglesia, se preguntan de forma muy crítica: ¿qué se ha hecho por la sensibilidad hacia los sacerdotes propios, obligados al celibato y que viven con grades esfuerzos su vida sin matrimonio, cosa nada fácil? ¿Es justo que sacerdotes propios, que se deciden por el matrimonio, sean apartados totalmente del ministerio sacerdotal mientras que los convertidos pueden ejercer el ministerio sacerdotal con esposas e hijos?

  • ¿Cuál es la reacción de los obispos ante la escasez de vocaciones? Que los obispos reaccionan mediante una reforma administrativa: van adaptando las parroquias a la cantidad escasa de sacerdotes, con la consecuencia de que se dispone de un sacerdote para varias parroquias, lo que hace que se convierta en manager y, con el efecto de que es imposible celebrar la Eucaristía dominical en cada parroquia.
  • ¿Cómo debe valorarse esta grave situación pastoral bajo el prisma de la dogmática?. Debemos tener en cuenta básicamente dos grandes líneas: el derecho de las comunidades a poder celebrar la Eucaristía dominical y la responsabilidad pastoral propia de los obispos del lugar como pastores de su Iglesia local. ¿Qué hacer en esta situación de necesidad desde el punto de vista dogmático?, principio máximo de toda actuación eclesial que es la salvación de los hombres, y concretamente el servicio salvífico a los hombres, como lo afirma el Derecho Canónico: “la salvación de las almas es la máxima ley para la Iglesia” (can. 1752).

Y si hoy en muchas diócesis, debido a la falta de sacerdotes, no se puede ejercitar el necesario servicio salvífico, los obispos están obligados a encontrar nuevas soluciones. Y ya que la falta de sacerdotes se ha producido en gran parte por el efecto intimidatorio del celibato, los obispos deben actuar decididamente en Roma, para que sea eliminado el engarce jurídico del sacerdocio con el celibato. Como mínimo, han de conseguir un reglamento de emergencia de manera que puedan ordenar hombres reconocidos en su fe, profesión y familia.

  • Los signos de los tiempos muestran que no se trata de administrar una penuria institucional, sino de dar la vuelta a la necesidad pastoral. Y para cambiarla hacen falta más sacerdotes. Y si la ley del celibato impide esencialmente el servicio salvífico de la pastoral necesaria hoy en día, debe ser anulada. Los obispos, que actúan bajo su propia responsabilidad, deben preguntarse en conciencia: ¿hay una ley que sea más importante que la salvación de los hombres? El servicio salvífico es, desde Jesucristo, una necesidad absoluta y siempre válida. El celibato, en cambio, es una ley humana contingente y modificable .
  • Muchos echan la culpa al celibato del significativo descenso de candidatos al sacerdocio, considerándolo una barrera que impide que se acerquen al seminario el tipo de jóvenes adecuado. Todas estas razones llevan a algunos a afirmar que la iglesia debería convertir el celibato en un requisito opcional para la ordenación, pues, de otra forma, el sacerdocio tropezaría con serias dificultades para encontrar vocaciones en el futuro.
  • Desde otra perspectiva, se afirma que, con el desarrollo de la teología del matrimonio a partir del Vaticano II, no se puede sostener que el sacerdocio sea una vocación de rango “superior”, y que es necesario, por tanto, “desmitificar” el concepto tradicional del ministerio para ajustarlo a las necesidades de la sociedad moderna.
  • Para algunos, el sacerdocio católico, tal como está constituido actualmente, es una posición privilegiada, caracterizada por un ejercicio de “poder”, sin responsabilidad. Y defienden que, amparados precisamente en la insistencia de la Iglesia sobre el celibato sacerdotal, este “poder” se perpetúa mediante el dominio sobre el resto de los fieles cristianos.

3.- A primera vista, algunas de estas objeciones y cuestiones parecen tener cierta validez y, por tanto, han de ser confrontadas. Pero hay otras que dan muestras de una parcialidad ideológica notoria. Está claro también que, en el fondo de muchos de los argumentos en contra de lo que se tiende a denominar celibato “obligatorio”, se encuentra una concepción del sacerdocio que difiere en gran medida del concepto tradicional de ministerio desarrollado en los primeros mil quinientos años de la vida de la Iglesia y según fue establecido por el Concilio de Trento y el Concilio Vaticano II. Resulta evidente, al mismo tiempo, que la actual consideración del sacerdocio no se ha visto libre de la influencia de diferentes actitudes teológicas y filosóficas surgidas de los últimos treinta años. Es necesario, por tanto, revisar lo que ha estado sucediendo en la Iglesia a lo largo de este periodo para tratar de identificar las causas de lo que muchos consideran una crisis del sacerdocio en el momento actual.

Este hecho es esencial para entender por qué en una sola generación se ha podido devaluar tanto la estimación de la gente en el estatus del sacerdocio, como lo refleja el dramático descenso en el número de vocaciones, y por qué el celibato, que hasta hace poco había gozado de un estatus de tipo reverencial, es ahora, con frecuencia, fuente de confusión, y de hostilidad manifiesta. Hasta hace dieciséis años habría sido inconcebible encontrar en un periódico serio un titular del estilo: “El celibato: ¿una perversión?” , como ha sido recientemente el caso.

4.- Por lo tanto, en primer lugar, es necesario analizar el celibato en su desarrollo histórico. El compromiso constante de la Iglesia latina de permanecer fiel a un estado de vida, que fue siempre signo de contradicción y que dice mucho acerca de la naturaleza y el valor de este carisma. La Iglesia ha tenido que luchar en todo momento contra la debilidad humana y la oposición del mundo pero, firmemente persuadida de estar siendo fiel a una norma de origen apostólico, recurrió a los medios sobrenaturales y empleó la fortaleza necesaria para renovar la disciplina del celibato muchas veces a lo largo de los siglos.

El primer y segundo capítulo de este trabajo de investigación ha sido examinar los principales elementos, consideraciones y planteamientos que forman parte del flujo y reflujo de la historia de la disciplina del celibato, ha saber las objeciones que se han formulado a lo largo de los últimos tiempos y segundo las razones de la defensa por parte la Iglesia latina. Y en los siguientes capítulos estudiamos los antecedentes y el lugar que el celibato ocupa en la Tradición, y que están tratados en torno a los fundamentos escriturísticos, magisterial y teologíco de este carisma. El papa Pablo VI, en la encíclica Sacerdotalis Coelibatus, y más recientemente Juan Pablo II, en la encíclica Pastores Dabo Vobis, expresaron el deseo, de que el celibato fuera presentado y explicado más plenamente desde un punto de vista espiritual, teológico y bíblico .

El B. Juan Pablo II, era consciente de que muchas veces no se explica bien, el celibato sacerdotal, hasta el punto de llegar a afirmar que el extendido punto de vista de que el celibato es impuesto por ley “es fruto de un equívoco, por no decir de mala fe” . - El papa teólogo Benedicto XVI, en la homilía de la Misa Crismal del Juves Santo (05-04-2012), en la Basílica de San Pedro dijo: “que la situación actual de la Iglesia es muchas veces "dramática", reiteró el "no" al sacerdocio femenino y de personas casadas” y denunció la "desobediencia organizada" que propugna un grupo de curas y teólogos europeos para renovar la institución eclesial y el "analfabetismo religioso" de la sociedad, luego alegó que "A Cristo le preocupaba precisamente la verdadera obediencia, frente al arbitrio del hombre" subrayó; aseguró que con la obediencia "no se defiende el inmovilismo ni el agarrotamiento de la tradición y que ello se puede ver en la historia eclesial de la época postconciliar” del Concilio Vaticano II.; prosiguió diciendo que "No anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia, de la que somos servidores”, puntualizo finalmente.

5.- Mientras que se pueden aducir argumentos prácticos en defensa del celibato, en cuanto que se trata de un carisma esencialmente sobrenatural, las razones espirituales, escriturísticas y teológicas –como sugerían los últimos pontífices– son el único fundamento para su justificación.

En los recientes debates se ha prestado poca atención a estos aspectos del celibato. Uno de los objetivos de este trabajo es el de replantear estos argumentos, analizando las razones que justifican su profunda importancia para entender adecuadamente esta disciplina eclesiástica de la Iglesia latina.

Planteamientos y consideraciones sobre el celibato sacerdotal

Lo paradójico y convergente en la ley del celibato sacerdotal

Convergencias: el ministerio y el celibato

Si consideramos en toda su extensión el sentido de la vida célibe conforme al evangelio y apreciamos sobre todo el celibato como un “signo escatológico” veremos que el celibato y el sacerdocio ministerial se hallan relacionados mucho más íntimamente de lo que se expresa en las polémicas de los últimos años, ya estereotipadas, y sobre todo en la ligereza con que se habla de la “anquilosada ley eclesiástica del celibato”.

El celibato sacerdotal implica dejarse embargar, en el centro de la propia existencia, por la tarea de la representación ministerial de Cristo. El celibato tiene como consecuencia que lo que constituye el centro de la actividad ministerial y lo que ha de propugnar el sacerdote, que el reino de Dios está llegando y que “la apariencia de este mundo es pasajera” (1Cor.7,31) es cosa que hay que proclamar volcándose personalmente sobre ello de forma valiente y sin complejo ante el secularismo, que no cree que sea posible la vida célibe, porque es una denuncia que no soporta ante el pansexualismo cultural. Sobre todo en el celibato se concretan aquellas palabras pronunciadas con motivo de la ordenación sagrada: Imitamini quod tractatis! (“¡haced en vuestra propia vida lo que estáis realizando con vuestro ministerio!”).

La existencia del sacerdote debe ser la confirmación de lo que él está diciendo constantemente y de lo que él celebra sacramentalmente: la muerte y la resurrección de Cristo, la esperanza de la venida de Cristo en gloria, la esperanza de la vida eterna en la cual las personas “ni se casarán ya, ni habrá unión del hombre con la mujer” (Mc. 12, 25). ¿Qué otras alternativas hay? ¿Qué otro modo habrá de dar testimonio de Dios, ante el mundo venidero de Dios?

Pero el celibato no es sólo un “signo escatológico”, sino que es además un constante “aguijón en la carne” que pregunta clavándose en ella durante toda una vida si la ley que uno aceptó al ingresar en el ministerio, es decir, para dedicarse al servicio sacerdotal, seguirá teniendo todavía vigencia; si el reino de Dios es realmente “la perla singularísima” y “el tesoro escondido en el campo” por el cual hay que dejar todo lo demás. Precisamente la vida célibe representa una exigencia existencial elevada y es una norma de vida de la Iglesia, la cual un joven puede medir y, por cierto, a lo largo de toda una vida, en la seriedad de su compromiso y la intensidad con la que él está dispuesto a poner su vida al servicio de Cristo .

Finalmente, aunque no sea lo de menor importancia, el celibato deja libre al sacerdote para ponerse de manera íntegra al servicio de la “causa de Cristo”. Es el padre de la “familia de Dios” y el pastor de su grey que debe vivir enteramente para ella y que debe dar a su amor pastoral, aquella amplitud a la que se refirió ya Jesús cuando asignó a sus discípulos “nuevos” hermanos, hermanas, madres e hijos (Mc. 10,30).

En esta línea insiste también el Beato Juan Pablo II en su Carta a los sacerdotes : el celibato no es sólo un signo escatológico, “sino que tiene además un gran sentido social en la vida actual para el servicio del pueblo de Dios. El sacerdote, con su celibato, llega a ser ‘el hombre para los demás’, de forma distinta a como lo es uno que, uniéndose conyugalmente con la mujer, llega a ser también él, como esposo y padre, ‘hombre para los demás’ especialmente en el ámbito de la propia familia… El sacerdote, renunciando a esta paternidad que es propia de los esposos, busca otra paternidad y casi otra maternidad, recordando las palabras del apóstol sobre los hijos que él engendra en el dolor”.

¿Obligación del celibato?

Sin duda, uno de los planteamientos mas discutidos en el interior de la Iglesia, ha sido la posibilidad de abolir el celibato, como condición para la ordenación sacerdotal. La conexión absoluta entre el celibato y la ordenación sacerdotal, es de derecho eclesiástico, o más exactamente, de derecho eclesiástico occidental y el celibato no pertenece a la naturaleza esencial del sacerdocio. Como tal, tiene detrás de sí una historia llena de vicisitudes. Estudios muy recientes demuestran que el celibato –desde el punto de vista histórico– se fundamenta en la continencia exigida ya desde inicios de la Iglesia al presbítero, obispo y al diácono. Esto quiere decir que originalmente el alto clero podía, sí, casarse, pero tenía que vivir en continencia sexual.

En caso de que él estuviera casado, no podía tener relaciones sexuales con su mujer, y el clero todavía soltero o enviudado no podía contraer matrimonio. Este precepto de continencia –como resume S. Heid, en sus estudios– “enlaza con la praxis evidente en el judaísmo y en el paganismo de observar continencia sexual. Esta práctica es para todo el mundo antiguo una expresión destacada de profundo respeto religioso ante Dios... Forma parte sencillamente del ethos profesional de sacerdote en el mundo antiguo. Y por eso, con tanta mayor razón se la considera preceptuada para los sacerdotes cristianos... [Luego, como ascética cultual] experimentó a la vez un cambio de fisonomía.

Quedó relacionada sobre todo con la disposición espiritual para el sacrificio, con la incorporación al sacrificio sacerdotal con que Cristo se ofreció a sí mismo” .También en la Iglesia antigua se supo ya que semejante continencia completa es un “carisma” especial, pero que podía obtenerse con la oración. Por eso, antes de impartir la ordenación sagrada se preguntaba al candidato si tenía la correspondiente disposición. Si el candidato declaraba que estaba dispuesto a ello, entonces se daba por supuesto que poseía el carisma implorado. Si estaba casado, entonces la esposa (que, con ello, estaba obligada igualmente a guardar continencia) tenía que declarar también su disposición para guardarla.

La norma de guardar continencia, de la cual nació luego orgánicamente el precepto de que el alto clero viviera una vida célibe, tenía en la Iglesia antigua un alto grado de aprobación. Era una señal de la irrupción de la “nueva” actitud llegada gracias al cristianismo ante este “tiempo del mundo” y –especialmente para la mujer– era un elemento de “emancipación” . Vistas así las cosas, la vida célibe llegó incluso a ser originalmente un “movimiento de laicos - vírgenes”, que luego se hizo extensivo al clero. Para el sacerdote, el celibato era un signo de que él vivía constantemente “en la presencia de Dios” y de que existía plenamente para la comunidad, pero era también un “signo de contraste” que mostraba patentemente el hecho de que el cristianismo “se apartaba” de la forma habitual en que se vivía en el mundo.

Carisma y opción libre del celibato

La objeción, manifestada hoy frecuentemente, de que una cosa es la vocación al celibato “carismático” y otra cosa la vocación al ministerio, y de que, por tanto, el celibato habría que dejarlo a la libre decisión de cada uno de los ministros, lo cual resolvería el problema de la escasez de sacerdotes, es una objeción que sin negar lo justificada que pueda estar en puntos concretos– no tiene en cuenta factores esenciales:

Muchas veces se parte de una idea equivocada y unilateral del carisma y de la libertad: contra la ley de la obligatoriedad del celibato eclesiástico se objeta no pocas veces, en los últimos años, que esta ley está en contradicción con lo que se dice en 1Cor.7,7, donde Pablo llama ‘carisma’ al celibato. Esta objeción suele concebir el ‘carisma’ como una disposición para el celibato que viene dada ya casi desde el nacimiento.

Pero esto no corresponde, en modo alguno, a la concepción que el apóstol tiene del ‘carisma’, ya que Pablo se refiere con este término a servicios y dones que el Espíritu Santo suscita en la comunidad y a los que el individuo puede cerrarse o abrirse... Por eso, Pablo puede exhortar a la comunidad de Corinto: ‘Aspirad a los carismas más valiosos’, es decir, dejad cada vez más espacio al Espíritu de Dios en vuestro interior y en vuestra vida.

El precepto eclesiástico del celibato como condición previa para la admisión a la ordenación sacerdotal parte del supuesto de que al candidato se le había concedido o se le ha concedido este carisma, y de que el Espíritu de Dios (pero no una disposición natural en cuanto tal) lo capacita para vivir célibe por amor del reino de Dios. La reglamentación jurídica (institucional) no suprime el carácter de gracia, sino que sirve para crear un espacio que haga posible a muchos o que les facilite el dejar que Dios se sirva de ellos para dar semejante testimonio a favor de Cristo .

- La opinión, manifestada a menudo expresamente o de manera subliminal, de que si no existiera la obligación del celibato, la Iglesia tendría suficientes vocaciones al sacerdocio, es una opinión cuestionable, por lo menos en lo que se refiere a los jóvenes. Es cierto que hay una serie de teólogos laicos varones que afirman que, si no existiera la obligación del celibato, estarían dispuestos a recibir las sagradas órdenes.

Es verdad que algunos teólogos laicos expresan sus reservas contra el ministerio sagrado, centrándolas en el celibato como un punto contrario de cristalización de su vocación sacerdotal. Pero habrá que saber si, en el caso de suprimirse el celibato, esas reservas que manifiestan, no elegirían otro punto de cristalización.

Por lo tanto, pareciera más bien que el rechazo del celibato, es un síntoma de la incapacidad de muchos para identificarse con la Iglesia catolica.

Además, la perspectiva de poder tener más sacerdotes si no existiera la obligación del celibato, ¿sería una razón para abolirlo? Una “elección espiritual”, adoptada por la Iglesia occidental, no debe mezclar las ordenaciones sacerdotales con las necesidades pastorales. No se trata de una lógica de las necesidades, sino de una lógica de la gracia, orientada hacia la santidad, el amor y la fe de la comunidad. “Si una comunidad cristiana es verdaderamente santa, será también fecunda, y Dios no dejará de suscitar en ella numerosas y variadas vocaciones... No se trata de ‘tener’ mayor o menor número de sacerdotes. Se trata de que nuestras comunidades, que a los ojos de la gente están agonizando, revivan en el Espíritu” .

El modelo de un clero casado y célibe

La opinión, manifestada a veces, de que hay que estar sí, a favor del celibato voluntario tal como entienden algunos el evangelio, pero sin conectarlo con el ministerio eclesiástico, suscita la sospecha de ser una aseveración puramente verbal, mientras uno no se comprometa con todas sus energías (y a ser posible con la propia manera de vivir) a favor del celibato en la Iglesia y cree así un clima en el que pueda producirse la vocación al celibato, no tiene autoridad para hablar. Lo cierto es que, a pesar de todas las convergencias entre el ministerio sacerdotal y el celibato, el venerable y ancestral vínculo jurídico-institucional entre ambos podría desaparecer bajo determinadas condiciones . Pero no debe suprimirse sin sustituirlo por algo que el celibato expresa y logra concretamente: la unidad entre la misión ministerial y la existencia del sacerdote. Por consiguiente, si alguien, basándose en buenas razones, está convencido de que en el futuro debe existir también la figura del sacerdote casado, tendrá que desarrollar un modelo en el que pueda quedar realizada esta unidad, de manera diferente pero análoga. Semejante modelo podría ser el de vir probatus, es decir, la ordenación de un varón que, por la práctica seguida hasta entonces de una vida cristiana madura, haya mostrado y siga mostrando que su actividad ministerial queda avalada existencialmente por una vida en seguimiento de Cristo. La unidad entre el ministerio y la existencia personal quedaría “verificada” en él mediante la praxis demostrada de la propia vida, y en cambio en un varón joven lo estaría mediante la disposición, para entregarse a una vida de especial seguimiento y discipulado, que abarque incluso el celibato. Existiría así un modelo en el que coexistirían los sacerdotes célibes y los sacerdotes casados. Claro que no hay que pensar precipitadamente que con tal reglamentación quedarían resueltas todas las dificultades. Pero el vir probatus parece ser el único modelo realista y viable para un sacerdocio ejercido por personas casadas. ¿Sería un modelo deseable? No olvidemos que sobrevendrían entonces nuevos problemas sobre la Iglesia. ¿Cómo nos las arreglaríamos con “las dos clases” de clero? ¿Qué pasaría con los fracasos matrimoniales de semejantes viri probati? Lo cierto es que, entre los pastores evangélicos casados, un gran porcentaje de ellos al menos en algunas regiones llegan a divorciarse. Quizás tenga razón aquel proverbio húngaro que dice: “Cuando el carro tenga que cruzar el río, no cambies de caballos”. Digámoslo claramente: en una época en que el celibato por amor del evangelio se encuentra en una crisis total y, no sólo en cuanto al ministerio sacerdotal, sino también en lo que respecta a las vocaciones femeninas para profesar en institutos religiosos, el cambio a la práctica del vir probatus ¿no podría ser una señal desacertada? ¡Sobre todo si se tiene en cuenta la sospecha fundada de que las pocas personas que pudieran considerarse como viri probati no contribuirían a resolver la denominada “escasez de sacerdotes”! En todo caso, si llega a ponerse en práctica lo del vir probatus, es posible que “en una futura Iglesia –como afirma H. U. von Balthasar– los sacerdotes célibes se hallen en minoría. Es posible. Pero también es posible que el ejemplo de los pocos haga ver más claramente la conveniencia y necesidad de este género de vida en la Iglesia. Es posible que tengamos que pasar por un período de hambre y sed, pero que estas privaciones susciten nuevas vocaciones, o mejor dicho, una nueva generosidad para responder a los llamamientos divinos que nunca han de faltar” .

1.5.- “Grandeza y desdicha” de la vida célibe / célibe-matrimonio El actual debate en torno al celibato, puede parecer que es la ley eclesial, pero muchos expertos opinan, que más bien el punto cuestionable de la crisis radica en la manera de vivir la consagración celibataria del sacerdocio. Podemos ver que la vida célibe sobre todo en el momento actual se halla bajo aquel rótulo que titula el libro de J. Garrido, “grandeza y desdicha….” . Después de los últimos escándalos de abusos sexuales que se han denunciado, sobre lo ocurrido en las últimas décadas, de parte del clero y que la Iglesia ha pedido perdón y esta tratando de sanar las heridas de las víctimas, y la expulsión de la vida clerical de los ministros que se aprovecharon de sus víctimas. Y voy a referirme en este momento, sobre la “desdicha”, no lo hago porque ésta sea menos, sino porque hoy en día resulta evidente: no sólo el hecho, de que no pocos sacerdotes, lleven una vida engañosa, ocultando indecorosamente bajo la fachada del celibato una vida cuasi-matrimonial, sino también porque hoy en día las satisfacciones sustitutivas que pueden darse en una vida célibe aparecen bien a las claras. Así lo estima Blarer: “cuando en lugar del amor pastoral aparece el afán de dominio, la arrogancia y el narcisismo. Los impulsos instintivos reprimidos y las relaciones ocultas, han convertido a no pocos “hombres de Dios” en rígidos moralistas que imponen a la gente cargas que ellos mismos no serían capaces de soportar. Viendo estas cosas, no es difícil sospechar el gran sufrimiento que se ha causado en la Iglesia católica a lo largo de los siglos a consecuencia de los abusos cometidos en el celibato. Siempre que la forma de vida célibe, no se halle en total armonía con la persona del pastor de almas, brotan de ella ansiedades, inhibiciones y represiones que privan de su fundamento al verdadero amor-eros célibe. Hay estimaciones según las cuales el 10% aproximadamente de los psicoterapeutas abusan ocasionalmente de su profesión, para tener relaciones sexuales con sus pacientes. Probablemente la situación es parecida en el caso de los pastores de almas” . Podemos derivar la siguiente cuestión: si se “corta por lo sano” y se suprime el celibato, entonces se verá lo que sucede con los matrimonios fracasados, que por infidelidad, incompatibilidad de caracteres, rutina conyugal, desencanto afectivo-sexual, etc., si ocurriera de manera análoga, en el caso de un clero casado, no sería lo más conveniente de cara al bien de la Iglesia. Y además, si alguien no está dispuesto a cumplir su promesa de fidelidad al celibato, ¿cómo logrará guardar la fidelidad conyugal?. Aquel que, siendo célibe, lleva una vida egocéntrica, ¿cómo llevará una vida diferente estando casado?. Asimismo, como se vio hace algunos años en un programa de televisión, en el que habló el “patriarca” del psicoanálisis católico, Albert Görres, el porcentaje de matrimonios felices y el de vidas célibes logradas, según su experiencia profesional, era casi idéntico: el 10% de los matrimonios que son plenamente felices en su vida conyugal; otro 10% lo son hasta cierto punto; el resto se halla en una zona gris o su matrimonio ha fracasado. Los mismos porcentajes se indican con respecto al celibato . Por eso, en la mayoría de los casos, los problemas que surgen con una de estas dos formas de vida no pueden resolverse pasándose sencillamente a la otra forma de vida . La “solución” hay que buscarla en otra parte.

Crisis y realismo del celibato sacerdotal después de Vaticano II

Las enseñanzas del Vaticano II, sobre el celibato fueron desarrolladas pocos años después por Pablo VI, en la Encíclica Sacerdotalis coelibatus. Ello no evitaría, sin embargo, que se produjera una considerable presión –de diversa procedencia– a fin de suprimir el requisito del celibato obligatorio en la ordenación al sacerdocio, a la par que se producía un éxodo masivo de entre las filas del clero. Ciertamente, muchos de los que decidieron abandonar su ministerio arguyeron la cuestión del celibato como principal causa de su defección.

Después de la encíclica, la crisis del celibato se agravó de tal manera debido a las declaraciones y al comportamiento de cierto número de sacerdotes holandeses que Pablo VI se sintió impulsado a publicar una declaración personal sobre el tema en 1970. Las declaraciones realizadas en Holanda, comentaría el Papa, le habían causado una “profunda aflicción”, por la “grave actitud de desobediencia” a la ley de la iglesia latina que aquella implicaba . En algunos sectores se esperaba que el Sínodo de 1971 modificara la posición de la Iglesia y, para preparar el terreno, se había orquestado una campaña como la describiría cierto crítico “con un fervor prácticamente profético” . Un informe de la Comisión Teológica Internacional publicado antes del Sínodo, sugiriendo que el celibato fuera opcional, había alimentado quizá esas expectativas. Al mismo tiempo que mantenía que el celibato era el mejor camino. El Sínodo rechazó las presiones y afirmó categóricamente que “la ley del celibato sacerdotal existente en la iglesia latina ha de ser mantenida en su integridad” . Sin embargo, las presiones para hacer del celibato un requisito opcional para el sacerdocio siguen siendo constantes.

Tensión valorativa

Hace 30 años la crisis del celibato eclesiástico era debida en buena parte a una valoración o revalorización positiva de su... alternativa natural, el matrimonio, realidad humana maravillosa y misterio de santidad, vista no como alternativa sino como añadidura funcional al sacerdocio; y al descubrimiento de valores que la condición celibataria, se pensaba, no permitiría apreciar y vivir suficientemente, como la integración afectiva, la potencialidad psicológicamente liberadora de la sexualidad como principio dinámico de la relación con el otro, lo positivo (y para algunos la necesidad) del ejercicio sexual; y al surgimiento de una sensibilidad apostólica nueva, como –por ejemplo– la exigencia de una encarnación más real del sacerdote en el mundo secular y la necesidad de captar más de cerca, experimentándolos en sí mismo, los problemas de la gente y de la familia .

Para muchos la Iglesia es una madrastra despiadada. Algunos sondeos de opinión sobre el tema del celibato obligatorio dieron estos resultados: en Holanda el 75% de los sacerdotes entrevistados, en Bélgica el 64%, en USA el 60%, en Francia el 70%, en Italia el 63% según una encuesta, el 50% según otra; en Alemania “la mayor parte” de los sacerdotes encuestados, desearían el celibato optativo, de igual manera en América Latina, según las encuestas de los primeros años 70, “la situación es tal que se vaciarían los seminarios e induciría a la búsqueda de un sacerdocio ordenado después del matrimonio” .

Deserciones sacerdotales

Después del Concilio Vaticano II, fue el tiempo de una pesada hemorragia de salidas de sacerdotes de la Iglesia, a causa del celibato: según los datos publicados por la Oficina central de estadística de la Iglesia , el motivo aducido por el 94,4% de los 8.287 presbíteros que han abandonado el sacerdocio del 64 al 69 ha sido el celibato.

Un dato desconcertante y que habla por sí solo. Como una síntesis bien elocuente de la complejidad, de un periodo de crisis del celibato.Pero será necesario ir adelante para hacer una adecuada lectura de la problemática.

Menos ilusión y más realismo

Hoy en día han cambiado notablemente las cosas, aunque no es nada fácil descifrar o discernir el sentido y la dirección de cambio. Por un lado, la visión del sacerdote de hoy es más inteligente y objetiva sobre este tema y, al mismo tiempo, al menos por lo que parece, menos problemática y polémica: queremos decir que en general parecen venir a menos aquellas actitudes idealistas típicas del adolescente, “psicología del fruto prohibido”.

Por otro lado hay más realismo en el clero actual a cerca de la valoración de la problemática sexual, de sus raíces y de su complejidad, así como sobre la interpretación más amplia del camino de la maduración afectivo-sexual y de los componentes de la misma madurez.

El presbítero de hoy sabe que dentro y detrás de la crisis afectiva se pueden esconder otras realidades personales problemáticas, sabe o intuye que las dificultades para vivir el celibato pueden tener, y normalmente la tienen, una historia y prehistoria propia, más o menos larga, y que la crisis actual en el área afectivo-sexual podría ser solamente el punto terminal, la caja de resonancia del problema con una raíz no sexual, como la crisis de fe, de identidad o de fidelidad, etc.

Se ve cómo ha cambiado esta mentalidad entre los sacerdotes lo dice el sondeo de 409 sacerdotes (entre ellos 226 párrocos) realizado por Doxa para el Avvenire ante la proximidad del Octavo Sínodo de Obispos (Roma, octubre 1990) dedicado al análisis de la formación de los sacerdotes: «sobre las causas de los abandonos se rechaza la opinión común de que la causa sea la dificultad en vivir el celibato. Para los sacerdotes esta es una causa real.

Pero viene sólo después de la crisis ideológica, es decir, después del desaliento en la propia misión, en definitiva, de una ‘crisis de identidad’, que afectaría a algunos sacerdotes” y que podría dar lugar a dificultades específicas en el área de la afectividad y del celibato.

El dato de que el 94,44% de sacerdotes han abandonado o dicen haber abandonado por causa del celibato, parece un tanto adulterado, y debe ser leído e interpretado teniendo presente lo que la moderna psicología ha descubierto y viene repitiendo: cualquier problema personal tiene un matiz afectivo y se puede manifestar en el área afectivo-sexual sin ser originado en esa área, aunque el mismo sujeto no se dé cuenta y crea que el problema sea de naturaleza sexual y se resuelva en esa parcela.

El sexo, en resumen, tiene las características de la plasticidad y de la omnipresencia, por la cual puede estar en relación e influenciado por muchos y diferentes aspectos y desórdenes de la personalidad; es decir, toda fuerza motivacional de la persona (como por ejemplo el sentido de inferioridad, la necesidad de dependencia afectiva, la agresividad, etc.) puede usar las manifestaciones y relaciones psicosexuales como medio de expresión de sus ideales, aun de los auto trascendentes.

En esta situación la crisis afectivo-sexual ocultaría otra crisis más radical; o la dificultad para vivir el celibato estaría determinada por una dificultad distinta y más profunda . En definitiva, es ingenuo y poco científico tomar el hecho del 94,4% de los que piden la dispensa “por causa del celibato” como dato que refleja una situación y una motivación real y objetiva, o como elemento que manifiesta la verdad intrapsíquica de aquellos ex sacerdotes. Este es el motivo por el que en muchos casos el matrimonio no ha resuelto, después de un periodo aparentemente positivo, los problemas del ex sacerdote.

Según lo que aparece en una encuesta encargada por la Conferencia episcopal americana: en los matrimonios de los ex sacerdotes, después de un periodo inicial de buena adaptación y armonía, aparece durante largo tiempo un índice de tensión conyugal doble que en los matrimonios comunes, lo que parece demostrar que la tensión, disminuida con el abandono del sacerdocio, vuelve a presentarse en la nueva situación después de un tiempo de consuelo .

Es evidente que aquella tensión no está unida primariamente a una problemática afectiva o sexual y que por lo tanto no pudo ser resuelta por un remedio de ese tipo. Esto es lo mismo que Burgalassi ha manifestado con su muestrario de ex sacerdotes italianos: “La mayor parte de los que han abandonado el sacerdocio, declaran que sólo parcialmente o nada ha satisfecho el paso que han dado y esta insatisfacción aumenta al pasar los años de su abandono de su sacerdocio” .

En suma, gracias a una interpretación más correcta de las verdaderas causas de la crisis, debido también al aporte del análisis psicológico, parece que hoy hay una menor ilusión sobre la capacidad “terapéutica” del matrimonio, como solución de todos los problemas del sacerdote. Además, hay un elemento nuevo respecto al pasado, parece que está en aumento la recuperación de las razones profundas por las que conviene una unión entre sacerdocio y celibato. Las objeciones y críticas del periodo postconciliar contra el celibato están “hoy en camino atenuante”.

Así Mons. Defois, ex secretario de la Conferencia Episcopal Francesa, a la pregunta de si hay todavía discusión sobre la obligatoriedad de la ley del celibato, responde: “No está aquí el verdadero problema. La crisis del ministerio abarca también a los protestantes. El verdadero problema es la identidad del sacerdote. El celibato es aceptado en la medida en que aquella es comprendida. Es necesario que haya una reflexión más profunda” .

Soledad

Otra señal, todavía más indicativa de la evolución actual, nos dice Cencini, es la resultante de la convención FIAS (Federación Italiana de Asistencia a los Sacerdotes) de junio de 1989 sobre la soledad del presbítero; de los cerca de 500 sacerdotes diocesanos que han respondido a un cuestionario propuesto para la preparación de la reunión, sólo 3 han puesto en el celibato la causa de la soledad y en la abolición de su obligatoriedad la solución al problema.

Todavía más significativa es una encuesta dirigida en el 93-94 a 600 estudiantes de teología elegidos entre los que frecuentaban la Universidad Pontificia Gregoriana y Lateranense, el Seminario Episcopal de Brescia y el Pontificio de Molfetta, el Colegio Teológico Rogacionista y otros de distintas procedencias, compuesto por estudiantes residentes en Roma, pero elegidos al caso: el 54% sostiene que el celibato es el obstáculo mayor para escuchar la llamada vocacional, mientras el 27% atribuye este papel a la soledad. Ahora bien, podemos ver como la soledad, aparece como fenómeno ligado a una compleja realidad de factores .

Formación

Pero hay otro dato que es ahora más importante, siempre interpretable desde la óptica de un mayor realismo: lo que puede identificarse cada vez más como el elemento decisivo del problema del celibato, la formación. La llamada al celibato sacerdotal, afecta a las inclinaciones naturales más profundas de los vocacionados, y esta no se adapta espontáneamente a esa opción de vida evangélica; por eso se necesita una formación fuerte, cualificada y específica de los formandos.

La experiencia de la Iglesia en estas últimas décadas, pone muy bien en evidencia que el problema hoy, no es tanto el celibato en sí mismo y la posibilidad de vivirlo, también desde un punto de vista psico-afectivo, sino en cuanto a la formación y la calidad de esa formación para llevar una vida célibe. El futuro célibe sabe durante el tiempo de formación que el celibato consagrado es una de las modalidades de la existencia sacerdotal .

El candidato al sacerdocio, no es engañado por nadie. ¿Qué sentido tiene, una vez encarnado en su ministerio y con el tardío despertar de su afectividad y sexualidad, reprochar a la Iglesia el haberle impuesto el celibato? La Iglesia no obliga a nadie a que se haga sacerdote.

Muchas situaciones ambiguas se van esclareciendo y la Iglesia debe pronunciar una palabra significativa para dar a este estado de vida, el sacerdocio celibatario, todo su significado. Con la experiencia y la mirada retrospectiva en estos últimos años podemos decir que hoy no es el celibato consagrado lo que está en cuestión, sino el modo como las personas, lo interpretan para enmascarar, negar o en el mejor de los casos integrar la pulsión sexual.

Creo, en definitiva, que al menos desde el punto de vista de la autoconciencia, acerca de la raíz del problema del celibato y su posible solución, hay una cierta maduración en el clero en estos últimos años, en la línea de un mayor realismo.

La enseñanza de la Iglesia sobre el celibato

Antes de analizar las influencias que provocaron un cambio en la percepción del sacerdocio, conviene recordar brevemente las enseñanzas de la Iglesia sobre el celibato en el momento actual. El Vaticano II afirmó la tradición sobre el celibato en la iglesia occidental .

Más adelante, Pablo VI, partiendo de sus enseñanzas, desarrollaría una rica teología del celibato en su encíclica Sacerdotalis coelibatus , un documento que no sería bien acogido en algunos sectores, pero que cuatro años más tarde vería reafirmada su enseñanza en el Sínodo de Obispos de 1971:

“Lo que mantiene la ley existente es la íntima y múltiple coherencia entre la función pastoral y la vida de celibato: el que libremente accede a vivir una total disponibilidad –el carácter distintivo de esta función–, libremente se compromete con una vida de celibato. El candidato debería aceptar este modo de vida, no como algo impuesto desde fuera, sino como una manifestación de su libre entrega, que es aceptada y ratificada por la Iglesia a través del obispo. De esta forma, la ley se convierte en protección y salvaguarda de la libertad con la que el sacerdote se entrega a Cristo, convirtiendo su entrega en un “yugo suave” .

La misma posición fue adoptada en la edición revisada del Código de Derecho Canónico de 1983:

“Los clérigos están obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos y, por tanto, quedan sujetos a guardar el celibato, que es un don peculiar de Dios, mediante el cual los ministros sagrados pueden unirse más fácilmente a Cristo con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres” .

En la preparación del Sínodo de Obispos de 1990 y posteriormente, hubo una fuerte presión para que se introdujera el celibato opcional. El pensamiento actual de la Iglesia acerca del celibato sacerdotal se manifestó claramente en el documento sinodal sobre la formación sacerdotal Pastores Dabo vobis, publicado el 25 de marzo de 1992. Como si se anticipara a la actual corriente de especulación y agitación, Juan Pablo II afirmó: “El Sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino” . Esta es, en líneas generales, la enseñanza de la Iglesia, sobre el estatus actual del celibato.


Influencias teológicas sobre el sacerdocio

El Vaticano II dedicó dos de sus dieciséis documentos al tema de los sacerdotes: uno sobre la formación de los futuros sacerdotes y otro en torno al ministerio y vida de los presbíteros . Ambos documentos constituyen una declaración valiosa y bien desarrollada del pensamiento de la Iglesia acerca del sacerdocio católico y con razón sirvieron para avivar las esperanzas de renovación de la vida espiritual y la eficacia pastoral del clero.

En el último cuarto del siglo XX se produjo una hemorragia en las filas del sacerdocio, de la que quizás no exista otro precedente en la historia de la Iglesia a no ser el de las primeras décadas de la Reforma. El papa Juan Pablo II se ha referido a este éxodo como uno de los mayores reveses para las esperanzas de renovación suscitadas en el Concilio . Se trató de un fenómeno de alcance universal que afectó tanto a sacerdotes seculares como a religiosos, pero con un carácter más acusado en los países desarrollados de Europa occidental y Norteamérica. A estos aspectos negativos hay que añadir un significado declive en el número de vocaciones sacerdotales en los años posteriores al Concilio Vaticano II, al menos en la parte occidental más desarrollada.

Al mismo tiempo que se producía el desarrollo de estos países se comenzó a cuestionar seriamente la misma identidad del sacerdocio católico. ¿Fue esta pérdida de seguridad y de confianza en la esencia del sacerdocio una de las razones principales por la que muchos decidieron abandonar su vocación? o ¿Contribuyó este hecho, a minar la percepción tradicional católica del sacerdocio, hasta el punto de que muchos menos jóvenes se sentían favorablemente dispuestos o capacitados para ver en la vocación algo por lo que merece la pena adoptar un compromiso para toda la vida? No hay duda de que el debate en torno a la identidad sacerdotal, daño la adecuada percepción del compromiso, con las consiguientes defecciones en las filas del clero y un creciente rechazo de los jóvenes a considerar el sacerdocio como opción viable.

El cardenal Ratzinger analizó este fenómeno en profundidad en su discurso de apertura al Sínodo de Obispos sobre la formación de los sacerdotes y volvió a tratarlo en un documento publicado para conmemorar el treinta aniversario de la proclamación del decreto Presbyterorum ordinis en 1995 . El Concilio, según refiere, resolvió publicar un decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, consciente de que en aquel momento la idea tradicional del sacerdocio católico en algunos sectores de la Iglesia estaba perdiendo valor. En los círculos ecuménicos se hacían patentes los gérmenes de una crisis en el concepto de sacerdocio católico; una crisis que, según sus palabras, se inflamaría tras el Concilio, provocando efectos devastadores en los sacerdotes y en las vocaciones al sacerdocio.

Cambio en las perspectivas morales

Hasta principios de los años setenta, las vocaciones en Iglesia eran crecientes en los seminarios. Alcanzaron su máximo desarrollo en los sesenta y, a partir de entonces, comenzaron a decrecer de forma gradual. En la primera mitad de los noventa se produjo un rápido declive, alcanzando en 1996 el número más bajo de incorporaciones de todo el siglo XX.

Uno se pregunta: ¿qué es lo que ha provocado un cambio tan significativo? ¿Por qué se ha visto reducido el número de vocaciones a un débil reguero, comparado con la firme corriente de hace una generación? ¿Por qué ocurre que el sacerdocio parece no tener ya tanto atractivo como un estilo de vida desafiante? ¿Es lo que se conoce como celibato obligatorio lo que disuade a los jóvenes que aspiran al sacerdocio o hay razones estructurales más profundas?

Los años transcurridos desde el Vaticano II han sido tiempos de grandes cambios en la Iglesia. Esto ha dado lugar a una percepción diferente de la fe y a una relajación del compromiso celibatario y que en la práctica se ha manifestado en una dramática desbandada, especialmente acusada en las zonas urbanas. Los estudios sobre las actitudes de la gente joven con respecto a la religión revelan un rechazo de los elementos esenciales de la fe.

Algunos aspectos significativos de la enseñanza moral cristiana se han dejado de presentar con suficiente afectividad a un número cada vez mayor de generaciones más jóvenes. Esta laguna de credibilidad, si pudiéramos definirla así, tiene una relación particular con los hábitos sexuales . La realidad de este cambio de actitud encuentra su justificación en el rápido crecimiento en los niveles de ilegitimidad y de aborto de los últimos veinticinco años.

La superficialidad con la que se trata la virtud de la castidad en los medios de comunicación ha contribuido a oscurecer la estimación de su carácter de virtud. Mucha gente considera que vivir las exigencias tradicionales de la pureza de pensamiento y de obra es un hecho fastidioso y conducente al escrúpulo. En consecuencia, la promiscuidad, o lo que podríamos denominar placer sexual, se está convirtiendo cada vez más en una situación “normal” entre los adolescentes.

Estos cambios en el punto de vista moral afectan también a los casados, como lo refleja el hecho de que una elevada proporción de parejas utilice actualmente algún tipo de anticonceptivo. En una sociedad donde tales actitudes se hallan cada vez más arraigadas es inevitable que surjan dificultades para entender la idea del celibato y el compromiso personal que implica.

Influencias culturales e intelectuales

Nos podríamos preguntar: ¿cuáles han sido las causas de este cambio de actitud hacia la fe, hacia el sacerdocio y hacia la castidad? ¿Qué razones no teológicas han afectado a la forma de percibir el sacerdocio en los últimos treinta años? Ocurre que muchos países occidentales, con raíces cristianas, se han visto afectados en su entorno social y cultural por diversos tipos de influencia. Éstos se han introducido por diversas vías, pero se han dejado sentir con especial virulencia en los medios de comunicación, la filosofía educativa y la legislación.

Pese a todo, creo que puede ser útil tratar de identificar algunas de las tendencias que subyacen en las actuales actitudes culturales. Ello nos proporcionará al menos una perspectiva para poder evaluar el actual punto de vista sobre el sacerdocio y la vocación al celibato y, presumiblemente, ayudará a los sacerdotes a entender por qué han cambiado tanto las cosas desde el Vaticano II hasta nuestros días.

Libertad y verdad

La búsqueda de libertad personal es uno de los rasgos más característicos de la cultura contemporánea. Normalmente se le considera un bien superior al que otros valores deberían subordinarse, especialmente los que parecen restringir la libertad. De ahí que todo lo que se considera tabú o una reliquia de prohibiciones o temores arcaicos se ve como una traba a la libertad humana y para la libertad de expresión. Como resultado, el concepto de un compromiso permanente y personal tiende a considerarse cada vez más como una imposición o como algo imposible de conseguir. El entorno cultural en general anima a la gente a sentirse libre a la hora de determinar su propio código moral y a no acomodarse a ningún sistema que considere impuesto desde fuera .

Este concepto de libertad, - la ausencia de cualquier tipo de compromiso estable y permanente, - no ve la obligación de mantener ningún vínculo con el pasado, excluyendo de esta forma la posibilidad de proporcionar algún tipo de herencia a los que vengan detrás. Los psicoanalistas y conductistas tienden a separar la culpa de la responsabilidad personal, que es el correlato de la libertad, y declaran que el pecado es el resultado de diversas formas de condicionamiento, hereditario, social, cultural, etc. Podemos decir que se ha producido una pérdida radical del sentido del pecado . El hombre es cada vez menos consciente de su necesidad de redención pero su sentido de alienación no se extingue. Al contrario, se hace más opresivo. Y, paradójicamente, mientras que la confesión sacramental ha dejado de ser un rito sagrado en la vida de muchos, la psiquiatría y otras formas de asesoramiento seculares se han convertido en prósperas industrias.

Relativismo

La Ilustración del siglo XVIII había prometido desembarazarse de lo que consideraba mito y tabú –principalmente de la fe, para sustituirlo por una ética humanística y un equilibrio social racional. Se proponía conseguir un código ético de carácter consensuado, más que basado en la convicción, rechazando expresamente la noción de verdad absoluta, sobre todo en el terreno de la moral. Las elecciones de carácter ético, según este sistema, eran personales más que racionales, y la creencia religiosa era considerada como un tipo de experiencia personal que no debía sobrepasar los límites de la conciencia personal.

En la vida pública parece existir miedo a afirmar la verdad, a señalar que una postura concreta, ya sea de carácter legal, político o moral, se encuentra en oposición a ella. Es un rasgo indicativo de hasta qué punto la cultura contemporánea se halla profundamente impregnada de relativismo moral y de su influencia en nuestra propia actitud. Si todas las verdades son relativas, como postularía cualquier filosofía pluralista, nadie está en disposición de defender unos valores éticos absolutos, ya sea por falta de convicción o por temor a ser ridiculizado por los medios de comunicación .

No es de extrañar que, en un contexto cultural semejante, el celibato como estilo de vida pueda parecer algo marginal y esotérico, sobre todo ante la idea de considerarlo como una opción personal.

Cientifismo y utilitarismo

En un mundo donde las ciencias naturales proporcionan el paradigma dominante de conocimiento y donde los sentimientos han sustituido a la filosofía y la revelación como clave de la realidad, existe un profundo escepticismo respecto al establecimiento de una adecuada fundamentación de un sistema moral coherente . Desde esta perspectiva, la autonomía de la razón se ve restringida por los hechos verificables por las ciencias, y el conocimiento real se ve reducido a las verdades que tales ciencias proporcionan.

El utilitarismo es una filosofía que busca el propio interés y, por tanto, contradice la enseñanza cristiana de que el verdadero bien del hombre no consiste en el propio interés sino en la entrega de sí y el servicio a los demás. El consciencialismo y el proporcionalismo son formas actuales de utilitarismo. No permiten que nadie diga que una acción es intrínsecamente mala, sino únicamente mejor o peor que las otras.

Esta actitud choca de frente con la idea cristiana de felicidad, lograda mediante la donación completa de uno mismo, especialmente en el matrimonio o en el amor comprometido del celibato .

Individualismo y democratización

El termino “individualismo” encierra gran parte de lo que actualmente sucede en la cultura contemporánea. Es característico de algunas de las actitudes señaladas, pero también es evidente en la creación de un conflicto aparente entre la persona y diferentes formas de autoridad. Una de las consecuencias del individualismo es la pérdida de la noción de bien común y del compromiso de solidaridad humana . Teniendo en cuenta que la familia es la unidad básica de estabilidad en la estructura social y el contexto principal en el que tanto los valores morales como las normas culturales y tradicionales son transmitidos a las sucesivas generaciones, cualquier desintegración de este ámbito conlleva necesariamente un efecto negativo sobre la pervivencia de la fe y su transmisión. Esto, a su vez, tiene efectos perjudiciales para las vocaciones al sacerdocio, ya que la familia cristiana es lugar insustituible para la gestación de dichas vocaciones.

La moral relegada al ámbito privado

El pluralismo, tal como se entiende hoy día en el ámbito político, es la presunción de legislar por la libertad en diferentes áreas, pero una libertad emancipada de sus fundamentos de moral y de verdad. Según este enfoque, no existiría ninguna base que sustentara los valores absolutos fuera de uno mismo; estos valores serían subjetivos y, por tanto, privados, y lo único que restaría hacer es legislar sobre la base de un consenso democrático, que es siempre mudable. Ciertamente, a tenor de esta lógica, los valores deberían permanecer en la esfera privada a fin de preservar la democracia.

El positivismo legal de nuestros tiempos ha desvirtuado enormemente aquellas elocuentes palabras que encontramos en el Evangelio de san Juan: “Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn.8,32). El Evangelio nos enseña que la libertad surge de nuestra relación con algo exterior a nosotros mismos. Alcanzamos la libertad en la medida que adaptamos nuestro estilo de vida y nuestras ambiciones a la verdad objetiva. Sin embargo, la actual corriente de doctrina política y social intenta tergiversar esta relación entre libertad y verdad, reduciéndola a un eslogan sin contenido.

Bajo la excusa de pluralismo y como un paso adelante en la libertad, se presentan propuestas legislativas a favor de la contracepción, el divorcio, la homosexualidad o el aborto. En ningún sitio, sin embargo, encontraremos definiciones claras de lo que los legisladores entienden por libertad o pluralismo. Y en este proceso, la gente acaba convencida de que todo lo que es legal es moralmente aceptable.

Pero el auténtico pluralismo no implica ocultar nuestras más profundas diferencias. Por el contrario, significa aceptarlas dentro del común compromiso con respecto a los demás. El pluralismo no es indiferencia en lo que se refiere a la verdad; es un genuino respeto hacia los demás y hacia sus convicciones .

Recuperar el conocimiento de la esencia del sacerdocio y el celibato

Está claro pues, que actualmente hay algunas corrientes de influencia en nuestra sociedad que con frecuencia están en competencia directa con los preceptos del Evangelio y son hostiles al mismo. Éste es el entorno en que los sacerdotes tienen que vivir y en el que tienen que intentar hacer del celibato un hecho comprensible para ellos mismos y para los demás.

Sin embargo, no deberían desanimarse ante las presiones culturales y sociales que oponen dificultades a la proclamación del mensaje de Cristo. La verdad que encierra la enseñanza del Maestro es atractiva y desafiante y, en último término, es la única visión de la realidad capaz de satisfacer los anhelos más profundos del corazón humano. Si el sacerdote se encuentra impulsado por una profunda fe en el poder de la gracia y tiene el valor suficiente para proclamar las implicaciones que el Evangelio conlleva en la vida personal, familiar y social, no tiene por qué dudar de que se producirá una reevangelización de la cultura y que se recuperarán las raíces cristianas.

La sombra de los escándalos clericales arrojada sobre el celibato en los últimos años, unida a los esfuerzos de algunos medios de comunicación por minar el carisma, hace necesaria la presencia de sacerdotes que, con el ejemplo de sus vidas, contribuyan a recuperar la convicción acerca de su valor y de su validez perenne. Como ya hemos observado anteriormente, el Beato Juan Pablo II, en la encíclica Pastores Dabo Vobis, expresó su deseo de que el celibato fuera presentado y explicado más plenamente desde un punto de vista espiritual, teológico y bíblico .

El papa es consciente de que muchas veces no se explica bien, hasta el punto de llegar a afirmar que el extendido punto de vista de que el celibato es impuesto por ley “es fruto de un equívoco, por no decir de mala fe” .

Mientras que se pueden aducir argumentos prácticos en defensa del celibato, en cuanto que se trata de un carisma esencialmente sobrenatural, las razones históricas, escriturísticas y teológicas como sugiere el Santo Padre son el único fundamento para su justificación. En los recientes debates se ha prestado poca atención a estos aspectos del celibato. Uno de los objetivos de esta tesis es el de replantear estos argumentos, analizando las razones que justifican su profunda importancia para entender adecuadamente esta disciplina.

Ningún otro como el Beato Juan Pablo II ha hecho tanto para exponer los fundamentos teológicos y escriturísticos del celibato. Los desarrolló en sus catequesis semanales en Roma, en documentos magisteriales y en sus innumerables alocuciones a los sacerdotes en todas partes del mundo en los últimos veinte años. Una característica peculiar de las enseñanzas del B. Juan Pablo II sobre el celibato es que constantemente lo pone en relación con la vocación al matrimonio. Para él son estados correlativos en la vida; uno ilustra el compromiso implicado en el otro y ambos reflejan la única vocación a la santidad.

A esta conclusión llega como resultado de un profundo y prolongado estudio de los datos que ofrece la Revelación para permitirnos construir una antropología válida. En su catequesis semanal sobre “el significado nupcial del cuerpo”, entre 1979 y 1984, B. Juan Pablo II desarrolló una rica antropología cristiana basada en la Escritura y la realidad de la Encarnación. Como gráficamente señala, fruto de la Palabra de Dios hecha carne, “el cuerpo entró en la teología por la puerta grande” . Así pues, para formular una adecuada teología del celibato y del matrimonio, es necesario considerar las implicaciones antropológicas fundamentales de estos compromisos.

Con razón el B. Juan Pablo II, defiende con fuerza que una decisión madura hacia el celibato sólo puede brotar de la plena conciencia del potencial de entrega que ofrece el matrimonio . El seminarista necesita formación más profunda también si quiere que la enseñanza de la Iglesia sobre la sexualidad humana sea creíble en una cultura cada vez más influida por la ética materialista y utilitarista.

El celibato es un don del Espíritu Santo y por tanto un carisma esencialmente sobrenatural. Sin embargo, llevamos este tesoro en vasos de barro y, como nos recuerda con fuerza San Pablo, hay una lucha constante entre los deseos de la carne y las aspiraciones del Espíritu. Proteger y alimentar este don requiere un esfuerzo constante, un ascetismo sostenido por la participación diaria en el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo.

La experiencia pastoral de la Iglesia a lo largo de los siglos ha acumulado un rico bagaje de sabiduría cristiana sobre el modo de cultivar el celibato sacerdotal como un medio de identificación más profunda con Cristo, sacerdote eterno, y sobre cómo apartar los obstáculos que puedan surgir en esta búsqueda. El desafío del celibato se trata de un medio de santidad personal y un medio efectivo de actividad pastoral.

Redescubrir el sacerdocio

Teniendo en cuenta la forma en que los sacerdotes han sido atacados por los medios de comunicación en los últimos años, no es de extrañar que puedan sentirse inseguros e indecisos acerca de la identidad y el concepto que tienen de sí mismos. A los ojos de la gente, además, el sacerdocio parece haber perdido algo de su prestigio. Por ello, podría ocurrir que los sacerdotes se volvieran vacilantes en su ímpetu pastoral y defensivos en su predicación del Evangelio, tentados por una falta de convicción acerca de su vocación.

En las circunstancias actuales, los sacerdotes necesitan redescubrir el sentido de la dignidad y la grandeza de su llamada. Es algo que han de conseguir no tanto centrándose en el aspecto normalmente humano como reflexionando más profundamente en el misterio de Jesucristo y en la participación que el sacerdote tiene en ese misterio. Por el sacramento de la Ordenación, Cristo toma posesión del sacerdote como algo propio. Fruto de ello, se vuelve capaz de hacer lo que nunca podría por propia iniciativa: hacer presente el sacrificio de Cristo, confeccionar la eucaristía, absolver los pecados y otorgar el Espíritu Santo, prerrogativas divinas que ningún hombre puede obtener con su propio esfuerzo o por delegación de ninguna comunidad .

En unos momentos en los que se habla mucho de libertad, el sacerdote es el único que puede absolver a la gente del peso de sus pecados y obtener así para ellos la mayor de todas las libertades. Afirmaba Chesterton que la última razón que le llevó a convertirse al catolicismo fue que la iglesia católica era la única Iglesia que le garantizaba el perdón de sus pecados. Y ahí fue donde entrevió la dignidad fundamental del sacerdocio católico . Quizás los sacerdotes necesiten redescubrir esta verdad por sí mismos.

El sacerdocio es un compromiso exigente pero, si se ejerce con verdadera fidelidad al sacerdocio de Cristo, es la más satisfactoria de todas las profesiones o vocaciones humanas: otorga una formación teológica e intelectual profunda e impulsa a conocer a fondo la gran herencia de la cultura y sabiduría cristianas y todo lo que las ciencias humanas pueden aportar, a fin de ganar el corazón del hombre para Cristo . El sacerdocio es el don más grande que Cristo ha otorgado a la humanidad, pero ofrecido a un número relativamente pequeño de personas. Sólo a ellos ha dirigido Cristo estas palabras: “Como el Padre me ha enviado, así os envío yo” (Jn. 20,21) .

De entre las muchas cosas que se han escrito en los debates actuales en torno al celibato, me llamó especialmente la atención una, que, curiosamente, fue escrita por una conversa, mujer de un converso al catolicismo, antiguo ministro anglicano. Declara sobre el celibato sacerdotal, que “es una joya de la iglesia católica, que ha sido cuestionada únicamente porque nos hemos obsesionado con la satisfacción sexual, olvidando la otra satisfacción espiritual, que el sacerdocio ofrece a su grey” . Palabras elocuentes, de alguien que viene de afuera a la Iglesia católica, y redescubre, el valor intangible, del testimonio de tantos ministros fieles a sus promesas sacerdotales que son un paradigma para los hombres.

Origen y evolución histórica del celibato sacerdotal

Aspectos históricos

Existe una amplia gama de opiniones en cuanto al comienzo y desarrollo del celibato en la Iglesia. Algunos afirman que se hizo obligatorio a partir del siglo IV, mientras que otros sostienen que el punto, de referencia es el II Concilio Lateranense (1139). Tampoco hay acuerdo respecto a su origen, habiendo gente que lo considera de origen apostólico o divino, mientras que otros afirman que se trata de una mera expresión tardía de la disciplina eclesiástica.

Es bien conocido que la práctica de la iglesia latina, que exige de sus sacerdotes un compromiso irrevocable con el celibato, se diferencia de la disciplina de la iglesia oriental. Existe una creencia comúnmente extendida de que en las iglesias orientales –salvo casos excepcionales– no existe ley del celibato. Existe también un extendido sentir de que la tradición oriental es la más antigua, mientras que la disciplina latina habría sido impuesta en una fecha comparativamente tardía. En los debates centrados en la tradición del celibato en occidente, se suele apuntar como punto de referencia la disciplina de las iglesias orientales.

¿Por qué esta divergencia de disciplina entre Oriente y Occidente y cómo llegó a producirse? ¿Cómo se explica que en Oriente se insista de modo inflexible en el celibato para los obispos y al mismo tiempo se fomente el matrimonio entre el clero? ¿Por qué en Oriente es normal que haya sacerdotes casados, al mismo tiempo que nunca se ha permitido el matrimonio después de haber sido ordenado?

Esta variedad de opiniones y de afirmaciones ciertamente contradictorias son consecuencia de un conocimiento inadecuado de los hechos históricos, como lo confirman importantes publicaciones recientes sobre la historia del celibato eclesiástico, tanto en la iglesia oriental como en la occidental. Los estudios detallados de Cochini, Cholij y Stickler, especialmente, abren nuevas vías en la historia y la teología de este carisma y ofrecen una fuerte argumentación a favor del origen apostólico de esta disciplina.

Para entender la historia del celibato desde una perspectiva actual es necesario darse cuenta de que en Occidente, durante el primer milenio de la Iglesia, muchos obispos y sacerdotes eran hombres casados, algo que hoy es bastante excepcional. Sin embargo, una condición previa para los hombres casados a la hora de recibir órdenes como diáconos, sacerdotes u obispos era que después de la ordenación se les exigía vivir una continencia perpetua o lex continentiae.

Con el asentimiento previo de sus esposas tenían que estar dispuestos a renunciar a la vida conyugal en el futuro. No obstante, junto a clérigos casados, hubo siempre en la Iglesia, en proporciones variables, muchos clérigos que nunca se casaron o que vivieron el celibato tal y como lo conocemos hoy. Con el paso del tiempo se hizo más patente en la iglesia occidental la conveniencia de un sacerdocio en celibato, lo que produjo una disminución en la proporción de hombres casados llamados al sacerdocio.

Con la institución de los seminarios en el Concilio de Trento, el número de candidatos al clero célibe alcanzó una dimensión suficiente para abordar todas las necesidades de las diócesis.

En consecuencia, los casos de hombres casados admitidos a las sagradas órdenes mediante dispensa de la Santa Sede fueron siendo cada vez menos frecuentes. En la primitiva Iglesia, como ya indicamos, la ordenación de hombres casados era la norma. La Sagrada Escritura lo confirma. San Pablo prescribe a sus discípulos Tito y Timoteo que los candidatos al sacerdocio deberían haberse casado una sola vez (1 Tim. 3,2-12; Tit. 1,6.). Sabemos que Pedro estaba casado y quizás lo estuviera también alguno de los demás apóstoles.

Es algo que parece implícito en la pregunta de Pedro a Cristo: “Nosotros hemos dejado nuestras cosas y te hemos seguido”. Y Jesús contestó: “Os aseguro que no hay nadie que haya dejado casa, o mujer, o hermanos, o padres, o hijos por causa del reino de Dios, que no reciba mucho más en este mundo y, en el venidero, la vida eterna” (Lc. 18,28-30; Mt. 19,27-30).

Aquí se ve la primera obligación del celibato clerical –la continencia– en relación con el uso del matrimonio después de la ordenación. Éste fue el significado original del celibato la lex continentiae o la absoluta continencia respecto a la generación de los hijos. Así es como está definido en todas las leyes escritas primitivas acerca del celibato, que datan de los siglos IV y V.

Los candidatos a la ordenación no podían comprometerse a vivir la continencia sin el acuerdo previo y expreso de sus esposas, puesto que, en virtud del vínculo sacramental, tenían un inalienable derecho a las relaciones conyugales. Por diversas razones de tipo práctico y ascético, se desarrolló en la Iglesia una preferencia por la ordenación de hombres célibes no casados, preferencia que, poco tiempo después se convirtió en el requisito normal para todos los candidatos al sacerdocio en la iglesia occidental.

De ahí que, como se ha señalado, en el primer milenio de la Iglesia, el celibato venía a significar cualquiera de estas dos realidades: que los ministros ordenados no se casaban o que, si los candidatos a la ordenación ya estaban casados, debían comprometerse a una vida de continencia perpetua tras la ordenación. El no distinguir entre la lex continentiae y el celibato tal como lo entendemos hoy, ha dado lugar a muchos malentendidos y a interpretaciones erróneas sobre la historia de este carisma.

Hasta hace poco, el sentir histórico general sostenía que hasta el siglo IV la Iglesia no elaboró una ley de celibato. Este punto de vista fue adoptado por Franz X. Funk, conocido historiador eclesiástico a fines del siglo XIX . Su juicio, sin embargo, era un juicio erróneo, basado en un documento cuya falsedad se comprobaría más tarde . Si el modo de tratar la cuestión del celibato es avanzar científicamente desde un punto de vista teológico a un punto de vista jurídico, es necesario aclarar antes un segundo presupuesto fundamental. Los historiadores del derecho han señalado que es un error metodológico básico identificar los conceptos de ius (derecho) y lex (ley), que es lo que hizo Funk .

Todas las normas jurídicas obligatorias, tanto las transmitidas oralmente o través de la costumbre, como las expresadas por escrito, forman el contenido de la idea de ius. Por otra parte, la lex es un concepto más estrecho, puesto que se refiere únicamente a disposiciones que han sido puestas por escrito y legítimamente promulgadas. La historia confirma que todas las disposiciones jurídicas comenzaron siendo tradiciones orales que sólo se fijaron por escrito tras un lento proceso, como fue el caso de las leyes germanas y romanas.

La constitución jurídica de la naciente Iglesia consistió en gran parte en disposiciones y obligaciones transmitidas oralmente, tanto más cuanto que durante los tres primeros siglos de persecución habría sido difícil poner cualquier ley por escrito. Ciertamente, algunos elementos de la ley primitiva de la Iglesia fueron puestos por escrito, pero vemos también como san Pablo anima a los tesalonicenses a guardar las tradiciones que habían recibido oralmente (2 Tes. 2,15).

Funk cayó en el error de fechar el origen del celibato en la primera ley escrita acerca del mismo, que es la del Concilio de Elvira. Éste será nuestro punto de partida para analizar los significativos desarrollos en la legislación de rito latino hasta el siglo VII.


El celibato en la Iglesia Latina

Concilio de Elvira

El Concilio de Elvira (España) tiene una particular significación en la historia de la legislación del celibato. Celebrado a comienzos del siglo IV (305), el propósito de sus ochenta y un cánones fue el de renovar la vida de la Iglesia en la parte occidental del imperio romano, reafirmar antiguas normas disciplinarias y sancionar otras nuevas.

El canon 33 contenía la primera ley escrita conocida sobre el celibato, aplicable a obispos, presbíteros y diáconos es decir, “a todos los clérigos dedicados al servicio del altar”, y proclamaba que éstos debían guardar una completa continencia con respecto a sus esposas, y que tolo el que quebrantara esa norma quedaría excluido del estado clerical . El canon 27 del mismo concilio prohibía a las mujeres vivir con eclesiásticos, salvo en el caso de una hermana o una hija que fuera virgen consagrada.

De estos importantes textos legales primitivos se puede deducir que la mayoría de los eclesiásticos de la Iglesia en España eran viri probati, es decir, hombres que estaban casados antes de recibir la ordenación de diáconos, presbíteros u obispos. Todos, sin embargo, estaban obligados, después de recibir las sagradas órdenes, a renunciar completamente al uso del matrimonio, es decir, a vivir una continencia total.

Así pues, Stickler puede decir, a la luz de los objetivos del Concilio de Elvira y de la historia de la ley en el impero romano, que no se puede ver de ninguna forma en el canon 33 una declaración de una nueva ley. Al contrario, constituía una reacción a la extendida falta de observancia de una obligación tradicional y bien conocida a la que, en aquel momento, el Concilio añadía una sanción: los eclesiásticos delictuosos debían aceptar la obligación de la lex continentiae o abandonar el estado clerical.

El hecho de que la legislación de Elvira fuera pacíficamente aceptada confirma que no se introducía ninguna novedad jurídica, sino que, fundamentalmente, se pretendía mantener una disciplina normativa ya existente. Esto es lo que quería decir Pío XI cuando en su encíclica sobre el sacerdocio, afirmaba que esta ley escrita implicaba una praxis previa . Sugerir por tanto que Elvira es el origen de la ley del celibato en la Iglesia y que, por consiguiente, hay una discontinuidad en la disciplina entre su introducción y la praxis anterior, es por los motivos expuestos, una conclusión básicamente errónea .


El Concilio de Cartago

A finales del siglo IV, la legislación del Sínodo de Roma (386) y el II Concilio de Cartago (390) tiene una aportación importante, porque se desarrolla en el contexto de la lucha entre donatistas y católicos, (los donatistas, negaban la validez de los sacramentos conferidos por sacerdotes indignos ) ; confirmaron la lex continentiae como una disciplina practicada universalmente desde los comienzos de la Iglesia y la pusieron en relación directa con la enseñanza de los apóstoles . El canon 3 de Cartago estipulaba que los clérigos casados tenían que observar la continencia con sus esposas conforme a la tradición heredada de los apóstoles:

“Conviene que los santos obispos y sacerdotes de Dios, al igual que los levitas esto es, aquellos que se dedican al servicio de los sacramentos divinos observen una perfecta continencia, de tal forma que puedan obtener con total sencillez lo que demandan de Dios. Esforcémonos por conservar lo que enseñaron los apóstoles y observaron los antiguos. Es nuestro deseo que todos los obispos, sacerdotes y diáconos, custodios de la pureza, se abstengan de la relación conyugal con sus esposas, de tal forma que los que sirven en el altar puedan guardar una perfecta castidad”.

Este canon se dio a conocer, través de diferentes colecciones, a todas las diócesis de la Iglesia romana y, en Oriente, el Concilio de Trullo (691) se refería explícitamente a él como un seguro engarce con la Tradición. La ley promulgada en 390 fue insertada oficialmente en el definitivo documento legislativo de la iglesia africana, el Codex canonum ecclesiae africanae, completado y promulgado en 419, siendo Agustín obispo de Hipona.

En aquel momento, la mayoría del clero aunque no todos– eran hombres casados. El sínodo africano les exigía abandonar toda relación conyugal, pues se estimaba que les impediría llevar a cabo su función mediadora. La importancia del canon, reside en que aquellos que por la consagración se convierten en personas sagradas, deberían manifestar en adelante en sus vidas, esta nueva realidad ontológica. La mediación efectiva entre Dios y los hombres, y el compromiso de servicio en el altar, son las razones concretas para la continencia que se les exige observar.


Los Decretales de Siricio

Otros tres documentos publicados por el Magisterio a finales del siglo IV defienden el origen apostólico del celibato clerical y la continencia perpetua exigida a los ministros del altar. Se trata de dos decretales del papa Siricio, fechadas en 385 y 386, y de un canon del Sínodo de Roma en torno a la misma fecha . En el primero de éstos el decretal Directa, escrita en 385 el papa responde a las noticias que le llegaban de que los clérigos con órdenes mayores continuaban viviendo con sus esposas y teniendo hijos, quebrantando la disciplina tradicional, un hecho que se justificaba en la tradición del sacerdocio levítico del Antiguo Testamento.

Siricio aclarará que los sacerdotes levíticos estaban sujetos a la obligación de la continencia temporal durante su servicio en el templo, pero con la venida de Cristo el viejo sacerdocio alcanzó su plenitud y, por esta razón, la obligación de la continencia temporal se había convertido en una obligación de continencia perpetua .

En la decretal Cum in unum, enviada a las diferentes provincias eclesiásticas en 386, el papa Siricio se refiere a los distintos textos paulinos (Tit. 1,15; 1 Tim 3,2; 1Cor. 7,7; Rom. 8,8-9) como el fundamento escriturístico de la disciplina del celibato eclesiástico y, al hacerlo así, ofrece una interpretación autorizada del texto unius uxoris virum (hombre de una sola mujer). Que Timoteo y Tito hayan de escoger obispos, presbíteros o diáconos “entre hombres casados una sola vez” no significa que después de ordenados puedan continuar con su vida conyugal.

Esta condición hay que verla más bien como un requisito para garantizar la futura continencia, que se ha de exigir del candidato a las órdenes sagradas. En otras palabras, un hombre que se hubiera casado por segunda vez tras el fallecimiento de su mujer, podría no ser considerado candidato a la ordenación, ya que el hecho de volverse a casar indicaría incapacidad, para vivir la vida de perpetua continencia demandada a los clérigos con órdenes mayores.

La legislación del papa Siricio en 385 y 386, así como los cánones del Concilio de Cartago (390), defienden el origen apostólico de la lex continentiae. Vale la pena señalar que no se trata de la mera reclamación de unas personas, sino de los puntos de vista de aquellos que ocupaban una responsabilidad jerárquica dentro de la Iglesia. En Cartago, fue la opinión unánime de todo el episcopado africano la que declaró: “esforcémonos por mantener lo que los apóstoles enseñaron y los antiguos observaron”.

En Roma, el papa Siricio era consciente de colocarse en la línea de la misma tradición viva de sus predecesores como obispos de la sede de Pedro . Más tarde, en el siglo XI, los promotores de la reforma gregoriana se inspiraron en los cánones de Cartago para fundamentar de forma más sólida su argumentación histórica. Después de la reforma, cuando los príncipes alemanes escribieron al papa para pedirle la autorización para un clérigo casado, la respuesta negativa de Pío IV se basó, en primer término, en los mismos cánones de Cartago.

Como hemos visto, la legislación de rito latino del siglo IV no representó una innovación, en el sentido de imponer la abstinencia sexual sobre los clérigos por vez primera. Se trató más bien de una respuesta a una situación difícil en la Iglesia, cuando la atmósfera general de relajación moral amenazaba una disciplina que era considerada como una tradición, y cuya infracción estaba sancionada con penas severas. En una situación poco favorable, las autoridades de la Iglesia no habrían impuesto sobre los clérigos la pesada carga de la continencia si no hubieran tenido la convicción de ser responsables ante la tradición apostólica de la fidelidad de su enseñanza.


El testimonio de los Padres de la Iglesia

Desde el punto de vista teológico, en los primeros cuatro siglos de la historia de la Iglesia, la continencia del clero está basada en la enseñanza paulina, como algo ligado a la disponibilidad para el servicio en el altar y a una mayor libertad para la oración. El ministro de la Nueva Alianza, permaneciendo en constante presencia de Dios, y dada la importancia debida a la oración, la alabanza y la adoración, no dispone del tiempo necesario para cumplir con las obligaciones que corresponden a la vida conyugal.

No obstante, la catequesis de San Cirilo de Jerusalén (313-86) había afirmado ya que la disciplina de la continencia clerical se encontraba anclada en el ejemplo del Sumo y Eterno Sacerdote, una norma viva más convincente que cualquier otra justificación. Cirilo, al unir estrechamente la continencia sacerdotal al nacimiento virginal de Cristo, basa su argumentación en un presupuesto más allá de toda conjetura histórica.

Para San Jerónimo (347-419), la continencia es, sobre todo, una cuestión de santidad. En su Carta a Pamiquio, justifica la continencia basado en la autoridad de la Sagrada Escritura y el testimonio real de la castidad sacerdotal. Este último no se ofrece como un ideal a perseguir sino como un hecho admitido por todos. La castidad, señala, es también regla de selección para los clérigos: obispos, sacerdotes y diáconos son todos escogidos de alguno de los siguientes: vírgenes (esto es, hombres solteros), viudos u hombres casados que después de ordenados observarán una perfecta continencia.

Es también significativo que Jerónimo, en su defensa de la disciplina tradicional, no se siente llamado a hacer ninguna distinción entre hechos que se producen en las iglesias orientales, egipcias u occidentales en esta materia. En su polémica con Vigilancio, galo romano (406) que no veía en la continencia más que una herejía y una ocasión de pecado, San Jerónimo reafirma la práctica que considera tradicional: la iglesia de Egipto, la oriental y la sede apostólica nunca aceptan clérigos a no ser que sean vírgenes u hombres continentes o, si fueran clérigos que tuvieran esposa, los aceptan sólo si abandonan la vida matrimonial.

Al afirmar esta disciplina, nos ofrece como testimonio la experiencia de la mayor parte de la Iglesia, de la que él, fruto de sus numerosos viajes, tenía experiencia de primera mano . También nos da testimonio del origen apostólico de esta disciplina: “Los apóstoles eran vírgenes o continentes después de haber estado casados. Los obispos, sacerdotes y diáconos son escogidos entre hombres vírgenes y viudos. En todo caso, una vez que han sido ordenados, viven en perfecta castidad” . San Jerónimo, considerando el papel de Cristo y de su Madre en el origen e institución de la Iglesia, encuentra en ellos los principios vivos de la virginidad y la vocación sacerdotal .

La virginidad, aceptada hoy libremente por algunos, es, para los sacerdotes, el principio de la santidad a la que están llamados en razón de su ministerio y, a su nivel, se traduce en las concretas exigencias de la continencia. La imitación de la pureza virginal inaugurado por Cristo y por su Madre, será en adelante la regla del nuevo sacerdocio.

San Agustín participó en el Concilio de Cartago (419), donde la obligación general de continencia para los clérigos con órdenes mayores se vio repetidamente afirmada y enraizada en los apóstoles y en una tradición constante. En su tratado De conjugiis adulterinis, san Agustín afirmó que los casados que inopinadamente fueran llamados a formar parte del clero superior y fueran ordenados estaban también obligados a la continencia. En este aspecto, se convirtieron en un ejemplo para aquellos laicos que tenían que vivir separados de sus mujeres y podían verse tentados con mayor facilidad a cometer adulterio .


Legislación del siglo VI sobre el celibato

En el siglo VI hubo varios documentos legislativos sobre el celibato. El Breviatio ferrandi fue una compilación de legislación de la Iglesia en África, elaborado alrededor de 550, en donde se reafirman las normas primitivas del celibato sacerdotal. En resumen, los puntos principales eran los siguientes:

 los obispos, presbíteros y diáconos habían de abstenerse de tener relaciones con sus esposas;

 todo sacerdote que se casara había de ser depuesto; si cometiera pecado de fornicación habría de cumplir penitencia;

 para salvaguardar la reputación de los ministros de la Iglesia y ayudarles a vivir la castidad, los clérigos no vivirían con otras mujeres, que aquellas con las que tuvieran relación de parentesco.

Hay que tener en cuenta que en este periodo tuvo lugar una persecución despiadada contra la Iglesia en el Norte de África, con la invasión de los vándalos y la eliminación de los líderes de muchas de sus comunidades cristianas . El III Concilio de Toledo (589) fue convocado para remediar los abusos que se habían introducido en el clero a raíz de la herejía arriana.

Los obispos, sacerdotes y diáconos que retornaban a al fe católica tras abandonar el arrianismo, ya no consideraban la continencia como una obligación del estado sacerdotal.

Los derechos matrimoniales se habían reafirmado y, por tanto, aunque el arrianismo había sido oficialmente derrotado en el Concilio de Constantinopla de 381, los efectos negativos de esta herejía, en lo que se refiere a la castidad sacerdotal, se dejaron sentir en los dos siglos posteriores. El canon 5 del Concilio de Toledo renovó la disciplina tradicional, indicando las sanciones que acompañaban su infracción . En la Galia del siglo VI, los concilios celebrados bajo la mano enérgica y reformadora de San Cesáreo de Arlés reafirmaron la legislación para la restauración del celibato sacerdotal, una disciplina que había sufrido a consecuencia de las invasiones visigodas del siglo anterior.


Algunas reformas en occidente entre los siglos VII-X

Durante el periodo de la temprana Edad Media, se dieron importantes factores históricos que influyeron en la disciplina sobre la continencia y el celibato. En primer lugar, se produjo una desintegración gradual de la unidad del imperio romano, dando lugar a entidades de carácter nacional o regional que ensombrecieron la unidad de visión de los diversos episcopados y provocaron un debilitamiento de la autoridad papal . Las nuevas razas de bárbaros que invadieron las fronteras del antiguo imperio con frecuencia se convirtieron al cristianismo en masa. Esto supuso serias dificultades para que las exigencias totales de la moralidad cristiana calaran entre la gente instruida más pobre y aun entre el clero que había de salir de sus filas. Los jóvenes estados establecieron algunas de sus instituciones en estrecha colaboración con la Iglesia, provocando que muchos pastores se convirtieran en príncipes temporales.

De ahí el interés de los estados en la elección de cargos eclesiásticos que fue origen de la investidura por parte de los poderes seculares y que provocaría que los puestos eclesiásticos importantes se vieran ocupados a menudo por personas carentes de las necesarias cualidades religiosas y morales. Junto a esto, la crisis que afectó al papado en la Edad Media disminuyó el vigor y la efectividad de sus intervenciones durante un largo periodo de tiempo.

Los clérigos se vieron afectados por el mal ejemplo de sus superiores, pero la principal causa de laxitud en lo que se refiere a la ley de la continencia surgió del sistema de concesión de beneficios y del establecimiento de muchas iglesias privadas. Este sistema comprometió al clero, ligando su ministerio a la totalidad de recursos materiales de los que podría disponer la Iglesia en el futuro. Las ventajas materiales de los cargos eclesiásticos a menudo eran más atractivas que la responsabilidad pastoral, lo que provocaba la llegada de candidatos indignos y poco adecuados al sacerdocio.

La independencia económica resultante, la seguridad en lo económico y la libre disposición de las rentas contribuyeron a que la misma función ministerial, como señala Stickler, se hiciera mucho más independiente de la autoridad superior. Esto, inevitablemente, condujo a unos estilos de vida mundanos que facilitaron el descuido en la práctica de la continencia y el celibato, tal como habían sido establecidos a finales de la era patrística.

¿Cuál fue la respuesta de la autoridad de la Iglesia a esta situación de decadencia moral entre el clero? La evidencia histórica muestra que se dictaron varias normas disciplinares, que incorporaron los textos patrísticos más importantes referidos a la continencia y al celibato. Estos textos se encuentran en las regulaciones conciliares de la iglesia africana, de la Galia y de España, así como en las importantes decretales de los papas Siricio, Inocencio I y León I, de la mayoría de los cuales hemos hecho alguna referencia. Los textos se abrieron camino mediante un número incontable de pequeñas colecciones de normas disciplinares que tuvieron una amplia difusión.

Entre estas colecciones, los Libros penitenciales, Normas Capitulares y Decretales que tuvieron especial importancia dado que contenían toda la disciplina eclesiástica. Estos libros tuvieron su origen en Irlanda e Inglaterra y se extendieron al continente a través de los misioneros de ambos países. En uno de ellos que data de la segunda mitad del siglo VI, leemos, en lo que se refiere a la disciplina del celibato, que un clérigo que contrajera matrimonio no podía volver con su mujer, después de la ordenación y ya no podía darle hijos, pues esto sería equivalente a la infidelidad a la promesa que había hecho con Dios .

Otra colección penitencial en relación con las anteriores es el Paenitentiale bobiense, en el que se establece que un clérigo con órdenes mayores, que después de la ordenación renovara las relaciones conyugales con su esposa debía considerar que había cometido un pecado equivalente al adulterio, con duras penas anejas . Podemos afirmar, por tanto, que durante aquellos siglos de crisis en la moral del clero, la Iglesia nunca perdió de vista la tradición antigua relativa a la ley del celibato. Partiendo de esto, afirmó siempre la prohibición del matrimonio de los clérigos con órdenes mayores, y la obligación del voto de perpetua continencia para los que estuvieran casados antes de la ordenación, aun en momentos en los que estas leyes estaban siendo flagrantemente violadas.

Aparte de las pruebas que nos aportan las colecciones de normas disciplinarias, este compromiso viene también atestiguado por los esfuerzos de los concilios regionales y los sínodos diocesanos. En Francia, por ejemplo, el Concilio de Metz (888) prohibió a los sacerdotes tener una mujer en sus casas; el Concilio de Trosly - Reims (909), al observar la decadencia de la conducta del clero en lo que se refiere a la continencia, instó a que se prohibiera la unión con mujeres y la cohabitación con ellas, ambas normas en relación al precepto de la continencia.

En Alemania, el Concilio de Maguncia (888) recordó la prohibición de cohabitar con mujeres, aun aquella mujer con la que el clérigo hubiera adquirido previo matrimonio, es decir, confirmó la prohibición del canon 3 del Concilio de Nicea (325). En Inglaterra, el arzobispo Dunstan de Canterbury, a finales del siglo X, hizo considerables esfuerzos por reformar la moral del clero inglés y restaurar la disciplina tradicional. Sus esfuerzos encontraron resistencia, pero no dudó en sustituir a los sacerdotes recalcitrantes, por monjes.

Durante este periodo hubo varias reglamentaciones papales acerca del celibato, a pesar de los momentos de decadencia por los que atravesaba el papado. Estas reglamentaciones consistieron en instrucciones a los obispos y príncipes de diversos países, así como en decretos de sínodos romanos defendiendo o planteando la restauración de la tradición sobre el celibato . Pero hasta el periodo de la reforma gregoriana, en los siglos XI y XII, no recibieron estas instrucciones la necesaria mordiente disciplinaria y canónica para resultar efectivas.

La reforma gregoriana y la disciplina eclesiástica del celibato del siglo XI-XIII

La reforma gregoriana tuvo éxito porque atajó las mismas raíces de los desórdenes que se habían convertido en algo tan extendido. La iniciativa de la reforma surgió de los monasterios y su objetivo era el de restablecer la suprema autoridad del papado. Las raíces del mal no sólo fueron reconocidas sino aniquiladas. En primer término, se realizó un ataque sistemático sobre la simonía y el nicolaitismo (la extendida violación del celibato clerical) y, a continuación, se entabló una encarnizada batalla contra el flagelo de la investidura laica. Esto condujo a una nueva era en el desarrollo de la legislación del celibato y, lo que es más importante, a su mejora. La motivación básica de la reforma gregoriana no fue tanto innovar como impregnarse profundamente de la sabiduría de la tradición y de los padres, así como de la antigua y auténtica disciplina de la Iglesia que tanto anhelaba restaurar.

Las leyes eclesiásticas promulgadas por Gregorio VII (1073-1085) reafirmaron las normas relativas a la continencia del clero y a la prohibición de matrimonio para los clérigos con órdenes mayores, así como las medidas tomadas para anticiparse a las infracciones, especialmente en relación con la cohabitación con mujeres. Sin embargo, el programa de reforma no estuvo exento de oposición.

Los contrarios a la reforma presentaron sus propios argumentos, no sólo a nivel práctico sino también teórico. Su principal argumento era escriturístico, extraído del Antiguo Testamento, que no sólo permitía a los sacerdotes casarse sino que prescribía el matrimonio como medio de perpetuar la casta sacerdotal. También recurrieron al episodio de Pafnucio quien, según reclamaban, se opuso a la idea de exigir la continencia total de los clérigos casados en el Concilio de Nicea (325).

Ignorando toda la documentación histórica que apoyaba la ley del celibato, desarrollaron una completa serie de argumentos supuestamente racionales y morales. Pretendían que la renuncia del matrimonio no debía ser impuesta sino sólo recomendada, dejada a libre elección. En cualquier caso, la cuestión debía ser abordada con benevolencia y tacto, y no con rigidez romana. Las costumbres que el paso del tiempo habían convertido en lícitas debían ser aceptadas, debiéndose mostrar más caridad y compasión por la fragilidad humana.

También defendían que una obligación tan grave como la de la continencia no podía imponerse de modo universal, puesto que no venía de Dios, sino de los hombres y era algo que presuponía, en aquellos que lo aceptaban, un carisma que Dios sólo concedía en casos concretos. De esta forma –continuaba su argumentación– recurriendo al consejo paulino, más valía al hombre casarse que contaminarse con deseos impuros.

En todo caso, el matrimonio era un sacramento instituido por Cristo y, por tanto, algo santo, por lo que no podía decirse que el matrimonio fuera algo equivocado para el sacerdote. Sería contrario a la santidad del matrimonio, por tanto, describir la práctica marital de los sacerdotes lícitamente unidos a una mujer como fornicatio o adulterium. A la luz de estas consideraciones, la oposición a la reforma gregoriana deploraba las nuevas y severas medidas decretadas por Roma para las infracciones contra la disciplina tradicional.

Los promotores de la reforma respondieron a cada una de las objeciones planteadas por sus opositores y, a continuación, pasaron a elucidar las razones para la nueva legislación. Recurrieron a los argumentos escriturísticos de la continencia, pero el peso fuerte de su argumentación recayó sobre las pruebas de la Tradición. En este contexto, el valor histórico del incidente de Pafnucio en Nicea fue rechazado con un razonamiento crítico convincente, siendo declarado como falsificación por Gregorio VII en el Sínodo de Roma de 1077.

Los partidarios de la reforma afirmaron enérgicamente la primacía del papa como autoridad de gobierno para toda la Iglesia, con competencia para dictar leyes para todos os obispos en cuestiones de disciplina eclesiástica universal. Gregorio VII trabajó incesantemente para conseguir mejorar la disciplina tradicional. Lo hizo especialmente mediante sínodos regionales presididos por sus legados en colaboración con los obispos y, a través de innumerables cartas, dio a conocer las nuevas disposiciones.

Otra consecuencia importante de la reforma fue la regulación adoptada por el II Concilio de Letrán (1139) por la que el matrimonio intentado por un obispo, presbítero, diácono o subdiácono era no sólo ilícito sino inválido. Esto condujo a un malentendido, aún extendido hoy día, según el cual el celibato de los clérigos con órdenes mayores fue introducido a partir del Laterano II. En realidad, el Concilio declaró inválido algo que de hecho había estado siempre prohibido. Como señala Stickler, esta nueva sanción vino a confirmar una obligación que había existido de hecho durante muchos siglos.

Desde tiempos de Alejandro III (1159-1181), a los hombres casados, por regla general, no les estaba permitido tener beneficios eclesiásticos y al hijo de un sacerdote le estaba prohibido suceder a su padre en el beneficio. Antes de la ordenación de sus maridos, las mujeres jóvenes y las mujeres de los obispos habían de acceder a ingresar en un convento. Ciertamente, uno de los factores que debió contribuir a que con el tiempo se ordenaran únicamente hombres no casados, es el supuesto de que la mujer, no estuviera dispuesta a renunciar a sus derechos conyugales.

En resumen, podemos decir que durante este período, aunque la disciplina tradicional no había cambiado en sus rasgos principales ni había sido olvidada, en la práctica como señala Stickler– había dejado de ser observada. A la reforma gregoriana hay que atribuir el mérito de un compromiso total en la tarea de erradicar los principales desórdenes que mancillaban la Iglesia. La oposición, sin embargo, era muy fuerte, lo que indicaba que las prácticas contrarias a la disciplina antigua se hallaban tan enraizadas que eran consideradas lícitas.

Con el fin de restaurar el orden, se recurrió principalmente a un endurecimiento de las sanciones que se imponían por infracciones de la disciplina de la continencia del clero y a la intervención de la autoridad papal, contra la que no existía apelación. Tras la reforma gregoriana, se produjo un notable desarrollo en la ciencia del derecho canónico a lo largo de los siglos XII, XIII y XIV, cuyas aportaciones facilitaron el regreso a la disciplina tradicional del celibato. De este modo se desarrollaron la teología y la ley que son la base de la obligación del celibato. Más tarde, abordaremos las limitaciones inherentes a esta teología y a esta jurisprudencia.


El Concilio de Trento y la reforma protestante respecto al sacerdocio y el celibato

Antecedentes del Concilio de Trento

A pesar de todos los esfuerzos de la reforma gregoriana, la legislación sobre el celibato estaba todavía lejos de lograr los objetivos deseados. Después del gran cisma de Oriente (1378-1417), el estatus del papado sufrió un nuevo declive y se hizo necesaria una nueva reforma.

Pero la esperada reforma no llegó a materializarse. El principal obstáculo residía en la organización económica de la Iglesia, que estaba basada en unos beneficios eclesiásticos que producían considerables ingresos. Como hemos visto antes, las ventajas materiales de estos nombramientos atrajeron al sacerdocio a muchos hombres que no tenían vocación o aptitudes para el ministerio sacerdotal. Esta situación, unida a la negligencia de la autoridad competente, fue la primera causa de decadencia entre el clero.

Teniendo en cuenta los abusos que se producían en la Iglesia, cuando la revuelta protestante comenzó a tomar forma en el siglo XVI, no es de extrañar que se alzara la cuestión del celibato. Muchos de los reformadores tenían profunda aversión hacia el celibato y, con Lutero y Zwinglio, pasó a convertirse en uno de los temas claves de la reforma.

La situación era que la campaña orquestada contra el celibato, tanto a nivel práctico como teórico, obtuvo un éxito notable debido a la violencia, destreza y talento literario con que se elaboraron y presentaron a la gente todas las viejas objeciones, ya fueran de tipo psicológico, social o incluso económico. La oposición protestante al celibato fue también una oportunidad de dar testimonio de su doctrina de la sola scriptura, en la que su rechazo del celibato estaba basado, según reclamaban en no encontrar nada que lo fundamentara en la Escritura.

Si los católicos apelaban a la tradición para justificar la doctrina y la práctica del celibato, los reformadores la rechazaban radicalmente. El abandono del celibato, se puso en relación tambien con un nuevo concepto de sacerdocio, y la negación del carácter sacramental del Orden Sacerdotal, el énfasis sobre el sacerdocio común para todos los fieles y la duda arrojada sobre la existencia del sacerdocio ministerial, esencialmente distinto de los laicos, encontraron su expresión concreta en el deseo de suprimir el celibato.

De ahí que en el contexto de la reforma, el celibato se convirtiera en algo más que un problema puramente disciplinario. De esta situación se derivaría una confrontación doctrinal directa llegando a alcanzar los niveles de criterio de ortodoxia.

En Inglaterra, después de la ruptura de Enrique VIII con Roma, Tomás Cromwell, a quien éste nombró arzobispo de Canterbury, se había casado secretamente y había preparado el terreno para la abolición del celibato bajo el sucesor de Enrique VIII.

A pesar de la conocida inclinación del monarca a tomar esposas, no se encontraba preparado para aprobar una disposición similar para el clero. No obstante, apenas nueve meses después del fallecimiento del rey, el Sínodo Anglicano voto en diciembre de 1547, la abolición de las leyes que convertían los matrimonios de clérigos con sagradas órdenes en nulos ab initio, y al mismo tiempo, fue aprobado un proyecto de ley en la Cámara de los Comunes en la sesión de 1548-9.

Todos los matrimonios de este tipo contraídos hasta ese momento que era el caso de unos ocho o nueve mil clérigos, eran considerados buenos y lícitos por ese mismo proyecto. Tres años más tarde se aprobó un segundo decreto que legitimaba los hijos nacidos de tales uniones .

En 1553, el nuevo Código de Derecho Canónico para la iglesia de Inglaterra condenaba como herejía la creencia de que las sagradas órdenes eran un impedimento invalidante para el matrimonio . Tras la supresión del celibato en diferentes países, no es de extrañar que muchos sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos abandonaran sus obligaciones. Desgraciadamente, esto constituyó a menudo el preludio de un posterior abandono de la fe.

Respuesta a los reformadores

La dimensión revolucionaria de la oposición al celibato obtuvo, en un primer momento, una respuesta política por parte de muchas autoridades civiles. Los emperadores Carlos V (1516-1556), Fernando I (1558-1564) y Maximiliano II (1564-1576) aconsejaron una mitigación de la ley, en distintas ocasiones a lo largo del Concilio de Trento. Humanistas como Erasmo apoyaron esta misma línea. Se podía admitir un cambio y aun era deseable decían, mientras no se tocara el núcleo sustancial de la fe.

Algunos teólogos y obispos se alinearon con los humanistas y se mostraron dispuestos a hacer acomodos que no minaran los puntos esenciales de la fe. Sin embargo, la mayoría de los obispos, convencidos de los argumentos doctrinales y ascéticos del celibato, rehusaron verse arrastrados a un cambio precipitado. Puesto que muchos sacerdotes, que vivían en situaciones comprometidas estaban ya envueltos, con posiciones teológicas heterodoxas, los obispos estimaron que un cambio en la ley del celibato, serviría de poco para atraer a estos hombres a la ortodoxia.

También estaban convencidos de que, tolerando el matrimonio a los sacerdotes, se minaría completamente la necesaria reforma radical del clero por la que éstos habían de convertirse en ministros ejemplares de Cristo.

Pese a las fuertes presiones políticas, Roma rehusó legislar una solución de compromiso, aunque mostró cierta tolerancia en algunas circunstancias atenuadas. Podía concederse dispensa a los sacerdotes que quisieran mantener a sus esposas a fin de obtener la validez de sus matrimonios (sanatio in radice), pero tendrían que renunciar a sus beneficios y al ejercicio de su ministerio en el futuro.

Por otra parte, los sacerdotes que desearan ser readmitidos en el ministerio sólo podrían hacerlo con la condición de separarse de sus concubinas y de mostrar verdadero espíritu de arrepentimiento. Éstas fueron las disposiciones que se le ofrecieron a Alemania. A través del cardenal Pole, Roma hizo un acuerdo similar con Inglaterra, durante el periodo de la restauración católica bajo el reinado de María (1553-1558), para facilitar las cosas aquellos sacerdotes que quisieran volver a la ortodoxia .

El Concilio de Trento

Desde el momento en que el Concilio de Trento se reunió por primera vez en 1547, la cuestión del celibato sacerdotal formó parte de la agenda. Sin embargo, a causa de las interrupciones, los padres conciliares no llegaron a hablar de la cuestión hasta la tercera y última sesión, en 1563, El celibato clerical fue estudiado por una comisión de teólogos a la luz de las afirmaciones protestantes, según las cuales:

 El matrimonio, como estado de vida, era superior al celibato.

 Los sacerdotes orientales podían contraer matrimonio lícitamente, a pesar de las leyes eclesiásticas y los votos; decir lo contrario suponía menospreciar el matrimonio. Todos aquellos que no fueran conscientes de haber recibido el don de la castidad serían libres de casarse.

El debate sobre estas dos proposiciones se abrió en Trento, en marzo de 1563, y continuó a lo largo de trece sesiones. La segunda cuestión fue la que provocó una consideración histórica del celibato.

La comisión estudió la cuestión bajo dos postulados: primero, célibes que se hacen sacerdotes y, segundo, hombres casados aceptados para la ordenación. Respecto a los primeros, se llegó a la conclusión de que en ningún momento de la historia de la Iglesia se había dado ninguna excepción a la prohibición de matrimonio para los sacerdotes célibes. La mayor parte de la comisión consideraba esta disciplina de origen apostólico y el Concilio rehusó definirla como una disciplina de origen puramente eclesiástico.

Por lo que se refiere a los hombres casados admitidos para recibir las órdenes, algunos defendían que la obligación de observar la continencia perfecta era de origen apostólico, mientras otros la consideraban emanada de la disciplina eclesiástica. Por lo que se refiere a los apóstoles casados antes de ser llamados por Cristo, todos los teólogos afirmaron, sin dudar, que éstos abandonaron más tarde la vida conyugal con sus esposas, como se desprende de sus propias palabras: “Nosotros hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido...” (Mt. 19,27).

Las discusiones de la comisión teológica condujeron a la aprobación del siguiente canon por los padres de Trento el 11 de noviembre de 1563: “Si alguno dijera que los clérigos constituidos en sagradas órdenes o regulares, que han hecho una profesión solemne de castidad, pueden contraer matrimonio, y que dicho matrimonio es válido a pesar de la ley eclesiástica o el voto; y que lo contrario no es más que una condena del matrimonio; y que todos los que piensan que no tienen el don de la castidad, aunque hayan hecho dicho voto, pueden contraer matrimonio, sea anatema, pues Dios no rehúsa conceder ese don a los que lo piden con rectitud, ni permite que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas (1Cor. 10,13)”.

Otras dos decisiones tomadas en Trento tuvieron gran significación para el futuro del celibato en la Iglesia. La primera fue la de establecer seminarios para la formación de candidatos al sacerdocio desde su adolescencia. Ésta fue quizás la única medida realmente importante, tanto para la restauración de la disciplina tradicional como para la supresión de las situaciones inmorales.

El hecho de que, a consecuencia de esta medida, un número creciente de candidatos a la ordenación resultaran ser célibes venía a significar que se hacía innecesario, en definitiva, ordenar hombres casados. El programa de formación del seminario permitiría, en primer término, una juiciosa selección y un procedimiento de examen para asegurar que sólo fueran ordenados los candidatos con las aptitudes necesarias. En segundo lugar, los seminaristas recibirían la formación necesaria a nivel ascético, moral y teológico, lo que les proporcionaría la madurez necesaria para cumplir con las exigencias del celibato consagrado, en una vida de dedicación al sacerdocio.

La segunda consecuencia importante para el celibato fue la decisión tomada en Trento de suscitar una renovación del sacerdocio y del ministerio episcopal. Se pedía a los obispos que, en el ejercicio de su interés pastoral, dieran una prioridad especial a sus sacerdotes, proporcionándoles la ayuda y el aliento necesarios para perseverar en su vocación. Se les exhortaba a ser verdaderos padres de sus sacerdotes, a ser conscientes de sus necesidades, de sus preocupaciones y dificultades, y a apoyarles en todos los sentidos. La ausencia de estos cuidados y atenciones paternales fue, precisamente, una de las causas principales de que muchos sacerdotes no fueran fieles al celibato en el pasado.

Las disposiciones dictadas en Trento para obispos y sacerdotes conformaron de modo efectivo una nueva imagen y definición del sacerdocio . Sus obligaciones ya no se reducían a la celebración de la liturgia y la administración de los sacramentos. Los sacerdotes habían de ser también pastores de la gente a su cuidado. Los diferentes decretos ponen de manifiesto la fuerza con la que Trento insistió en el oficio profético ligado al ministerio apostólico.

Hay un nuevo énfasis en la importancia de la predicación para instruir a la gente en la enseñanza de Cristo y las exigencias de la vida cristiana. Se pide a los sacerdotes de parroquias que prediquen diariamente durante la Cuaresma y el Adviento, y también durante la administración de los sacramentos.

Las exigencias de esta visión proporcionaron al sacerdote un nuevo impulso para desarrollar su vida espiritual y moral, y, en consecuencia, el sacerdocio se vio revestido de una fundamentación más sobrenatural. De esta forma, el Concilio proporcionó a los sacerdotes la estructura ascética y teológica necesaria para impedirles caer en los malos hábitos de una visión mundana y de una excesiva preocupación por los intereses de este mundo.

Aún así, el sistema de ingresos procedentes de los beneficios no había desaparecido del todo, lo que explica por qué las nuevas disposiciones dictadas en Trento no tuvieron un efecto inmediato en la renovación del clero y en la práctica del celibato. El Concilio, no obstante, sería un hito en la historia de la Iglesia por lo que respecta al celibato, cuyo benéfico influjo ha perdurado hasta el día de hoy.

En resumen, se puede decir que a lo largo de toda la Edad Media y en la época moderna, a pesar de las presiones que con frecuencia se ejercían sobre su mismo centro, la Iglesia nunca cuestionó las bases y la aplicación de la ley del celibato en sus aspectos esenciales, a saber, que a los candidatos con órdenes mayores nunca se les permitió casarse, declarando nula cualquier unión intentada en este sentido, y que a los ya casados se les prohibía ejercitar sus derechos conyugales y se les pedía un compromiso de perfecta continencia en el futuro.

La ordenación de hombres casados, poco a poco, se convirtió en la opción menos favorable, pues, con el tiempo, creció la convicción de que tales ordenaciones creaban una cierta ambigüedad respecto a la vocación del celibato y, como señala Stickler, cuestionaba la íntima relación que existe entre la vocación al sacerdocio y la vocación a la virginidad.

Los frecuentes informes de infracciones de la disciplina del celibato sacerdotal durante este periodo muestran cómo, en muchos lugares, el celibato era más honrado por su quebrantamiento que por su observancia. Esto llevó a muchos la conclusión de que el celibato per se era un compromiso, más allá de la libre capacidad de disposición de los sacerdotes, y un carisma que sólo era concedido a unos pocos.

Los hechos, sin embargo, nos muestran que hubo una fuerte relación entre el fracaso del celibato y el declinar de la vida espiritual del clero .

También es verdad que, en aquel momento, había poco rigor en los criterios de selección de candidatos a las sagradas órdenes. Su formación doctrinal y ascética era seriamente inadecuada, provocando, casi inevitablemente, que los futuros sacerdotes carecieran de los hábitos espirituales y teológicos necesarios para entender el profundo significado del celibato y su sacerdocio.

A pesar de todas las dificultades y fracasos, la Iglesia nunca consintió en verse invadida por una actitud derrotista acerca del celibato. El hecho de que, generación tras generación, abordara la obra de la reforma y que estuviera siempre dispuesta a nadar contra la corriente de compromiso, confirma su carácter sobrenatural como institución.

La fortaleza necesaria para exigir de sus sacerdotes, la observancia de esta difícil disciplina, la obtuvo de la convicción de que éste era un modo de vida, que tenía su origen en la tradición apostólica. En consecuencia, nunca dudó de que, a pesar de la humana debilidad y de todas las vicisitudes a las que está sometido un compromiso semejante, la gracia de Dios nunca faltaría a los que quisieran ser fieles al mismo.

Desde la Revolución Francesa a la actualidad

Más tarde, en la difícil época engendrada por la Revolución Francesa, la Iglesia mantuvo su tradición al celibato. Sin embargo, las corrientes de pensamiento generadas por la Ilustración, prepararon el camino para un brutal ataque sobre el celibato, con pérdidas inevitables, aunque miles de sacerdotes estuvieran dispuestos al martirio durante el reino del terror. La actitud de la Iglesia fue la praxis adoptada en la época de la reforma: los sacerdotes que se casaron durante la Revolución tenían que decidir si renunciar a sus matrimonios civiles, inválidamente contraídos, o buscar la sanación de la invalidez en la Iglesia. En el primer caso, podían ser readmitidos como ministros del altar. En el segundo, permanecían excluidos, de forma permanente, del sagrado ministerio; solución que, tiempo atrás, había sido establecida en la primera ley escrita sobre este tema en el Concilio de Elvira (305).

A principios del siglo XIX, se formó una asociación en Alemania para pedir un cambio de la ley, pero Gregorio XIV rechazó este movimiento en su encíclica Mirari vos (1834). Catorce años más tarde, Pío IX defendió esta disciplina en su encíclica Qui pluribus. A comienzos del siglo XX, el modernismo dirigió un nuevo ataque sobre la ley del celibato, pero sus efectos fueron muy limitados, debido en gran parte a las medidas decisivas tomadas por san Pío X .

Después de la Primera Guerra Mundial, cuando un grupo de sacerdotes checos, intentaron cambiar la ley del celibato bajo la pretensión de que Roma estaba dispuesta a relajar esta disciplina, la respuesta inequívoca de Benedicto XV no dejó lugar a dudas: “Una vez más afirmamos, solemne y formalmente, que esta sede apostólica nunca rebajará o mitigará de ninguna manera la obligación de esta santa y saludable ley del celibato clerical, ni mucho menos procederá a su abolición” . Pío XI, en su detallada encíclica sobre el sacerdocio, Ad catholici sacerdotii, reafirmó la conveniencia de la disciplina del celibato , al igual que lo hicieron Pío XII y Juan XXIII .

Desde el Vaticano II, ha habido muchos esfuerzos por cambiar la disciplina del celibato. Uno de ellos fue el intento de tener hombres casados (viri probati) ordenados, pero sin exigirles la renuncia a la vida conyugal; otro fue la propuesta de permitir casarse a los sacerdotes. En un próximo capítulo, desarrollare el Magisterio y la teología del celibato en la actualidad, más explícitamente en el contexto histórico del siglo XX, desde el Concilio del Vaticano II.

La praxis histórica del celibato en la Iglesia oriental

Legislación de la Iglesia oriental

Con frecuencia se ha criticado a la Iglesia que, manteniendo una posición más liberal en los comienzos, su disciplina actual sobre el celibato manifiesta una actitud más severa y dura en sus planteamientos. Para probar este hecho se alude a la praxis de la iglesia oriental donde –según dicen– se conserva la disciplina primitiva. Se sugiere, por ello, que la iglesia latina debería retornar a la praxis original de clérigos casados, ya que el celibato constituye una pesada carga para la situación pastoral de la Iglesia actual.

La verdad es sin embargo muy diferente. Existen testimonios autorizados sobre el celibato sacerdotal en la iglesia oriental del siglo IV que nos hablan de una disciplina paralela a la que hemos visto en Occidente. Uno de los primeros testimonios en este sentido es el del obispo Epifanio de Constanza en Chipre (317-403).

Dicho obispo era un conocido defensor de la ortodoxia y de la tradición de la Iglesia. En su obra más conocida –Panarion– afirma que el carisma del nuevo sacerdocio se muestra en aquellos hombres que han renunciado al uso del matrimonio contraído después de la ordenación, o en aquellos que han vivido siempre como vírgenes. En su Expositio fidei, señala que la mayoría de los clérigos provienen de hombres jóvenes que han escogido la virginidad o de los monjes.

Si estos candidatos no fueran suficientes para abordar las necesidades de la Iglesia, se buscarían sacerdotes de entre los hombres casados, pero únicamente de entre aquellos que estuvieran libres de obligaciones conyugales, bien por viudez, o por una libre profesión de continencia. Los hombres que hubieran contraído un segundo matrimonio nunca podrían ser aceptados para el episcopado, el sacerdocio o el diaconado.

No niega que en algunos lugares haya sacerdotes y diáconos que hayan engendrado hijos después de la ordenación, pero llama la atención sobre el hecho de que esto no se ajusta a la norma, sino que más bien es consecuencia de la debilidad humana . El Concilio de Nicea (325) –primer concilio ecuménico– legisló contra los obispos, sacerdotes y diáconos que tuvieran mujeres en sus casas, pudiendo dar lugar a algún posible escándalo contra su castidad. Las únicas excepciones permitidas eran la madre, la hermana o la tía del clérigo, o aquellas que estuvieran claramente fuera de toda sospecha .

Fue en este concilio donde se supone que Pafnucio, obispo de Egipto, intervino para impedir la imposición de la disciplina de continencia total sobre los clérigos con órdenes mayores. Sin embargo, los argumentos que defienden la falsedad de esta intervención parecen irrefutables.

Como ya señalamos, San Jerónimo, fruto de sus numerosos viajes por Egipto, Siria y Palestina, estaba bastante familiarizado con la praxis del celibato en la iglesia oriental. En su defensa del celibato contra Vigilancio, nos ofrece el testimonio de una praxis en Oriente y en Egipto similar a la adoptada por la sede apostólica, la cual –como él mismo afirma– sólo aceptaba clérigos célibes para la ordenación y, en caso que de éstos estuvieran casados, sólo aquellos que hubieran renunciado a las relaciones conyugales.

Por otra parte, no sorprende, humanamente hablando, que un compromiso serio como el del celibato pagara, con el paso de los siglos, el precio de la debilidad humana. El cumplimiento no siempre se correspondió con el precepto, pero la Iglesia intervino continuamente para animar, sancionar y legislar, a fin de restaurar la praxis tradicional a pesar de las dificultades y, a veces, de la oposición del mismo clero.

Podría parecer, no obstante, que esta atención y preocupación por la constante renovación del celibato no se daba en la iglesia oriental, en parte por estar menos organizada que las iglesias de rito latino y en parte por el mayor efecto deletéreo de las herejías cristológicas sobre la disciplina oriental.

Aunque Oriente y Occidente alcanzaron un acuerdo conciliar en cuestiones relativas al dogma, nunca fueron capaces de lograr un acuerdo sistemático sobre cuestiones de disciplina general, incluida la del celibato sacerdotal; cada Iglesia tendió a un enfoque individual en este campo. Esta divergencia con respecto a la tradición occidental se vio acelerada a lo largo de los años por el desarrollo de ciertas tensiones entre las iglesias latina y bizantina.

Durante el siglo VII, el imperio bizantino de Oriente sufrió a manos de los invasores infieles de forma muy parecida a como lo había hecho Occidente en los siglos IV y V. Las incursiones de musulmanes, búlgaros y eslavos tuvieron un devastador efecto sobre la iglesia oriental hasta el punto de que de los cuatro patriarcados que existían, sólo sobrevivió el de Constantinopla; Antioquia, Alejandría y Jerusalén dejaron de existir.

Estas invasiones no sólo tuvieron un profundo efecto sobre la estructura étnica de Bizancio, sino también sobre la administración y sobre el desarrollo social y religioso. A consecuencia de ello se iba a provocar una grave situación de declive moral e intelectual, que contribuyo a su vez a establecer dificultades duraderas en las relaciones entre Bizancio y Roma, más exacerbadas aún por las disputas en torno a las herejías monofisita y monotelita, que sólo resolvería en parte el Concilio de Constantinopla de 681.

Teniendo en cuenta la situación general de la iglesia oriental, no es difícil explicar la ausencia de una acción efectiva contra la tentación, siempre presente, de ceder en materia de celibato y, más en concreto, en lo que se refiere a la lex continentiae. La iglesia oriental mantuvo, sin embargo, la tradición antigua de completa continencia para los obispos, aun para los casados antes de la ordenación. No obstante, por las razones ya señaladas, Bizancio llegó gradualmente a la conclusión de que, siendo cada vez objeto de un mayor abuso, era imposible prohibir la vida conyugal a los sacerdotes, diáconos y subdiáconos. En consecuencia, dieron paso a una situación que se había desarrollado de ipso a lo largo de los años.

Leyes imperiales

Mientras los concilios de la iglesia de Occidente defendían la disciplina de Roma y Cartago y recuperaban el terreno perdido como resultado de las invasiones bárbaras durante el siglo VI, el Oriente bizantino promulgaba un corpus de derecho eclesiástico y civil que vino a ser conocido como el Corpus juris civilis.

Ésta fue una iniciativa del emperador Justiniano I (527-65), y no sólo se refería a la ley civil sino que abarcaba todos los aspectos de la disciplina eclesiástica. Las primeras leyes que sancionaron la vida conyugal de los sacerdotes, fueron de hecho leyes imperiales, referidas fundamentalmente a la situación civil de los clérigos casados.

El Código Justiniano de 534, mientras que prohibía aún a los clérigos casarse después de la ordenación, permitía hacer uso del matrimonio, a sacerdotes, diáconos y subdiáconos . Otras prescripciones de la legislación justiniana se refieren a la ordenación de sacerdotes y diáconos.

El obispo es responsable de la adecuada selección de candidatos y debe llevar a cabo una completa investigación acerca de sus antecedentes para asegurar que pueden cumplir con las exigencias de las “leyes y cánones sagrados”, es decir, que han cumplido con ellas guardando castidad perfecta si estaban casados, o han estado casados una sola vez y con una mujer virgen. Las sanciones por infracción de estas regulaciones fueron severas .

Concilio de Trullo (691)

El Concilio de Trullo, o Quintisexto, fue convocado por el emperador Justiniano II, (685-711) con el propósito expreso de promulgar decretos disciplinares, para completar la obra del anterior Concilio Ecuménico de Constantinopla (681). Aunque estaba presente un grupo de obispos de Roma, se trató esencialmente de un concilio del imperio bizantino. Los ciento dos cánones promulgados tenían como principal objetivo la corrección de abusos y el restablecimiento de la disciplina.

No hay duda de que, a consecuencia de las influencias a las que nos hemos referido, la legislación fue hostil en su espíritu a la Iglesia romana . Como algunos cánones eran contrarios a las disposiciones de Roma, el papa se negó a firmar las actas del Concilio, la primera vez en la historia que Roma desaprobaba formalmente la disciplina de la Iglesia oriental. Pero Trullo iba a determinar el futuro de la legislación bizantina durante siglos, y a dejar su impronta sobre la iglesia oriental hasta el día de hoy. De ahí que sus decretos más importantes merezcan ser considerados con cierto detalle.

Canon 3: Condiciones para un clérigo casado. Desde Calcedonia (451), ningún concilio se había enfrentado con problemas disciplinares. La Iglesia, mientras tanto, había tolerado muchas situaciones matrimoniales irregulares entre el clero. El propósito del canon 3 era el de restaurar la disciplina tradicional concretamente los siguientes puntos:

a) Las exigencias del unius uxoris vir de san Pablo: este mandato separaba de las sagradas órdenes a cualquier hombre que hubiera tomado una segunda esposa después del fallecimiento de la primera.

b) Ningún hombre que se hubiera casado con una viuda, sierva o actriz, podría ser aceptado como candidato a las sagradas órdenes.

c) La esposa de un clérigo que quedaba viuda, no podía volver a casarse . Canon 6: La ordenación, un impedimento para el matrimonio. Este canon prohibía, a los sacerdotes y diáconos que se ordenaron estando solteros, casarse después de la ordenación. Además, se prohibía a todos los clérigos casarse por segunda vez en caso de que su esposa falleciera. Estas normas disciplinares, que aún definen la ley particular de las iglesias orientales, son prueba de una profunda preocupación por la fidelidad a la tradición apostólica. Además, exceptuando el canon 13 –del que trataremos más adelante– son exactamente iguales a la legislación de la iglesia latina.

El texto del canon 6 se expresa en los siguientes términos: “Puesto que se declara en los cánones apostólicos que de aquellos que son ascendidos al clero no casado, sólo los lectores y cantores pueden casarse, manteniendo esto, determinamos que, de ahora en adelante, no es lícito de ninguna manera, a ningún diácono, subdiácono o presbítero contraer matrimonio después de su ordenación y, si se atreviera a hacerlo, sea depuesto. Y si alguno de aquellos que entran a formar parte del clero deseara unirse a una mujer en lícito matrimonio, hágalo antes de ser ordenado subdiácono, diácono o presbítero” . Se trataba de una confirmación de la disciplina afirmada en Calcedonia (451). La prohibición de matrimonio después de la recepción de las sagradas órdenes era –en opinión de Cholij– una consecuencia directa de la ley de continencia: se prohibía a los sacerdotes casarse puesto que no podía consumarse su matrimonio.

Además de los ya apuntados, Cholij presenta varios argumentos de peso para mostrar que la prohibición sobre los clérigos que se casan después de la ordenación fue debida a la ley de absoluta continencia, lo que le lleva a concluir que hubo una ley universal del celibato –en sentido amplio– en la primitiva Iglesia: “la lógica de la legislación que prohíbe el matrimonio después de la recepción de las órdenes, indica que, al menos en los primeros siglos, un clérigo por el hecho de su ordenación era ‘consagrado a Dios con todas las implicaciones de dicha consagración, esto es, la total continencia. La ordenación sería conferida si la mujer accedía a esta vida de celibato que ella también aceptaba libremente llevar sobre sus hombros” . Ésta –señala– es la única explicación satisfactoria para el impedimento al matrimonio clerical.

Canon 12: Continencia episcopal. Este canon encuentra reprensible la praxis occidental de los obispos, que viven con sus mujeres, por el escándalo que puede suscitar. Los obispos no sólo deberían vivir una perfecta continencia sino también manifestarlo a la vista. De acuerdo con esto, Trullo legisló que, una vez que un hombre es ordenado obispo, su esposa debería entrar en un convento situado a cierta distancia de su residencia episcopal. En Occidente, en esos momentos, la casa del obispo había asumido en muchas partes una estructura semejante a la de una institución monástica, por lo que el escándalo al que aludía Trullo venía a ser en gran parte teórico. Sin embargo, como resultado del canon 12, Oriente fue el primero en imponer la disciplina estricta de la total separación física del obispo respecto de su esposa . Mientras que la legislación trullana, iba a conducir al celibato episcopal estricto, no exigió que los candidatos al episcopado fueran monjes. Sin embargo, alrededor del segundo milenio, ésta era prácticamente la norma para todas las iglesias orientales. Esta situación surgió porque después de Trullo se desarrolló la costumbre –que en el siglo XI adquirió fuerza de ley– de que todo el clero secular se casara antes de recibir las órdenes. Los que querían permanecer célibes tenían que entrar en un monasterio si deseaban ser ordenados. Canon 13. Matrimonio de clérigos. Fue, sin embargo, el contenido del canon 13, que limitaba la castidad de los hombres casados –ordenados como diáconos o sacerdotes– a una simple continencia temporal, el que introdujo la principal división entre las tradiciones de Bizancio y de Roma en torno al celibato sacerdotal . El hecho de que a ningún clérigo casado se le exigiera hacer una profesión de continencia es una declaración expresamente hostil a la costumbre y a las protestas de Roma. La cohabitación con la propia esposa y el uso del matrimonio no sólo son defendidos con firmeza, sino que cualquier planteamiento alternativo es duramente castigado con sanciones. Contrariamente a lo que afirma el canon trullano, Roma no veía el matrimonio como una prohibición para acceder al ministerio sacerdotal, ni intentaba disolver el vínculo matrimonial, como sugería aquél, sino que, al prescribir la continencia total a los clérigos casados, revestía su vida matrimonial de un rango superior, que consideraba apropiado a lo que demandaba el servicio al altar. Los padres de Trullo basaron su postura acerca de la continencia temporal para los diáconos y presbíteros “en la norma antigua de estricta observancia y disciplina eclesiástica”, así como en el Concilio de Cartago y el Canon Apostólico 6. La falta de consistencia de su planteamiento viene subrayada, por el hecho de que utilizaron la misma tradición para negar a un obispo, lo que ahora ofrecían a un sacerdote. Lo que también llama la atención es la referencia al Concilio de Cartago. Mientras los decretos de los concilios africanos son utilizados por los padres bizantinos como un elemento de enganche con la antigüedad, la comparación de textos paralelos en los cánones cartagineses y trullanos muestra que: a) mientras Cartago legisla a favor de una continencia total para los clérigos casados, Trullo, inexplicablemente, interpreta la continencia temporal; b) los decretos de Cartago se aplican a obispos, presbíteros y diáconos. En el canon trullano, sin embargo, la referencia a los obispos ha desaparecido . Cholij es de la opinión de que los redactores del canon 13 de Trullo eran conscientes de que estaban citando los cánones cartagineses de una forma parcial y selectiva que cambiaba su significado . Lo que los padres trullanos propusieron de hecho para los presbíteros fue la disciplina de continencia marital periódica, practicada por todos los cristianos laicos casados en la primitiva Iglesia, en la línea de la advertencia paulina en 1 Cor. 7,5. Aunque la legislación trullana introdujo una gran diferencia entre Bizancio y Roma en la cuestión del celibato sacerdotal, hay que señalar que ambos están de acuerdo sobre el origen apostólico de la obligación de continencia –temporal o perpetua– impuesta sobre los ministros del altar. Para ser ministros dignos de los divinos misterios y efectivos mediadores de la gente a través de la oración, están obligados a abstenerse de relaciones sexuales. Hay que decir también que tanto Oriente como Occidente consideraban que no era posible justificar la difícil disciplina de la castidad sacerdotal, salvo que estuviera fundamentada en un mandato de los mismos apóstoles.

3.4.- Consecuencias de Trullo sobre el Derecho Canónico occidental Puesto que la prohibición del matrimonio clerical, se debía a la obligación de vivir en total continencia –estuviera o no casado el clérigo–, la disciplina introducida por el canon 13 de Trullo, que permitía a los sacerdotes tener vida conyugal, creó por primera vez en la forma legislativa, una ruptura entre la prohibición del matrimonio clerical y su causa. Esto tuvo serias consecuencias para la teoría canónica posterior, al buscarse una razón para justificar el hecho de que las órdenes fueran un impedimento para el matrimonio. Graciano, el famoso canonista del siglo XII, aceptó sin críticas el canon 13 de Trullo como ecuménico y, en consecuencia, no sólo aceptó, sino que legitimó la praxis oriental relativa al celibato y estableció que era una disposición de origen apostólico. La presentación de la disciplina oriental que hizo Graciano acerca del celibato hizo imposible establecer una relación causa efecto entre la ley de continencia y el impedimentum ordinis. Los decretistas se dieron cuenta de la diferencia que existía entre las disciplinas de Oriente y Occidente y trataron de acomodarla en una teoría canónica que explicaría la ley del celibato en la iglesia latina. Esto, inevitablemente, condujo a la conclusión de que la ley que prohibía el matrimonio y, sobre todo, la ley que imponía la continencia a los clérigos casados había sido introducida en Occidente en una fecha muy posterior . Al aceptar sin crítica los textos griegos presentados por Graciano, los canonistas del siglo XII dejaron de ver la inmediata –y necesaria– relación entre la continencia y el impedimento para el matrimonio. La teoría canónica de este periodo desarrolló una explicación del impedimento para el matrimonio formada por órdenes que derivan principalmente de la teoría del votum, o el votum adnexum, el voto de castidad vinculado a las órdenes . No obstante, esta teoría presentaba dificultades, ya que no podía explicar el impedimento desde el punto de vista de los griegos, cuyos sacerdotes no estaban obligados por el voto de continencia. Esta anomalía dio lugar a otra teoría canónica a finales del siglo XII que fundamentaba la obligación de la continencia en la ley eclesiástica. En el siglo XIII, santo Tomás sintetiza el punto de vista de los diferentes canonistas de la siguiente forma: “Pero lo que impide el matrimonio es la ley de la Iglesia. Sin embargo, no obliga de la misma forma a los latinos que a los griegos. Pues entre los griegos, el impedimento de contraer matrimonio proviene, únicamente, de la fuerza de las órdenes (vi ordinis), mientras que entre latinos, el impedimento proviene tanto de la fuerza de las órdenes como del voto de continencia que va ligado a las sagradas órdenes, de tal forma que si alguien no hiciera el voto públicamente, por el mismo hecho de recibir el orden según el rito de la iglesia occidental, se entiende que lo ha hecho. Y, repito, entre los griegos y otros orientales, las sagradas órdenes impiden contraer matrimonio, pero no el uso de un matrimonio contraído previamente, pues pueden hacer uso de este matrimonio aun cuando no puedan contraer nuevo matrimonio” . Desde tiempos del Concilio Laterano II (1139), las sagradas órdenes, lo mismo que el votum, fueron considerados un impedimento invalidante para el matrimonio. La conclusión de Cholij es que, si a los canonistas y teólogos de los siglos XII y XIII no se les hubiera presentado la dificultad de la disciplina griega –legitimada por Graciano–, es bastante probable que hubieran tenido pocas dificultades para atribuir la ley de la continencia a los apóstoles y para relacionar el impedimento para el matrimonio únicamente con esta ley. Cualquier promesa o voto de continencia se habría entendido, entonces, como una expresión externa y una garantía de un compromiso libremente adquirido, pero exigido por la misma naturaleza de la vocación sacerdotal en el momento de la recepción de las órdenes . Para esclarecer esta conclusión, Cholij plantea la siguiente cuestión: ¿cómo puede un sacramento hacer inválido a otro sobre la base de una ley puramente eclesiástica? Su respuesta es que, a menos que se haga efectivo un pacto de consagración entre el clérigo y Dios en el momento de la recepción de las órdenes, la ley que prohíbe el matrimonio sólo puede ser considerada como un “vestigio de disciplina positiva, expresión de esa otra disciplina antigua –más sencilla– que armoniza la relación entre sacerdotes y celibato”. De esta forma, concluye que el impedimento para el matrimonio en la disciplina canónica oriental, separado de su fundamentación teológica, parece poco más que un mero formalismo jurídico .

El matrimonio obligado de los sacerdotes

Mientras que de hecho Trullo, no prohibía el celibato en sentido estricto a los sacerdotes, el tono de los cánones era tal que se esperaba que los sacerdotes se casaran y tuvieran vida conyugal como el resto de los fieles laicos. En los siglos XI y XII este consejo se había convertido en precepto y el celibato, tal como era conocido en la iglesia latina, fue rechazado definitivamente.

Estos hechos ocurrieron en un momento de la iglesia occidental, en el que era tal la inmoralidad entre el clero, que se hizo necesaria la reforma gregoriana. Aunque tanto la tradición latina como la griega veían la necesidad de erradicar la corrupción de moral sexual entre el clero, los medios utilizados para hacerlo en cada caso fueron muy diferentes.

Roma no consideraba que el celibato fuese en sí mismo el origen del problema. Por el contrario, reafirmaba la disciplina tradicional al mismo tiempo que introducía nuevas medidas para proteger la dignidad del estado clerical y la castidad que se esperaba de los ministros del altar. La solución aplicada fue de carácter ascético y disciplinar. La incontinencia y la infracción de esta disciplina fueron severamente castigadas.

A consecuencia de los abusos en la iglesia griega en el siglo IX, el emperador bizantino León VI legisló para suspender la costumbre, que se había desarrollado desde Trullo, de que aquellos que tuvieran órdenes mayores podían reservarse el derecho a casarse dentro de los dos años siguientes a su ordenación, reafirmando la prohibición de casarse después de recibir las órdenes sagradas. Los clérigos debían permanecer célibes o, si deseaban casarse, tenían que hacerlo antes de la ordenación.

En el siglo XI, sin embargo, la proliferación de matrimonios ilegales después de la ordenación, llevó a la iglesia oriental a prohibir la ordenación de aquellos que estuvieran casados. Como señala Cholij, la perspectiva del remedium concupiscentiae era lo que hacía que se considerase el matrimonio como un estado adecuado para el sacerdocio.

Los célibes que desearan ordenarse tendrían que entrar en un monasterio. De esta forma, a todos los sacerdotes que vivían en parroquias locales se les exigía contraer matrimonio y de sus hijos se esperaba que les siguieran en el estado sacerdotal. Esta práctica se vio reforzada en algunos países por el estado, quien proporcionaba escuelas especiales a los hijos de los sacerdotes . Una de las consecuencias de esto es el olvido del aspecto sobrenatural de la vocación sacerdotal.

Otra es que todos los puestos más altos en la iglesia oriental se reservan para monjes célibes –generalmente mejor formados– y libres de ataduras familiares. No es extraño, por tanto, que un sistema que se acomodaba efectivamente a dos castas sacerdotales diera lugar a sus propios problemas particulares .

La lógica de una situación que imponía el matrimonio efectivo sobre sus clérigos inevitablemente tenía implicaciones para los sacerdotes y diáconos viudos. En el siglo XIV, se había establecido una disciplina por la cual estaban obligados a abandonar su ministerio. Si deseaban continuar como sacerdotes tenían que ingresar en un monasterio.

En consecuencia, los monasterios se llenaron de clérigos que iban allí de forma involuntaria o sin vocación monástica, provocando a menudo serios problemas de disciplina y un declinar de la vitalidad de la vida monástica . Sin embargo, un sínodo de Moscú en el siglo XVII abrogó los decretos que prohibían a los viudos ejercer su ministerio y, más tarde, les permitió casarse por segunda vez.

Cuando la iglesia ortodoxa ucraniana se volvió a unir a Roma en 1595, las leyes que prohibían ordenarse, a los célibes y que apartaban a los diáconos y sacerdotes de su ministerio pastoral, fueron abrogadas al considerarse graves abusos, en completa oposición con la disciplina de la iglesia católica. En los sínodos de las iglesias católicas orientales, especialmente durante los siglos XVIII y XIX, el celibato estricto fue promovido y propuesto como el estado preferido para los candidatos al sacerdocio secular.

Consecuencias de Trullo sobre la teología del sacerdocio

La legislación trullana tuvo consecuencias significativas, en cuanto que no facilitó el disponer de un servicio litúrgico frecuente para los fieles. El canon 13 de Trullo prescribía la continencia para los momentos de oración y ayuno, y para el servicio litúrgico.

La norma general era la abstinencia de un día durante los periodos de servicio litúrgico, aparte de los momentos de oración y ayuno a los que toda la gente casada estaba obligada.

En el siglo XVII se imponían tres días de abstinencia. De ahí que no pudiera celebrarse la misa diaria, pues se presuponía siempre que los sacerdotes hacían uso de sus derechos conyugales.

En los cánones cartagineses y, en general, en la legislación de la iglesia occidental, los sacerdotes estaban obligados a la continencia a causa de su consagración. Esta consagración estaba relacionada esencialmente con su función de mediador, expresada sobre todo en la administración de los sacramentos pero también en cualquier otro acto que pudiera entenderse como un ejercicio del ministerio consagrado.

En consecuencia, la continencia en el rito latino no fue simplemente una función del ministerio eucarístico, sino también una expresión convincente de la especial naturaleza de la totalidad del ministerio de mediación del sacerdote. Ya en el siglo IV, la teología y la legislación en la iglesia occidental entendió el sacerdocio como un ministerio ininterrumpido y continuo que proporcionaba un argumento para la continencia perpetua.

Puesto que el sacerdocio del Nuevo Testamento aventaja al del Antiguo, la continencia tiene que ser perpetua, más que temporal . Por otra parte, la legislación trullana parece implicar que el ministerio sacerdotal se ejerció sólo en la liturgia eucarística, con la que la disciplina de la continencia está relacionada. Esto sugiere una forma de entender el sacerdocio de carácter más funcional que ontológico y, por tanto, un cambio de énfasis en la teología del sacerdocio. Es, en cierto sentido, una vuelta al concepto levítico.

Continencia temporal e introducción del celibato en algunas Iglesias orientales

Desde la perspectiva del celibato es interesante considerar los casos de las diferentes iglesias orientales que retornaron a Roma en los últimos cien años. En el siglo XVI, cuando los albanos de rito griego buscaban la unidad y más tarde con los maronitas en el siglo XVIII, Roma respetó las costumbres existentes de continencia temporal.

Lo mismo se aplicó a los armenios, caldeos y ucranianos, aunque sus leyes excluían la posibilidad de la celebración diaria de la eucaristía. No obstante, en estas iglesias orientales había frecuentes demandas por parte de los fieles de la celebración litúrgica diaria, especialmente en ciudades más amplias.

Para facilitar esto, Roma no podía relajar las normas de continencia temporal y la única solución que le quedaba era la de incrementar el número de célibes ordenados en esas iglesias. De esta forma, el conflicto entre la disciplina de la continencia temporal y la celebración litúrgica frecuente se convirtió en un factor muy importante a la hora de introducir el celibato estricto en las iglesias católicas orientales.

Los sínodos locales de estas iglesias favorecieron que los célibes fueran promovidos para importantes nombramientos eclesiásticos porque se dieron cuenta de que las responsabilidades del sacerdote casado le impedían cumplir con la dedicación que exigían estos nombramientos. Aunque no se establecieran con rapidez seminarios para la formación del clero célibe, algunas iglesias empezaron a enviar seminaristas a la Universidad Urbaniana de Roma en los siglos XVII y XVIII. Había todavía prejuicios de tipo sociológico contra el clero célibe en estas iglesias, pero, en general, las jerarquías orientales se apresuraron en esta tarea.

La cuestión del celibato en las iglesias católicas orientales fue discutida en el Vaticano I. El documento de estudio preparatorio para el Concilio indicaba que los obispos orientales en general estaban a favor del celibato para sus propios sacerdotes. En uno de los debates del Concilio (febrero de 1870), un obispo armenio dijo que la ausencia de una ley del celibato en las iglesias orientales era una verdadera “herida”, porque la experiencia había mostrado las graves enfermedades surgida en la vida de la Iglesia como consecuencia.

Solicitaba por tanto que los problemas debidos a la ausencia del clero célibe fueran discutidos abiertamente, de modo que las heridas pudieran ser sanadas con rapidez . Finalmente, aunque una comisión del Concilio decidió que las iglesias orientales no estaban suficientemente “maduras” para aceptar una ley plena del celibato, se publicó una instrucción que afirmaba la prohibición de matrimonio a los ya ordenados y recordaba la disciplina anterior a Trullo de continencia perpetua del clero en aquellas iglesias donde se había mantenido la efectiva autoridad episcopal.

Después del Vaticano I, varios sínodos de las iglesias católicas orientales utilizaron esta instrucción como base para legislar sobre el celibato del clero. De hecho, a finales del siglo XIX, la disciplina de la continencia clerical en las iglesias uniatas orientales había vuelto a la praxis de los primeros siglos de la iglesia occidental.

La experiencia de la ley trullana y post-trullana de la continencia temporal del clero había enseñado a las iglesias orientales que esta disciplina condujo a un conflicto irresoluble en el que el sacerdocio era considerado como un ministerio diario que exigía una total dedicación a la iglesia.

Como hemos visto, la iglesia latina tenía sus propios problemas con los clérigos casados, que sólo fueron resueltos satisfactoriamente cuando el celibato estricto se convirtió en la norma después de la reforma gregoriana y la legislación del Concilio de Trento. Desde el siglo XVII, las iglesias orientales en unión con Roma comenzaron a seguir la misma dirección evolutiva por la senda del estricto celibato.


Bases escriturísticas sobre el celibato

Aspectos bíblicos del celibato

En su enseñanza sobre la divina revelación, el Vaticano II nos recuerda que hay un constante crecimiento y desarrollo en la comprensión de la Sagrada Escritura. Ésta se lleva a cabo de diferentes formas: por el estudio y la contemplación del texto sagrado de los creyentes, por la acción de la gracia en las almas de los cristianos o por la predicación de aquellos que poseen el carisma seguro de la verdad como sucesores de los apóstoles .

Pablo VI, en su encíclica sobre el celibato sacerdotal, refiriéndose a esta misma enseñanza del Concilio Vaticano II, afirma que es necesario reflexionar acerca de estos principios a fin de entender con más profundidad las diversas razones que se dan a favor del celibato según las diferentes situaciones y mentalidades.

La exégesis bíblica, seguida por el Magisterio, ha ayudado a desentrañar las implicaciones más profundas de textos concretos y ha demostrado la coherencia mutua entre diferentes pasajes de la Escritura que se refieren al celibato. Es algo que cabría esperar teniendo en cuenta que uno de los principios básicos de la hermenéutica bíblica es la unidad del mensaje de la Escritura en su conjunto.

Mientras que hay algunos textos bíblicos que describen el valor teológico y espiritual de la virginidad o del celibato in genere, a primera vista no parece haber ningún texto específico que relacione directamente el celibato con los ministros de la Iglesia.

Ciertamente, podría parecer lo contrario si se realizara una lectura superficial de las cartas pastorales, en las que san Pablo trata de las cualidades requeridas por los que reciben el nombramiento de obispo, presbítero o diácono. El candidato para un puesto de ministro debería ser –según éste– “esposo de una sola mujer” (1 Tim. 3,2; Tit. 1,6; 1Tim. 3,12). Una mirada más atenta, sin embargo, nos hará caer en la cuenta de que estos textos establecen una conexión inmediata entre la continencia perpetua y el sacerdocio ministerial.

Al mismo tiempo, la validez escriturística del celibato sacerdotal deriva más de la afinidad de significado, de una serie de textos diferentes y de la fuerza acumulada de su significación, que del valor probatorio de los textos individuales. Las diferentes ideas extraídas de diferentes pasajes de la Escritura, tal como los entiende la Tradición y propone el Magisterio, constituyen el depósito bíblico del celibato sacerdotal.

La Iglesia nunca ha pretendido que este depósito sea el definitivo, pero se refiere a textos concretos como una afirmación de la íntima congruencia entre el carisma del celibato y el ejercicio del ministerio sacerdotal in persona Christi. En este capítulo examinaremos los más importantes de estos textos . Teniendo en cuenta la unidad de la Escritura y que el Nuevo Testamento es el cumplimiento del Antiguo , para alcanzar una apreciación más profunda del significado bíblico del celibato, será útil revisar referencias e instituciones del Antiguo Testamento, que prefiguran de alguna forma el celibato en el nuevo designio divino.

Algunos argumentos a favor del celibato consideran la continencia temporal de sacerdocio levítico como una figura de la continencia total que sería exigida a los sacerdotes de Cristo. En consecuencia, la reflexión acerca del sacerdocio del templo, como institución bíblica servirá para proporcionar unos antecedentes, ante los que podría revisarse el argumento cultual del celibato.

La historia confirma que en los primeros siglos del cristianismo, muchos hombres y mujeres, se vieron fuertemente impulsados a comprometerse totalmente con Dios, por medio de la virginidad o del celibato. En las enseñanzas de los papas y en los escritos de los padres, se pone de manifiesto que este desarrollo ascético tuvo una influencia positiva, a la hora de definir la continencia de los sacerdotes en la naciente Iglesia.

Examinaremos, por tanto, los fundamentos bíblicos de la virginidad consagrada con vistas a arrojar más luz sobre el compromiso de continencia sacerdotal. No obstante los elementos comunes que puedan darse en la justificación teológica de la virginidad y del celibato sacerdotal, hay que recordar que estas dos corrientes vocacionales separadas en la Iglesia tuvieron sus orígenes en diferentes tradiciones ascéticas: una inspirada en los consejos evangélicos y, la otra, derivada de la función de mediación ejercida por el sacerdote in persona Christi.

Estudiaremos los principales textos del Nuevo Testamento, sobre la virginidad y el celibato y cómo Cristo, seguido de san Pablo, abrió un nuevo horizonte con su enseñanza en este campo respecto de las tradiciones del Antiguo Testamento. Hay además dos grupos de textos en el corpus paulino que tienen una significación fundamental para el celibato sacerdotal.

El primero es la estipulación en las cartas pastrales del “marido de una sola mujer” (unius uxoris vir) como condición para la ordenación, texto al que ya nos hemos referido. El segundo grupo lo constituyen aquellos textos que ilustran el aspecto de alianza del celibato sacerdotal (2Cor.11,2; Ef. 5,25-27).

Esto asimismo nos llevará a considerar la relación entre matrimonio y virginidad tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. Pero, por encima y más allá del apoyo textual al celibato sacerdotal, se encuentra el testimonio evangélico del celibato del mismo Cristo: Dios hecho sacerdote en la humanidad de Cristo. Ésta es la más poderosa de todas las afirmaciones a favor del celibato sacerdotal, cuya importancia revisaremos en este capítulo desde una perspectiva bíblica y, en lo posterior, desde un punto de vista ascético y teológico.

El celibato en el Antiguo Testamento y en la época intertestamentaria

Tradiciones culturales judías

Cuando Cristo planteó la cuestión del celibato (Mt. 19,3-12) su discurso se dirigió a hombres cuyas costumbres estaban firmemente enraizadas en el Antiguo Testamento, de cuya tradición no habían heredado ningún ideal acerca del celibato. El matrimonio no sólo era el estado habitual de vida sino que, por la promesa hecha a Abrahán, había adquirido una significación consagrada. El matrimonio, como fuente de fertilidad y de progenie, era un “estado privilegiado desde el punto de vista religioso, con un privilegio que procedía de la misma revelación” . Así pues, son pocos los vestigios de la idea del celibato tal como lo conocemos hoy en la tradición del Antiguo Testamento. No obstante, puesto que la revelación de Cristo completó y perfeccionó la revelación hecha a Israel, es natural que este carisma estuviera prefigurado de alguna forma en el Antiguo Testamento. Algunos de los argumentos a favor de la continencia del clero, especialmente en la primitiva Iglesia, estuvieron claramente influidos por las tradiciones culturales y otras tradiciones judías. Revisemos los aspectos más relevantes de estos antecedentes. En el Antiguo Testamento, en el que se puso un énfasis especial en la santidad de Dios, el contraste entre “puro” e “impuro” estaba claramente delineado. Se consideraba que los fenómenos relacionados con el sexo producían impureza (Lv.12,5; 1Sm. 21,5; 2 Sm. 11,4), que apartaban a la persona en cuestión de la comunión con Yahvé. De ahí que, al sacerdote que incurría en impureza por razones de este tipo, se le desvinculaba de sus actividades sacerdotales habituales, (Lv.21,1-15) exigiéndose ciertos ritos de purificación para librarse de alguna impureza concreta. Esto condujo a una especie de formalismo moral externo, contra el que los profetas alzaron su voz, urgiendo la pureza interior de mente y de corazón (Os. 6,6; Am. 4,1-5; Is. 6,5; Jr. 13,27). La noción de que la relación sexual en el matrimonio, podría causar impureza en el sentido moral (es decir, incluir un elemento pecaminoso) es, de hecho, extraña en la Biblia. Estas ideas circularon, sin embargo, por la primitiva cristiandad, y junto a la influencia de la ley ceremonial judía sobre la teología de la joven Iglesia, provocaron cierta confusión entre los conceptos bíblicos, de pureza ritual y moral. En el desarrollo del concepto de celibato en la Iglesia, podemos detectar elementos de esta influencia (Lv. 15,18; 22,4; Ex. 19,15) .

2.2.- El celibato de Jeremías Jeremías, es el único célibe del Antiguo Testamento por mandato divino (Jer. 16,1ss.). El celibato de Jeremías es un signo de muerte, explícitamente relacionado con su ministerio profético. El célibe recuerda al mundo que Dios, no es indiferente y ausente que puede ser desafiado impunemente (Sal. 14; Is. 5,19-20). “El celibato vétero-testamentario es un signo fuerte, es una palabra dura pero necesaria, pronunciada por Dios, es un grito de alarma, semejante al grito del último célibe del Antiguo Testamento (Lc. 16,16), Juan Bautista” .

2.3.- Otros testimonios de vida célibe Junto al de Jeremías, encontramos otros ejemplos de vida célibe como el conocido círculo de los esenios, en el que testimonian algunos autores antiguos como Josefo, Filón o Plinio, que existía una tradición de celibato. ¿Hasta qué punto estaba extendida esta práctica entre ellos? Sabemos que un grupo selecto era admitido, tras un periodo de tres años de probar su continencia, pero había también otros que estaban casados. El descubrimiento de esqueletos humanos de hombres, en las zonas de enterramientos del Qumrán, atestigua que éstos formaban una comunidad de célibes entre los esenios. Su compromiso de celibato no parece que estuviera influido por el dualismo gnóstico. Filón, también menciona los terapeutas, una comunidad de hombres y mujeres, que vivían a las afueras de Alejandría. Su piedad y sus prácticas en común se asemejaban, a la vida de celibato de los esenios, con los que podría haber habido alguna conexión . 2.4.- El valor de la virginidad, la fecundidad y la continencia En el Antiguo Testamento, el valor de la virginidad estaba relacionado con la idea de que las muchachas jóvenes permanecieran vírgenes hasta que se casaran (Gn. 24,16; 34,7; Jue.19,24). También tenía valor desde el punto de vista de la pureza ritual. La pérdida de la virginidad, llevaba consigo la pérdida de honor (2 Sm. 13,2-18; Lam. 5,11; Sab. 42,9-11). Se exigía a todos los sacerdotes que se casaran con una virgen (Lv. 21,13ss.; Ez. 44,22). La virginidad, como estado de vida estable era algo desconocido. El hecho de no casarse, lejos de ser una condición deseable, era considerado el mayor oprobio, (Jue. 11,37). En el judaísmo posterior, sin embargo, hay indicios de que el estado no matrimonial gozaba de mejor consideración (Jdt.16,22). Atisbándose ya el nuevo designio divino, nos encontramos con que Ana, rehúsa casarse después de su viudez, para adherirse más estrechamente a la voluntad de Dios (Lc. 2,37). Un ejemplo es la “virgen de Sión” (Jerusalén-Israel). Pero esta designación de la ciudad aparece frecuentemente en contextos de ruina nacional (Am. 5,1-2; Jer. 2,32; 14,17; Lam. 1,5; Job. 1,8, etc.). Aunque el vocablo aluda a una relación de fidelidad absoluta (la fidelidad debía caracterizar las relaciones de Israel con Dios) , el contexto mencionado reproduce la situación de la hija de Jefté o la de Jeremías. Se llora, por tanto, una maternidad imposible o la virginidad, signo de muerte. Consiguientemente, todo el Antiguo Testamento está orientado hacia la generación. La primera palabra de Dios al hombre es un imperativo para que sea fecundo y se multiplique (Gén.1,28). Después de la caída, el “protoevangelio” sustenta la esperanza del triunfo sobre el mal en la descendencia (Gén. 3,1). La bendición de Dios es tener descendencia (Sal. 128). Ser estéril es una maldición (Os. 9, 11-14; Job. 15,34). Así comprendemos el lamento de la estéril Raquel: “Dame hijos o me muero”, grita (Gén. 30,1), y de todas las mujeres estériles del Antiguo Testamento . El rabinismo hereda la mentalidad vétero-testamentaria. La procreación es una participación en la obra creadora de Dios y un modo de realizar la vocación de ser “imagen de Dios” (Gén. 1,28 y 1,27; 9,7). Aquí se inscriben dichos como éstos: “Quien no tiene mujer no es un hombre completo, porque os he dicho: ‘Varón y hembra Dios los creó y los bendijo y los llamó Adán y Eva’” ; “el que descuida la procreación es como si derramara sangre”; “es como si redujera la imagen de Dios, ya que está escrito: “Sed fecundos...”. El caso del rabino Simón ben Azaj es único. Proclamaba la doctrina común, pero no se casó. Sus discípulos le piden que acomode su vida a sus enseñanzas. A lo cual él replica: “¿Qué puedo hacer? Mi alma está adherida a la Torah. ¡Dejad que otros pueblen el mundo!” . El celibato, en este caso, es valorado como un medio que permite una mejor dedicación a valores superiores, cual es el estudio de la ley. Una nueva sensibilidad, emerge al finalizar el periodo antiguo testamentario. Días vendrán en los que el eunuco, tendrá un puesto en la casa de Dios (Is. 56,3-5); la esterilidad es preferible a la descendencia de los impíos (Sab. 3,13s.; 14,1); el autor del libro de Judit elogia a su heroína por su vida casta y ascética, consagrada al recuerdo de su marido (Jdt. 16,22-24). Se insinúa, pues, la conveniencia o necesidad de permanecer célibes para recibir la revelación divina –por ejemplo–, ya que el contacto con lo sagrado, excluye cualquier contaminación, y especialmente la contaminación sexual . Esta nueva sensibilidad posibilita la aparición de un mayor número de célibes, por ejemplo entre los ascetas esenios.

2.5.- El amigo del Esposo El ministerio de Juan el Bautista, el último de los profetas, se sitúa a medio camino entre el Antiguo y el Nuevo Testamento y es, por tanto, único, en términos bíblicos. La misión de Juan estaba íntimamente unida a la de Cristo, como subraya san Lucas al relatar el paralelismo entre la infancia de ambos y los sucesos que les rodearon. Aunque no fuera sacerdote de la Nueva Ley, Juan Bautista dedicó toda su vida a ser la voz de Cristo , preparando las almas para la conversión y la gracia del Salvador. También tuvo el privilegio de señalar a Cristo a sus propios discípulos, siendo instrumento, por tanto, para conseguir las vocaciones apostólicas de Andrés, Juan y Pedro (Jn. 1,35-42). La Iglesia siempre ha visto una particular conveniencia en el celibato de Juan en cuanto que fue él que se definió a sí mismo como el “amigo del esposo” (Jn. 3,29), utilizando el mismo simbolismo nupcial que se encuentra en la entraña de la teología del celibato. El Precursor es considerado, por tanto, como el heredero de la tradición profética que une a Yahvé con su pueblo, lo que constituía realmente una preparación para la virginidad cristiana. Por la forma en que murió (Mc. 6,14-29), y dio también testimonio de algo que Juan Pablo II, ha resaltado con frecuencia: que el celibato arroja luces sobre la santidad del vínculo matrimonial . El obispo inglés san Juan Fisher afirmó esto mismo al defender la validez del matrimonio de la reina Catalina con Enrique VIII al comienzo de la reforma anglicana.

3.- EL CELIBATO EN EL NUEVO TESTAMENTO 3.1.- La vida y enseñanza de Cristo Cuando Cristo llamó a sus primeros discípulos para hacer de ellos “pescadores de hombres” (Mt. 4,19; Mc 1,17), ellos “dejaron todas las cosas y le siguieron” (Lc. 5,11; Mt. 4,20-22; Mc. 1,18-20). Pedro recordó este aspecto de la vocación apostólica cuando un día, con la franqueza que lo caracterizaba, le dijo a Jesús: “nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt. 19,27), preguntándole a continuación cuál sería su recompensa. El Maestro les abrió en su respuesta inesperados horizontes de entrega. Su llamada implicaba que sus discípulos habían de abandonar su casa, sus propiedades y sus seres queridos –su familia, esposa e hijos– “por causa de mi nombre” (Mt. 19,29; Lc. 18,29-30). En otra ocasión abordará la misma cuestiones con un lenguaje aún mas exigente: “Quien ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí” (Mt 10,37), todo lo cual señala al hecho de que la renuncia es un elemento esencial de la vocación apostólica. Esta clara doctrina apostólica –ha señalado Juan Pablo II– proporciona el marco para entender la enseñanza de Cristo acerca del celibato . En san Mateo vemos cómo Cristo recomienda el celibato en el mismo escenario en el que afirma la indisolubilidad del matrimonio (Mt. 19,10-12). Los discípulos habían reaccionado con fuerza ante la prohibición de Cristo de repudiar a la esposa: “Si tal es la condición del hombre con respecto a su mujer, entonces” –concluyen– “no trae cuenta casarse” (Mt. 19,10). La respuesta de Cristo fue desafiante: “Él les respondió: No todos son capaces de entender esta doctrina, sino aquellos a quienes se les ha concedido. En efecto, hay eunucos que así nacieron del seno de su madre; también hay eunucos que así han quedado por obra de los hombres; y los hay que se han hecho tales a sí mismos por el Reino de los Cielos. Quien sea capaz de entender, que entienda” (Mt. 19,11-12). Como señala Jean Galot, este texto tiene una marcada estructura semítica, similar a la de otras palabras de Jesús en el Sermón de la Montaña, pero en el contexto de la mentalidad judía contemporánea la idea supone una completa innovación . El eunuco, ya fuera por nacimiento o por libre voluntad, era un proscrito al que la ley judía negaba el derecho a realizar ofrendas en el templo (Lv. 21,17-20) y lo excluía de la asamblea de Yahvé (Dt. 23,2), porque parecía impropio que una persona privada del poder de transmitir la vida, se asociara con el Dios de la vida . Hay, sin embargo, palabras de alabanza para el eunuco que no hace mal y que es fiel a la alianza (Sab. 3,14; Is. 56,3). Pero Cristo hace mucho más que expresar benevolencia. Se atreve a describir la condición del eunuco, como un estado libremente escogido: algo impensable para los judíos, que veían el matrimonio y la procreación de los hijos como una obligación religiosa, y consideraban la falta de descendientes como una de las mayores desgracias. Al intentar explicar por qué Jesús, habría utilizado la palabra peyorativa “eunuco”, algunos exegetas sugieren que probablemente los enemigos de Jesús, la habrían utilizado para referirse a Él y a sus discípulos, como una forma de reprenderlos ante su renuncia del matrimonio. La tradición judía, consideraba al célibe como alguien inferior al hombre .

3.2.- El celibato de Jesucristo como apertura universal Desde la perspectiva del Antiguo Testamento, por tanto, la afirmación de Cristo sobre el celibato asumido por un motivo sobrenatural supone un hecho decisivo en la historia de la salvación. Es un hecho, como nos recuerda Juan Pablo II, que apunta a “la ‘virginidad’ escatológica del hombre resucitado, en el que se revelará el significado nupcial absoluto y eterno del cuerpo glorificado en unión con el mismo Dios” . De ahí que la continencia temporal por la causa del reino sea un testimonio de la verdad de que el fin último del cuerpo no es la tumba sino la glorificación y, en este sentido, sea un anticipo de la resurrección futura (Rom. 8,22-23). En último término, el celibato deriva de la voluntad de Cristo según se manifiesta en el Evangelio. La relación entre el celibato y el sacerdocio fue establecida por primera vez en Él, lo que demuestra que, en su realización más perfecta, el sacerdocio implica la renuncia del matrimonio. El celibato de Cristo resultaba coherente con la apertura universal, de su amor universal y con la generación espiritual de una nueva humanidad. No lo distanciaba de la gente; al contrario, le permitía acercarse más a todos los hombres. A través de su humanidad era capaz de revelar el infinito amor del Padre por todo el género humano, expresado de formas tan diferentes en la narrativa del Evangelio: su compasión por la muchedumbre que le seguía, su participación en los éxitos y fracasos de sus discípulos, su congoja por la muerte de su amigo Lázaro, su predilección por los niños, su experiencia de todas las limitaciones humanas salvo el pecado. Al verse libre de las limitaciones de la familia, Cristo estaba totalmente disponible para cumplir la voluntad de su Padre (Lc. 2,49; Jn. 4,34), para formar la nueva y universal familia de los hijos de Dios. De esta forma “su celibato no fue una reacción defensiva contra nada, sino un realce a su vida, una mayor cercanía hacia su pueblo, un anhelo de entrega sin reservas al mundo” . Esta nueva visión implícita en el celibato de Cristo, ya se había anticipado en la maternidad virginal de María y en la participación de José, en el mismo misterio virginal . Al mismo tiempo que el misterio de la concepción y el nacimiento de Cristo estaba escondido a sus contemporáneos, significaba un punto de partida totalmente nuevo respecto a la tradición del Antiguo Testamento que, por su exclusiva tendencia favorable al matrimonio, hacía que la continencia resultara un hecho incomprensible. María y José fueron, por tanto, los testigos primeros y más cercanos de una “fecundidad diferente de la carne, esto es, de una fecundidad del espíritu”, plasmada en el don de la encarnación de la Palabra Eterna . Este misterio sería revelado a la Iglesia, de forma gradual sobre el testimonio de la infancia de Jesús, narrada en los evangelios de Mateo y Lucas. La maternidad divina de María, nos ayuda a entender más plenamente la santidad del matrimonio y el misterio de la continencia, por la causa del reino de los cielos . De nuevo nos encontramos aquí, con dos aspectos correlativos de una misma vocación bautismal a la santidad.

3.3.- La llamada de Cristo al celibato Cuando Cristo abrió el horizonte del celibato por primera vez a sus discípulos, el ejemplo de su vida les servio sin duda como un claro punto de referencia de ese estilo de vida sobrenatural, que inmediatamente asociaron con el reino, que Cristo les predicaba. De las palabras de Cristo, se desprende claramente la necesidad de una gracia especial, para entender el significado del celibato y para responder a él: “Quien sea capaz de entender, que entienda”, dice a sus discípulos (Mt. 19,12). El celibato debe entenderse, por tanto, como una respuesta a la experiencia del reino de Dios, tal como se hace presente en el ejemplo y las enseñanzas del Maestro. No es, ni puede ser una pura iniciativa humana, ni puede afrontarse como una obligación. Debe ser considerado como una expresión de libertad personal, en respuesta a una gracia particular. No se trata sólo de una vocación al celibato; unido a ello está la voluntad de seguir ese camino, atraído por el ejemplo y el misterio de Cristo. Es una actitud que se encuentra claramente reflejada en la respuesta de los discípulos, a la llamada de Cristo. Años más tarde el apóstol Juan, recordaría vivamente cada detalle de su primer encuentro con el Maestro, cuando se puso a escribir su evangelio (Jn.1,35-42). El impacto de Jesús sobre el discípulo amado, se encuentra indeleblemente grabado en la conciencia de Juan: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos (...) lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1Jn. 1,1-3).

3.4.- Celibato y entrega La respuesta a la vocación al celibato es una decisión basada en la fe. Pero esta decisión no anula el sacrificio que supone abandonar la atracción a la vida conyugal en esta vida, una renuncia que está implícita en la enseñanza de Cristo en Mateo 19,10-12. Su aceptación se basa en la convicción de que siguiendo ese estilo de vida se puede contribuir de forma particular a la realización del reino de los cielos en su dimensión terrenal, con la esperanza de alcanzar un grado mayor y definitivo de realización personal en la vida futura. La respuesta a la llamada de Dios supone una predisposición a participar en el sacrificio que entraña la obra redentora de Cristo. Es, por tanto, una decisión basada en el amor, pero, como nos recuerda Juan Pablo II, “es algo natural en el corazón humano aceptar exigencias –aunque sean difíciles– por amor a un ideal, y, sobre todo, por amor a una persona” . El compromiso del celibato no supone en modo alguno rechazar el valor de la sexualidad humana; es más, respeta la “dualidad” inherente en el hombre creado a imagen y semejanza de Dios . Verdaderamente, el que es capaz de entender el gran potencial de entrega que supone el matrimonio se encuentra en mejores condiciones de hacer un ofrecimiento maduro de sí mismo en el celibato . Al escoger la continencia por la causa del reino de los cielos, el hombre se realiza a sí mismo “de forma diferente” y, en cierto sentido, más plenamente que a través del matrimonio . Esto es lo que encierra la respuesta de Cristo a Pedro cuando, con sencillez, le pregunta por la recompensa de los que habían dejado todo para seguirlo (Mc. 10,29-30).

4.- LA DOCTRINA PAULINA SOBRE EL CELIBATO Y LA VIRGINIDAD En respuesta a las preguntas de las primitivas comunidades cristianas acerca del celibato y la virginidad, san Pablo, en su Primera Carta a los Corintios, da una interpretación, al mismo tiempo magisterial y pastoral, de la doctrina de Cristo. Lo singular de la enseñanza de Pablo es que, al mismo tiempo que transmite la verdad proclamada por el Maestro, imprime su propia impronta, basándose en la experiencia de su actividad misionera. En la doctrina del apóstol encontramos la cuestión de la relación entre el matrimonio y el celibato o la virginidad, un tema que planteó dificultades en la primera generación de conversos del paganismo en Corinto. San Pablo hace notar con gran claridad que la virginidad –o la voluntaria continencia– deriva exclusivamente de un consejo, y no de un mandato: “En cuanto a la virginidad, no tengo precepto del Señor, pero doy un consejo” (1Cor. 7,25). Pero les hace ver que dicho consejo proviene de quien “por la misericordia del Señor merece confianza” (ibíd.). Al mismo tiempo, aconseja a los casados, a los indecisos y a los que se han quedado viudos (1Cor. 7.), y expone razones de por qué hacen bien los que se casan, y por qué hacen “mejor” los que escogen una vida de continencia o de virginidad (1Cor. 7,38) . Desde la perspectiva del celo apostólico, el celibato permite que un hombre se dedique por entero a los “asuntos del Señor”, y pueda así “agradar a Dios con todos su corazón” (1Cor. 7,32). Por contraste, san Pablo señala que los hombres casados no tienen la misma disponibilidad para dedicarse a las cosas de Dios (1Cor 7,33). Él mismo fue célibe (1Cor. 7,7) y recomienda el celibato como un medio de alcanzar la libertad para amar a Dios total e incondicionalmente. El riesgo de la humana existencia: “hermanos, os digo esto: el tiempo es corto...” (1 Cor 7,29), y el trasunto del mundo temporal: “porque pasa la apariencia de este mundo” (1 Cor. 7,31), debería provocar –continúa señalando a los Corintios– que “los que tienen mujer, vivan como si no tuviesen” (1Cor. 7,29). De esta forma, Pablo prepara el terreno para su enseñanza sobre la continencia . La doctrina de Cristo sobre el celibato “por la causa del reino de los cielos” (Mt. 19,12) encuentra eco directo en la enseñanza del apóstol cuando indica: “el que no está casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor” (1Cor. 7,32). Esta preocupación de Pablo por servir al Señor encuentra una expresión similar en su “solicitud por todas las Iglesias” (2Cor. 11,28), y su deseo de servir a todos los miembros del Cuerpo de Cristo (Flp. 2,20-21; 1Cor. 12,25). El no casado tiene esa preocupación, y ello hace que Pablo pueda considerarse, en el sentido pleno de la palabra, “apóstol de Jesucristo” (1Cor. 1,1) y ministro del Evangelio (Col. 1,23), y desearía que otros fueran como él (1Cor. 7,7). Al mismo tiempo, el celo apostólico y la actividad pastoral –“la preocupación por las cosas del Señor”–, no agotan el contenido de los motivos expuestos por san Pablo respecto a la continencia. La raíz y la fuente de este compromiso hay que buscarlas en la preocupación “por agradar al Señor” (1Cor. 7,32). Una preocupación que se manifiesta en el deseo de vivir una vida de profunda amistad con Cristo y que expresa, al mismo tiempo, la dimensión esponsal de la vocación del celibato . San Pablo hace notar que el hombre que está obligado por el matrimonio “está dividido” (1Cor. 7,34) por razón de sus obligaciones familiares, lo que implica que el compromiso “de agradar al Señor” presupone abstenerse del matrimonio. La condición de no casado permite a las vírgenes estar “solícitas de las cosas del Señor, para ser santas en el cuerpo y en el espíritu” (1Cor. 7,34). En la terminología bíblica, especialmente en el entorno del Antiguo Testamento, la santidad implica separación respecto de lo “profano” de este mundo, a fin de pertenecer exclusivamente a Dios . Al afirmar el valor de la virginidad o el celibato, algunas de las expresiones utilizadas por san Pablo en referencia al matrimonio, sacadas de contexto, podrían interpretarse como que san Pablo considerara el matrimonio fundamentalmente como un remedio para la concupiscencia . De todas formas, hay que entender las observaciones que hace san Pablo sobre el matrimonio teniendo en cuenta lo que señala: “me gustaría que todos los hombres fuesen como yo, pero cada cual tiene de Dios su propio don, uno de una manera, otro de otra” (1Cor. 7,7). Por tanto, la vocación al matrimonio es un don de Dios, una gracia adecuada a ese modo de vida. A la luz de la situación en la pagana Corinto, Pablo, al hablar del matrimonio, pone en guardia frente a la realidad de la concupiscencia de la carne, pero destaca al mismo tiempo su carácter sacramental . San Pablo desarrollará más ampliamente esta doctrina en Efesios, cap. 5, resolviendo todas las dudas que puedan inducir a considerar el matrimonio como una vocación residual .

4.1.- Sacerdocio, celibato y servicio Hay más textos de san Pablo que, junto a otros pasajes del Nuevo Testamento, ayudan a tener una visión completa de la relación entre sacerdocio, celibato y servicio. El sacerdocio debe ser considerado a la luz del hecho de que Dios mismo se hizo sacerdote en la santa humanidad de Cristo e instituyó un nuevo sacerdocio en el tempo de su cuerpo (Jn. 2,21). Cristo se ofreció a sí mismo a Dios (Heb. 9,11), “y quiso perpetuar a lo largo del tiempo su sacrificio (Lc. 22,19; 1Cor. 11,24) por la acción de otros hombres, a los que hizo partícipes de su supremo y eterno sacerdocio (Heb. 5,1-10; 7,24; 9,11-28)” . La vinculación con Cristo que resulta de la ordenación sacramental, es tan rica que el sacerdote puede hacer suyas esas palabras de san Pablo. “para mí, el vivir es Cristo” (Flp. 1,21), “vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Gál. 2,20) . Éste es el aspecto complementario del celibato: así como Cristo y sus sacerdotes tienen una relación conyugal con la Iglesia, ésta, como esposa virginal de Cristo, tiene, en un sentido muy real, derechos nupciales exclusivos sobre el sacerdote como representante de Cristo. En el ejercicio de su ministerio, el sacerdote descubre la grandeza de su vocación: “su afectividad y capacidad de amar se realizan plenamente en la tarea pastoral y paterna (Gál. 4,19) de engendrar gozosamente al pueblo de Dios en la fe, de formarlo y llevarlo ‘como virgen casta’ (2Cor. 11,2) a la plenitud de vida en Cristo” . Ya hemos visto cómo en algunos lugares de la primitiva Iglesia, para justificar el ejercicio de los derechos conyugales después de la ordenación, se apeló al estilo de sacerdocio del Antiguo Testamento. Durante su periodo de servicio en el templo los sacerdotes levitas practicaban la continencia pero después volvían a la vida conyugal normal en sus hogares . Generalmente encontramos una doble respuesta a esta objeción. Por un lado, el sacerdocio del templo era confiado a una tribu particular –sólo los descendientes de Aarón tenían derecho a este oficio– y, por ello, los levitas tenían obligación de casarse y engendrar hijos a fin de perpetuar el sacerdocio del pueblo escogido. Por otro lado, el sacerdocio del Nuevo Testamento no estaba basado en la descendencia familiar. La teología, por su parte, señalaba que el sacerdocio instituido por Cristo venía a perfeccionar el sacerdocio de la antigua ley. Esto se reflejaba en el hecho de que, mientras el ministerio de los levitas, se limitaba al servicio en el templo, los sacerdotes del Nuevo Testamento se encontraban ocupados en un continuo e ininterrumpido ministerio de oración, servicio en el altar y administración de los sacramentos. Puesto que la Escritura enseña que los sacerdotes, deben guardar una completa pureza en el ejercicio del ministerio, la praxis de la continencia temporal de los sacerdotes en el templo, se convirtió en una obligación de continencia permanente para los sacerdotes de Jesucristo. El papa Siricio en su decretal Directa dirigida al obispo español Himerio (385), clarifica estas distinciones y pasa a señalar que Cristo, que oficialmente afirmó no haber venido a abolir la ley sino a darle cumplimiento, quiso que sus sacerdotes de la nueva ley vivieran la continencia permanente. Si los ministros del templo tenían que abstenerse periódicamente para conseguir que sus ofrendas fueran gratas a Dios, había de concluirse, según Siricio, que los ministros de Cristo que ofrecen el sacrificio diario –un sacrificio infinitamente superior al de la Antigua Alianza– debían ser continentes de modo permanente, para hacerse a sí mismos agradables a Dios. El principio de la pureza ritual exigía, que no se produjera ninguna relación sexual el día antes de la celebración en el altar, y, puesto que la Misa se celebraba a diario, los clérigos deberían verse sujetos a total continencia. Este sería el argumento cultual del celibato, anticipado en la primitiva Iglesia por los papas y los santos padres .

4.2.- Argumento cultual de la continencia en el matrimonio Este tipo de enfoque, tal como se plantea, hunde sus raíces en una visión negativa de la sexualidad humana y del matrimonio, y en una exagerada percepción del aspecto cultual de las obligaciones sacerdotales. Aunque Siricio recurre al argumento de la pureza ritual para reclamar la continencia clerical, lo hace sólo de forma marginal . Por otra parte, en su decretal Dominus Inter, a los obispos de la Galia, a la hora de señalar una razón para la continencia del clero, concede una particular importancia a la convicción de que la virginidad o la continencia es característica del Nuevo Testamento y, por tanto, exigida para los clérigos con órdenes mayores. Como la virginidad era tenida en gran estima y recomendada por la Iglesia, se vio apropiado que los clérigos reflejaran en sus propias vidas lo que exhortaban a hacer a los demás . Así como es posible encontrar expresiones en los padres que parecen menospreciar la sexualidad humana y el matrimonio para justificar la continencia y el celibato, la validez esencial de este carisma se fundamenta en razones más profundas: la entrega total a Dios, la paternidad espiritual y la imitación del celibato de Cristo por la causa del reino de los cielos. Al mismo tiempo, en los escritos de los santos padres no se manifiesta ninguna reserva acerca del uso del matrimonio por los laicos, ni existe la menor sospecha de dualismo gnóstico cuando afirman la continencia para los sacerdotes casados . San Jerónimo, por ejemplo, considera que, mientras que el matrimonio fue objeto de privilegio en el Antiguo Testamento, la virginidad es una característica singular del nuevo designio divino introducido con la Encarnación, en el que la virginidad de María fue un elemento central para la transición. Al referirse a la absoluta continencia de los clérigos con órdenes mayores, la principal justificación que ofrece es la imitación de la condición superior de la virginidad . Tanto él como san Ambrosio rechazaron la idea de que haciendo hincapié en la superioridad ascética de la virginidad estaban degradando el matrimonio: ¿cómo podía ser mala una institución que engendraba vírgenes? El matrimonio es bueno, pero la virginidad es mejor. El ideal de virginidad tiene su origen en Cristo; fue aprobado por la enseñanza de san Pablo (1Cor. 7) y realizado especialmente por María y por la Iglesia . Conviene recordar también en este contexto que en la primitiva Iglesia las parejas cristianas practicaban la continencia marital periódica de acuerdo con el consejo de san Pablo: “No os defraudéis el uno al otro, a no ser de mutuo acuerdo, por algún tiempo, para dedicaros a la oración” (1 Cor. 7,5). Se esperaba que lo hicieran así, especialmente cuando llegaba el momento de celebrar el memorial de la pasión y muerte del Señor . La abstinencia conyugal se recomendaba también durante el periodo de Cuaresma . Los papas y los santos padres, tanto de Oriente como de Occidente, dan fe del hecho de que la continencia periódica era considerada como práctica normal entre las parejas cristianas . Se puede decir, por tanto, que en la primitiva Iglesia el pensamiento teológico era el de que la continencia marital para los laicos era considerada un medio más adecuado para prepararse a la celebración de la eucaristía. En este sentido, se puede percibir cierta resonancia entre el argumento cultual del celibato de los primeros siglos y la teología del matrimonio en boga en aquel tiempo. Retrospectivamente, desde la posición ventajosa de los ulteriores desarrollos en la teología del celibato, se puede apreciar las limitaciones del argumento cultual. Pero la actitud de los primeros escritores eclesiásticos es justificable: no es de extrañar que los santos padres –para quien la Sagrada Escritura era la fuente básica de teología– vieran la continencia temporal del sacerdocio levítico, como un tipo o figura del celibato de los sacerdotes, que ofrecen el único sacrificio de la Nueva Alianza. El argumento ritual, era una respuesta práctica de cierto peso aunque teológicamente inadecuada. Más adelante, sin embargo, la convicción de la primitiva Iglesia acerca de este carisma se fundamentó en un hecho mucho más profundo: el ejemplo de la elección de celibato realizada por Cristo, su enseñanza sobre él y la tradición transmitida por los apóstoles. 4.3.- Varón de una sola mujer: unius uxoris vir Junto a los textos que hemos analizado ya, existe otra estipulación paulina para el nombramiento de obispos, sacerdotes y diáconos que es particularmente importante, por cuanto establece una conexión específica entre celibato y sacerdocio. Como ya hemos visto, par entender la historia del celibato es necesario distinguir entre celibato y continencia. En la antigua Iglesia muchos sacerdotes estaban casados, pero una condición para su ordenación era el compromiso de una continencia total y perpetua después de recibir las órdenes. San Pablo dictó una norma estableciendo que los obispos (1Tim. 3,2), sacerdotes (Tit. 1,6) y diáconos (1Tim. 3,12) fueran unius uxoris vir (marido de una sola mujer), como un requerimiento especial para ejercer el ministerio sacerdotal . A primera vista esta condición para la ordenación podría parecer desconcertante puesto que el candidato no debería haberse casado después de la muerte de su primera mujer. Sin embargo, sólo a la luz de la Tradición y la investigación exegética se aclara el significado pleno de la fórmula. Para esclarecer el significado de este pasaje de san Pablo hay que acudir a la tradición pontificia y patrística, que –como señala Stickler– ha sido olvidada o ignorada en la exégesis bíblica moderna. Esta tradición dio al texto paulino, la significación de un argumento bíblico, en favor del celibato como algo inspirado por los apóstoles. La norma paulina fue interpretada como “una garantía para asegurar la práctica efectiva de la continencia de los ministros casados antes de que fueran ordenados” . En el año 386, el papa Siricio envió una carta –la decretal Cum in unum– a diferentes provincias eclesiásticas, comunicando las decisiones de un sínodo de obispos celebrado previamente en Roma aquel mismo año. Entre estas decisiones se encontraban algunas estipulaciones acerca de la observancia de la continencia del clero, así como sanciones dictadas contra las partes culpables. Del decreto se desprende claramente que algunos habían planteado que la expresión unius uxuris vir (1Tim. 3,2) afirmaba de modo concreto el derecho del obispo a hacer uso del matrimonio después de la ordenación. En el capítulo 1 nos hemos referido ya al testimonio del papa Siricio a este respecto. Sin embargo, su interpretación autorizada del texto paulino (unius uxoris vir) merece una mayor atención: “Quizás alguno crea que esto (engendrar hijos) está permitido porque está escrito: ‘Es necesario que el obispo sea irreprensible, casado una sola vez’ (1Tim. 3,2). Pero Pablo no estaba hablando de un hombre que persiste en su deseo de engendrar, sino de la continencia que debería observar (propter continentiam futuram). No aceptaba a aquellos que no fueran irreprochables en esta materia, y decía: ‘Me gustaría que todos los hombres fuesen como yo’ (1Cor. 7,7). Y manifestaba aún más claramente: ‘Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Ahora bien, vosotros no vivís según la carne, sino según el espíritu’ (Rom. 8,8-9)” . Siricio plantea que la suya es la única interpretación fiel a la mente de san Pablo respecto de los requerimientos para la ordenación. Un hombre que se volviera a casar tras la muerte de su primera esposa no podría ser candidato a las órdenes, porque este hecho le incapacitaría para practicar la perfecta continencia que le sería requerida después de la ordenación. Mediante esta exégesis, Siricio y el sínodo romano establecieron una continuidad con la tradición apostólica. La norma paulina, tal como en uso de su autoridad la interpreta el papa Siricio, no hablaba de un hombre que podía persistir en su deseo de engendrar hijos, sino más bien “acerca de la continencia que tenían que observar en el futuro (propter continentiam futuram)”. En otras palabras, un hombre que se hubiera casado por segunda vez después de que su primera esposa hubiera fallecido, no podía considerarse candidato a la ordenación, pues el hecho de su nuevo matrimonio sería considerado un claro indicador de que no podría observar la perfecta continencia que se requeriría más tarde. Es importante recordar que san Pablo utilizar la fórmula unius uxoris vir únicamente en relación a los ministros de la Iglesia, nunca a los laicos, hecho al que no se ha prestado demasiada atención . Esta interpretación –llena de autoridad– realizada por el papa Siricio, y más tarde por el papa Inocencio I , fue un punto de referencia para los siglos posteriores. Las Glossa ordinaria al Decretun de Graciano explican que el nuevo matrimonio contraído por un hombre cuya primera esposa hubiera fallecido estaría considerado un signo de incontinencia y, por tanto, este hombre no satisfaría los requisitos como candidato a la ordenación . En 1935, Pío XI en su encíclica sobre el sacerdocio Ad catholici sacerdotii interpreta el unius uxoris vir como un argumento a favor del celibato sacerdotal . Eusebio de Cesarea, historiador de la primitiva Iglesia, da fe del hecho de que ésta fue también la interpretación del unius uxoris vir que fue aceptada en Oriente. Eusebio estuvo presente en el Concilio de Nicea (325) y llegó a simpatizar con los arrianos, por lo que cabría esperar que defendiera el uso del matrimonio por los sacerdotes ya casados. Sin embargo, afirma concretamente que, al comparar los sacerdotes del templo, con los del Nuevo Testamento, se está comparando la generación corporal con la generación espiritual, y que “el sentido del unius uxoris vir consiste en esto (...) que aquellos que han sido consagrados y dedicados al servicio del cuto divino deben, por tanto, abstenerse adecuadamente de las relaciones sexuales con sus esposas” . La prohibición paulina sobre la admisión a las órdenes de un hombre que se había vuelto a casar después de la muerte de su primera esposa fue estrictamente preservada a lo largo de los siglos, y aún se puede encontrar entre las irregularidades para la ordenación, en el anterior Código de Derecho Canónico de 1917, (can. 984, §4).

4.4.- Compañera apostólica Stickler llama la atención sobre otra referencia paulina que arroja nuevas luces sobre el texto de unius uxoris vir. En 1Cor. 9,5. san Pablo afirma que él podía haber reclamado también el derecho, a tener la compañía de una mujer en sus viajes misionales “como lo hicieron otros apóstoles y los hermanos del Señor y Cefas”. Paradójicamente, hoy se utiliza el mismo texto como argumento contra la continencia de los mismos apóstoles. Muchos interpretan esta “mujer” como “esposa” de los apóstoles, lo que en el caso de Pedro habría sido verdad. Pero Pablo, no habla simplemente de la palabra gyné, que bien puede significar esposa. Más bien añade, no sin cierta intención, la palabra adelphé o “hermana”, para evitar cualquier posibilidad de malentendido . Este hecho tiene una significación añadida, si consideramos que más tarde todas las pruebas evidentes importantes en relación con la continencia, de los ministros sagrados señalan continuamente que, al hablar de la mujer de tales ministros, en el contexto de la continencia sexual posterior, se utiliza siempre la palabra soror, hermana. La relación del esposo, tras la ordenación, es la de hermano y hermana. San Gregorio Magno señala a este respecto: “El sacerdote, desde el momento de su ordenación amará a su esposa como a una hermana” . Igualmente, el II Concilio de Auvergne (535) decidió que: “Si un sacerdote o diácono ha recibido las ordenación del divino servicio, el marido se convierte inmediatamente en un hermano para su anterior esposa” . Este uso particular de la palabra soror se encuentra en muchos textos conciliares y patrísticos.

4.5.- Alianza esponsal y celibato La fórmula unius uxoris vir es de hecho una estipulación en el contexto de una alianza que refleja el amor esponsal de Cristo por su Iglesia. Con la mirada puesta en el futuro los profetas prometieron la Nueva Alianza. Oseas habla de nuevos desposorios que traerían a la novia amor, justicia, fidelidad y conocimiento de Dios, y que restablecerían la paz con el resto de la creación. Jeremías promete que con la llegada del nuevo designio divino el corazón humano será transformado (Jr. 31,33; 32,37-41). En el Nuevo Testamento la Alianza adquiere toda su plenitud: en adelante tendrá como contenido el misterio total de Cristo. En la Última Cena, con la institución de la eucaristía, la Nueva Alianza es sellada con la sangre de Cristo: “Ésta es mi sangre de la Nueva Alianza, que será derramada por muchos” (Mc. 14,24). Y Mt. 26,28; añade, “para remisión de los pecados”. Cristo es el mediador de la Nueva Alianza. La Alianza es el tema de fondo de la Carta a los Hebreos, en la cual se muestra con claridad la superioridad de la nueva sobre la antigua. En virtud de los méritos de la cruz, el hombre y la mujer pueden amarse el uno al otro como Cristo nos ha amado a nosotros (Ef. 5,32-33) . Juan Pablo II nos recuerda que “el matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único misterio de la alianza de Dios con su pueblo” . Las dos vocaciones se apoyan una sobre la otra, de tal forma que donde no hay verdadera estima del matrimonio no puede existir celibato. Y cuando no se considera la sexualidad humana como un don inmenso, la renuncia a la misma por la causa del reino de los cielos pierde su sentido . Como resultado de la Nueva Alianza, el sacerdote célibe espera –también en lo que respecta al cuerpo– “la unión escatológica de Cristo con su Iglesia”, ofreciéndose a sí mismo plenamente a la Iglesia, en la esperanza de que Cristo otorgará la vida eterna a su Esposa. En virtud de esta fe, el celibato mantiene viva en la Iglesia la conciencia del misterio del matrimonio y la defiende de cualquier empobrecimiento o enfoque reductivo .

4.6.- Dimensión esponsal del celibato Después de haber analizado las profundas implicaciones bíblicas de la Alianza, nos detendremos a considerar cómo la fórmula unius uxoris vir no es sólo un texto que sirve de fundamento al celibato de los sacerdotes, sino también una fórmula de alianza que enriquece su teología . Este hecho se pone de manifiesto al considerar el paralelismo que existe entre la fórmula utilizada en las Cartas Pastorales (unius uxoris vir) y los pasajes de 2Cor. 11,2 y Ef. 5,22-23. En el primero (2Cor. 11,2), Pablo describe la iglesia de Corinto como mujer y como novia a la que él ha presentado a Cristo como una virgen casta: “Estoy celoso de vosotros con celo de Dios; os he desposado con un solo esposo (uni viro) para presentaros a Cristo como una virgen casta” (2Cor. 11,2). El contexto de este pasaje es muy claro si se lee junto con 1Tim. 5,9: “Únicamente se ha de aceptar la viuda que tenga al menos sesenta años, casada una sola vez (unius viri uxor)”. Por tanto, la misma fórmula, unus vir, se utiliza para referirse a las relaciones de la Iglesia con Cristo o de la viuda que tuvo un solo marido . En 2Cor. 11,2, la esposa de Cristo es la misma Iglesia. El celo del que habla Pablo es una participación del celo de Dios por su pueblo. Un celo que tiene su expresión en el hecho de que los corintios conversos permanezcan fieles a la Alianza realizada con Cristo que es su único y verdadero Esposo. La interpretación se confirma por referencia al Antiguo Testamento: la Iglesia-Esposa es presentada a Cristo, el Esposo, como una “virgen pura” que es una referencia a la Hija de Sión (Is. 10,32; Jr. 6,2) algunas veces llamada la “virgen Sión” (Is. 37,22; Lam.2,13) o “virgen Israel” por los profetas, (Jr. 18,13; 31,4; Am. 5,2), especialmente cuanto es exhortada a abandonar sus infidelidades pasadas, y ser fiel una vez más a la Alianza, a su relación conyugal con su único Esposo. El segundo texto es el clásico de Ef. 5,22-23; donde describe cómo el marido y la mujer unidos en matrimonio, son imagen de la unión de Cristo con su Iglesia: “Las mujeres sométanse a sus maridos como el Señor, porque el matrimonio es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo, del cual Él es el salvador”. San Pablo establece una analogía diciéndonos que Cristo, el Esposo, se sacrifica a sí mismo por la Iglesia para que ésta pueda convertirse en su Esposa, santa e inmaculada (Ef. 5,25-27). Pero, como señala de la Potterie, el hecho de que la expresión unius uxoris vir no se utilice en Efesios para referirse a todos los cristianos, sino para describir al ministro casado, muestra que esta fórmula se refiere directamente al ministerio sacerdotal y a la relación Cristo-Iglesia: el ministro debe ser como Cristo-Esposo. Otra consecuencia importante de la conexión entre el unius uxoris vir de las cartas pastorales y el pasaje de 2Cor. 11,2; es que la Iglesia-Esposa es denominada “virgen pura” (virginem castam). Por tanto, el amor esponsal entre Cristo-Esposo y su Esposa la Iglesia es siempre un amor virginal. En la iglesia de Corinto, donde la mayoría de los cristianos se habrían casado, el término virginem castam se refiere a lo que san Agustín llama la virginidad de la fe (virginitas fidei) o virginidad del corazón (virginitas cordis), es decir, la fe intachable. Sin embargo, para los ministros casados a los que se alude en las cartas pastorales, a la luz de esta perspectiva espiritual sobre su ministerio, la llamada radical a la virginidad del corazón (virginitas cordis) es también una vocación a la virginidad de la carne (virginitas carnis) por lo que se refiere a sus esposas, es decir, una llamada a la continencia . Esta interpretación del celibato sacerdotal desde el punto de vista de la alianza, deja claro que no se trata ya de una prescripción canónica externa sino de una percepción interior del hecho de que la ordenación convierte al ministro sacerdotal en un representante de Cristo-Esposo en relación con su Iglesia, esposa y virgen; de ahí que no pueda vivir con otra mujer . Este argumento sacramental y espiritual del unius uxoris vir basado en la teología de la Alianza surge en la tradición oriental con Tertuliano, lo desarrollan san Agustín y san León Magno, y lo resume santo Tomás en su comentario a 1Tim. 3,2 (Oportet ergo episcopum [...] esse unius uxoris virum): “Esto es así, no simplemente para evitar la incontinencia, sino para representar el sacramento, puesto que Cristo es el Esposo de la Iglesia y la Iglesia es única: Una es columba mea (Ct. de los Ctrs. 6,9)” . La imagen paulina del matrimonio en la Carta a los Efesios reúne en sí las dimensiones esponsal y redentora del amor. Cristo se ha convertido en Esposo de la Iglesia, su Esposa, porque Él “se entregó a sí mismo por ella” (Ef. 5,25). Esta misma imagen del amor esponsal es también la encarnación más plena del ideal del celibato “por el reino de los cielos” (Mt. 19,12). En este caso, los aspectos redentores y esponsal se encuentran unidos, aunque de forma diferente al matrimonio. Siguiendo el ejemplo de Cristo, el celibato sacerdotal confirma la esperanza de la redención no sólo a los esposos, sino a toda la humanidad .




Capítulo IV. FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS Y MAGISTERIALES SOBRE EL CELIBATO A PARTIR DEL VATICANO II

En las actuales discusiones sobre el celibato, se insiste cada vez más en la necesidad de profundizar teológicamente en el sacerdocio, para poder deducir y valorar la verdad única y completa de la teología del celibato de la Iglesia católica latina . Pues por esta razón, la tarea actual e importante es la de analizar los elementos teológicos tanto del sacerdocio del Nuevo Testamento, como del celibato de los ministros sagrados. Ambas cuestiones tienen sus raíces en la Sagrada Escritura –fuente principal de la teología católica– y en la Tradición de la Iglesia, que desvela e interpreta el testimonio escriturístico, y da luz al magisterio de la Iglesia.

1.- EL MAGISTERIO DEL CONCILIO VATICANO II SOBRE EL CELIBATO - A pesar de que se vivía en la década del 60-70, una fuerte crisis de identidad sacerdotal y por ende se cuestionaba la ley del celibato en el estado de vida de los ministros consagrados, con deserciones masivas, en su su gran mayoría los padres conciliares aseveraron claramente con sus votos que el celibato debe ser reafirmado en toda su integridad. - No faltaron, sin embargo, algunas voces que plantearon la temática en una forma más específica y pormenorizada según Stickler consultor en la comisión de estudio sobre el celibato, durante el concilio. Las propuestas más significativas al respecto fueron las siguientes: a. Algunos solicitaron que se concedieran la dispensa del celibato no sólo por los motivos de reducción al estado laical, de cuantos no observaban el celibato y dejaron el servicio sacerdotal casándose civilmente, y sean tramitados en el más breve plazo, incluso aquellos ministros que ya no lo observaban. b. Con el fin de prevenir la sucesiva infidelidad y defecciones, hay quienes consideraron oportuno que se concediese a los diáconos y también a los sacerdotes un período de prueba sin la obligación del celibato; sólo después de la superación positiva de tal prueba se debería exigir el celibato en forma definitiva. c. Algunos adelantaron la propuesta de ordenar también diáconos no célibes, para determinados servicios. d. Otros propusieron admitir al diaconado, en general, también a hombres casados. e. Hay quien consideró la posibilidad de promover excepcionalmente u ordinariamente al presbiterado hombres casados de vida proba. f. Algunos propusieron a consideración la posibilidad general de ordenar sacerdotes y ministros casados, como se hace ya excepcionalmente con los provenientes de las iglesias separadas que se convierten a la Iglesia católica. g. Hay quienes propusieron la abolición de la disciplina del celibato para los ministros sagrados, sobre todo en continentes y regiones donde el celibato no es comprendido y difícilmente practicado, como, por ejemplo, en África y Asia. h. Otros propusieron que se conceda la posibilidad de la opción por el celibato también en la Iglesia latina, tal como existe en la oriental. - De otra parte no faltaron ciertamente opiniones que exigían mayor severidad para la salvaguarda del celibato: • Algunos propusieron la conveniencia de exigir un voto explícito de castidad a todos los ordenandos in sacris. • Otros demandaron que sean emanadas normas detalladas para evitar los peligros que resultan de la excesiva familiaridad y de la colaboración con personas de distinto sexo. • No faltaron los que llamaron la atención sobre las numerosas facilidades de laicizaciones y dispensas del celibato, que constituyen un grave peligro, para la santidad del sacerdocio y para la observancia del mismo celibato. • Hay quienes pidieron la introducción del celibato también en las Iglesias orientales (en referencia a los "Uniati"). • Muchos prelados insistieron, sobre todo, en la necesidad de profundizar la teología del celibato y de basar en ella la ley, en lugar de basarla demasiado exclusivamente sobre consideraciones disciplinares e históricas; ellos invocan la Tradición apostólica, la necesidad del celibato por la santidad del servicio sacerdotal y piden que se haga evidente el nexo existente entre el celibato y el Orden sagrado y entre sacerdote y Cristo Sacerdote. - De esta sintética exposición de los votos episcopales para el Concilio Vaticano II se evidencia claramente que, mientras la enorme mayoría del episcopado mundial, se había pronunciado por una firme conservación del celibato, aparecen aquí y allá algunos compromisos y debilitamientos, los que serán invocados después, y hasta en nuestros días, contra esta conservación deseada por los obispos . Se delinean dos categorías de argumentos que tercian, de una parte, por concesiones anti-célibes más o menos amplias, y de otra parte, por una firmeza absoluta pro-célibe. Los primeros se basan en consideraciones de funcionalidad pragmática, de naturaleza profana, de los condicionamientos humanos. Los segundos, en cambio insisten primariamente, si no exclusivamente, en la naturaleza del sacerdocio neo-testamentario y en la configuración sobrenatural del ministerio eclesiástico, que exige un ministro sagrado y libre para su misión a imitación de Cristo Sacerdote. Sólo partiendo de la naturaleza intrínseca del sacerdocio católico, se pueden especificar las verdaderas razones del celibato eclesiástico, que permiten un recto juicio sobre los motivos de su conservación. A partir de estos presupuestos, es posible basar muchas diferencias en el tratamiento, que implícitamente o explícitamente, ha tenido el celibato eclesiástico en el Concilio Vaticano II.

- El Sumo Pontífice Pablo VI, el 10 de octubre de 1965, dirigió al Presidente del Consejo de Presidencia del Concilio, Card. Eugenio Tisserant, una carta en la cual le comunicaba lo siguiente: habiendo sabido que algunos Padres conciliares, en la sucesiva (última) sesión del Concilio y con ocasión de la discusión para el Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros, tenían la intención de presentar a consideración la controversia sobre el celibato de los clérigos, es decir si aquella ley que unía de alguna manera el celibato al sacerdocio debía conservarse o no, no juzgaba oportuno discutir públicamente un argumento tan grave . El mismo habría hecho lo posible, a fin de que una ley tan saludable fuese siempre mejor observada y hecha axiomático a los mismos sacerdotes. Si alguno de los padres conciliares hubiese considerado necesario tratarla, debería haberlo hecho no públicamente, sino mediante un escrito dirigido a la Presidencia. Ella se habría encargado de darle trámite ante el Santo Padre, que habría considerado todo atentamente. Se puede suponer razonablemente que la correspondiente solicitud habría movido a Pablo VI, a llevar a discusión toda la problemática del celibato, en el curso del Sínodo Ordinario de los Obispos de 1971. - Mientras tanto, a pesar de no haber tenido lugar debate general alguno sobre el tema del celibato eclesiástico en el Concilio, hubo sin embargo, decisiones y afirmaciones explícitas respecto del celibato eclesiástico, a las cuales me remito ahora: a.- La Constitución Dogmática “Lumen Gentium” expresa en el cap.III, n.29: “Con el consentimiento del Romano Pontífice, este diaconado (permanente) podrá ser conferido a varones de edad madura, aunque estén casados. Y también a jóvenes idóneos; pero para estos debe mantenerse firme la ley del celibato”. Esta disposición de varones casados, como diáconos permanentes, hay que considerarla como una excepción del celibato eclesiástico, afirmado ininterrumpidamente por toda la Tradición, reconocido y conservado por la Iglesia latina a través de los siglos y que se remonta a los Apóstoles. Efectivamente, en el arco de la Tradición íntegra y en todas las leyes de la Iglesia universal primitiva acerca del celibato, siempre y en cualquier parte se han comprendido juntos los tres grados del orden sagrado: diáconos, presbíteros, obispos. Jamás se había hecho una excepción para los diáconos, pero primo la necesidad pastoral de la iglesia. Aunque pueda sorprendernos es el primer concilio ecuménico, que usa la expresión “ lex coelibatus “ cuando se refiere a la ordenación diaconal de jóvenes solteros, que deben guardar el celibato sacerdotal. b.- El Decreto “Presbyterorum Ordinis”, distingue entre celibato en sí y ley del celibato, en el n. 16, donde afirma: “La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por nuestro Señor, aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de los siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal.... Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión, el celibato, que al principio se recomendaba a los sacerdotes, fue impuesto por ley después en la Iglesia Latina a todos los que eran promovidos al Orden sagrado”. Esta distinción está presente tanto en el capítulo III de la Encíclica de Pío XI “Ad catholici Sacerdotii”, como en la Enciclica de Pablo VI “Sacerdotalis coelibatus” en el n. 21. Ambos documentos reducen siempre la ley del celibato, a su verdadero origen, que fue dado por los Apóstoles, a través de ellos, por el mismo Cristo. - No se puede dejar de destacar que desde el Concilio Vaticano II, hasta la Exhortación Apostólica Post-sinodal “Pastores Dabo Vobis” se ha dado todo un procedimiento de ulterior enriquecimiento y de siempre mayor conciencia del don del celibato, de la íntima conveniencia y de la conexión entre el sacramento del Orden y la disciplina celibataria. Esta doctrina teológica del sacerdocio católico hace constar que fundamentalmente, parte de la naturaleza misma del sacerdocio, que reproduce el “alter Christus virginal”. - Concluyendo este apartado de la historia reciente del celibato eclesiástico en el Concilio Vaticano II, se puede irrefutablemente afirmar que la amplia mayoría de la jerarquía de la Iglesia, ha querido que para el ministerio y la vida de los sacerdotes se mantuviese la disciplina del celibato en la forma de la continencia perpetua y perfecta.

2.- MAGISTERIO ECLESIAL POST-CONCILIAR Desarrollaré el presente apartado de manera sucinta, examinando algunos de los documentos más significativos en el magisterio post-conciliar, acerca del celibato sacerdotal, mostrando la actualidad de sus enseñanzas y trazando algunas líneas de síntesis que son útiles para desarrollar una teología celibataria, de acuerdo al pensamiento y discurrir del magisterio eclesial latino.

2.1.- Encíclica “Sacerdotalis Coelibatus” Publicada el 24 de junio de 1967, la Sacerdotalis coelibatus, es la última encíclica enteramente dedicada por un Pontífice al tema del celibato. En el clima del inmediato post-concilio, recibiendo enteramente la doctrina conciliar, Pablo VI, sintió la necesidad, de un acto magisterial autorizado, confirmando la perenne validez del celibato eclesiástico, el cual, quizás de forma más vehemente que hoy en día, porque era una repuesta a los intentos de deslegitimación tanto histórico-bíblica, como teológico-pastoral, de la práctica del celibato. La encíclica, refiere la ley del celibato a su verdadero origen, que fue dado por los Apóstoles, y a través de ellos, por el mismo Cristo. En el n. 14 de la encíclica, se afirma: “Pensamos, pues, que la vigente ley del sagrado celibato debe también hoy, y firmemente, estar unida al ministerio eclesiástico; ella debe sostener al ministro en su elección exclusiva, perenne y total del único y sumo amor de Cristo y de la dedicación al culto de Dios y al servicio de la Iglesia, y debe cualificar su estado de vida, tanto en la comunidad de los fieles, como en la profana”. Como es evidente de inmediato, el documento, asume las razones culturales propias del Magisterio precedente y las integra con las teológico-espirituales y pastorales, mayormente subrayadas por el Concilio Ecuménico Vaticano II, poniendo en evidencia cómo el doble orden de razones, no debe ser considerado nunca en antítesis, sino en relación recíproca y en síntesis fecunda. El mismo planteamiento se encuentra en el n. 19 del documento, que tiene su culmen en el n. 21, que afirma: “Cristo permaneció toda la vida en el estado de virginidad, que significa su dedicación total al servicio de Dios y de los hombres. Esta profunda conexión entre la virginidad y el sacerdocio en Cristo se refleja en los que tienen la suerte de participar de la dignidad y de la misión del mediador y sacerdote eterno, y esta participación será tanto más perfecta cuanto el sagrado ministro esté más libre de vínculos de carne y de sangre”. La vacilación, por tanto, en la comprensión del valor inestimable del sagrado celibato, y en su consiguiente valoración, podría ser entendida como inadecuada, y precisa una fuerte defensa; es decir comprensión del alcance real del Ministerio ordenado en la Iglesia y de su insuperable relación ontológico-sacramental, y por tanto real, con Cristo Sumo Sacerdote. A estas imprescindibles referencias cultuales y cristológicas, la encíclica hace seguir una clara referencia eclesiológica, también esencial para la adecuada comprensión del valor del celibato: “Apresado por Cristo Jesús (Flp. 3,13) hasta el abandono total de sí mismo en El, el sacerdote se configura más perfectamente a Cristo también en el amor, con que el eterno sacerdote ha amado a su cuerpo, la Iglesia, ofreciéndose a sí mismo todo por ella, para hacer de ella una esposa gloriosa, santa e inmaculada (Ef. 5,26-27). Efectivamente, la virginidad consagrada de los sagrados ministros manifiesta el amor virginal de Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión, por la cual los hijos de Dios no son engendrados ni por la carne, ni por la sangre” n. 26. ¿Cómo podría Cristo amar a su Iglesia con un amor no virginal? ¿Cómo podría el Sacerdote, alter Christus, ser esposo de la Iglesia de modo no virginal? Surge, por tanto, en la argumentación completa de la encíclica, la profunda interconexión de todos los valores del sagrado celibato, el cual, da igual por dónde se le mire, parece cada vez más radical e íntimamente conectado con el Sacerdocio. Siguiendo con la argumentación de las razones eclesiológicas en apoyo del celibato, la encíclica, en los nn. 29, 30 y 31, pone en evidencia la relación insuperable entre celibato y Misterio Eucarístico, afirmando que, con el celibato, “el sacerdote se une más íntimamente a la ofrenda, poniendo sobre el altar su vida entera, que lleva las señales del holocausto. […] muriendo cada día totalmente a sí mismo, renunciando al amor legítimo de una familia propia por amor de Cristo y de su reino, hallar la gloria de una vida en Cristo plenísima y fecunda, porque como él y en él ama y se da a todos los hijos de Dios”. El último gran conjunto de razones, que se presentan en apoyo del sagrado celibato, se refiere a su significado escatológico. En el reconocimiento de que el Reino de Dios no es de este mundo (Jn. 18,30), que en la Resurrección no se tomará mujer ni marido (Mt. 22,30), y que “el precioso don divino de la perfecta continencia por el reino de los cielos constituye […] un signo particular de los bienes celestiales (1Cor. 7,29-31)”; se indica también el celibato como “un testimonio de la necesaria tensión del Pueblo de Dios hacia la meta última de su peregrinación terrenal y un estímulo para todos a levantar la mirada, a las cosas que están allá arriba” (n. 34). Con extraordinaria actualidad, la encíclica responde también a esas objeciones, que verían, en el celibato, una mortificación de la humanidad, privándola de este modo, de uno de los aspectos más bellos de la vida. En el n. 56, se afirma: “En el corazón del sacerdote no se ha apagado el amor. La caridad, bebida en su más puro manantial, ejercitada a imitación de Dios y de Cristo, no menos que cualquier auténtico amor, es exigente y concreta, ensancha hasta el infinito el horizonte del sacerdote, hace más profundo amplio su sentido de responsabilidad —índice de personalidad madura, educa en él, como expresión de una más alta y vasta paternidad, una plenitud y delicadeza de sentimientos, que lo enriquecen en medida superabundante”. En una palabra: “El celibato, elevando integralmente al hombre, contribuye efectivamente a su perfección” (n. 55). En 1967, año de publicación de la Encíclica Sacerdotalis Coelibatus, Pablo VI, hizo uno de los actos de Magisterio, más valientes y ejemplarmente clarificadores de todo su pontificado. Es una encíclica que debería ser atentamente estudiada por todo candidato al Sacerdocio, desde el principio del propio itinerario de formación, pero ciertamente antes de afrontar la petición de admisión a la ordenación diaconal, y ser retomada periódicamente en la formación permanente y hacerla objeto no sólo de atento estudio bíblico, histórico, teológico, espiritual y pastoral, sino también de profunda meditación personal.

2.2.- Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores Dabo Vobis Fue publicada el 25 de marzo de 1992, por Juan Pablo II; el documento es fruto de la Octava Asamblea ordinaria del Sínodo de los Obispos, dedicada al tema sobre la formación de los sacerdotes en las actuales circunstancias. Dicha asamblea tuvo lugar en el año 1990, entre los días 30 de septiembre y 28 de octubre, en Roma. Ciertamente un punto de particular relevancia, en orden a todos los temas referidos al Sacerdocio y a la formación sacerdotal, ha sido la Exhortación Apostólica Pastores dabo vobis, en la que el don del celibato está incluido en el vínculo entre Jesús y el Sacerdote y, por primera vez, se hace mención de la importancia también psicológica de ese vínculo, sin separarlo de la importancia ontológica. Leemos de hecho, en los n. 72-73: “En esta relación entre el Señor Jesús y el sacerdote —relación ontológica y psicológica, sacramental y moral— está el fundamento y a la vez la fuerza para aquella 'vida según el Espíritu' y para aquel 'radicalismo evangélico' al que está llamado todo sacerdote y que se ve favorecido por la formación permanente en su aspecto espiritual……….”. Vida según el Espíritu y radicalismo evangélico representan, por tanto, las dos líneas directrices irrenunciables, a lo largo de las cuales corre la permanente validez, documentada y motivada, del celibato sacerdotal. El hecho de que el documento magisterial, reafirme inmediatamente su validez, proponga su lectura ontológico-sacramental, llegando hasta la acogida de las justas implicaciones psicológicas, que el carisma del celibato tiene en la delineación de una madura personalidad cristiana y sacerdotal, alienta y justifica la lectura de este tesoro eclesial insustituible en el marco de la más grande e ininterrumpida continuidad y, al mismo tiempo, de la profecía más audaz. Podríamos, de hecho, afirmar que la puesta en discusión o la relativización del sagrado celibato, constituyen actitudes reaccionarias respecto al soplo del Espíritu mientras que, al contrario, su valoración plena, su acogida adecuada, su testimonio luminoso e insuperable constituyen apertura y profecía. Verdadera profecía, también en el hoy de la Iglesia, incluso bajo el peso de los recientes dramas, que han ensuciado horriblemente sus blancas vestiduras, y con mayor evidencia aún ante las sociedades híper erotizadas, en las que reina la banalización de la sexualidad y de la corporeidad. El celibato grita al mundo que Dios existe, que es Amor y que es posible, en cada época, vivir totalmente de Él y para Él. Y es del todo natural que la Iglesia elija a sus Sacerdotes entre aquellos que han acogido y madurado, a un nivel tan acabado, y por ello profético, la pro-existencia: ¡la existencia para Otro, para Cristo! El magisterio de Juan Pablo II, tan atento a la revaloración de la familia como al papel de la mujer en la Iglesia y en la sociedad, no tiene miedo de reafirmar la perenne validez del sagrado celibato. Elaboró y vivió una gran teología del cuerpo, y nos entrega un radical afecto al celibato y la superación de todo intento de reducción funcionalista del sacerdocio, a través de las dimensiones ontológico-sacramentales y teológico-espirituales claramente establecidas. Un ulterior elemento, en el n. 227 que surge, en el documento subrayando, es el de la fraternidad sacerdotal, que ayuda a superar la soledad, que es un elemento decisivo del abandono de la vida célibe. Ésta se interpreta no en sus reduccionismos psico-emotivos, sino en su raíz sacramental, tanto en relación con el Orden, como en relación con el Presbiterio unido al propio Obispo. La fraternidad sacerdotal es constitutiva del ministerio ordenado, poniendo en evidencia su dimensión “de cuerpo”. Esta es el lugar natural de esas sanas relaciones fraternas, de ayuda concreta, tanto material como espiritual, y de compañía y apoyo en el camino común de santificación personal, precisamente a través del ministerio a nosotros confiado.

2.3.- Catecismo de la Iglesia Católica Quisiera señalar también al Catecismo de la Iglesia Católica, publicado durante el Pontificado de Juan Pablo II, en 1992. Este es, como se ha subrayado en muchos lugares, el auténtico instrumento a nuestra disposición, para la correcta hermenéutica de los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II. Y debe convertirse, de forma cada vez más evidente, en punto de referencia imprescindible tanto de la catequesis como de toda la acción apostólica. En el Catecismo se reafirma, con autoridad, la validez perenne del celibato sacerdotal, cuando, en el n. 1579, se lee: “Todos los ministros ordenados de la Iglesia latina, exceptuados los diáconos permanentes, son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes y que tienen la voluntad de guardar el celibato "por el Reino de los cielos" (Mt. 19,12). Llamados a consagrarse totalmente al Señor y a sus "cosas" (1Cor. 7,32), se entregan enteramente a Dios y a los hombres. El celibato es un signo de esta vida nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la Iglesia; aceptado con un corazón alegre, anuncia de modo radiante el Reino de Dios”. Todos los temas tocados hasta ahora por el magisterio eclesial post- conciliar, que hemos examinado, están como admirablemente condensados en la definición del Catecismo: de las razones cultuales, a las de la imitatio Christi en el anuncio del Reino de Dios, de las derivadas del servicio apostólico a las eclesiológicas y las escatológicas. El hecho de que la realidad del celibato haya entrado en el Catecismo de la Iglesia, dice cómo está íntimamente relacionada con el corazón de la Fe cristiana y documenta este anuncio radiante, del que habla el mismo texto.

2.4.- Exhortación Apostólica Post-Sinodal Sacramentum Caritatis El 13 de marzo de 2007 fue presentada la Exhortación Apostólica Postsinodal del Papa Benedicto XVI Sacramentum Caritatis, sobre la Eucaristía fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia. Es fruto de la Asamblea Sinodal de Obispos, celebrada en Roma del 2 al 23 de octubre del 2005. El documento en el capítulo IV, Eucaristía y Sacramento del Orden, dedica al tema del celibato un número entero que dice lo siguiente: “Los Padres sinodales han querido subrayar que el sacerdocio ministerial requiere, mediante la Ordenación, la plena configuración con Cristo. Respetando la praxis y las diferentes tradiciones orientales, es necesario reafirmar el sentido profundo del celibato sacerdotal, considerado con razón como una riqueza inestimable y confirmado por la praxis oriental de elegir como Obispos sólo entre los que viven el celibato, y que tiene en gran estima la opción por el celibato que hacen numerosos presbíteros. En efecto, esta opción del sacerdote es una expresión peculiar de la entrega que lo configura con Cristo y de la entrega exclusiva de sí mismo por el Reino de Dios. El hecho de que Cristo mismo, sacerdote para siempre, viviera su misión hasta el sacrificio de la cruz en estado de virginidad es el punto de referencia seguro para entender el sentido de la tradición de la Iglesia latina a este respecto. Así pues, no basta con comprender el celibato sacerdotal en términos meramente funcionales. En realidad, representa una especial configuración con el estilo de vida del propio Cristo. Dicha opción es ante todo esponsal; es una identificación con el corazón de Cristo Esposo que da la vida por su Esposa. Junto con la gran tradición eclesial, con el Concilio Vaticano II y con los Sumos Pontífices predecesores míos, reafirmo la belleza y la importancia de una vida sacerdotal vivida en el celibato, como signo que expresa la dedicación total y exclusiva a Cristo, a la Iglesia y al Reino de Dios, y confirmo por tanto su carácter obligatorio para la tradición latina. El celibato sacerdotal, vivido con madurez, alegría y entrega, es una grandísima bendición para la Iglesia y para la sociedad misma” (n. 24). Como es fácil observar, la Exhortación Apostólica multiplica las invitaciones para que el Sacerdote viva en el ofrecimiento de sí mismo, hasta el sacrificio de la cruz, para una dedicación total y exclusiva a Cristo. Particularmente relevante es el vínculo, que la Exhortación Apostólica reafirma, entre celibato y Eucaristía; si esta teología del Magisterio es recibida de modo auténtico y se aplica realmente en la Iglesia, el futuro del celibato será luminoso y fecundo, porque será un futuro de libertad y de santidad sacerdotal. Podríamos hablar así no sólo de “naturaleza esponsal” del celibato, sino de su “naturaleza eucarística”, que deriva del ofrecimiento que Cristo hace de Sí mismo perennemente a la Iglesia, y que se refleja de modo evidente en la vida de los sacerdotes. Estos son llamados a reproducir, en sus existencias, el Sacrificio de Cristo, a quien son asimilados en razón de la Ordenación sacerdotal. De la naturaleza eucarística del celibato derivan todas sus posibles implicaciones teológicas, que ponen al Sacerdote frente a su propio oficio fundamental: la celebración de la Santa Misa, en la que las palabras “Este es Mi Cuerpo” y “Esta es Mi Sangre” no determinan solamente el efecto sacramental que les es propio, sino que, progresiva y realmente, deben modelar la oblación de la propia vida sacerdotal. El Sacerdote célibe es así asociado personal y públicamente a Jesucristo; lo hace realmente presente, convirtiéndose él mismo en víctima, en la que Benedicto XVI llama “la lógica eucarística de la existencia cristiana”. Benedicto XVI, cuyo Magisterio inicial sobre el celibato sacerdotal no deja ninguna duda sobre la perenne validez de la norma disciplinar, sobre todo e incluso con anterioridad, sobre su fundación teológica y particularmente cristológica-eucarística.

2.5.- El Año Sacerdotal 2009-2010 El Año Sacerdotal, recientemente concluido ha visto varias intervenciones de Benedicto XVI, sobre el tema del Sacerdocio en particular en las catequesis de los miércoles, dedicadas a los tria munera, y también con ocasión de la inauguración y de la clausura del Año Sacerdotal, y de las celebraciones ligadas a san Juan Maria Vianney. Particularmente relevante fue el diálogo del Santo Padre con los sacerdotes, durante la gran Vigilia de clausura del Año Sacerdotal, cuando, interrogado sobre el significado del celibato y sobre las dificultades que se encuentran para vivirlo en la cultura contemporánea, respondió, partiendo de la centralidad de la celebración Eucarística cotidiana en la vida del Sacerdote, que actuando in Persona Christi, habla en el “Yo” de Cristo, convirtiéndose en realización de la permanencia en el tiempo de la unicidad de su Sacerdocio, añadiendo: “Esta unificación de Su 'Yo' con el nuestro implica que somos atraídos también a su realidad de Resucitado, vamos hacia la vida plena de la Resurrección […]. En este sentido, el celibato es una anticipación. Trascendemos este tiempo y vamos adelante, y nos atraemos a nosotros mismos y a nuestra época hacia el mundo de la Resurrección, hacia la novedad de Cristo, hacia la nueva y verdadera vida”. Queda así sancionada, por el Magisterio de Benedicto XVI, la relación íntima entre dimensión eucarística-fontal y dimensión escatológica anticipada y realizada del celibato sacerdotal. Superando de un solo golpe toda reducción funcionalista del ministerio, el Santo Padre vuelve a colocarlo en su alto y amplio marco teológico, lo ilumina poniendo en evidencia su relación constitutiva, por tanto, con la Iglesia y revalora poderosamente toda la fuerza misionera que deriva precisamente de ese “más” hacia el Reino, que el celibato sacerdotal realiza. En esa misma circunstancia, con audacia profética, el Santo Padre afirmó: “Para el mundo agnóstico, el mundo en el que Dios no cuenta, el celibato es un gran escándalo, porque muestra precisamente que Dios es considerado y vivido como realidad. Con la vida escatológica del celibato, el mundo futuro de Dios entra en las realidades de nuestro tiempo”. ¿Cómo podría la Iglesia vivir sin el escándalo del celibato? ¿Sin hombres dispuestos a afirmar en el presente, también y sobre todo a través de su propia carne, la realidad de Dios? Estas afirmaciones han tenido cumplimiento y, en cierto modo, coronación en la extraordinaria homilía pronunciada como clausura del Año Sacerdotal, en la que el Papa rezó para que, como Iglesia, seamos liberados de los escándalos menores, para que aparezca el verdadero escándalo de la historia, que es Cristo Señor.

2.6.- Recapitulación a. Al final de este recorrido, he tratado de poner en evidencia algunos de los pasajes más significativos del magisterio eclesial post-conciliar, sobre el celibato, intentando trazar un balance concluyente inicial, que pueda representar una primera plataforma de trabajo, para poder desarrollar una teología del celibato, en correspondencia con la enseñanza de la Iglesia. b. Podemos también destacar una continuidad entre el magisterio del Concilio Ecuménico Vaticano II y los documentos sucesivos sobre el celibato sacerdotal. Aun con acentos a veces sensiblemente diferentes, más litúrgicos-sacrales, o más cristológicos-pastorales, el magisterio ininterrumpido mencionado es concorde, en fundar el celibato sobre la realidad teológica del Sacerdocio ministerial, sobre la configuración ontológico-sacramental a Cristo Señor, sobre la participación en su único Sacerdocio y sobre la imitatio Christi que éste implica. Solo una hermenéutica incorrecta de los textos del Concilio Vaticano II, podría llevar a ver en el celibato un residuo del pasado, del que hay que liberarse cuanto antes. Esta postura, además de ser errada históricamente, doctrinalmente y teológicamente, es también muy dañina desde el punto de vista espiritual, pastoral, y vocacional. c. El “debate” sobre el celibato, que se ha vuelto a encender periódicamente durante estos decenios, no favorece la serenidad de las jóvenes generaciones para comprender un dato tan determinante de la vida sacerdotal. Como se expresa de modo autorizado el Decreto Pastores Dabo Vobis, en el n. 29, recogiendo íntegramente el voto de toda la Asamblea Sinodal, que afirma: “El Sínodo no quiere dejar ninguna duda en la mente de nadie sobre la firme voluntad de la Iglesia de mantener la ley que exige el celibato libremente escogido y perpetuo para los candidatos a la ordenación sacerdotal en el rito latino. El Sínodo solicita que el celibato sea presentado y explicado en su plena riqueza bíblica, teológica y espiritual, como precioso don dado por Dios a su Iglesia y como signo del Reino que no es de este mundo, signo también del amor de Dios a este mundo, y del amor indiviso del sacerdote a Dios y al Pueblo de Dios”.

3.- TEOLOGÍA DEL CELIBATO SACERDOTAL 3.1.- La relación sacerdotal-cristológica El sacerdocio, nos dice Pablo VI en su Encíclica Sacerdotalis coelibatus , sólo puede ser entendido a la luz de la novedad de Cristo, que instituyó el sacerdocio católico, como una participación ontológica real, en su propio sacerdocio. Por eso, Cristo es el modelo y prototipo del sacerdocio católico. Por medio del Misterio Pascual, dio origen a una nueva creación (2Cor. 5,17; Ga. 6,15). Por Él, el hombre renace a la vida de la gracia, que transforma la condición terrena de la naturaleza humana (Gal. 3, 28). Cristo, mediador entre el cielo y la tierra, permaneció célibe a lo largo de su vida para expresar su dedicación total a Dios y al hombre. Esta profunda relación entre el celibato y el sacerdocio de Cristo se refleja en la vida del hombre-sacerdote, que no sólo le libera de los lazos de la carne y la sangre, sino que le da una participación más perfecta en la dignidad y misión de Cristo . El celibato de Jesús fue en contra del clima sociocultural y religioso de su tiempo, ya que en el ambiente judío ninguna condición era tan desaprobada como la de un hombre sin descendencia. Sin embargo, quiso libremente vincular el estado virginal con su misión como sacerdote eterno y mediador entre el cielo y la tierra. Puesto que Cristo es “el mismo ayer, hoy y siempre” (Hb. 13,58), en un nivel fundamental, las interpretaciones sociológicas o las modas cambiantes tienen poco que decirnos acerca de la importancia del celibato en la vida del sacerdote. Sólo reflexionando en el misterio de Cristo, su vida y su obra, y recibiendo la experiencia del celibato vivido en la Iglesia a través de los siglos bajo la guía del Espíritu Santo, podemos llegar a conclusiones válidas en este terreno. La llamada del sacerdocio, y el carisma del celibato que se ofrece con él, es un don de Dios, una realidad sobrenatural a la cual nadie tiene derecho. Para seguirlo, se requiere un esfuerzo exigente pero no imposible por parte del sacerdote. Como recuerda Juan Pablo II en Pastores Dabo Vobis, este carisma trae consigo las gracias necesarias para que el que lo recibe pueda ser fiel a lo largo de su vida . La razón del celibato apostólico es, como hemos visto, la dedicación a Cristo en orden a construir el Reino de los Cielos en la tierra, como respuesta a una vocación divina. Viviendo esto auténticamente, el sacerdote manifiesta hasta qué punto la riqueza y grandeza de Cristo son capaces de colmar el corazón del hombre. De esta forma, el sacerdote testimonia que sólo a Cristo puede orientarse, en definitiva, todo verdadero amor. Su celibato es un signo de que lo espera todo de Dios, el Creador de todo amor, en cuyas manos coloca su realización humana y su fecundidad personal. Un teólogo como M.J. Scheeben, supo explicar con hondura, frente al racionalismo del siglo pasado, que la ordenación eleva a quien la recibe a una orgánica unidad sobrenatural con Cristo, y que el carácter indeleble impreso por el Orden capacita al ordenado para participar en las funciones sacerdotales de Cristo . En tiempos recientes, sobre todo desde el Concilio Vaticano II en adelante, esta relación del sacerdote con Cristo ha sido puesta cada vez más en el centro de la esencia del sacerdocio, y se han podido profundizar y ampliar desde esa perspectiva las enseñanzas bíblicas y las doctrinas teológicas y canonísticas sobre la materia. Ha adquirido así nueva luz, una nueva iluminación teológica, la doctrina tradicional del sacerdos alter Christus. Si san Pablo escribe a los Corintios: “Hemos de ser considerados por los hombres como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios” (1Cor. 4,1); o bien: “Hacemos las veces de embajadores de Cristo, como si Dios mismo os exhortase por medio de nosotros. Os suplicamos en nombre de Cristo: reconciliaos con Dios” (2Cor. 5,20); esas expresiones pueden ser consideradas como auténticas ilustraciones bíblicas de la identificación del sacerdote con Cristo. En el Concilio Vaticano II se expresa continuamente la misma idea: “Los obispos, de modo eminente y visible, hagan las veces de Cristo Maestro, Pastor y Pontífice, y actúen en su persona” . Los sacerdotes a ellos unidos son partícipes del oficio de Cristo, único Mediador, y ejercitan su sagrado ministerio obrando in persona Christi . Por medio del sacramento del Orden y del carácter por él impreso son configurados con Cristo y actúan en su nombre . Después del Concilio se han multiplicado tales formas de expresión, también por parte de la Curia romana. La Congregación para la Educación Católica, en las normas fundamentales para la formación de los sacerdotes de 1970, ha querido subrayar en una afirmación de principio que el sacerdote se hace, a través del sagrado Orden, un “alter Christus” . Y el nuevo Código de Derecho Canónico de 1983, señala en el canon 1008: “Con el sacramento del Orden y con el carácter indeleble con el que quedan marcados aquellos que lo reciben, los ministros de la Iglesia son consagrados y destinados a cumplir, cada uno en su propio grado, los oficios de enseñar, santificar y gobernar in persona Christi y de pastorear así al pueblo de Dios”. De un modo aún más intenso se ha ocupado del sacerdocio y del ministerio de los sacerdotes, desde el comienzo de su pontificado, Juan Pablo II. Ya desde 1979, en el día de Jueves Santo de cada año, hacía llegar un mensaje a los sacerdotes. Muchas veces se valía de las ocasiones adecuadas –audiencias, discursos y, sobre todo, las frecuentes ordenaciones sacerdotales– para situar en su justa luz teológica y pastoral actual la naturaleza y la esencia del sacerdocio católico, y para ahondar en su significado. El acto oficial más importante de este Pontífice con referencia al sacerdocio ha sido, sin duda, la convocatoria y realización del octavo Sínodo de los Obispos, que tuvo por objeto la formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales. Uno de los puntos centrales de las discusiones de los Padres sinodales fue el de la noción justa de identidad sacerdotal, vistas las cosas en el mundo de hoy y en medio de la grave crisis en la que se desenvuelve el sacerdote. Síntesis y coronación de los profundos trabajos sinodales ha sido la Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo vobis, publicada el 25 de marzo de 1992 y dedicada justamente a la formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales. En el capítulo segundo de dicha Exhortación Apostólica trata el Sumo Pontífice de la “naturaleza y misión del sacerdocio ministerial”, e informa expresamente de que las intervenciones de los Padres en el aula sinodal “han puesto de manifiesto la conciencia del vínculo ontológico específico que une al sacerdote con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor” . El Papa concluye esa exposición con una afirmación verdaderamente clásica: “El presbítero encuentra la plena verdad de su identidad en el ser una derivación, una participación específica y una continuación de mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la eterna Alianza; él es una imagen viva y transparente de Cristo sacerdote. El sacerdocio de Cristo, expresión de su absoluta ‘novedad’ en la historia de la salvación, constituye la fuente única y el paradigma insustituible del sacerdocio del cristiano y, especialmente, del presbítero. La referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales” . Sobre la base de esta afinidad natural entre Cristo y sus sacerdotes no será difícil nuclear una teología del sacerdocio ministerial. El mismo Juan Pablo II nos ofrece nuevamente la clave: “Es particularmente importante que el sacerdote comprenda la motivación teológica de la ley eclesiástica sobre el celibato. En cuanto ley, ella expresa la voluntad de la Iglesia, antes aún que la voluntad que el sujeto manifiesta con su disponibilidad. Pero esa voluntad de la Iglesia encuentra su motivación última en la relación que el celibato tiene con la ordenación sagrada, que configura al sacerdote con Jesucristo Cabeza y Esposo de la Iglesia. La Iglesia, como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo Cabeza y Esposo la ha amado. Por eso el celibato sacerdotal es un don de sí mismo en y con Cristo a su Iglesia, y expresa el servicio del sacerdote a la Iglesia en y con el Señor” .

3.2.- Eucaristía y celibato: rasgos y forma eucarística Para comprender una de las razones fundamentales del celibato sacerdotal conviene hacer hincapié en su íntima conexión con la eucaristía . El sacerdote no es un mero “agente social” que actúa en el ámbito eclesiástico. Si lo fuera, su celibato no tendría mucho sentido. El sacerdote ha sido elegido ante todo para ser ministro (servidor) de una acción divina excelsa, como es la eucaristía. En consecuencia, tal como ha recordado recientemente Benedicto XVI, “ya no se pertenece a sí mismo, sino que, por el carácter sacramental recibido, es ‘propiedad’ de Dios. Este ‘ser de Otro’ debe ser reconocible por todos, mediante un límpido testimonio” . El ser profundo del sacerdote está determinado, por tanto, por su pertenencia a Dios y por su ministerio sacramental. He aquí, dice asimismo el Papa, “el gozne adecuado para comprender y reafirmar, también en nuestros días, el valor del sagrado celibato, que en la Iglesia latina es un carisma requerido para el Orden sagrado”. De ese estar esencialmente destinado a la celebración de la eucaristía, esto es, a realizar el supremo acto de entrega a Cristo a la Iglesia, su Esposa (“Tomad y comed todos, esto es mi cuerpo...”), deriva la intrínseca lógica esponsal del sacerdocio, del don indiviso y del servicio incondicional. Esa lógica no puede quedar como un elemento exterior al sacerdote, pues él no es un mero instrumento pasivo de una acción divina. Está llamado a integrar la esponsalidad de Cristo en su propia vida; está llamado a dar a Cristo, entregándose a sí mismo a todos sin reservas, identificándose con Cristo mismo. En la consagración de las especies eucarísticas, momento culminante de toda la vida de la Iglesia, el sacerdote obra en la persona de Cristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia. En esta perspectiva se comprende que el celibato sacerdotal adquiere un valor particular, permitiendo al ministro ofrecer a los fieles un signo sacramental coherente . Benedicto XVI, en el primer mensaje de su pontificado, al término de la concelebración con los cardenales electores en la Capilla Sixtina, el 20 de abril de 2005, observó: “El sacerdocio ministerial nació en el Cenáculo, junto con la eucaristía, como tantas veces ha subrayado mi venerado Juan Pablo II. ‘La existencia sacerdotal debe poseer como especial título una forma eucarística’, escribió en su última Carta de Jueves Santo (n. 1)”. Justamente esta “forma eucarística” de la vida del sacerdote es la que hace tan felizmente adecuado su estado celibatario, que sustancia su entrega para pertenecer a la Iglesia con un amor esponsal, estimulando continuamente en él la caridad pastoral al servicio de todas las almas. Esto lo reafirma Benedicto XVI en la Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis (2007), cuando observa que “no es suficiente comprender el celibato sacerdotal en términos meramente funcionales. En realidad, el celibato representa una especial conformación con el estilo de vida de Cristo mismo. Tal elección es ante todo esponsal; es identificación con el corazón de Cristo Esposo, que da la vida por su Esposa” (n. 24). El sacerdote está llamado, por tanto, a celebrar la eucaristía, dejando que ésta resplandezca en su vida célibe, por estar enteramente entregado . Laurent Touze, teologo francés, y profesor de Teología espiritual en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, en Roma, concedió una entrevista a “Zenit” , finalizando ya el Año Sacerdotal 2009-2010 explicando en qué consiste la “teología eucarística del celibato”. Dice lo siguiente: “Cuando hablamos de la relación de la eucaristía y el celibato sacerdotal pienso en textos como la Encíclica Sacerdotalis coelibatus de Pablo VI, o en las Exhortaciones Apostólicas Pastores dabo vobis del venerable Juan Pablo II y Sacramentum caritatis de Benedicto XVI. Los papas, destacan no sólo el vínculo celibato-ministerio, sino que también precisan su naturaleza, afirmando un motivo central para el celibato eclesiástico: el motivo nupcial o eucarístico, es decir, el reflejo sobre la condición sacerdotal de la oblación de Cristo por la Iglesia. Siervo de Cristo esposo, muerto en la cruz-altar de sus bodas con la Iglesia, el sacerdote, específicamente identificado con el Salvador, está llamado a reproducir el sacrificio, también por su celibato. El contexto todavía más claramente eucarístico de Sacramentum caritatis ofrece, en mi opinión, la clave de este motivo. Esta teología eucarística del celibato pone al sacerdote frente al oficio principal de su vocación, la Misa, y le reitera cómo las palabras de la consagración deben modelar su propia oblación para la salud del mundo. El ministro aprende a asociarse interiormente y exteriormente a Jesucristo a quien hace realmente presente, a convertirse públicamente también él en sacerdote y víctima, a vivir como ministro lo que Benedicto XVI llama la ‘lógica eucarística de la existencia cristiana’[......] El único sacerdote de la nueva Alianza es Jesucristo. Todos los fieles participan de su sacerdocio por su bautismo y deben aprender a hacerse sacerdotes de su vida cotidiana, ofreciendo esto a Dios como un acto de culto. Los sacerdotes y los obispos reciben por su ordenación un don específico, que les permite distribuir en la Iglesia los dones de Cristo cabeza de su cuerpo, por los sacramentos, la predicación y el gobierno. Y el obispo, como precisó el Vaticano II, tiene la plenitud del sacramento del orden. Hay, pues, una distinción sacramental entre el sacerdote y el obispo, pero al mismo tiempo una fuerte relación mutua. El concilio construyó la teología del sacerdocio a partir del episcopado, y hoy se comprende cada vez más al sacerdote a la luz del obispo. Creo que existe un paralelismo de significados entre los grados del orden y los grados de la continencia-celibato requeridos por el ministro. A la plenitud del orden corresponde la visibilidad máxima de la oblación eucarística de sí, en un celibato-continencia sin mitigaciones. Pero si el obispo debe ser célibe-continente, cuanto más se defina como hoy al sacerdote en función del obispo, más deberá pedirse en esa medida a todos los ministros que se sometan a la misma disciplina, a causa de la lógica del sacramento recibido [......] Una teología del celibato que destaca la dimensión sacramental apela en efecto a la santidad. Sólo el número 24 –sobre el celibato– de la Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis multiplica también las invitaciones a que el sacerdote se abra a la ‘consagración’, a la ‘ofrenda exclusiva de sí mismo’, a ‘la misión vivida hasta el sacrificio de la cruz’, al ‘don de sí total y exclusivo a Cristo, a la Iglesia y al Reino de Dios’. Si la teología actualmente, y el magisterio, es recibida de manera auténtica, y aplicada en la Iglesia, el futuro del celibato deberá ser un futuro de libertad, de don, de santidad sacerdotal”. Como vemos hay un perfil claro, en la relación íntima entre la eucaristía y el estado de vida de los ministros, en su acción pastoral ante el mundo y la Iglesia conforme a lo que deseaba Cristo, que fueran eunucos por el Reino de Dios.

3.2.1.- La Eucaristía, fuente y escuela del celibato-virginidad El celibato tiene su más honda fuente y su fuerza más pura en la santísima Eucaristía, en la experiencia de la presencia del Señor en el sacramento del altar, en la alegre celebración del santo sacrificio y sobre todo en la humilde recepción del “trigo de los elegidos y del vino que hace germinar las vírgenes” (Zac. 9,17). Toda alma virgen comprende el sentido profundo de aquellas palabras que la Iglesia pone en labios de la virgen fuerte santa Inés: “Amándole conservo mi castidad, tocándole permanezco pura; recibiéndole me mantengo virgen”. La Eucaristía es escuela de reverencia y generosidad, los dos pilares básicos de la continencia en general y de la castidad virginal muy particularmente. La voluntad virginal, el propósito de “permanecer eternamente sellado a fin de poner este misterio incorrupto en las manos de Jesús” es una oblación de sí mismo “por el reino de los cielos”, que no tiene sentido ni es posible realizar sino a la luz del respeto al misterio del cuerpo. Y en ninguna parte mejor que en el culto eucarístico se aprende este santo respeto que tiene ya un fundamento en el bautismo. En la eucaristía, efectivamente, aprendemos a honrar a Cristo, a toda su persona, con su alma y espíritu, a través del culto a su cuerpo. Solamente el cristiano que ha encontrado en el culto eucarístico su centro y que ha marcado su vida con un sello de Eucaristía, comprenderá la hondura de la consagración virginal y experimentalmente llegará a darse cuenta de que en la virtud cristiana de la castidad entran en juego otras categorías superiores a las puramente éticas de la templanza y moderación. Aquí se busca sobre todo “ser santo para el Señor en cuerpo y espíritu” (1 Cor. 7,34). El culto eucarístico y la virginidad cristiana ponen alma y cuerpo bajo el brillo radiante de lo santo. En segundo lugar, la eucaristía nos enseña a estar en guardia contra un gran peligro para la virtud del celibato: el apetito egoísta, que amenaza destruir las murallas del respeto a sí mismo y de la templanza. En la virginidad se ve más claramente que en cualquier otra forma de la vida célibe que es ante todo entrega desinteresada de sí mismo. Por eso la virginidad es una lección y un estímulo eficaz para todos los que luchan por la continencia. La virginidad es un don y gracia del Señor que se entrega desinteresadamente por nosotros, que se entrega en particular al cristiano abierto al don de la eucaristía y que ordena su vida según esta ley de amor. 3.2.2.- Amor entero en la Eucaristía y en la virginidad-celibato “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el límite” (Jn 13,1). Con la muerte de cruz y con la institución de la eucaristía llegó el Señor al límite extremo de su amor. La presencia amorosa de Cristo en el santísimo sacramento del altar habla claramente del amor más total a la esposa, la santa Iglesia. Y en la comunión dice el Señor personalmente a toda alma que le recibe: “Ahora soy completamente tuyo”. La Iglesia responde a este don total del amor de su esposo con una respuesta amorosa que es el culto eucarístico, en el cual ella es todos ojos y oídos para su esposo divino. En íntima conexión con el culto eucarístico también la virginidad, el estado de consagración virginal, como signo esencial del nuevo pueblo de Dios, constituye una respuesta manifiesta y fácilmente comprensible del amor de la Iglesia al amor total del Señor. No quiere decir esto que sean solamente las personas célibes las que aman a la Iglesia; pero sí es cierto que gracias sobre todo al estado virginal sigue proclamando la Iglesia que en la vida cristiana lo importante es un amor indiviso a Cristo y que este amor logra en ella vida real. El celibato no se comprende sino partiendo de una vocación particular, es decir, de un amor particular de Cristo a un hombre al que le hace comprender que debe seguirle con un amor virginal. El mismo Cristo da a entender al elegido que le quiere totalmente para Él, libre de las preocupaciones terrenas que “dividen el corazón” (1Cor. 7,34 ). Cristo pide a este hombre que le ame de una manera tan inmediata, tan humanamente cálida como la del esposo que se entrega a su mujer o de la mujer a su esposo.. El amor virginal no solamente piensa “en lo que es del Señor, en cómo dar gusto al Señor” (1Cor. 7,32), sino que además, con un amor cualitativamente tan exclusivo, tan íntimo, tan fuerte como el de la esposa, piensa “en lo que es el esposo, en cómo dar gusto al esposo” (1 Cor. 7,33ss.). El amor conyugal es, en virtud del sacramento, imagen del amor de Cristo que alimenta y cuida a su Iglesia con su propia carne y sangre, de igual manera que el casado “alimenta y cuida” a su mujer como a su propia carne y sangre (Ef. 5,29ss). Todo el amor de las personas vírgenes a Cristo es la respuesta inmediata a su amor eucarístico. La fuerza para renunciar a una cosa tan noble y santa, como es el amor humano entre el hombre y la mujer en el matrimonio, nos viene del sacrificio de Cristo en la cruz, que la eucaristía pone continuamente ante nuestros ojos. Por eso el clima en que ese amor virginal ha de crecer y prosperar pujante no puede ser otro sino la proximidad del esposo divino en el sacramento del amor. Es el Emmanuel, Cristo viviendo a nuestro mismo lado, el que suscita y mantiene despierto y vigilante nuestro amor virginal. Y donde está más cerca el Señor de nosotros es en el sacramento del altar. Para que la virginidad lograse toda su autenticidad y su pleno valor era necesario el calor del cristianismo. La virginidad comenzó verdaderamente con la Virgen María, la cual vivió como ninguna otra criatura de la cercanía de Cristo. En ella se realiza en la más sublime plenitud el ideal del amor esponsal de la Iglesia hacia Cristo como respuesta a su amor indeciblemente cercano. “Como el Padre nos amó, os amo yo a vosotros” (Jn.15,9). La virginidad no es sino un permanecer totalmente en su amor. La virginidad es todo lo contrario de un puro substituto, con que llenar un vacío doloroso impuesto por una renuncia forzada al matrimonio. En su forma más pura y auténtica, la continencia aparece sobre todo cuando un hombre se siente dominado por el amor de Cristo y toma la resolución de conservarse íntegro para responder a ese amor y crecer cada vez más en él. Nos lo dice el mismo divino Maestro cuando establece tan neta distinción entre el eunuco “por el reino de los cielos” y la renuncia forzada al matrimonio por mutilación o incapacidad natural. Pero cuando esta renuncia se convierta en sacrificio que nace de un corazón puro y animado de auténtico amor de Dios, “cuando deje de ser una situación aceptada sólo a medias, con el gesto resignado del ‘y qué remedio queda’, para pasar al sí decidido a la cruz del seguimiento de Cristo, entonces también aquel principio humilde será la base de una auténtica vocación. Nada mejor que la piedad eucarística, que la celebración de la muerte de Cristo “hasta que vuelva”, para recorrer este camino que termina en la aceptación de la virginidad “por el reino de los cielos”. Ante el misterio de renuncia y glorificación de Cristo en el sacramento del altar, comprendemos el valor de esa pérdida dichosa que abre el corazón a un amor ardiente, a una comprensión más honda del amor de Cristo crucificado. Siendo la virginidad testimonio en favor del amor de Cristo llevado hasta el fin, le acecha un gran peligro no sólo de parte de la impureza que destruye su elevación y hermosura, sino también de parte de toda “compensación desde abajo” . Por eso “el célibe tropieza lo mismo cuando da un lugar en su corazón a un afecto conyugal hacia otro ser humano, como cuando no da lugar al amor de Dios o cuando no se esfuerza por dar a este amor todo el lugar de su corazón” .

3.2.3.- La Eucaristía y el celibato: efectos del Espíritu Santo No se puede comprender la continencia cristiana sino partiendo del centro de la Iglesia, es decir, de la eucaristía, parece obvio que la Iglesia muestre sumo interés en que este ideal de la virginidad sea altamente estimado por los ministros consagrados del altar. La Iglesia, en efecto, cree que normalmente Dios une la vocación al servicio santo del altar con la vocación interior al “celibato por causa del reino de los cielos”. El celibato es un carisma particular. Por eso la Iglesia sabe también que nadie puede ser obligado jurídicamente a aceptar el celibato. De ahí su escrupulosa solicitud para que nadie se vea forzado a aceptar la vida célibe. Los que adopten ese estado han de hacerlo espontáneamente, sin ninguna coacción ni violencia. Ciertamente que la Iglesia puede hacer excepciones como lo hace en las iglesias orientales unidas y también para algunos casos de convertidos, por ejemplo, algunos teólogos, sacerdotes, de la Iglesia anglicana, recientemente admitidos en la Iglesia católica escoger sacerdotes entre las filas de los casados que vivan castamente sin haber contraído segundas nupcias ; pero en su legislación sigue manteniendo el principio de que el celibato por causa del reino de los cielos es algo, si no necesario, al menos muy conveniente para los ministros del altar. Así se expresa Pablo VI en su encíclica sobre el sacerdocio celibatario . La virginidad es un triunfo del “espíritu”. La auténtica virginidad no reprime lo sexual en forma de complejos, sino que le reconoce como hermosa maestría espiritual todo su valor y lo consagra amorosamente. La virginidad cristiana es “don y obra del Espíritu”; es don del Espíritu Santo, del Espíritu de Cristo glorificado. También de ella se podría decir lo que dijo Cristo del misterio de la eucaristía, aludiendo a su ascensión al trono de la gloria como presupuesto para la irrupción de los tiempos nuevos señalados con la venida del Espíritu Santo: “El Espíritu es el que da vida. La carne no sirve para nada” (Jn. 6,62s.). “El hombre carnal, de mente terrena, no puede comprender el celibato por amor del reino de los cielos, como tampoco puede admitir el milagro de la eucaristía, pues son dos efectos maravillosos del mismo Espíritu Santo”. Sólo por virtud de Dios, que en la resurrección nos hará semejantes a sus ángeles, los cuales ni toman mujer ni marido (Mc. 12,24s.), puede el célibe vivir ya desde ahora entregado sin reservas al reino, “imitando, en cuanto es posible a una criatura, la vida del cielo” . La castidad virginal que hace al cuerpo reflejo de la pureza interior es efecto del Espíritu Santo que ha de resucitar nuestro cuerpo para una vida eterna y radiante. Todos los sacramentos son fuerzas salvíficas que actúan mediante símbolos productores de gracia. La eucaristía lo es de manera particular pues en ella está actualmente el glorificado, el que ha de venir. La virginidad cristiana no es un sacramento, pero es superior al sacramento del matrimonio . Ella es en sí misma, y no sólo en signo, una realidad escatológica producida por la gracia del bautismo, de la confirmación y de la eucaristía; de alguna manera, pues, está por encima del signo sacramental. “En el estado virginal se verifica en toda verdad y realidad un desposorio con Cristo… Por eso la virginidad no es un sacramento, como tampoco lo es Cristo en la Gloria” .

3.3.- Celibato y Misterio Pascual La continencia perfecta por el Reino, ¿no tiene, pues, ningún significado o valor, desde el punto de vista teológico y ascético? ¿No es también sacrificio y renuncia? Cierto que lo es, pero también esto hay que reconducirlo a su fundamento bíblico que es el “Señor Jesús” y su misterio pascual. ¿Cuándo y cómo ha venido el Reino de Dios; cuándo y cómo Jesús se ha convertido en el “Señor”? Nos lo responde el mismo apóstol Pablo: ¡en la cruz! “Se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo Nombre” (Flp. 2,8-11). Estar casado con Cristo significa aquí estar “crucificado con Cristo”, con la esperanza, sin embargo, de ser también glorificado con él. El gozo nunca falta, pero es un gozo en esperanza (spe gaudentes), es decir, es esperar ser felices y un ser felices de esperar. Pues, como escribe el Apóstol, “los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias” (Gal. 5,24). El mártir Ignacio de Antioquía, hacía eco de estas palabras, cuando viajaba hacia Roma, prisionero, para padecer el martirio, escribía: “¡Qué hermoso es que el sol de mi vida se ponga para el mundo y vuelva a salir para Dios!... Todo amor terrenal (eros) ha sido crucificado en mí, y no hay llama alguna que haga prender en mí el fuego por las cosas de la tierra” . No es de extrañar, por consiguiente, el que en la tradición ascética y la teologia mística de la Iglesia se haya definido muchas veces la cruz como “el lecho nupcial” en el que el alma se une con su Esposo divino. “En tu cruz he puesto mi lecho”, decía a Cristo la B. Angela de Foligno. Es el cumplimiento de la palabra de Jesús: “Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn. 12,32). Jesús atrae, hacia la cruz, a las almas que lo han elegido como esposo. Allí se realiza también la palabra profética que leemos en Jeremías: “Porque el Señor crea algo nuevo en la tierra: será la mujer quien abrace al varón” (Jr. 31,22). Esta palabra se refiere a la comunidad de la nueva alianza, vista como esposa de Dios, que no abandonará ya a su esposo para correr tras los ídolos, sino que será ella misma, más bien, la que se estrechará a él para no separarse jamás. Evento que se ha cumplido, para toda la Iglesia, en lo que uno de los santos padres llama “el éxtasis de la cruz”, del que nació la nueva Eva , que se renueva místicamente en toda alma que desposa al crucificado, convirtiéndose así en imagen y símbolo de la nueva alianza nupcial entre Dios y su pueblo. Este ideal de crucificar la propia carne no es, ciertamente, propio y exclusivo de las vírgenes y célibes (¡sólo pensarlo sería absurdo!), sino que está abierto a todos los que han recibido el Espíritu de Dios. Los mismos casados deben atravesar el fuego de la Pascua de Cristo, si quieren que su matrimonio sea, de verdad, aquel “gran misterio”, que simboliza la unión entre Cristo y la Iglesia. En efecto, ¿dónde y cómo se realizó tal unión entre Cristo y la Iglesia? ¿Acaso en un lecho de delicias o, más bien, como dice Pablo, “en la sangre”, en la cruz? Por esto, la unidad más perfecta entre los esposos no es la que experimentan al gozar juntos, sino la que experimentan al sufrir juntos, el uno por el otro, el uno con el otro, al amarse en el sufrimiento. La primera unidad debe servir a hacer posible la segunda. Decía, pues, que crucificar la propia carne no pertenece, en exclusiva, a los célibes; a ellos, sin embargo, les pertenece por un título diverso y más fuerte, porque ellos, han hecho de ello la propia forma de vida. Aquí radica el inmenso potencial ascético –de esfuerzo, de lucha, de muerte– de la virginidad por el Reino. Crucificar la propia carne con sus pasiones y deseos, sobre todo, el deseo sexual, que es uno de los más imperiosos, no es ninguna broma. “Pues la carne tiene apetencias contrarias al espíritu” (Gal. 5,17). Éste es un enemigo interior que nos acosa sin tregua, de día y de noche, solos y acompañados. Tiene un aliado muy poderoso –el mundo– que pone todos los recursos a su disposición; dispuesto a darle razón siempre y a defender sus “derechos” en nombre de la naturaleza. En realidad, es éste el campo “donde más cotidiana es la batalla y más rara la victoria” . Esta lucha espiritual, algunos la miran hoy como sospechosa y la etiquetan con el término de masoquismo. No hay que infravalorar esta acusación que, por lo demás, no tiene ninguna razón de ser cuando se acepta el combate con libertad, por motivos tan objetivos y profundos como los que hemos recordado hasta aquí. ¿No debe luchar y renunciar a tantas cosas también el que está casado con una criatura para defender y ser fiel a tal amor? ¿Qué hay, pues, de extraño en que deba afrontar una lucha y una renuncia más radical y exigente aquel que es llamado a ser esposo o esposa de la majestad de Dios? Es importante esclarecer bien sus bases y su motivación bíblica. He dicho que el aspecto ascético, de renuncia, que se da en la virginidad y en el celibato, se funda en el misterio pascual. Creo que aquí reside verdaderamente el “porqué” la novedad del celibato y de la virginidad y que el comprenderlo ayuda enormemente a superar tantas dudas o reservas que, en la historia, se han presentado contra este estado de vida, no sólo fuera de la Iglesia sino, desde hace algún tiempo, también dentro de ella. La custodia de la continencia viene confiada, en parte, al mismo individuo y no puede apoyarse en algo que no sean las fuertes convicciones personales, que brotan exactamente del contacto con Dios, a través de la oración y a través de su Palabra. El celibato, por tanto, es, por el Reino; pero ¿por qué el Reino exige el celibato? ¿No se puede realizar y manifestarse del todo con el matrimonio, como ocurría antes de Cristo? La respuesta nos viene de lo que escribe san Pablo al comienzo de su primera carta a los Corintios: “De hecho, como el mundo mediante su propia sabiduría no conoció a Dios en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la necedad de la predicación” (1 Cor. 1,21). Estamos ante un principio de incalculable trascendencia que ilumina toda la historia terrena de Jesús y la existencia misma del cristiano. La “locura” de la predicación se sabe que es la cruz. Como el hombre no ha sabido servirse de su inteligencia y voluntad para ir a Dios, sino que hizo de ellas ídolo, gustó a Dios preparar un camino diverso, el de la necedad de la cruz, el de la “renuncia” a la razón y voluntad propias, que actúan de modo distinto; los “locos por Cristo”, y los obedientes por Cristo. Porque el hombre no ha sabido servirse de su sexualidad para salir de sí mismo y abrirse al amor del otro y de Dios, sino que hizo de ella un ídolo al que dio además nombres propios (Astarte, Venus…), quiso Dios revelar, en el Evangelio, el camino de la renuncia al ejercicio activo de la sexualidad, que se expresa en la continencia por el Reino. Jesús mismo lo afirma cuando dice “que el que quiera seguirle debe negarse a sí mismo y tomar la propia cruz; y que el Padre ha escondido, a los sabios y a los inteligentes, los misterios del Reino y se los ha revelado a los pequeños”. Tiene razón san Gregorio Nacianceno cuando escribe que “no existiría la virginidad si no existiera el matrimonio, pero el matrimonio no sería santo si no estuviera acompañado por el fruto de la virginidad” . Algunos padres de la Iglesia, como san Juan Crisóstomo, san Gregorio de Nisa, o san Máximo Confesor, pensaron que, si no hubiera tenido lugar el pecado de Adán, no habría existido el matrimonio con la procreación por vía sexual que ahora le caracteriza, ya que la sexualidad humana, en el modo en que ahora es ejercida, es fruto del pecado original . Pero desde una perspectiva más bíblica y menos platónica, es preciso afirmar que lo verdadero es precisamente lo contrario; es decir, que si no se hubiera dado del pecado, no habría existido la virginidad, porque no hubiera sido necesario poner en crisis y someter a juicio el matrimonio y la sexualidad. La continencia, y virginidad son así, la proclamación más elocuente que existe de la redención de Cristo y del misterio pascual, que no anula la creación originaria, como pensaba el hereje Marción; sino que la “recapitula”, como afirmaba san Irineo, es decir, desde lo hondo del pecado la reconduce a la luz. Desde esta perspectiva, también es posible ver el elemento positivo y aún válido encerrado en aquella intuición de los Padres de la Iglesia, de considerar la virginidad como retorno al estado paradisíaco, a condición, sin embargo, de que con tal regreso no se intente superar la misma sexualidad humana y el matrimonio (“los creó macho y hembra”), sino sólo el pecado sobrepuesto por la libertad del hombre a estas realidades. La vida virginal y célibe es, por consiguiente, en sentido muy profundo, una vida pascual. “Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado –escribe el Apóstol–. Así que, celebremos la fiesta, no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con ázimos de pureza y verdad” (1 Cor. 5,7-8). La palabra traducida por “pureza” o sea heilikrineias, contiene la idea de esplendor solar (heile) y de prueba o juicio (krino) y significa, por tanto, una “transparencia solar, algo probado a través de la luz y encontrado puro”. Éste es el modelo de vida que brota de la Pascua de Cristo, que es común a todos los cristianos, pero que el célibe debe hacer suyo con un título del todo especial, hasta convertirse, después, en modelo y señal para todos en la Iglesia. El mismo concepto de fondo lo expresa san Pablo en otro texto parenético de la carta a los romanos, donde aparece también la idea de sacrificio: “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom. 12,1-2). “Os exhorto, pues” esta conjunción “pues” es aquí significativa: significa que el sacrificio viviente del cristiano es exigido por el sacrificio de Cristo, del que el Apóstol ha hablado anteriormente, es como una consecuencia lógica. Porque Cristo ha ofrecido su cuerpo en sacrificio, también los cristianos deben ofrecer sus cuerpos en sacrificio. Aquí se comprueba cómo la vida cristiana tiene también una impronta eucarística, además de pascual. El sacrificio comporta siempre la destrucción y la muerte de algo y también aquí se habla de una forma de separación y de muerte: el cristiano no debe conformarse a este mundo, debe, más bien, “morir al mundo”. Hay una cierta analogía entre la muerte física y esta muerte ascética: en la muerte física, el alma se separa del cuerpo; en esta muerte del espíritu, alma y cuerpo, es decir, todo el hombre, se separa del mundo que representa para él una especie de cuerpo más grande en que vive y se mueve. Una y otra muerte son dolorosas, porque conllevan el desarraigarse del terreno en que estamos plantados y hemos crecido. He ahí por qué se habla de un sacrificio “viviente”: esto es de morir viviendo y un vivir muriendo. Es verdaderamente, como dice el Apóstol, un ser crucificados: “En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no en la cruz de Cristo, por lo cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo¡” (Gal. 6,14). Nuevamente debemos evitar considerar este ideal del sacrificio viviente como propio y exclusivo del célibe. Sólo decimos que el célibe está obligado a hacerlo suyo y a vivirlo en forma más radical, a hacer de él la substancia de su vida diaria. No debe dejarse engañar si ve que hoy se pone en discusión, con mucha frecuencia, el ideal tradicional de la “huida del mundo”, como no adecuado ya al concepto actual de una Iglesia que es “para el mundo”. La formulación puede ser criticable y rechazable, pero la substancia permanece intocable como fundada en la palabra de Dios que es “viva y eterna”. El mismo san Juan que había escrito en el Evangelio que “Dios ha amado tanto al mundo” es también el que escribe a los cristianos en la primera carta: “No améis al mundo ni lo que hay en el mundo” (1Jn. 2,15).

3.4.- Significado escatológico, salvífico y eclesial Aunque el celibato es un signo del reino de Dios sobre la tierra, sobre todo es un signo de la futura gloria donde, como Cristo dijo, “ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán en el cielo como ángeles” (Mt. 22,30). En este sentido, el celibato hace presente en la tierra el estado final de la salvación (1Cor. 7,29-31), y así actúa como un recordatorio de que no tenemos aquí una morada estable, sino que somos sólo peregrinos hacia nuestra patria definitiva . Este testimonio es esencial en la época actual, cuando se tiende a dar un valor absoluto a las cuestiones de la vida presente en detrimento del interés por la salvación eterna. El sacerdote célibe no sólo habla del mundo que llega con su palabra, también lo manifiesta con su vida, alimentando la esperanza del creyente y del no creyente en la resurrección gloriosa de la vida futura. El celibato sacerdotal se convierte así en un signo de que el hombre no puede encontrar el significado más profundo de su vida dentro de la aparente autosuficiencia del mundo presente. El ministerio sacerdotal debe ser un constante recuerdo a la gente de que esta vida sólo tiene valor si se descubre la vocación bautismal y se desarrolla la propia identidad cristiana. El celibato sacerdotal destaca el valor de “lo único necesario” (Lc. 10,42): la santidad personal que se realiza por el poder de la gracia de Dios y nuestra correspondencia . El mundo, especialmente los países ricos de Occidente, está muy necesitado de una reevangelización, como Juan Pablo II y su sucesor Benedicto XVI ha afirmado frecuentemente. Si esta nueva evangelización ha de ser efectiva, requiere un compromiso evangélico radical, que siempre ha sido el único modo de ganar almas para Cristo. El testimonio del celibato sacerdotal ha desempeñado un papel importante en la evangelización, en el pasado. Y seguirá desempeñándolo en el futuro. Por todo esto, el celibato no es una restricción impuesta externamente al ministerio sacerdotal, ni puede ser considerado como una mera institución humana establecida por la ley. Sino que, “este lazo, asumido libremente, tiene unos rasgos jurídicos, y son un signo de aquella dimensión esponsal presente en la ordenación sacramental” . Por él el sacerdote adquiere una “paternidad espiritual verdadera y real que tiene dimensiones universales” . Porque el celibato tiene una profunda afinidad interna con la vocación al sacerdocio, es engañoso hablar de la “carga del celibato” como si el sacerdocio y celibato fueran en alguna manera irreconciliables. El sacerdote que vive para Cristo y desde Cristo, no tiene generalmente dificultades insuperables para realizar este carisma. No es inmune a las tentaciones normales de la carne, pero, como resultado del ejercicio ascético, del cultivo diario de su vida espiritual, y del prudente apartarse de lo que pueda poner en peligro su castidad, encontrará una gran alegría en su vocación y experimentará una profunda paternidad espiritual al dar la vida sobrenatural a las almas.

3.5.- Implicaciones eclesiales El celibato consagrado del sacerdote es un signo y una manifestación del amor virginal de Cristo a su Esposa, la Iglesia. Por tanto, es un recuerdo visible de la fecundidad virginal y sobrenatural de este matrimonio por el que son engendrados los hijos de Dios . Si la Palabra Encarnada quiso permanecer libre de estos vínculos humanos, por nobles que puedan ser, para facilitar su plena disponibilidad para su ministerio, podemos deducir fácilmente qué conveniente resulta para el hombre-sacerdote hacer lo mismo: renunciar libremente, por el celibato, a algo que es bueno y santo en sí mismo, para poder unirse más fácilmente con Cristo (Mt. 19,12; 1Cor. 7,32-34), y así dedicarse con plena libertad al servicio de Dios y de las almas. El sacerdocio, con el carisma del celibato que le está asociado, es un don otorgado por el Espíritu Santo, no para el bien de la persona que lo recibe, sino principalmente para el beneficio de la Iglesia entera. Juan Pablo II explica las implicaciones eclesiológicas de esta relación íntima entre el celibato y el sacerdocio en estos términos: “Es particularmente importante que el sacerdote comprenda la motivación teológica de la ley eclesiástica sobre el celibato. En cuanto ley, expresa la voluntad de la Iglesia, antes aún que la voluntad del sujeto manifieste su disponibilidad. Pero esta voluntad de la Iglesia encuentra su motivación última en la relación que el celibato tiene con la ordenación sagrada, que configura al sacerdote con Jesucristo, Cabeza y Esposo de la Iglesia” . Aunque la vocación es una gracia personal, corresponde a la Iglesia escoger a los que juzga idóneos. La Iglesia no podría imponer un carisma a nadie, pero tiene el derecho, que como sabemos no siempre ha ejercido, de imponer las manos sólo a aquellos que han recibido del Espíritu Santo y aceptado libremente el don de la castidad para llevar una vida célibe. La vocación sacerdotal no es simplemente una donación personal por parte del individuo: sino que requiere también signos claros de una llamada que sólo el obispo o el superior eclesiástico están capacitados para discernir y confirmar.

3.6.- El celibato como don-ley y fidelidad a Dios Puesto que el celibato apostólico, da al sacerdote una libertad total para amar al Señor en cuerpo y alma, para apreciar realmente este carisma, es importante entender la naturaleza de la libertad desde el punto de vista humano y sobrenatural. El Santo Padre nos recuerda que el planteamiento, muy difundido, de que el celibato sacerdotal en la Iglesia católica es una imposición legal procede de un malentendido e incluso es el resultado de una “mala fe” . En primer lugar, el compromiso de celibato es la consecuencia de una decisión libre tomada después de varios años de preparación. Es un compromiso para toda la vida aceptado con responsabilidad plena y personal. Como Juan Pablo II subraya, “se trata de mantener la palabra dada a Cristo y a la Iglesia”. Es cuestión de fidelidad. Es un deber que expresa una maduración interior, una maduración que se manifiesta especialmente cuando esta decisión libre “encuentra dificultades, es puesta a prueba o expuesta a tentación”, como también sucede a cualquier otro cristiano . Verdaderamente, el sacerdocio lleva consigo un gran potencial para la autorrealización. Por la gracia de Dios, puede dar al hombre que lo ha elegido esta plenitud que falta con frecuencia en las vidas de los demás. En esos términos, se expresa un psiquiatra que ha trabajado con sacerdotes durante muchos años: “La paternidad espiritual, el poder para atar y desatar, la alegría de dar uno mismo, con sus propias manos, el supremo don de Dios a otros, pone la dignidad sacerdotal sobre en plano tan alto en la jerarquía de posibilidades humanas, que no se puede comparar con ninguna otra cosa y no deja lugar a la frustración” .

3.6.1.- Libertad-ley Aunque no pertenezca a la constitución fundamental de la Iglesia, el celibato sacerdotal no es una superestructura sin fundamento, ni una adherencia histórica pasajera. Es fruto de la acción del Espíritu en la Iglesia: por tanto, una manifestación vital del desarrollo de la semilla que tiende a convertirse en árbol frondoso (Mt. 13,31-32). Antes de que la reflexión de los teólogos dedujese las razones cristológicas y eclesiológicas y escatológicas de conveniencia, el sensus fidei del Pueblo de Dios comenzó a intuir la honda dimensión espiritual y pastoral del vínculo celibato-sacerdocio. El instinto sobrenatural de la comunidad profética ungida por el Espíritu Santo (1Jn. 2,20) precedió así a los sucesivos actos del Magisterio jerárquico, que primero recomendó a todos los clérigos el celibato y, finalmente, estableció en la Iglesia latina la obligación jurídica de este vínculo, para todos los que habrían de ser promovidos al Orden sagrado. La Jerarquía reguló así un movimiento que se había abierto paso en la entraña carismática de la Iglesia, y encauzó socialmente esta manifestación de la vida misma del Espíritu. La Iglesia reunida en Concilio –escatológicamente el más universal de los concilios celebrados hasta ahora – comprobat et confirmat esta legislación para todos los clérigos destinados al presbiterado , sin que esto suponga detrimento alguno a la disciplina peculiar de las Iglesias orientales y sin prejuzgar lo más mínimo –puesto que, como se ha dicho, se trata de algo que no pertenece a la constitución fundamental de la Iglesia– la disciplina propia de las comunidades separadas, con las que se ha entablado un sincero diálogo ecuménico. Evidentemente los Padres del Vaticano II, al reafirmar la ley del celibato, no dejaron de tener presente una objeción que no es nueva en la historia: ¿puede imponerse por ley humana el celibato? Ciertamente, no. Por eso, ya al comienzo del texto del n. 16 del Decreto Presbyterorum ordinis se recuerda que la continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos es un don divino, que Dios otorga a quien quiere. Un don gratuitamente dado y libremente recibido y ejercido, que pertenece al patrimonio del Pueblo de Dios y no admite en su recepción y en su ejercicio violencias humanas de ningún tipo. La autoridad eclesiástica, no puede dar ni imponer aquello sobre lo que no tiene capacidad de disponer. Lo que sí puede, en cambio, es establecer la condición de haber recibido este don para tener acceso a las Sagradas Ordenes. Y esto es lo que hace la ley del celibato. Con ella la Iglesia, que custodia y administra los sacramentos instituidos por Jesucristo, decide no conferir el Sacramento del Orden sino a aquellos sobres los que se tenga la certeza moral, de que han recibido el carisma de la perfecta continencia, libre y responsablemente, se comprometan a custodiarlo y cultivarlo. Conteniendo el sacerdocio ministerial el ejercicio de un oficio y poder público en el Pueblo de Dios en su servicio , es aún más comprensible la perfecta legitimidad con que la autoridad –atendiendo al bien común de la Iglesia y teniendo presente las razones teológicas y pastorales que indican la gran conveniencia del sacerdocio celibatario– puede poner la condición que representa la ley del celibato. Al obrar así, la Iglesia no atenta contra la dignidad de la persona humana, impidiendo el ejercicio de un derecho natural –el ius connubii– que es parte integrante de esa dignidad. En efecto, la renuncia a ese derecho la hace libremente quien recibió el don divino de la perfecta continencia. La Iglesia es la primera interesada, por respeto a la dignidad humana y cristiana de los fieles y por el mismo bien pastoral del Pueblo de Dios, de que la asunción por el futuro sacerdote de esa responsabilidad sea verdaderamente consciente y se haga con la libertad de los hijos de Dios (Rom. 8,21) . Todas estas razones que justifican el vínculo también jurídico del celibato con el sacerdocio en la Iglesia latina, quedaron evidentemente supeditadas en la mente de los Padres del Vaticano II a un último y definitivo interrogante, a cuya formulación contribuían también motivos importantes de teología pastoral, de sociología y de estadística: ¿es prudente confiar así el futuro del sacerdocio ministerial a la existencia y abundancia del don de la perfecta y perpetua continencia? La respuesta a esa pregunta fue un acto de fe impresionante y conmovedor de la Esposa de Cristo, “confidens in Spiritu donum coelibatus, sacerdocio Novi Testamenti tam congruum, liberaliter a Patre dari” . Confiando en la misericordia divina, la Iglesia se abandona al amor y al poder de Aquel en quien cree, con la misma fe firme que siempre conmovió a su Esposo (Mt. 8,10), y en la cual siempre se encuentra el camino necesario para la salvación (Mt. 9,2; Mc. 16,16; Lc. 8,12). A los sacerdotes que han de custodiar este don divino, y a toda la comunidad de los fieles, para cuya vida los sacerdotes dan su propia vida y la entregan en sacrificio, corresponde el deber de pedir humildemente y sin descanso al Padre, en el nombre de Cristo (Jn. 14,13), que no niegue a su pueblo la abundancia de esta gracia. Por eso la Iglesia ruega “no sólo a los sacerdotes, sino también a los fieles, que tengan en gran estima este don precioso del celibato sacerdotal y pidan todos a Dios que conceda siempre con abundancia este don a su Iglesia” .

3.6.2.- Fidelidad al don El celibato, que choca con la visión reduccionista sobre el hombre extendida por nuestra cultura científica, es también un reto ante la incapacidad de compromiso permanente que parece ser una característica de la cultura contemporánea. La incapacidad para comprometerse uno mismo de forma irrevocable se manifiesta, especialmente en el mundo occidental, en el incremento del porcentaje de rupturas matrimoniales y de divorcios, como también por el alza de un deterioro de las relaciones sociales básicas: donde valores como la lealtad, la amistad y el espíritu de servicio han perdido fuerza y significado. El amor entendido como autodonación es reemplazado por el amor entendido como posesión, donde el otro es considerado como objeto de satisfacción sexual, más que una persona que es amada en sí y por sí misma. Muchas de las críticas habituales, del celibato proceden de este clima de inestabilidad, que mira con recelo cualquier expresión de fidelidad y compromiso irrevocable. Es natural que, desde la perspectiva de la ética del consumo, que promueve la satisfacción de los deseos, el celibato aparezca como una imposición inhumana y verdaderamente, como un compromiso imposible. Y esto se acentúa en la medida en que falta la fe cristiana, esto, la fe en un Dios que es la fidelidad por excelencia; que se encarna y permanece con nosotros en su Iglesia por medio de la Palabra y los sacramentos. La fidelidad es un rasgo que afecta al conjunto de la personalidad; por eso, la infidelidad no puede ser circunscrita sólo a uno de los muchos e importantes campos donde se pone en juego. La fidelidad ilumina el corazón humano y es la medida de su calidad moral. En consecuencia, la educación para el celibato o para la castidad en general no puede ser reducida a un área marginal en el conjunto de las tareas educativas. Se trata de formar a la gente en la plena verdad de su personalidad humana, una verdad que encierra un profundo aprecio por la auténtica libertad (Jn. 8,32). Como señaló santo Tomás, la razón para guardar la castidad es facilitar el crecimiento de la caridad y de las demás virtudes teologales que unen el espíritu con Dios . La fidelidad de la que es capaz una persona no es una fidelidad rígida y lineal durante toda la vida, sino, más bien, es una fidelidad que conoce oscilaciones, avances y retrocesos –avances, que se consiguen por la gracia de Dios, y retrocesos, como el del hijo pródigo que, perdonado por su Padre misericordioso, reorienta su corazón y cura las desviaciones de sus sentidos–. Solamente la persona que Dios une a Sí mismo y a su amor infinito puede ser verdaderamente fiel. Es un amor que nos eleva sin arrancarnos de nuestra condición humana, y que nos libera uniéndonos a Dios con lazos que se anclan en la Verdad, la Bondad y la Belleza inmutables . Sólo Dios, por medio de Jesucristo, puede poner en nuestra vida creatural una dimensión de eternidad que nos hace capaces de una fidelidad a la vez dinámica y firme. El celibato que se ofrece a Dios de esta manera es una ocasión eminente para el ser humano de ejercer su libertad. Para alcanzar su madurez, necesita un compromiso e incluso una muerte. Puesto que la libertad más profunda, la liberación del pecado, se alcanzó mediante la muerte; desde entonces, la auténtica libertad y la Cruz están inevitablemente unidas; y el amor humano más auténtico se expresa en el sacrificio de uno mismo. La libertad sin trabas, sin responsabilidad, es una contradicción; y la huida de cualquier restricción o lazo genera angustia y sentimiento de culpa. Frankl, ve precisamente en la libertad comprometida la cualidad del espíritu humano que permite al hombre trascender su condición biológica, psicológica y social .

3.7.- La dimensión esponsal del celibato El sacramento del Orden otorga al sacerdote una participación que no es sólo en el misterio de Cristo como Sacerdote, Maestro y Pastor, sino también, de alguna manera, en su papel de esposo de la Iglesia . El amor esponsal de Cristo se manifiesta en su voluntad de morir por su amada, en el hecho de que él la alimenta y cuida, y en que constantemente la santifica (Ef. 5,25-27). El sacerdote, como icono de Cristo, tiene que amar a la Iglesia con el mismo amor esponsal, que es sobrenatural y gratuito, dándose a sí mismo generosamente por las necesidades de la Iglesia, un amor que tiene que ser ejercido con toda la delicadeza, generosidad y paciencia de un amoris officium . En sus reflexiones sobre el sacerdocio, Juan Pablo II subraya de manera particular la dimensión nupcial de la cristología y de la Redención . Esto le lleva lógicamente a una consideración del carácter esponsal del sacerdote como icono de Cristo. El Santo Padre ha tratado de la noción de amor esponsal en varios de sus escritos, principalmente al comienzo de su Pontificado, en su detallado comentario de los capítulos 2-4 del Génesis sobre “el significado nupcial del cuerpo” . Ha vuelto sobre el tema en la Carta Apost. Mulieris Dignitatem de 1988, analizándolo en el contexto del capítulo quinto de la Carta a los Efesios . Este texto paulino, que recoge la tradición esponsal del Antiguo Testamento, de los profetas Oseas, Ezequiel e Isaías, tiene un interés particular para nuestra comprensión del significado nupcial de la Redención como obra de Cristo, Esposo de la Iglesia, y por tanto, también para nuestra comprensión del celibato sacerdotal. El sacerdote, como hemos visto, es una imagen viva de Jesucristo, Esposo de la Iglesia. Pero Cristo es Esposo de forma especial en el sacrificio del Calvario, porque la Iglesia como Novia “nace, como nueva Eva, del costado abierto del redentor en la cruz” . El acto sacerdotal supremo de Cristo es entonces un acto esponsal, como san Pablo explica cuando anima a los esposos a amarse el uno al otro “como Cristo amó a la Iglesia y se entregó así mismo por ella” (Ef. 5,25). “Por esto Cristo está al frente de la Iglesia, la alimenta y la cuida (Ef. 5,29), mediante la entrega de su vida por ella” . En Mulieris dignitatem, Juan Pablo II afirma el misterio esponsal de la Misa, a la que llama “Sacramento del Esposo y de la Esposa”, que “hace presente y realiza nuevamente de manera sacramental el acto redentor de (...) Cristo el Esposo hacia la Iglesia su Esposa” . Así, de la misma manera que el amor sacrificial de Cristo por su Esposa es consumado sobre el Calvario, en la Eucaristía –el sacrificio de la Misa–, el sacerdote representa in persona Christi y hace presente, de nuevo, su amor por la Iglesia. De aquí deriva la gracia y la obligación del sacerdote de dar a su vida entera una dimensión “sacrificial” . Por tanto, la plena autodonación del sacerdote a la Iglesia encuentra su fundamento en que la Iglesia es el Cuerpo y la Esposa de Cristo . Siguiendo a Cristo, la Iglesia como Esposa es la única mujer con la que el sacerdote puede estar casado. Tiene que amarla con un amor exclusivo y sacrificial, que lleva a la fecundidad de su paternidad espiritual. Para el sacerdote, Cristo es la fuente, la medida y el impulso de su amor por la Esposa y de su servicio al Cuerpo . Las exigencias de este amor sugieren claramente la incompatibilidad con cualquier otro compromiso nupcial por parte del sacerdote, dando fuerza a la razón de mayor peso para el celibato sacerdotal . Este amor especial tiene también consecuencias prácticas en la vida espiritual del sacerdote . El sacerdocio católico está íntimamente vinculado al ministerio, vida y crecimiento de la Iglesia, Esposa virginal de Cristo (Ap. 19,7; 21,2; 22,17; 2 Cor. 11,2). Por la naturaleza de su servicio a la Iglesia. “El sacerdote es el padre, el hermano, el siervo universal; su persona y su vida toda pertenecen a los demás, son posesión de la Iglesia, que lo ama con amor nupcial; y tiene con él y sobre él –que hace las veces de Cristo, su Esposo– relaciones y derechos de los que ningún otro hombre puede ser destinatario (...). Por eso precisamente se comprende bien la conveniencia del celibato –que custodia mejor la unidad del corazón humano (1Cor. 7,33) para defender, llenar de plenitud y enriquecer los lazos de amor nupcial que unen el sacerdocio cristiano con la Esposa de Cristo” . Este es el aspecto complementario del celibato: precisamente porque Cristo y sus sacerdotes tienen una relación esponsal con la Iglesia, la Iglesia como esposa virginal de Cristo tiene un profundo sentido de la exclusividad de sus derechos nupciales sobre el sacerdote como icono de Cristo. Como Juan Pablo II afirma, “la Iglesia, como esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de la misma manera total y exclusiva con que Jesucristo Cabeza y Esposo la amó” . Debido a que el don del celibato es parte integral del misterio de Cristo, para entenderlo se requiere no sólo una reflexión intelectual, sino, sobre todo, un esfuerzo de contemplarlo en oración y adoración para comprender su sentido más profundo, que sólo se alcanza con la luz del Espíritu Santo, fuente última de este carisma.

3.8.- Paternidad espiritual A cambio de la plena autodonación que asume libremente, y de su renuncia a una paternidad de la carne, el sacerdote recibe un notable enriquecimiento, con una paternidad según el espíritu. Su renuncia se enraíza en la caridad pastoral, en un amor que se desarrolla en el cuidado y preocupación por los demás, que hace posible un mejor servicio pastoral . En virtud de esta renuncia por el Reino de los Cielos, el sacerdote realiza existencialmente lo que ya es ontológicamente por la gracia del sacramento: se convierte en un “hombre para los demás” . Hace visible y operativa su realidad profunda en su plena dedicación al bien de la comunidad de fieles que le ha sido confiada . Esa caridad sacerdotal, que florece en el corazón gracias al celibato, no conoce fronteras de tiempo o lugar, y no excluye a ninguna persona. Debe ser una caridad universal, un reflejo de la caridad pastoral de Cristo Sacerdote para todos los hombres y mujeres, uno por uno . Observar el celibato por el Reino de los Cielos no supone ser menos hombre. Sino que, como consecuencia, el corazón queda libre para amar a Cristo y a los demás de una forma especial. “Por la libre elección del celibato sacerdotal el sacerdote renuncia a una paternidad terrena y gana una participación en la Paternidad de Dios. En lugar de ser padre de uno o más hijos en la tierra, se hace capaz de amar a todos en Cristo. Sí, Jesús llama a su sacerdote para que lleve el tierno amor de su Padre a todas y cada una de las personas. Cuando el sacerdote ejercita su ministerio, descubre la grandeza de su vocación; su capacidad de afecto y amor se llena por la paternal y pastoral tarea de engendrar el pueblo de Dios en la fe, formándolo y trayéndole como “una virgen casta” a la plenitud de la vida de Cristo . Mirando el sacerdocio desde esta perspectiva, entendemos mejor el afecto que llenaba el corazón de Pablo por sus amados corintios, y por qué les invita a no tomar a mal las quejas que nacían de su afecto por ellos. “Estoy celoso de vosotros con celo de Dios –les dice–, os he desposado con un solo esposo para presentaros a Cristo como una virgen casta” (2Cor. 11,2). Su celibato permite a Pablo, como al sacerdote, recibir y ejercitar de una manera especial su paternidad en Cristo. Su ministerio eleva y expande “la necesidad que tiene el sacerdote, como cualquier hombre, de ejercitar su capacidad de engendrar, y de llevar a la madurez a aquellos hijos que son fruto de su amor” . Por todo lo dicho, se ve que la virginidad no significa esterilidad, sino, al contrario, máxima fecundidad; espiritual no carnal¸ pero como el hombre es también espíritu, y no sólo carne, se trata de una fecundidad exquisitamente humana, de un llegar a ser verdaderamente padre o madre. Es el mismo tipo de fecundidad que permitía decir a san Pablo dirigiéndose a los cristianos instruidos por él en la fe: “He sido yo quien, por el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús” (1Cor. 4,15) y también: “¡Hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto” (Gal. 4,19). Lo sabe bien el pueblo cristiano que ha atribuido espontáneamente, en toda cultura, a los vírgenes –sacerdotes, religiosos, monjes– el título de padre y a las vírgenes el título de madre. Cuántos misioneros y cuántos fundadores de obras son recordados simplemente como “el Padre” y cuántas mujeres simplemente como “la Madre”. San Gregorio Nacianceno compuso un verso estupendo en alabanza de la virginidad. Al leerlo , dice el P. Rainero Cantalamesa –capuchino y predicador apostólico– que se trataba de una expresión un poco enfática destinada a exaltar el valor de la virginidad. Éste, en efecto, viene a decir que la virginidad tiene un modelo más alto que la Iglesia, más alto incluso que María: ¡la Trinidad! “La primera virgen es la Santísima Trinidad” . Podemos constatar, una vez más, que los Padres nunca dicen algo por decir, sin una razón objetiva y profunda. Sí, la Santísima Trinidad es, de verdad, la “primera virgen”, no sólo porque es virginal la generación eterna del Verbo por el Padre sino porque también ha creado ella sola el universo, sin concurso de ningún otro principio ni siquiera el de una “materia preexistente”. Ha creado de la nada, virginalmente. En toda generación por vía sexual hay un elemento de egoísmo y de concupiscencia. El hombre y la mujer, al engendrar un hijo, donan pero también “se hacen” un don; realizan, pero también “se realizan”, teniendo necesidad del encuentro con el otro para completarse y enriquecerse. Pero la Trinidad, cuando crea, realiza no “se realiza”, siendo ya en sí misma perfectamente feliz y completa. “Has dado origen al universo –dice la Plegaria Eucarística IV– para difundir tu amor sobre todas las criaturas y alegrarlas con el resplandor de tu luz”. La virginidad revela aquí su nota más hermosa, que es la gratitud. Los vírgenes cristianos imitan esta gratuidad cuando aman y cuidan de los niños que no son suyos según la carne, de los enfermos, de ancianos que no son suyos, y cuando –y es el caso, sobre todo, de los sacerdotes en la Iglesia– se cargan con pecados que no son suyos para presentarlos delante del Señor e interceder y perdonarlos en nombre de Dios Padre.

3.9.- El celibato y el matrimonio Se trata de una relación compleja y articulada que ha conocido en la historia fases alternas. En el pasado, primero la tradición medieval y después el Concilio de Trento, en su lucha contra el protestantismo y por la preocupación de defender la legitimidad evangélica de la virginidad, daban superioridad a la virginidad por el Reino de los Cielos en relación con el matrimonio . Una frase de Schillebeeckx, en un volumen sobre el pensamiento bíblico-teológico acerca del matrimonio, da un poco la idea del tipo de relación existente entre los dos estados de vida: “en el curso de la historia de la Iglesia el aspecto sacramental del matrimonio debía ser reconocido a la luz de la virginidad” . Ha sido el Concilio Vaticano II quien ha señalado al respecto un cambio de perspectiva. Es cierto que la Optatam totius habla explícitamente de “superioridad” de la virginidad consagrada a Cristo en relación con el matrimonio , y en la Lumen gentium de que este precioso don “sobresale” entre los otros dones ; pero la teología del Vaticano II y, de forma particular su eclesiología, dejan entender con mucha claridad el sentido de estas expresiones y el sentido, en definitiva, de la opción virginal en relación con otras opciones. De hecho la eclesiología conciliar no parece insistir en los grados de perfección o en la superioridad formal y absoluta de un estado de vida respecto al otro; más aún, como eclesiología de comunión que afirma la vocación universal a la santidad , prefiere hablar de “carismas específicos” y de “complementariedad” en el conjunto del pueblo de Dios . Y así el mismo Concilio presenta el celibato sacerdotal y especialmente la castidad religiosa, como “nuevo y excelso título”, a través del cual los presbíteros “se consagran a Cristo..., se unen más fácilmente al Él con un corazón indiviso, se dedican más libremente a Él y por Él al servicio de Dios y de los hombres, sirven con mayor eficacia a su Reino y a su obra de regeneración divina y de este modo se disponen para recibir una paternidad más amplia en Cristo . En la misma línea se encuentra la Enc. Sacerdotalis coelibatus que, además de confirmar y recoger lo específico del celibato como adhesión total e inmediata al Señor en la tensión escatológica de la cual es signo, afirma que éste “manifiesta de la forma más clara y completa la realidad profundamente innovadora del Nuevo Testamento” . Del mismo modo el documento conclusivo del Sínodo de obispos de 1971 afirma: “el celibato es un signo que no puede permanecer desconocido por largo tiempo, sino que proclama eficazmente a Cristo entre los hombres, también a los de nuestro tiempo” , y también, “el celibato, elegido por el Reino, demuestra claramente aquella fecundidad espiritual, o sea, aquella potencia generadora de la nueva ley, por la cual el apóstol sabe cómo ser, en Cristo, el padre y la madre de su propia comunidad” . Juan Pablo II ha dedicado mucha atención a este tema, haciendo de él, centro del quinto ciclo de catequesis de las audiencias generales, de marzo a mayo de 1982. En la audiencia-catequesis del 14 de abril de aquel año afirma: “Las palabras de Cristo en Mateo 19,11-12 (así como las palabras de Pablo en la primera carta a los Corintios, cap. 7) no dan motivo para sostener ni la “inferioridad” del matrimonio, ni la “superioridad” de la virginidad o del celibato (...) Las palabras de Cristo sobre este punto son muy claras. Él propone a sus discípulos el ideal de la continencia y la llamada a la misma, no por motivos de inferioridad o por prejuicios de la “unión” conyugal “en el cuerpo”, sino sólo por el “Reino de los cielos” . Al mismo tiempo el Papa habla del celibato como una vocación “excepcional (...), no ordinaria (...), particularmente importante y necesaria por el Reino de los cielos” , “nueva y hasta la más plena forma de comunión intersubjetiva con los otros” y, por tanto, la conciencia de poder realizarse a sí mismo”de otra forma” y en cierto sentido “más” que en el matrimonio, convirtiéndose en un “don sincero para los demás” y llega a admitir una cierta “superioridad” de la virginidad, pero “sólo” en cuanto “indicada por motivo del Reino de los cielos”, especifica el pontífice . Otro elemento subrayado por Juan Pablo II en sus catequesis es el concepto de complementariedad entre los dos estados de vida. Inmediatamente después de haber habado de la relativa superioridad de la virginidad, él recalca que tal superioridad como la correspondiente inferioridad del matrimonio “están contenidas en los límites de la misma complementariedad del matrimonio y de la continencia por el Reino de Dios. El matrimonio y la continencia no se contraponen el uno al otro, ni dividen de por sí a la comunidad humana (y cristiana) en dos campos (de “perfectos” a causa de la continencia y de los “imperfectos” o menos perfectos a causa de la realidad de la vida conyugal). Sino que (...) estos dos “estados” en un cierto sentido se explican y completan mutuamente en cuanto a la existencia y a la vida (cristiana) de esta comunidad, la cual en su conjunto y en todos sus miembros se realiza según la dimensión del Reino de Dios, y tiene una orientación escatológica que es propia de este Reino. Ahora bien, respecto a esta dimensión y a esta orientación, en la que debe participar toda la comunidad– la continencia “por el Reino de los cielos” tienen una importancia y elocuencia particular para aquellos que viven la vida conyugal” . En el documento del post-Sínodo 90, Pastores Dabo Vobis, Juan Pablo II, recogiendo la proposición II votada casi por unanimidad de los Padres sinodales, habla del celibato sacerdotal como de “un don precioso dado por Dios a su Iglesia y como un signo del Reino que no es de este mundo, signo del amor de Dios a este mundo, así como del amor indiviso del sacerdote a Dios y al Pueblo de Dios” . Es evidente que hay cierta articulación y una distinta forma de subrayar tal evolución teológica. En efecto, cuando se habla de celibato, aparece puntual la tensión entre la grandeza del ideal, por un lado, y la realidad del ser humano por otro. En el punto de vista psicológico es quizás donde se encuentra el verdadero problema, el nudo que hay que desatar, lo que complica inevitablemente el tema y donde está probablemente el énfasis del pasado, pero que no sería bueno limitar demasiado corriendo el peligro de empequeñecer y nivelar los carismas. La evolución del pensamiento al respecto se ha dirigido hacia la recuperación de una percepción más realista de la humanidad del que se consagra en el celibato. Se aprecia la menor insistencia en el concepto de perfección aplicado automáticamente a un estado de vida; sin que por ello se baje el nivel del ideal, que por el contrario viene reconocido con más precisión en su especificidad o en su proyección vertical, sin ninguna acomodación o proceso reductivo . Santidad y pecado, grandeza y miseria, ideal y realidad se entrelazan continuamente en este hombre en una síntesis que debe hacer rehacer cada día. En tal sentido, tanto la enseñanza del Concilio, como la de Juan Pablo II, no hablan de superioridad formal y absoluta del celibato respecto al matrimonio, sino de carisma específico, nacido de un acto de amor particular del Padre y como respuesta igualmente particular a este amor , que encuentra su peculiaridad (su forma) en una adhesión más libre y total a Cristo, en un dedicarse a él y a su reino con un corazón indiviso y con mayor eficacia, en un manifestarse Dios de forma más clara y completa como fuente de todo amor, y al reino de los cielos como el destino de todo amor, etc. Estos “más” no deben leerse en clave de contraposición competitiva o de comparación vencedora, sino como forma que tal vocación debe asumir si quiere permanecer fiel a sí misma y si quiere, sobre todo, expresar el amor que la origina. El amor, hemos dicho, busca siempre la radicalidad . Y es siempre en este sentido como los dos estados de vida son entre sí complementarios, se explican y completan mutuamente, y juntos expresan y manifiestan el amor de Dios. Si el matrimonio representa un poco la regla común, seguida por la gran mayoría, el celibato es una excepción. Como dice Laplace, la vía del matrimonio (para alcanzar la perfección de la caridad) es más difícil, la de la virginidad tiene más riesgos . Sin embargo esta “excepcionalidad arriesgada” es su fuerza y su característica, el signo que da al mundo. Además, se observa a través de los siglos, que las personas casadas a pesar de todos los frutos espirituales que se proporcionen mutuamente, apenas pueden llegar por sí mismos a profundizar espiritualmente el uno en el otro, sino que para ello necesitan a una persona célibe que los asista. Así lo afirma expresamente el psicoterapeuta S. Blarer, partiendo también de sus propias experiencias; de manera parecida sucede con el hecho, bien comprobado, de que los cónyuges no pueden practicarse mutuamente una terapia. En todo esto el sacerdote célibe que les asista debería ver el significado positivo de su celibato. “Cuanto más se reconozca que el celibato es –para la verdadera labor pastoral– una fuerza de amor necesaria, edificante y que inunda de profunda fidelidad, tanto más perderá el celibato el gustillo amargo de ser una prohibición, una limitación y una renuncia a impulsos físicos, renuncia que a menudo es difícil de comprender” . Claro que no sólo el celibato tiene importancia para el matrimonio, sino también, a la inversa, el matrimonio la tiene para el celibato. T. Salomon, miembro de la asociación espiritual Marriage Encounter, formula así de manera personalísima la relación íntima que existe entre el matrimonio y el celibato: “Estoy convencido de que lo uno no es posible sin lo otro; ambos se hallan íntimamente relacionados. El sacramento del matrimonio sólo puede vivirse a la larga cuando hay alguien que llama la atención incesantemente de los dos cónyuges sobre su vocación, la cual consiste en ser signos del amor de Dios. ¡Quién podría hacerlo mejor que aquel que afirma conscientemente: ‘No quiero entregarme por completo y vivir para una sola persona, sino para todos vosotros, para una comunidad (muy concreta)’! Así como el hombre y la mujer, en el acto de administración del sacramento, confiesan en presencia de la comunidad su decisión de conceder prioridad en la vida al compañero y, con su esfuerzo en pro de la unidad y del amor, quieren hacer patente su voluntad de hacer que otros experimenten a Dios en el signo del matrimonio, así también el sacerdote, con su decisión de querer existir para (muchas) personas, de vivir en relación con ellas, con renuncia plenamente consciente a vincularse a una sola compañera, hace ver con claridad que todo nuestro esfuerzo humano a favor de la unidad y de la relación (de amor) encuentra en Dios su origen y su plena satisfacción. Esto es lo que significa el celibato por amor del reino de los cielos. La fuerza para mantener ese estilo de vida, el sacerdote la recibirá (podrá y tendrá que recibirla) de esa comunión de vida, que le muestra que es significativo dedicarse al amor que lo ofrece un ejemplo y le sustenta” . Si se tiene en cuenta esta relación íntima entre el matrimonio y el celibato, entonces no es fortuito que a la actual crisis del celibato por amor del reino de Dios le corresponda una profunda crisis del matrimonio, y a la inversa. Vemos aquí una razón más para que la Iglesia no sólo se esfuerce con mayor intensidad a favor de una pastoral del matrimonio, sino para que además se declare insistentemente a favor del celibato vivido según el espíritu del evangelio.




CONCLUSIONES

Al final de este trabajo conviene acentuar las líneas capitales. Este resumen no nos permitirá reflejar todos los aspectos considerados pero trataré de dar algunos alcances conclusivos. 1. El celibato consagrado del sacerdote tal como la Iglesia latina lo ha practicado y enseñado a lo largo de los siglos, ha sido impugnado siempre con idénticas razones, según la opinión de excelentes historiadores y teólogos , en el transcurso de este largo periodo de renacimiento católico, que se extiende desde la Revolución francesa a la segunda guerra mundial. Desde Lutero y Erasmo, a la actualidad las razones invocadas contra la ley del celibato no han variado mucho . En primer lugar están las pretendidas razones de orden teológico: Cristo no ha hecho de la continencia una condición sine qua non (sin la cual no es posible) el servicio sacerdotal ; san Pablo, cuyo estado de vida no es conocido con certeza, recomienda el estado de vida célibe, en los apóstoles no podemos basarnos con argumento escritos a favor o contra del celibato ; sabemos que la Iglesia post-pascual tuvo sacerdotes casados; las Iglesias orientales unidas y las Iglesias ortodoxas siguen teniéndolos; que la continencia supone la posesión de un carisma y, por tanto, no puede imponerse desde fuera, por una ley. Por último, se citan incluso razones de orden pastoral indicando que por escasez de vocaciones sería bueno ordenar viri probati para atender pastoralmente a los fieles. La experiencia nos demuestra que las Iglesias que los autorizan, no han hallado la solución necesaria e indiscutible para atraer las vocaciones sacerdotales. En cuanto a la necesidad para el sacerdote de pertenecer al pueblo, ¿quién podría discutir que el célibe por el reino de los cielos puede entregarse tanto, e incluso más generosamente, a todos, sin distinción ni preferencias, que el que legítimamente debe buscar los intereses de su esposa y de sus hijos? Además, para afrontar los sacrificios que requiere la vida solitaria, apostólica o misionera, se necesita un carácter no menos viril que para comprometerse en un estado de vida de matrimonio.

2. Hay, desde luego, cierto número de fracasos entre los que se han entregado al celibato consagrado, fracasos cuyo número ha variado según las épocas, en especial según la moralidad dominante en el ambiente. Admitamos que el celibato consagrado es una condición de vida elevada y en ciertos aspectos sobrehumanos, pero reconozcamos que esta dificultad constituye su grandeza y que esta condicionada a ser vivida con tal que se la nutra con la ayuda sobrenatural y natural que exige. Y no olvidemos que, sobre todo en medio de esta sociedad pluralista en la que domina la influencia del sexo, también el matrimonio monogámico fielmente observado es una empresa que se estaría igualmente tentado de calificar de sobrehumana o heroica. Quien huye del celibato para sustraerse a las exigencias de una fidelidad conyugal libremente consentida, ¿no corre el riesgo de declararse a su vez incapaz de asumir otra nueva fidelidad, completamente rigurosa también?

3. Lo que está claro en la Escritura, la historia de la Iglesia primitiva, los escritos de los santos Padres, y el testimonio de muchos sacerdotes, es que existe una tradición constante del celibato sacerdotal en la Iglesia. Esta tradición fue aprobada y extendida por varios concilios provinciales y papas. Fue promovida, defendida y restaurada en sucesivos periodos del primer milenio de la historia de la Iglesia, aunque frecuentemente encontró oposición entre los mismos clérigos y chocó con los criterios de las sociedades en decadencia. Aparte de los argumentos históricos, la justificación teológica para el celibato ha ganado un terreno considerable desde el Concilio Vaticano II, y de una forma más notable en los escritos de Juan Pablo II . En consecuencia, la idea de que el celibato clerical es, simplemente, una disciplina eclesiástica resulta cada vez menos convincente. Hemos aludido a que las normas canónicas no pueden encerrar o expresar la verdad completa sobre el fenómeno que legislan. Como bien ha señalado Juan Pablo II, son “sólo la expresión jurídica de una antropología y una realidad teológica subyacentes” . Por eso, aunque la primera legislación canónica conocida data de comienzos del siglo IV, presupone la existencia de una practica pastoral y de un fenómeno teológico.

4. La objeción de que la Iglesia, al “imponer” el celibato, ofende los derechos individuales no tiene fundamento. En primer lugar, ningún candidato al sacerdocio tiene derecho ni obligación a ser ordenado –la vocación sacerdotal es un don de Dios que otorga al que quiere, sin importar los méritos del individuo. En segundo lugar, los que han sido llamados al sacerdocio aceptan con libertad plena la disciplina del celibato ordenada por la Iglesia. Esto lo hacen después de seis años de intensa preparación y de una reflexión pensada detenidamente, en una edad en que son plenamente capaces de tomar una decisión madura. La Iglesia responde a la acción del Espíritu Santo que actúa dentro de ella y la guía hacia la verdad plena (Jn. 16,13). En ese sentido está perfectamente en su derecho de pedir a sus candidatos y sacerdotes que sean célibes. Ciertamente, al hacerlo, pide más de lo que es humanamente justificable o exigible. Sin embargo, la Iglesia no es una organización humana. Tiene un origen divino y ha sido bendecida con poderosos medios de gracia y con los carismas del Espíritu Santo. Estos mismos le llevan a afirmar audazmente que, en el rito latino, la voluntad de Dios para sus ministros es que sean célibes, y que cuando se da una vocación al sacerdocio, el Espíritu Santo la dota del carisma del celibato. Como toda ley humana, la del celibato, introducida por la Iglesia, no es inmutable. Pero ante la oposición y la ceguera espiritual de una cultura hedonista, puede surgir la tentación de escoger el camino fácil y de establecer un celibato opcional. Sin embargo, es una señal del carácter esencialmente sobrenatural de la Iglesia, su constante convicción en el origen apostólico del celibato, y el valor con que siempre ha remado contracorriente en este asunto. A través de los siglos, ha escuchado todas las razones psicológicas, sociológicas y funcionales que parecen justificar un celibato opcional. Pero nunca ha sentido que estos argumentos fueran adecuados. Contra la sabiduría convencional, ha enraizado más su convicción en las promesas de Cristo, y nunca ha dudado de que el Espíritu Santo pueda y quiera otorgar este carisma generosamente cuando se pide con humildad. Cuando Pablo VI, promulgó su encíclica sobre el sacerdocio y el celibato, Sacerdotalis Coelibatus y anteriormente el decreto Presbyteroum Ordinis (7-12-1965), no sólo respondió a los votos de los padres del Vaticano II, sino, en cierto modo, también al eco de las aspiraciones y los deseos más vivos y firmes de santidad, ratifico la vigencia del celibato sacerdotal como estado de vida apostólica sin dejar de comprender las necesidades de la humanidad y de la Iglesia de nuestra época. Y los sucesores pontífices como Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica Pastores Dabo Vobis, Cartas del Jueves Santo a los Sacerdotes y las Catequesis sobre el amor humano, continua el mismo magisterio; y actualmente lo reafirma Benedicto XVI en la Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis (2007), cuando observa que “no es suficiente comprender el celibato sacerdotal en términos funcionario eclesiástico” sino en la “lógica eucarística”, el sacerdote es servidor de una divina acción y por el carácter sacramental recibido es propiedad de Dios; “este ser de otro” es el “enganche adecuado para comprender y reafirmar en nuestros días el valor del sagrado celibato, que en la Iglesia latina, es un carisma requerido para el Orden Sacerdotal”, lo matizó en diversas ocasiones especialmente durante el Año Sacerdotal (2009-2010) proclamando que el celibato sacerdotal, es el “gran escándalo profético” ante un mundo sensualista.

6. Textos relativamente numerosos prueban que también las prescripciones veterotestamentarias, sobre la obligación de abstenerse de las relaciones conyugales impuesta a los sacerdotes, durante el ejercicio de su ministerio cultual han ejercido alguna influencia. Esta influencia se explica a la luz de dos creencias: la primera es la fe en la autoridad divina de los libros sagrados de la antigua alianza y en el alcance tipológico de todas las prescripciones contenidas en ellos ; la segunda, la fe en la superioridad de la nueva alianza y, por lo tanto, la obligación de ésta de llevar a su plenitud esas mismas prescripciones. Pero es erróneo atribuir ante todo, al influjo ejercido por las leyes caducadas del Antiguo Testamento, los orígenes y el desarrollo de la preferencia reconocida a la virginidad y al celibato consagrado para proveer al reclutamiento de los ministros del culto. Solo se puede afirmar que las referencias a estas leyes se han multiplicado y precisado, cuando los concilios y los sumos pontífices tuvieron que buscar y encontrar un antecedente escriturístico del carácter jurídico del celibato, es decir, del carácter de ley que pretendían darle . 7. La consagración a Cristo, para el fiel deseoso de comunión con Dios y que aspira a realizar el ideal de una vida de oración intensa y, por así decir, continua, el estado de virginidad y el celibato consagrado seguirán creando el ambiente requerido para poder responder a este deseo y a esta vocación . Junto a la dimensión personalista del dominio de sí y a la dimensión cristológica surge así una tercera dimensión, la dimensión eclesiástica o comunitaria, que implica no solamente la idea de una disponibilidad completa e indivisa, sino también, y sobre todo, la de un amor de consagración total a la Iglesia, y que, a su vez, los psicólogos no dejan de escrutar y justificar. Queda por decir algo sobre una cuarta dimensión que se llama escatológica, pero que preferio llamar más bien kerygmática. Pues en esta ocasión no se trata sólo para el sacerdote de ser un signo sino de ejercer con su vida la misión de heraldo de Cristo, de testigo del reino de los cielos. Por su renuncia a uno de los valores capitales de este mundo, la fundación de una familia, el sacerdote o religioso(a) dan testimonio de este dato importante de la fe, que consiste en creer inquebrantablemente en la realidad de la vida más allá de la muerte, en una finalidad humana que sólo encuentra su realización definitiva en el encuentro con el Señor después de la muerte. Si los sacerdotes se casaran, no destacarían tanto, sino que serían como “uno más de la sociedad civil”. Es interesante ver que, en las Iglesias orientales, donde hay sacerdotes casados, se estima más a los célibes. También en las culturas monacales budistas se entiende que una vida consagrada a lo espiritual va unida al celibato.

8. Los padres del Concilio Trullano II (691), que no podían encontrar en sus documentos motivos para la distinción entre las dos posiciones, latina y oriental sobre la continencia sacerdotal, tomaron los cánones del Código de Cartago (390) que trataban expresamente de la continencia clerical, haciendo referencia directa a los apóstoles y a la tradición antigua de la Iglesia; “modificaron el texto auténtico de los cánones africanos, para justificar su praxis celibataria de sus ministros ordenados y casados”, en contra de la praxis universal mantenida hasta entonces. De este modo, las palabras del canon 3 del Concilio de Cartago: “... gradus isti tres (...) episcopos, presbíteros et diaconos (...) continentes in ómnibus”, fueron sustituidos en el canon 13 del Trullano por estas otras: “... subdiaconi (...) diaconi et presbyteri secundum easdem rationes a consortibus se abstineant”, donde esas “easdem rationes”, se oponen a las del texto original de Cartago . Pero en todos estos textos, documentalmente manipulados, se conserva, es más, se busca la referencia a los apóstoles y a la Iglesia antigua para dar al celibato bizantino y oriental, a través de estos testimonios autorizados, el mismo fundamento que tenía la tradición occidental explícitamente indicado por ella en Cartago y en otros lugares. Para la Iglesia católica occidental esta actitud de los padres trullanos puede ser considerada como una prueba más, y no indiferente, a favor de la propia tradición celibataria, que se tiene por apostólica y se basa realmente sobre una conciencia común a la Iglesia universal antigua, por lo que resulta verdadera y justa. El hecho de haber “conservado para los obispos de la Iglesia oriental la misma severa disciplina sobre la continencia”, que se ha practicado siempre en toda la Iglesia, se puede considerar como un residuo en la legislación trullana, de una tradición que ha considerado unidos a todos los grados del Orden Sagrado en una misma obligación de completa continencia. A las comunidades orientales que se unieron a Roma se les concedió poder continuar en su tradición celibataria diferente. Pero el retorno de los uniatas a la praxis latina de continencia completa, ha sido positiva y favorablemente aceptada. El reconocimiento de la diversidad de disciplina concedido por las autoridades centrales de Roma, se puede considerar como noble respeto, pero difícilmente como aprobación oficial del cambio en la antigua disciplina de la continencia .

9. El Concilio Vaticano II, no habla de la “necesidad, del celibato, sino de conveniencia”. Presbyterorum Ordinis, n. 16. Esto ha llevado a algunos a considerar que el celibato sacerdotal puede ser conveniente en determinadas circunstancias históricas, pero no en otras, como por ejemplo las actuales. En este sentido ha de hacerse notar que, cuando en la reflexión teológica se habla de “conveniencia”, se quiere indicar la “convergencia” de motivos diversos y notables, si bien éstos no determinan una estricta “necesidad”. Según el mencionado decreto conciliar, no existe un nexo de estricta necesidad entre el sacerdocio ministerial y el celibato. Para probarlo, el decreto alude a la praxis de la Iglesia primitiva y de las Iglesias orientales. Ha de observarse aquí que el Concilio aún no tenía en cuenta las investigaciones históricas llevadas a cabo en los últimos decenios, conforme a las cuales se sabe que la disciplina relativa a la continencia del clero, si bien comenzó en el siglo IV, presupone una Tradición precedente, que conecta directamente con el ejemplo de Cristo y las disposiciones de los Apóstoles. En conclusión, hay que reconocer que la “múltiple conveniencia” del celibato para el sacerdocio no se reduce a una disposición disciplinar contingente, sino que antes de nada remite a la recomendación de Jesucristo mismo, fundada en su propio ejemplo (el Concilio hace referencia a Mt. 19,12). Es oportuno recordar, además, las prerrogativas de la virginidad cristiana indicadas por Pablo (1Cor. 7,25-40) y la honda sintonía entre los motivos a favor de la continencia y el perfil teológico del sacerdocio ministerial. El ejemplo más claro de tal consideración por parte del Magisterio se encuentra en la encíclica de Pablo VI sobre el celibato sacerdotal (1967) considerada como la ” Carta Magna del estado de vida de continencia sacerdotal“. El hecho de que el celibato sacerdotal no constituya una necesidad dogmática no significa que se trate de una mera opción disciplinar. Entre los diversos argumentos con los que, a lo largo de los siglos, se ha ilustrado la conveniencia del celibato sacerdotal, surge con fuerza creciente la exigencia de que el sacerdote se configure con Cristo, Buen Pastor y Esposo de la Iglesia. Así se ha subrayado en las últimas décadas, tanto en los documentos del Magisterio como en la reflexión teológica.

10. Es preciso reconocer que el celibato no es exclusivo de ciertos estados de vida reconocidos por la Iglesia, como son el sacerdocio o la vida religiosa (en sentido jurídico), sino que también puede “ser llamado a seguir este consejo evangélico cualquier laico, hombre o mujer, que sienta la vocación de vivir el celibato en medio del mundo”, pueden contribuir no poco a la santidad y a la actividad de la Iglesia” L.G. n. 41.

11. Como resultado de la investigación y redacción de este trabajo, tres ideas cristalizaron en mi mente:  En primer lugar, que estudiar el celibato sacerdotal es profundizar en la historia. Y, sin una conciencia clara de la tradición histórica relacionada con el celibato, es imposible apreciarlo o entenderlo, en la actualidad en su integridad la dimensión espiritual, teológica y evangélica que encierra este don, para la Iglesia y el mundo.  En segundo lugar, que no es posible penetrar en el significado de este carisma o justificarlo sin una profunda apreciación de la virtud de la castidad. Una castidad entendida no en el sentido estrecho y lánguido que suele manejar cualquier cultura mínimamente hedonista, sino en el que contiene todo el vigor y la frescura de una virtud cristiana.  Finalmente, y aunque pueda parecer paradójico, que sólo aquel que es capaz de captar la grandeza de la vocación cristiana al matrimonio, será capaz de apreciar en su plenitud la llamada al celibato sacerdotal.  La interdependencia de estas tres ideas es un tema recurrente en los capítulos que he desarrollado en este trabajo de investigación académico-teológico.


Héctor Raúl León Caycho



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