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Miércoles, 4 de diciembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Unidad (Nota de la Iglesia)»

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Características

Los signos de la Iglesia son ciertas señales inconfundibles, o características distintivas que hacen fácilmente reconocible a la Iglesia para todos, y claramente la distinguen de toda otra sociedad religiosa, especialmente de aquellas que pretenden ser cristianas en doctrina y origen. Que tales signos externos son necesarios a la verdadera Iglesia está claro a partir del motivo y finalidad que Cristo tenía en vista cuando hizo su revelación y fundó una Iglesia. La finalidad de la redención fue la salvación de los hombres. Por eso, Cristo anunció las verdades que los hombres debían tener presentes y obedecer. Estableció una Iglesia a la que encargó el cuidado y la exposición de esas verdades y, consiguientemente, la hizo obligatoria para todos los hombres que la conocieran y la oyeran (Mateo, 18,17). Es obvio que esta Iglesia, que toma el lugar de Cristo, y va a llevar a cabo su obra reuniendo en su redil a los hombres y salvando sus almas, debe ser evidentemente discernible para todos. No debe caber duda respecto a cual sea la verdadera Iglesia de Cristo, la única que ha recibido, y ha preservado intacta la Revelación que Él le dio para la salvación del hombre. Si fuera de otro modo se habría frustrado la finalidad de la Redención, la sangre de Cristo se habría derramado en vano, y el destino eterno del hombre estaría a merced de la suerte. Sin duda, por tanto, Cristo, el legislador omnisciente, imprimió en su Iglesia algunos signos externos distintivos por los cuales, con la utilización una diligencia ordinaria, todos pueden distinguir la Iglesia real de la falsa, la sociedad de la verdad de entre las filas del error. Estos signos provienen de la propia esencia de la Iglesia, son propiedades inseparables de su naturaleza y reveladoras de su carácter, y en su propio y cristiano sentido, no pueden encontrarse en ninguna otra institución. En la fórmula del Concilio de Constantinopla (año 381), se mencionan cuatro signos de la Iglesia—unidad, santidad, catolicidad, apostolicidad—que se cree por muchos teólogos son exclusivamente los signos de la Verdadera Iglesia. El presente artículo considera la unidad.

Algunas falsas nociones de unidad

Todos admiten que algún tipo de unidad es indispensable para la existencia de una sociedad bien ordenada, sea civil, política o religiosa. Muchos cristianos, sin embargo, mantienen que la unidad necesaria para la verdadera Iglesia de Cristo no necesita más que un cierto vínculo espiritual interno, o, si es externo, necesita serlo sólo de un modo genérico, puesto que todos reconocen al mismo Dios y reverencian al mismo Cristo. Así, muchos protestantes creen que la única unión necesaria para la Iglesia es la que viene de la fe, esperanza y amor a Cristo; en adorar al mismo Dios, obedecer al mismo Señor, y creer las mismas verdades fundamentales que son necesarias para la salvación. Esto lo consideran ellos como unidad de doctrina, organización y culto. Una unidad espiritual semejante es todo lo que requieren los cismáticos griegos. En tanto que profesan una fe común, son gobernados por la misma ley general de Dios bajo una jerarquía, y participan en los mismos sacramentos, ven a las distintas iglesias –Constantinopla, Rusa, Antioquena—como disfrutando de la unión de la única verdadera Iglesia; está la cabeza común, Cristo, y el único Espíritu, y eso basta. Los anglicanos, de forma parecida, enseñan que la única Iglesia de Cristo se compone de tres ramas: los griegos, los romanos y los anglicanos, cada una de ellas teniendo una legítima jerarquía diferente, pero todas unidas por un vínculo espiritual común.

Verdadera noción de unidad

La concepción católica del signo de unidad, que debe caracterizar a la única Iglesia fundada por Cristo es mucho más exigente. No sólo la Iglesia verdadera debe ser una por unión interna y espiritual, sino que esta unión debe también ser externa y visible, consistiendo en y resultando de una unidad de fe, de culto y gobierno. De ahí que la Iglesia que tiene a Cristo por su fundador no debe caracterizarse por cualquier unión meramente accidental o espiritual interna, sino, por encima de eso, debe unir a sus miembros en una unidad de doctrina, expresada mediante una profesión pública, externa; en unidad de culto, manifestada principalmente en la recepción de los mismos sacramentos; y en unidad de gobierno, por la que todos sus miembros están sujetos y obedecen a la misma autoridad que fue instituida por el mismo Cristo. Con respecto a la fe o doctrina puede objetarse que en ninguna de las sectas cristianas hay estricta unidad, puesto que todos sus miembros no son conocedores en todas las épocas de las mismas verdades que hay que creer. Algunos prestan su adhesión a ciertas verdades que otros no conocen. Aquí es importante señalar la distinción entre el hábito y el objeto de la fe. El hábito o la disposición subjetiva del creyente, aunque específicamente igual en todos difiere numéricamente según los individuos, pero la verdad objetiva a la que se presta adhesión es una y la misma para todos. Puede haber tantos hábitos de fe numéricamente distintos como individuos distintos tengan el hábito, pero no es posible que hay una diversidad en las verdades objetivas de la fe. La unidad de fe se manifiesta por todos los fieles manifestando su adhesión al mismo y único objeto de fe. Todo admiten que Dios, la Suprema Verdad, es el autor primario de su fe, y de su explícita voluntad de someterse a la misma autoridad externa a la que Dios ha dado el poder de anunciar lo que ha sido revelado, deriva que su fe, incluso en verdades explícitamente desconocidas, es implícitamente externa. Todos están preparados para creer lo que Dios ha revelado y la Iglesia enseña. Similarmente, las diferencias accidentales en formas ceremoniales no deben interferir lo más mínimo con la esencial unidad de culto, que ha de considerarse primaria y principalmente en la celebración del mismo sacrificio y la recepción de los mismos sacramentos. Todos son expresivos de la única doctrina y sujetos a la misma autoridad.

La verdadera Iglesia de Cristo es Una

Que la Iglesia que Cristo instituyó para la salvación del hombre debe ser una en el sentido estricto del término que acabamos de explicar, es ya evidente por su misma naturaleza y finalidad; la verdad es una, Cristo reveló la verdad y la dio a su Iglesia, y los hombres deben salvarse conociendo y siguiendo la verdad. Pero la esencial unidad de la verdadera Iglesia cristiana es también explícita y repetidamente declarada por todo el Nuevo Testamento:

Hablando de su Iglesia, el Salvador la llamó un reino, el reino del cielo, el reino de Dios (Mateo, 13, 24,31,33 ; Lucas 13,18; Juan 18,36);

la comparó a una ciudad cuyas llaves se confiaban a los apóstoles (Mateo, 5,14; 16,19);

a un redil al que todas sus ovejas debían venir y estar unidas bajo un solo pastor (Juan 10, 7-17);

a una vid y sus sarmientos, a una casa construida sobre una roca contra la que ni siquiera los poderes del infierno prevalecerían nunca (Mateo 16,18).

Además, el Salvador, justo antes de su pasión, rogó por sus discípulos, por aquellos que después iban a creer en Él --su Iglesia—para que fueran y permanecieran uno como Él y el Padre eran uno (Juan 17,20-23); y

Él ya les había advertido que "todo reino dividido contra sí mismo queda desolado; y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no podrá subsistir" (Mateo, 12,25). Estas palabras de Cristo son expresivas de la unidad más íntima.

San Pablo de igual modo insiste en la unidad de la Iglesia.

Califica el cisma y la desunión como crímenes que clasifica con el asesinato y el libertinaje, y declara que los culpables de las "disensiones" y "sectas" no heredarán el reino de Dios (Gálatas, 5, 20-21).

Al oír de estos cismas entre los corintios, pregunta impacientemente: "¿Está dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?" (I Cor. 1,13).

Y en la misma Epístola describe la Iglesia como un cuerpo con muchos miembros distintos entre sí, pero unos con Cristo, su cabeza: "Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados para no formar más que un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres." (I Cor. 12,13). Para mostrar la íntima unión de los miembros de la Iglesia con el único Dios, pregunta: "El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con el cuerpo de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan" (I Cor. 10,16-17)

De nuevo en su Epístola a los Efesios enseña la misma doctrina, y les exhorta a poner "empeño en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" y les recuerda que hay "un solo cuerpo y un solo espíritu, un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos" (Efesios, 4,3-6).

Ya en una de sus primeras Epístolas, había advertido a los fieles de Galacia que si alguien, incluso un ángel del cielo, les predicaba otro Evangelio distinto del que él había predicado, "¡sea anatema!" (Gálatas, 1,8)

Tales declaraciones como las que provienen de los grandes apóstoles son una clara evidencia de la esencial unidad que debe caracterizar a la verdadera Iglesia Cristiana.

Los otros apóstoles también proclaman persistentemente esta esencial y necesaria unidad de la Iglesia de Cristo (cf. I Juan, 4, 1-7; Apoc. 2, 6,14,15,20-29; II Pedro, 2,1-19; Judas,5,19). Y aunque surgieron divisiones de vez en cuando en la primitiva Iglesia, fueron rápidamente dominadas y los alborotadores expulsados así que incluso desde el principio los cristianos pueden jactarse de ser de "un solo corazón y una sola alma" (Act. 4,32; cf. Act. 11,22; 13,1). La tradición es unánime en el mismo sentido. En cuanto la herejía amenazaba invadir la Iglesia, los Padres se alzaron contra ella como un mal esencial.

La unidad de la Iglesia fue el objeto de casi todas las exhortaciones de San Ignacio de Antioquia ("Ad Ephes.", n. 5,16-17; "Ad Philadelph.", n.3)

San Ireneo fue incluso más lejos, y enseñó que la prueba de la única verdadera Iglesia, en solo la cual estaba la salvación, era su unión con Roma ("Adv.haeres.", III, iii).

Del mismo modo Tertuliano comparaba la Iglesia a un arca fuera de la cual no hay salvación, y mantenía que sólo el que aceptaba todas las doctrinas transmitidas por las Iglesias Apostólicas, especialmente por la de Roma, pertenecía a la verdadera Iglesia ("De praescript., xxi).

La misma afirmación fue sostenida por Clemente de Alejandría y por Orígenes, que decían que fuera de la única Iglesia visible nadie podía salvarse.

San Cipriano en su tratado sobre la unidad de la Iglesia dice: "Dios es uno, y Cristo uno, y una la Iglesia de Cristo" ("De eccl.unitate, xxiii); y de nuevo en sus epístolas insiste en que no hay sino "la Iglesia fundada bajo Pedro por Cristo el Señor" (Epist. 70 ad Jan.) y que no hay sino "un altar y un sacerdocio" (Epist.40,v).

Muchos más testimonios de unidad pueden aducirse de los Santos Jerónimo, Agustín, (Juan) Crisóstomo, y los demás Padres, pero sus enseñanzas son ya demasiado bien conocidas. La larga lista de concilios, la historia y tratamiento de herejes y herejías en cada siglo muestra más allá de la duda que la unidad de doctrina, de culto, y de autoridad ha sido siempre considerada como un signo esencial y visible de la verdadera Iglesia Cristiana. Como se muestra arriba, fue intención de Cristo que su Iglesia fuera una, y que lo fuera, no de una manera accidental o interna, sino esencial y visiblemente. La unidad es el signo fundamental de la Iglesia, pues sin ella los otros signos no tendrían significación, ya que en realidad no existiría la propia Iglesia. La unidad es la fuente de fuerza y organización, como la discordia y el cisma lo son de debilidad y confusión. Dada una autoridad sobrenatural que todos respetan, una doctrina común que todos profesan, una forma de culto sujeta a la misma autoridad y expresiva de la misma enseñanza centrada en un único sacrificio y en la recepción de los mismos sacramentos, los otros signos de la Iglesia se deducen necesariamente y son fácilmente comprendidos.

Que el signo de unidad que es distintivo y esencial a la verdadera Iglesia de Cristo no va a encontrarse en ninguna otra que la Iglesia Católica Romana, se deduce naturalmente de lo que se ha dicho. Todas las teorías de unidad abrigadas por las sectas están lamentablemente en discordancia con el verdadero y apropiado concepto de unidad que se ha definido arriba y que fue enseñado por Cristo, los Apóstoles y toda la Tradición ortodoxa. En ningún otro organismo cristiano hay unidad de fe, de culto, y de disciplina. Entre dos de las cientos de sectas no católicas no hay un vínculo común de unión; cada una tiene una cabeza diferente, una fe diferente y un culto diferente. Ni siquiera, incluso entre los miembros de cualquier secta hay tal cosa como una real unidad, pues su primer y destacado principio es que cada uno es libre de creer y hacer cuanto desee. Hay constantemente separaciones en nuevas sectas y subdivisiones de sectas mostrando que tienen en sí mismas las semillas de la desunión y la desintegración. Las divisiones y subdivisiones han sido siempre características del Protestantismo. Esto es ciertamente un cumplimiento literal de las palabras de Cristo: "Toda planta que no haya plantado mi Padre celestial será arrancada de raíz" (Mt.15,13); y "todo reino dividido contra sí mismo queda desolado, y toda ciudad o casa dividida contra sí misma no podrá subsistir" (Mateo, 12,25).

CHARLES J. CALLAN Transcrito por Thomas Hancil Traducido por Francisco Vázquez