Herramientas personales
En la EC encontrarás artículos autorizados
sobre la fe católica
Domingo, 24 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Señor de los Milagros»

De Enciclopedia Católica

Saltar a: navegación, buscar
Línea 1: Línea 1:
[[Archivo:Señor-milagros-peru-catolico1.jpg|300px|thumb|left|]]
+
[[Archivo:Señor-milagros-peru-catolico1.jpg|300px|thumb|left|]][[Archivo:Lord of Miracles procession Lima Peru 01.jpg|300px|thumb|left|]]
  
 
==La espiritualidad de los siglos XVI y XVII==
 
==La espiritualidad de los siglos XVI y XVII==

Revisión de 11:05 28 oct 2015

Señor-milagros-peru-catolico1.jpg
Lord of Miracles procession Lima Peru 01.jpg

La espiritualidad de los siglos XVI y XVII

Es una época de grandes convulsiones en el seno de la iglesia, que se ve obligada a adoptar medidas radicales. A partir de la Contrarreforma, mucho más acusada en España y por tanto en Hispanoamérica, se defiende la pureza de la fe con tal ahínco que su cuidado viene a convertirse en un primer mandamiento.

Por esto no debe extrañarnos que nuestros santos más insignes, convivieran con la Inquisición, no sólo soportándola sino aceptándola como un método necesario. Era la mentalidad de la época. Epoca de brujerías, supersticiones y oscuridades, las cuales había que desterrar. De la Inquisición se ha dicho que era una institución que respondía a un estado social y fue creada no por la voluntad de un hombre o de una institución, sino por la sociedad misma, que, previendo los peligros de la herejía o la superchería, reaccionó contra ellas y en su defensa le dio origen. Esta, como todas las instituciones españolas, pasó a América en enero de 1569 sin jurisdicción sobre los indios.

Este estado de cosas creó un ambiente de misticismo. De ahí la cantidad de vocaciones religiosas. La espiritualidad estaba en el aire. Se respiraba. Se palpaba. Es una época de santos en todo el mundo, pero con mucho más intensidad en España y sus estados americanos por el aislamiento de toda corriente europeizante en que vivió.

Un santo moreno

En este ambiente de religiosidad extrema no es extraño que florecieran tantos santos. Lo llevaban en la sangre. Es un ejemplo el caso del Perú con San Martín de Porras, cuya madre, sin instrucción de ninguna clase, viviendo en las más bajas esferas de la sociedad limeña, llevó un día de la mano a su hijo al convento de los dominicos para que le hicieran el honor de admitirlo como donado. Era un orgullo para cualquiera, en aquella época, tener un hijo religioso.

Lima y sus inicios

Lima o la ciudad de los Reyes fue fundada el 18 de enero de 1535, según trazo de su fundador Francisco de Pizarro a orillas del río Rímac. Sus características son las clásicas de todas las ciudades americanas: una plaza central y calles perpendiculares trazadas a cordel y divididas en cuadras donde se asentaban los edificios. Sus primeras casas debieron de ser sencillas, aunque se afirma que había muy buenas casas y algunas muy galanas. Las primeras edificaciones en piedra y con ornato fueron los conventos. La gran afluencia de órdenes religiosas que desde el primer momento llegaron al Nuevo Mundo hace que la geografía americana se vea enriquecida por construcciones que rivalizaban en esplendor y grandeza. Lima, por ser el centro principal de América del Sur, fue la sede de casi todas las fundaciones religiosas. Franciscanos, dominicos, agustinos, mercedarios y jesuitas fueron levantando en esta ciudad sus moradas y dándole una fisonomía distinta. Junto a templos y conventos surgieron luego los hospitales.

La población de Lima

Desde su fundación y hasta inicios del siglo XVII, la población limeña se había incrementado notablemente, según el censo de 1613 ascendía a 25,000 habitantes y en 1630 llegaba a las 60,000 almas de las cuales 25,000 eran españoles, 5,000 indios y 30,000 negros.

Situación social de Lima

Indios, mulatos, negros, criollos y españoles se entremezclaban en una desigualdad numérica e integral. Los españoles constituían por lo general un mundo aparte y en donde las mujeres vestían a la última moda. La situación del indio era bastante precaria, pues su falta de formación y cultura lo incapacitaba para cualquier cargo administrativo o comercial; estos cargos, por otra parte, estaban copados por los españoles y criollos. Y en cuanto a la situación de los negros la mencionaremos luego.

La población negra

Francisco Pizarro obtuvo del emperador Carlos V (1500-1558), la venia para introducir al Perú 50 esclavos. Poco después otros conquistadores obtuvieron ese privilegio. Veinte años después la población negra aumentó tanto que, en 1553 Hernández Girón formó un batallón con 300 esclavos libertos.

A inicios del siglo XVII, según el cronista Bernabé Cobo (1582-1657), Lima tenía una población de aproximadamente 30,000 negros.

En el Perú, al igual que en el resto de la América española, la trata de esclavos se otorgó por contrato a comerciantes extranjeros. Recién en 1784 se permitió a los barcos españoles la introducción de esclavos previo pago de 150 pesos por persona. En 1804 se prorrogó por doce años más este permiso. Durante el gobierno en 1806, del virrey José Fernando Abascal (1743-1821), llegó al Perú el último grupo de esclavos, cotizándose un varón adulto en 600 pesos.

Piezas de ébano Los esclavos que llegaron al Perú pertenecían a diversas castas. Un artículo publicado por el “Mercurio Peruano”, en 1791, menciona a los mandingas, los lucumés, los congos, los misangas, los cambundas, los carabalíes, los cangaes, los chalas, los huarochiríes y los terranovas. A ellos debe añadirse a los angola, una de las etnias más conocidas y numerosas de Lima.

Lima religiosa El ámbito religioso obtiene ventaja. Es digno aún de un mayor estudio el hecho que, en esta sociedad incipiente y extraña floreciera el mayor plantel de santos que puede darse en una misma época y en un mismo lugar. Aunque con algunos años de diferencia, convivieron en Lima cinco santos, tres nacidos en España y los otros dos criollos. Santo Toribio de Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima, Isabel Flores y Oliva, más tarde Santa Rosa de Lima, San Martín de Porras, San Juan Macías y San Francisco Solano dieron con sus virtudes una nota de misticismo que glorifica la ciudad y la época.

Los conventos, fuente de santidad Los conventos americanos constituyeron, durante los siglos XVI y XVII, verdaderas células vitales. En ellos se estudiaban no sólo las disciplinas tradicionales de los conventos europeos sino todas las novedades adquiridas en la nueva experiencia misional y apostólica. Eran edificios inmensos que albergaban dentro de sus muros, además de la iglesia y capillas de indios, innumerables dependencias que servías a la vida de la comunidad: claustro, refectorio, enfermería, sala del capítulo, etc.

En dos de estos conventos, radicados en Lima, de una de las órdenes que más altura exigían a sus hombres, florecieron los dos santos más humildes de la historia americana: San Martín de Porras, en el Convento de Nuestra Señora del Rosario, y San Juan Macías, en el de la Magdalena.

Los laicos y la religiosidad Junto a la tarea de los misioneros y al mandato de los monarcas; los laicos participaron activamente en el proceso de la evangelización y propagación de la fe cristiana.

Por un lado en la labor de apostolado y en la colaboración para la administración de sacramentos, pues por el II Concilio limense se prescribe que en cada pueblo de indios debe existir una persona bien instruida, para que pueda bautizar en ausencia de un sacerdote o por otra necesidad.

Por otro lado su participación es activa en las más variadas formas de caridad y en las fundaciones de carácter apostólico y de cofradías. Su contribución económica es muy clara y permanente en la construcción y desarrollo de templos y conventos.

Laicos negros La mayoría de esclavos se convirtieron al cristianismo y mezclaron estos ritos con su nativo culto religioso. En el siglo XVII el número de esclavos aumentó y las estadísticas señalan que se acercaban a un tercio de la población total. Todos estaban bautizados, aunque su formación religiosa era incipiente y defectuosa, siguieron la costumbre de sus amos y de la época, y se organizaron en cofradías religiosas bajo la advocación de un santo, de la Virgen o la Santa Cruz. Todas las castas fraternizaban entre ellas y celebraban sus festividades con ruidosos jolgorios que no tenían nada de recogimiento, porque eran una mezcla de religiosidad y paganismo.


La Procesión del Señor de los Milagros

La primavera de Lima -primavera anodina, neblinosa, gris, indefinida y cobarde- tiene dos días que resucitan súbitamente la tradición y la fe en la ciudad. En ellos la procesión del Señor de los Milagros dice la renovación y el florecimiento de la religiosidad metropolitana y hace pasar por sus calles híbridas, -virreinales y modernas- una fuerte, melancólica y pintoresca onda de emoción.

La historia de los temblores pavorosos que han estremecido y quebrantado a la ciudad, auspicia el fervor de estos días místicos en que Lima siente muy acendrado y muy profundo el catolicismo que cotidianamente canta en sus campanarios y murmura en sus capillas.

La metrópoli transformada, morigerada y desteñida por el progreso, se arredra, cohibe y oculta por un momento para que surja, vibre y palpite la metrópoli creyente, coronada y virreinal.

Hay en estos días una intensa resurrección del misticismo en Lima, asfixiado y sojuzgado ordinariamente por el vértigo y el olvido de la ciudad moderna. Y se parece esta resurrección a esos súbitos despertares piadosos que asaltan las almas de los hombres vueltos escépticos, fríos y cerebrales por el análisis, por la vida y por la duda.

Lima es una ciudad católica, pero no es una ciudad ferviente. No es una ciudad sentimental. Es sólo una ciudad medrosa. Vive en ella la fe acaso por la supervivencia de la tradición y por el temor a un desamparo misterioso, ignorado y temido. La población que llora en las misiones es una población pecadora y asentimental que le tiene miedo al fin del mundo y al infierno. Y es una población débil para el amor, pero fácilmente accesible para la atrición.

Y estos dos días de su indecisa y apocada primavera exaltan de improviso su catolicismo y su piedad, y la hacen prosternarse humilde y rendidamente ante las andas del Señor Crucificado que la defiende de los temblores y que la bendice desde el viejo muro de adobe sobre el cual pintó su imagen la mano rústica de un negro del coloniaje.

Las manifestaciones de fe de una multitud son imponentes. Dominan, impresionan, seducen, oprimen, enamoran, enternecen. La contemplación de una muchedumbre que invoca a Dios conmueve siempre con irresistible fuerza y honda ternura. El paso de la procesión del Señor de los Milagros por las calles de Lima, produce una emoción muy profunda en la ciudad que se encuentra sorpresivamente invadida por un sentimiento ingenuo, sedante y religioso.

Desde la hora en que abren las puertas de la Iglesia de las Nazarenas -hora clara, serena y luminosa-, para que la procesión del Señor de los Milagros salga a las calles, hasta la hora -hora tardecina, melancólica y oscura-, en que las andas se pierden en la oquedad sombría y ahumada de la misma iglesia, Lima siente las palpitaciones de una unción y de una tristeza muy acendradas, muy sinceras, muy grandes.

Para gozar esta emoción suave y candorosa, igual es aguardar el desfile de la procesión en un umbral o en una esquina que asistir al ingreso de la imagen en una iglesia suntuosa o en una iglesia humilde, que unirse a la multitud que sigue al Señor de los Milagros en su peregrinación a través de las calles de la ciudad.

Pero singularmente, es grato e intenso gozarla cuando el rumor de la procesión, el canto de las campanas y el cristiano olor del sahumerio nos sorprende dentro del hogar, de improviso, súbitamente, en una forma hora vulgar en que el espíritu está lejos de la devoción y la piedad.

Yo he sentido y he visto así la procesión. Yo he comprendido así lo que significa y lo que representa en la vida de la ciudad. Yo he amado así el instante en que el espectáculo magnífico de un recogimiento tumultuoso y sonoro ha cohibido y enternecido mi corazón.

Llegaron primero bajo mis balcones las voces de la gente que hacía la avanzada presurosa del desfile. Hay en las voces de esta gente una entonación muy distinta de la que hay en las voces de la que viene en el grueso de él. Son más vivas, más bulliciosas, casi regocijadas. Anuncian la cercanía de la procesión con alguna alegría y con algún alborozo.

Y luego llegaron las voces de los cánticos y de las plegarias, voces femeninas, lánguidas y parsimoniosas que parece que nunca se extenuaran y nunca se fatigaran.

Lentamente llegó por fin la procesión. Su paso es moroso y tardo. La solemnidad es siempre majestuosa y sonora. No es posible concebirla apresurada e inquieta. Tiene la gravedad del gesto con que el sacerdote bendice la misa a los cristianos y hace asperjes en la misa del miércoles de ceniza.

Acompasaba el paso de la procesión una marcha de banda militar. La marcha era marcial y soberbia. Pero, al influjo de la decoración, se hacía religiosa y litúrgica. Y se hacía especialmente triste. Sonaba en cada acorde un latido lleno de melancolía.

Y yo supe entonces por qué el espectáculo de este desfile místico y tumultuoso impresiona tanto a las almas, enternece tanto los corazones, silencia tanto todas las cosas y hace que los ojos lloren, que las rodillas se hinojen y que las manos se junten, por la señal de la Santa Cruz.

Las andas del Señor de los Milagros

Son pesadas, fuertes opulentas las andas del Señor de los Milagros. Sobre ellas un arco de plata oscilante y bruñido hace un halo glorioso para la imagen del Señor, pintada en un lienzo que hace untuosa la luz de los cirios y que lleva en su envés la imagen de la Dolorosa, la triste Virgen del corazón atravesado por las siete espadas.

Estas andas no pueden ser llevadas con presura. Son demasiado pesadas y afligen demasiado las espaldas de los hermanos que las cargan. Precisa llevarlas con sosiego. Y precisa que de trecho en trecho hagan alto porque su marcha es jadeante y trémula.

Hombres fornidos, zambos, negros o mestizos, llevan estas andas. Se relevan de rato en rato. Y dejan las andas sudorosos, extenuados, exhaustos. Todos ellos son hermanos del Señor de los Milagros. Cofrades de una congregación humilde y piadosa de gentes del pueblo que tienen la misión de conducir las andas y de cuidar la cera del Señor.

Y estos hombres que sufren la fatiga de la carga no se quejan nunca. Tienen, más que resignación, placer y regocijo en su trabajo. Saben que se cuenta, sobre su vida oscura y su devoción profunda, una verdadera leyenda. La leyenda de que el Señor de los Milagros se lleva todos los años a uno de ellos al cielo. Ellos piensan acaso que esta muerte es una muerte edificante y cristiana y que es casi un premio que los conduce a la bienaventuranza.

Las andas son antiguas. Año tras año se las repara pero nunca se las renueva totalmente. Tienen la agobiante y grave pesadez de la cruz. Y parece que las hicieran más agobiantes, mucho más agobiantes todavía, las flores que portan en los días de la procesión. A medida que la procesión avanza hay más flores sobre las andas. Unas son puestas con la unción de una ofrenda religiosa. Otras son aventadas desde los balcones como lluvia mística. Y se hacen tan profusas y tan abundantes, que parece que tornaran más fatigosa la carga de las andas.

Y estas andas, al avanzar, tienen a veces un crujido, a veces un temblor tan sólo a veces una trepidación aguda. Hay instantes en que se les ve bamboleantes. Y cuando son puestas en el suelo y la procesión hace alto, para que los “hermanos” descansen o para que desde el patio de una casa o desde el atrio de un templo se cante una plegaria, estas andas tienen un sonido bronco y fuerte.

La ruta de la procesión

La procesión tiene una ruta que es siempre la misma. La sigue desde hace muchos años. Y apenas si hacen en ella la alteración de suprimir la entrada en una iglesia. La ruta de la procesión abarca aproximadamente toda la ciudad antigua. No llega Abajo el Puente. Pero tampoco se acerca a los suburbios aristocráticos de la Exposición. Cuando se fijó la ruta, no existían estos suburbios aristocráticos que no son los suburbios donde la ciudad se envejece, sino los suburbios donde la ciudad se renueva.

La ruta de la procesión va de un lado a otro de la ciudad. Conduce el desfile primero a la iglesia de Santo Domingo, luego a la Catedral y luego a la Concepción. Y tiene todos los años los mismos descansos. El medio día del 18 de octubre en la Concepción. La noche en las Descalzas. El medio día del 19 de octubre en Santa Catalina. Las gentes dicen sencillamente que el Señor “duerme” en las Descalzas y “almuerza” un día en la Concepción y otro en Santa Catalina.

En la puntualidad y fijeza de esta ruta se siente un intenso latido de tradición. Nada hay que las modifique. Nada hay que las trastorne. Las andas van de una iglesia a otra con una exactitud invariable. Y los devotos saben siempre, más o menos, en qué sitio pueden encontrárselas a tal y cual hora.

La entrada del Señor en una iglesia tiene siempre una grave solemnidad. Cuando la iglesia es una humilde iglesia conventual, ¡cuán sencillos, inefables e ingenuos parecen los sones del campanario! Cantan en el coro las monjas enamoradas o los frailes broncos. Hay un homenaje amoroso y apasionado que vibra y resuena en el campanario y en el órgano. Cuando la iglesia es una iglesia grande y suntuosa, ¡cuán majestuosos y magníficos parecen los sones de las campanas formidables! Hay colegios de frailes que salen a recibir al Señor con la cruz alta y con los turíbulos y que entonan un cántico monótono y sonoro. Y entre ellos a veces, tal prelado o cual obispo de orgullosa tonsura y porte arrogante o mezquino.

Y en esa ruta hay de todo. Pavimento metropolitano y pavimento suburbial. Adoquín, ripio, piedra de río o piedra berroqueña. Sendero cómodo o sendero hostil. Piso áspero y descuidado, y piso suave y limpio.

Aquí un trecho terso que será grato para la planta desnuda del penitente; allá un trecho duro y cruel que tendrá que serle grato también por el amor de Dios y por el recuerdo de lo mucho que padeció nuestro Señor en su pasión y muerte.

Gentes, cosas y sucesos de la procesión

El cortejo del Señor de los Milagros es abigarrado, heterogéneo, inmenso, amoroso, devoto, creyente. Es aristocrático y canalla. Junta al dechado de elegancia con el ejemplar de jifería. Hay en él dama de alcurnia y buen traje, moza de arrabal, barragana de categoría, mondaria plebeya en arrepentimiento circunstancial, criada y fregona humildes. Y hay, por otra parte, varón pulcro y de buen tono, obrero mal trajeado y mal aseado, mendigo plañidero, hampón atrito, gallofero fervoroso y campesino zafio y rústico, todos ellos codeándose sin disgustos, grimas ni desazones.

Los zambos y los hábitos mantienen un girón típico de la tradición. Son su oriflama, su heráldica y su pergamino. Coloran intensamente la fiesta y sus modalidades. Sin ellos sentiríase amortecimiento en una y otras. Y el hábito morado es sugerente y bello. Tiene un color lleno de sabiduría y de emoción, que es siempre un color litúrgico. Con lienzos morados se cubren las imágenes cristianas en los días de duelo de la Semana Santa. Y siempre cree uno haber visto el color morado en las cosas sagradas, igual en el traje del prelado que en la casulla del párroco. Igual en una sacristía que en una capilla ardiente. El morado es armonioso y es amable. Y es sedante y melancólico. Seguramente la ciencia sabe que el color morado, por piadoso y bueno no le hace daño a la vista humana.

Las sahumadoras del Señor de los Milagros son cristianas sahumadoras que no emplean el litúrgico turíbulo ni el oriental pebetero. El que arde en sus manos y sopla su aliento es un incensario de plata o de níquel, que finge generalmente la figura de una pava, sin que esto se explique bien porque el pavo no es símbolo cristiano a lo que se sabe.

Los penitentes llevan vestidos de jerga unas, de tela morada otras, y acompañan la procesión con los pies desnudos. Sahúman o llevan cirios. Cantan rogativas o rezan el rosario. Y poseen casi una gravedad sacerdotal que se impone a los que van cerca de ellas. Inician el cántico o la oración y los demás las obedecen con agrado y acatamiento, así la penitente sea pobre mulata y dama gentil quien la sigue en el rezo o en el canto. Y como hay sahumadoras y penitentes, hay, también, ambulantes vendedores de cirios, cordones y estampas. Y hay también, dentro de la decoración de la fiesta, turroneros y vivanderas que portan la golosina y el manjar gratos al gusto limeños.

Todo es emotivo, pintoresco, suave, melancólico y grato en la procesión del Señor de los Milagros. Los “milagros” cuentan siempre una leyenda así sean de oro o de plata, grandes o pequeños, de pulida o torpe labor y con cifra o palabra o sin ellas. Y como los “milagros” son los cánticos. Y como los cánticos son las plegarias. Y el santo rosario que tiene quince misterios y quince evocaciones y que tiene también gracias y virtudes.

Dos días todopoderosos resucitan la tradición y la fe de una ciudad; desde un muro de adobe la imagen pintada por un negro esclavo nos impone a todos, recogimiento y unción; Lima torna a ser la ciudad colonial de los temblores y de las rogativas; la oración católica, apostólica romana se pasea impávida y generosa por todas las calles; la música marcial acompasa un desfile dulce y místico, revive la leyenda de los balcones floridos, engalanados y festonados; los frailes y los niños cantan alabanzas en el umbral o en el atrio de una iglesia mientras un tumulto se calla; la golosina criolla da mercancía al comercio trashumante del pregón; los tranvías eléctricos y el tráfico mundano se paralizan en las calles que atraviesan las andas y su cortejo; suenan las alcancías de metal que piden limosnas y dan estampas u otras cosas benditas que sirven para librarnos de todo mal; las ingenuas palabras del catecismo vuelven a los labios; los corazones tienen ternuras acendradas y vierten los ojos lágrimas sinceras; la ciudad pecadora se arrepiente por un instante de cuanto hizo de palabra, pensamiento y obra y no fue bueno; y, sobre todas las cosas, triunfa el señorío de Nuestro Señor Jesucristo que murió en una cruz para redimirnos del pecado original. Amén.


El anda

Las andas del Señor de los Milagros a) Las de madera: 20/10/1687 hasta 1921 b) Las de plata: del 15/10/1922

Las de madera: Como ya sabemos, las primitivas Andas del Señor de los Milagros fueron de madera y de rústico y sencillo acabado. Se debieron a la inspirada iniciativa del cuarto Mayordomo Sebastián de Antuñano y Rivas, quien, con motivo del terremoto del 20 de octubre de 1687, sacó en piadosa misión de penitencia y rogativa, una copia o lienzo de la efigie del Señor de los Milagros de la Capilla de Pachacamilla, ubicada en el barrio del Mesón Blanco. Esta primera procesión fue la precursora de los ya tradicionales y triunfales recorridos octubrinos circunscritos actualmente a los días 18, 19 y 28.

Estas Andas se modificaron y mejoraron posteriormente conservando siempre sus cuatro varas y desde 1687 hasta 1921 fueron conducidas por ocho Hermanos Cargadores solamente.

Según hemos manifestado en nuestro capítulo anterior, la primera modificación de importancia se produjo en el año 1747, cuando se incorporó la figura de Nuestra Señora de la Nube al reverso del Santo Cristo de los Milagros. Posteriormente y de acuerdo a documentos del archivo del Monasterio, en 1757, se mandó confeccionar un arco de plata que orlaba ambas imágenes. En su ejecución se emplearon 86 marcos y 7 onzas de plata piña, las cuales equivalen a 19 kilos 981 gramos.

En 1771 con el fin de inaugurar la nueva Iglesia de Nazarenas, se empleó este fino material en la fabricación de artículos necesarios para el culto. Fue sustituido algún tiempo después, pero en 1880, con motivo de la Guerra del Pacífico, se quitó a las Andas el arco de plata, además de otros adornos de valor.

Por este motivo, hasta 1921, la única plata que lucía las Andas fue la de los milagros y tarjetas donadas por los fieles en agradecimiento a los beneficios recibidos.

Las Andas de plata: Las andas de plata que merecían las imágenes del Señor de los Milagros de Nazarenas y de Nuestra Señora de la Nube, se pensaron en estrenar en 1921, con motivo del Centenario de la Independencia Nacional, pero sensiblemente se presentaron atrasos imprevistos en la ejecución de las obras y recién pudieron bendecirse en 1922.

La ejecución de estas andas fue una brillante iniciativa del mayordomo don Aurelio Koechlin Ramírez, que contó con el beneplácito del Monasterio, la Hermandad y el Perú.

La solemne ceremonia de bendición tuvo lugar el día Domingo 15 de octubre de 1922 en la Plazuela de Nazarenas y fue impartida por el Excmo. Señor Arzobispo de Lima don Emilio Lissón. Fueron padrinos de las andas el Señor Presidente de la República don Augusto B. Leguía y la distinguida dama Juana Olaechea de Sanders, asistieron Ministros de Estado, el Nuncio de Su Santidad Mons. Petrelli, Cuerpo Diplomático, Senadores, Diputados, Jefes de las Fuerzas Armadas y Policiales, Concejales del Municipio Capitalino, Cabildo Metropolitano, Representantes de órdenes religiosas, dirigentes de Hermandades con sus estandartes, dirigentes de Sociedades e Instituciones, componentes de la Hermandad Nazarena y numeroso público devoto.

Después de esta ceremonia, conocidas damas de la sociedad limeña obsequiaron medallas conmemorativas en oro y plata. A continuación el Iltmo. Señor Arzobispo ofició Misa Solemne en el Altar portátil levantado en la Plazuela de Nazarenas, corriendo la oración sacra a cargo del R.P. Francisco Aramburú OFM.

La Misa terminó cerca de las 12 del mediodía pasando a saludar a la R.M. Priora María Luisa de la Asunción y a la Comunidad de Madres Nazarenas, los padrinos e invitados especiales, quienes fueron agasajados por los señores Olaechea y Koechlin respectivamente.

Las características de las Andas de plata fueron las siguientes: base o tablero de madera con cuatro patas y las cuatro varas en roble de Guayaquil. En los trabajos se emplearon 450 kilos de plata fina y la mano de obra ascendió a la suma de S/. 50,000.00.

La base de madera estaba forrada en varios niveles, con dos jardineras y candelabros de cinco luces separados por el doble marco donde van las imágenes. El cincelado iba realzado por molduras, filetes y adornos torneados. El doble marco se caracterizaba por sus columnas torneadas, las cuales remataban en cabezas de querubines. Estaba unido a un arco de madera (actualmente es de plata) en el que se apreciaban otras tres cabecitas de querubines. Orlando y circundado las columnas y el arco están los llamativos rayos de plata dorada que rematan en 33 puntas cada uno. El marco doble va sujeto por 4 tirantes de fierro forjado envueltos en plata cincelada y a cada lado una pareja de ángeles de plata maciza, los que constituyen un magnífico trabajo de fundición. Cada ángel mide 0.85 m. y 1.15 m. hasta las alas y llevan una azucena del mismo metal en sus manos y pesan alrededor de 45 kilos cada uno.

El diseño de las Andas fue obra del escultor N. Jaúregui con taller en la calle Inquisición y el de los ángeles del dominico Fray Rosario Zárate. El modelo en yeso de estos últimos lo ejecutó el señor Héctor Solimano Devoto, propietario del taller del “Arte Católico”, quien lo proporcionó gentilmente para el trabajo de fundición en plata y que está situado en el jirón Huancavelica 586. El trabajo de fundición fue ejecutado por el señor David Lozano y la orfebrería la dirigió el maestro señor Manuel T. Mercado, quien contó con la colaboración de los señores Manuel y Otoniel Alva, Vicente Alcántara, Hipólito Gálvez, Manuel Benalcázar y Emilio Lizárraga.

El peso total de estas Andas fue de 990 kilos, lo cual obligó a duplicar el número de Hermanos Cargadores a 16 hasta llegar a la cifra actual de 24 debido a los 8 auxiliares que cargan en la parte central. En muchas de las 20 cuadrillas y debido al gran número de componentes de cada una, cargan un total de 32 Hermanos, yendo 12 y 12 en las varas delanteras y posteriores y los 8 auxiliares en el centro, o sea a cada lado.

Este peso fue aumentado posteriormente de baterías y reflectores, nuevas varas y el forrado en plata del arco de los querubines, trabajos que se realizaron el año 1962, y en el año 1972 se forró en plata la parte alta de la base de madera.

En el año 1954, durante la Mayordomía del Sr. Julio García Pancorvo se forró en plata el arco de los querubines y se construyó un portamarco de madera para llevar la parte alta de las Andas donde van las dos imágenes, pues anteriormente las puntas de los rayos dorados causaban rasguños en el cuello de los socios Honorarios, pero debido a la poca prestancia que tenía este carguío, pues iba inclinada la efigie del Señor de los Milagros, desde el año 1969, los socios Honorarios cargan las andas tradicionales en el recorrido desde el Santuario hasta la iglesia de Nazarenas, dando una vuelta a la manzana. Este carguío tiene lugar el segundo sábado del mes de octubre de todos los años.

El 14 de octubre de 1956 tuvo lugar la bendición de las nuevas varas donadas por la Primera Cuadrilla de Cargadores. La madera empleada fue el eucalipto y presentaron la novedad, ya adoptada por todas las Hermandades, del acolchado total a base de dunlopillo. En cada extremo de las varas iban placas de plata con inscripciones y nombres relacionados con la historia y tradición del Señor de los Milagros. Posteriormente, en 1971, se empleó este metal en arreglos de las mismas andas.

Fueron padrinos de la bendición los capataces de la 2ª. A la 15ª. Cuadrillas, que era el total existente en esa fecha y por la señora Victoria Angulo Castilllo, Madrina de la Primera Cuadrilla. (En el año 1969, la 17ª. Cuadrilla se encargó de acolcharlas y forrarlas nuevamente).

En el año 1962, por iniciativa del mayordomo Sr. Víctor H. Velasco Bernales se hicieron reformas en las Andas. Se construyó una nueva base o mesa de madera de caoba, pues la anterior estaba muy apolillada, se hicieron nuevos forros de plata en los tirantes de fierro, se arreglaron las jardineras y varias partes del cincelado, el arco de los querubines se hizo de nuevo, lo mismo que algunas molduras y se arreglaron los rayos dorados. Estos trabajos aumentaron en 11 kilos el peso en plata y luego, en la “Casa Siam” se doraron nuevamente los rayos, además de molduras, filetes y adornos dándoles mejor presentación a las Andas. El costo de estos trabajos ascendió a la suma de S/. 78,000.39 y el peso total de las Andas subió a 1,040 kilos, pero cuando se incorporan las baterías, reflectores, milagros, condecoraciones, banderines, placas, cirios y flores su peso asciende a unos 1,300 kilos. Las andas reformadas fueron bendecidas el día domingo 7 de octubre de 1962, por el entonces Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Lima Mons. Mario Cornejo Radavero. La ceremonia tuvo lugar en la 4ª. Cuadra de la Av. Tacna y actuaron como padrinos el presidente de la Junta Militar General Ricardo Pérez Godoy y su señora esposa doña Lola Ferreyros de Pérez. Asistieron los Copresidentes, el Embajador de España, el Alcalde de Lima Dr. José Jacinto Rada, Miembros del Cabildo Metropolitano, el Cuerpo General de Bomberos Voluntarios, dirigentes de Hermandades e Instituciones católicas, el Capellán del Monasterio, el Directorio, Dirigentes de la Hermandad, componentes de las 20 Cuadrillas de Cargadores y demás Ramas de la Institución Nazarena.

Las medidas de las andas son las siguientes: Altura total 4.40 m. y 10 cm. más, con el escudo de Lima. La base de plata mide 1.64 m. por lado. La altura de la base de madera es de 1.00 m. Las varas miden 3.46 m. y son de forma rectangular 0.09 de ancho y 0.12 m. de altura y la parte que sobresale tiene un largo de 0.97 m.

Las medidas de los lienzos del Señor de los Milagros y de Nuestra Señora de la Nube son las siguientes: Alto 1.99 m. x 1.37 m. de ancho. Los lienzos al llegar a una altura de un metro con 41 y medio centímetros tienen en los bordes un corte de 8 y medio centímetros a cada lado y dan comienzo a un arco de medio punto de 1.20 m. de base por 57 y medio centímetros de altura. Estos cortes o entradas y el arco de medio punto marcan el comienzo del arco de los querubines.

En el año 1971, con motivo del Bicentenario de Inauguración de la Iglesia de Nazarenas, la Comunidad de Madres, presidida por la Priora R.M. María Rosa del Pilar, hizo forrar en placa cincelada, la parte superior de la base de madera y dotó a las Andas de nuevas colgaduras de fino brocado, por estar muy dañadas las anteriores, además en encomiable y valioso esfuerzo las Religiosas Nazarenas hicieron pulir y lustrar íntegramente las Andas, para que presentaran el bruñido aspecto de recién fabricadas, lo cual pudimos apreciar todos los Hermanos con mucha complacencia.

Las imágenes de las Andas lucen adornos en oro, platino y plata, los cuales llevan engastada fina pedrería. Todas han sido donadas en diferentes épocas por personas devotas del Señor y de la Virgen.

En el lado del Señor destacan las siguientes: El sudario, la réplica de la imagen del Espíritu Santo y el puñal de la Virgen Dolorosa que fueron donados por los esposos Andrés y María Carbone por la década de los años veinte. La corona del Señor tiene grabada la siguiente inscripción al dorso: Sotomarino de Aspíllaga, 16/10/1920 y el nombre del joyero Sr. Marcelo Paredes. Los tres clavos donados por el devoto Sr. Venancio Vilca Navarro y su señora esposa, fueron hechos en el taller del joyero Sr. Ramón Silva, en el año 1955. Conservan como centros los 3 brillantes que estuvieron en los clavos donados anteriormente. La réplica del Sol que tiene grabado L.C. 8/6/1918 y el ya mencionado Escudo de Lima en plata esmaltada.

En muchas oportunidades personas devotas donaron brillantes y piedras preciosas, las que se fueron colocando ordenadamente en varias de las alhajas descritas. Respetamos su deseo de permanecer incógnitas.

En el lado de la Virgen: Destacan la Corona de oro con pedrería y un collar de perlas cultivadas que tiene adaptado y fue donado por el joyero Sr. Augusto Iturrino Araníbar, Socio Honorario de la Hermandad, quien se encargó durante algunos años de la limpieza y arreglos de estas joyas. Sensiblemente falleció en forma repentina causando gran dolor en su señora esposa, hijos, familiares, amigos, entre los cuales se encuentra quien escribe y las Reverendas Madres de Nazarenas, pues lo apreciaban y estimaban por su desinteresada labor en el cuidado, limpieza y buena conservación de las alhajas del Señor de los Milagros y de Nuestra Señora de la Nube.

Otras joyas como la aureola de oro y plata y la media luna que le sirve de peana, trabajada en oro de 18k. y donada por la 14ª. Cuadrilla de Cargadores el 10 de octubre de 1970. (Esta misma Cuadrilla obsequió el año anterior el hermoso palio de terciopelo bordado con hilos de oro que acompaña a las Sagradas Andas durante sus recorridos procesionales).

También lucen las andas varias condecoraciones otorgadas a la imagen del Patrono Jurado de la ciudad y son las siguientes: Medalla de honor del Congreso del Perú en el grado de Gran Cruz, Orden del Sol otorgada por el entonces Presidente de la República General Luis M. Sánchez cerro, la de la Fuerza Aérea del Perú, la de la Policía de investigaciones, la del Cuerpo General de Bomberos y la del Cuerpo de Capataces de la Hermandad que tiene el grado de Gran Cruz Especial, una medalla de la Hermandad de San Judas Tadeo, de los retirados de la Fuerzas Armadas y otras más que fueron colocadas hace muchos años. Por último en las cabecitas de los querubines ubicadas en la parte alta de las columnas torneadas se colocaron los banderines en oro de 18k. De los Clubes Deportivos “Alianza Lima” y “Mariscal Sucre”.

Destacamos que todas estas condecoraciones y medallas van colocadas en distintas partes de las Andas y de ambas imágenes.

Señor Crucificado del Rímac

¿Cómo nació y se propagó la devoción por el Señor Crucificado del Rímac? La historia, en apretado síntesis dice lo siguiente:

Era el 2 de febrero de 1850, cuando en circunstancias que se encontraba un niño del vecindario del Barrio del Limoncillo, tratando de dar caza a una mariposa, vio dentro de un hoyo en las orillas del acequión que por allí corría, un pequeño rollo; su curiosidad lo llevó a tomarlo y cual no sería su sorpresa al extenderlo y ver que era un pequeño lienzo al óleo de la Imagen de Cristo Crucificado, la Santísima Virgen de los Dolores y Santa María Magdalena.

Pedro Salazar y Quesada, que así se llamaba el niño, de inmediato llevó el hallazgo a su casa del Solar llamado de Lipe o Lipa, entregándolo a su señora madre, quien caída de rodillas no salía de su admiración por la belleza de las imágenes; enterados los vecinos se sumaron a la contemplación que contagiaba a todos los que se detenían a verlas. (Con el correr del tiempo, aquel niño fue el primer Mayordomo de la Hermandad del Señor Crucificado del Rímac).

El fervor religioso de estas gentes sencillas consideró un milagro el hallazgo de la imagen por lo cual en acción de gracias acordaron rendirle culto bajo la advocación de “Señor de Lipa”, primero; y luego de “Señor de los Milagros” por su similitud con el de las Nazarenas. También acordaron celebrar anualmente la fecha del hallazgo.

El año de 1863, Su Ilustrísima José Sebastián de Goyeneche y Barreda, Arzobispo de Lima, dispone que la Imagen sea conocida como el “Señor Crucificado del Rímac”; se constituya la Asociación Piadosa de su nombre y que la Pequeña Imagen hallada, sea trasladada a la Iglesia de Santa Liberata, ya que hasta aquel entonces era venerada en el Solar de Lipa. Con el natural alborozo de los vecinos y devotos hizo su triunfal ingreso a Santa Liberata en el mes de octubre del mismo año. Debe dejarse constancia, en honor a la verdad histórica, que el lienzo original hallado por el niño Pedro Salazar, es el mismo que en estos días se venera en el Altar Mayor de la Iglesia de Santa Liberata. El 21 de marzo de 1876, el Arzobispo concedió “La debida Licencia para que se saque la Procesión del Señor Crucificado del Rímac, en las fechas de sus Festividades”.

Al término de la celebración de la Festividad del año 1923; el martes 3 de abril al medio día, una infausta noticia circula por todo Abajo el Puente y sube hacia la Capital. En horas de la mañana un voraz incendio ha destruido totalmente las Andas e Imágenes del Señor Crucificado y de Nuestra Señora del Carmen pese a los esfuerzos desplegados para salvarlas. Luego de la natural tribulación que hace presa de la feligresía, se abre paso el ferviente deseo de reparar el daño para que el Culto del Señor sobreviva.

El Arzobispo de Lima, Monseñor Lissón, acogiendo el clamor público decretó la formación de una Comisión Pro-Andas y a contratar la nueva pintura de las Saradas Imágenes, que fueron encargadas a artistas de renombre, como el imaginero Epifanio Alvarez, que hizo la reproducción del óleo del Señor.

Hace más de 50 años (precisamente el 28 de setiembre de 1923) fueron bendecidas en la Iglesia de Santa Liberata, las nuevas andas de madera e Imágenes de Señor y de Nuestra Señora del Carmen, que desde entonces recorren cada año las calles del Distrito del Rímac.

Hay que señalar además, que el Señor Crucificado del Rímac ha sido declarado Patrón del Distrito, el 15 de enero de 1940. Asimismo, la Guardia Republicana lo declaró su Santo Patrón, al igual que la Compañía de Bomberos “Rímac” N° 8.

La Madre Sor Antonia Lucía del Espíritu Santo

Vocación extraordinaria de Antonia Lucía Antonia Luía del Espíritu Santo, ha sido una de aquellas privilegiadas, escogidas por Dios para realizar en su Iglesia obras enteramente divinas y sobrenaturales. Mucho favoreció el Señor al Perú durante la administración española, concediéndole en gran número pastores celosos, apóstoles incansables, vírgenes puras, almas penitentes hasta el heroísmo, santos y bienaventurados dignos del honor de los altares; y Antonia Lucía se halla colocada en puesto muy eminente entre estos seres providenciales, pues su actuación en Lima la hace merecedora de ese puesto eminente.

Nacida en Guayaquil el 12 de junio de 1646, de padres nobles y virtuosos, pero pobres de bienes temporales, muerto el padre, pasó con su madre viuda al puerto del Callao a los 11 años de su edad y como esta señora era muy virtuosa y veía que su hija lo era tanto, deseaba para remediar la situación de ambas que la niña llegara a edad competente para casarla, y tan pronto llegó el momento oportuno, sin consentimiento de ella concertó su matrimonio con un virtuoso hidalgo vecino de aquel puerto; mas Dios que la tenía elegida para esposa suya dispuso que por medios maravillosos se conservase virgen y pura toda su vida.

Inspirada de Dios fundó en el Callao una casa religiosa dedicada a la imitación de Jesús Nazareno, donde el mismo Señor la visitó con la túnica de Nazarena, diciéndole estas memorables palabras: “Mi madre ha dado su traje de pureza para hábito a otras almas y yo te doy a ti mi traje y hábito con que anduve en el mundo: estima mucho este favor, que a nadie he dado mi santa túnica”. En esta casa murió la madre de nuestra santa, llena de merecimientos y asistida de su buena hija.

Dispuso la Providencia que del Callao pasase a Lima, a fundar una nueva casa de Nazarenas en la capital, en la calle de Monserrat.

Esto pasaba por los años 1683, vistiendo solemnemente el santo hábito la pequeña Comunidad, el día 1° de enero de 1684.

Con haberse trasladado de la calle de Monserrat junto al Señor de los Milagros, la Congregación de Nazarenas, fundada por la Madre Antonia Lucía, venía a obtener corona y complemento la obra de esta predestinada criatura; debemos decir que Dios formó a Sor Antonia Lucía para culto perpetuo del Señor de los Milagros, y el Señor de los Milagros vino a corresponder a los anhelos del corazón de Sor Lucía, como víctima que deseaba consagrarse al amor de Jesús Nazareno.

Su penitencia: Ayunos.- La Madre Antonia Lucía sólo cada 24 horas tomaba un alimento que consistía en una pequeña cantidad de pescado y dos yemas de huevo: fuera de la hora señalada para esta frugal comida, jamás probó cosa alguna. Y todos los viernes del año dejaba de tomar alimento, empezando este ayuno desde la víspera al medio día y terminándolo el sábado a las dos de la tarde. Ayunaba toda la semana santa sin probar bocado, a no ser que interviniese la voluntad de su confesor y entonces probaba algunos bocados de verdura.

Disciplinas.- Eran cruelísimas las disciplinas que acostumbraba, azotándose todo el cuerpo, puesta de rodillas, y los viernes con derramamiento de sangre.

Su cama era una tarima, defendiéndose del frío con una sábana y una frazada. Sobre la tarima tenía colocada una cruz grande sobre la cual dormía, sirviéndole de cabecera sus propios brazos, abrazándose además, con su santocristo.

La Madre Antonia Lucía padecía enfermedades varias y continuas, con dolores intensos de todo el cuerpo, de los cuales nunca se quejó pareciéndole injusto pretender bajar de la cruz en que el Señor la ponía.

Agregábase a esto angustias y sequedades del alma, mucho más crueles que los dolores corporales, en medio de los cuales no exhalaba otro suspiro, sino: Gracias a Dios; hágase su voluntad. Y cuando el confesor le preguntaba: ¿Cómo vamos? Respondía: Padecer, Padre, padecer, mientras el Señor así lo quiera. Cuando el padecer llegaba a su colmo, algunas veces exclamaba: Téngame lástima que estoy en el infierno, padeciendo como tizón de él. Al disminuir la fuerza del padecimiento, luego prorrumpía en alabanzas a Dios.

Todos los días de 12 a 3 de la tarde, padecía mucho y de un modo especial.

Todos los viernes del año andaba enteramente descalza y con especies amarguísimas en la boca.

Su continua oración y presencia de Dios.- La Madre Sor Antonia Lucía del Espíritu Santo tenía la conciencia que siempre y a todas horas estaba en la presencia de Dios, adorándole; así lo aseguraba ingenuamente a sus confesores. A esto unía un vivo deseo de hacer siempre lo más perfecto.

Todos los días se iba a la iglesia a las cinco de la mañana, se confesaba y luego recibía la santa comunión. Se quedaba orando hasta las diez de la mañana. En esta oración recibía del Señor favores singulares. Cuando no le apremiaban las ocupaciones, prolongaba esta oración hasta las dos de la tarde y siempre salía de la oración como endiosada.

Puede asegurarse que oraba día y noche, elevando continuamente su espíritu a Dios y teniendo siempre su corazón en dulce contacto con su Divina Majestad, esto no se lo estorbaban los cuidados de la prelacía.

Como fruto y efecto de su oración sentía ansias ardientes de la salvación de las almas; y si de ella hubiera dependido, habría recorrido el mundo, clamando como los profetas de Israel, en calles y plazas para que los hombres se convirtieran a Dios. Igual deseo le acompañaba de que los infieles recibiesen la luz del Evangelio y el santo bautismo. Y esto pedía a Dios sin cesar y dejó esto mismo como herencia a sus hijas.

Rezaba con frecuencia la oración del Padre Nuestro uniéndose en espíritu con Nuestro Señor Jesucristo, que lo había dictado a sus apóstoles.

Con la oración continua y el trato incesante con Dios, obtuvo una singular prudencia y sabiduría que no se ocultaba a las personas que la trataban de cerca, algunas de ellas eclesiástico ilustrados; aunque ella con su humildad profunda se acogía generalmente al sagrado silencio, sin pretender nunca hacerse la maestra.

Veamos como habla de ella misma de los efectos de la oración: “Estando llorosa sentí una marea suave con incomparable gozo y consuelo de grande fe que daba por hecho lo que antes lloraba dudosa, pasó esto a elevación de los sentidos y suspensos ellos de lo que el alma gozaba, entendí en la mente que veía al Espíritu Santo tan amoroso como Padre que me decía: Mírate en ese espejo. Entendió mi alma y ví que de las manos del Santísimo Señor salía una tabla dorada con unas letras que decían: LA REGLA DEL CARMEN CEÑIDA AL INSTITUTO NAZARENO: VIDA APOSTÓLICA SIGUE MI EVANGELIO: EN ELLA. Volví y dije: Señor a mí tanta dicha? Temo la ilusión: y díjome el amantísimo bien nuestro: para venideros tiempos te muestro esta tabla, para que se diga que fue dada y dirigida del Espíritu Santo”.

Apariciones, éxtasis y otros favores divinos.- Eran frecuentes en ella varios fenómenos extáticos, y algunos de ellos se realizan periódicamente durante el año. Desde el día de la Conmemoración de los Difuntos por ocho días consecutivos se hallaba en éxtasis no interrumpido; privada del uso de los sentidos, exceptuando el tiempo necesario para recibir la santa comunión.

El fenómeno se repetía no pocas veces mientras rezaba el Oficio divino, durante el cual gozó también de apariciones y visiones del niño Jesús, y en otras ocasiones del Divino Nazareno, cansado y afligido que alentaba a su sierva a la imitación, especialmente en la pobreza y penitencia.

De sus admirables éxtasis, algunos de los cuales fueron presenciados por sus confesores, volvía en sí con un sentimiento de profunda humildad, deseosa de esconderse debajo de la tierra.

La escritora de su vida, la Madre Josefa de la Providencia como testigo de ésta, dice: “Una noche estando en la capilla, que llamaban Belén en el Beaterio, estaba yo y algunas de mis hermanas, y la sierva de Dios, se había sentado en un poyo de dicha capilla, desde donde estaba hablando, y de repente la vimos que había salido de sí, con los ojos abiertos, muy hermosos elevados al Cielo; de lo que quedamos todas atónitas viéndola de este modo, por espacio de tres o cuatro credos, hasta que volviendo en sí, como quien sale de un gran sueño, y como avergonzada de que la hubiéramos visto, salió con gran prisa para afuera”.

Algunos de estos éxtasis eran con elevación en el aire de todo su cuerpo.

Su retiro.- Fruto y fomento de la oración es el retiro y la soledad que fueron amados con todo extremo por la Madre Antonia Lucía. Aún para llevar a buen término sus fundaciones, para las cuales era menester la cooperación de muchas personas, no quiso disminuir su retiro donde esperaba que la Divina Providencia le favoreciese con todo lo necesario; y en efecto, así le acontecía. Ella apenas tenía comunicación con las familias de la capital, ni pretendía influjos de los poderosos.

Su humildad.- Es cosa rara e increíble el estado de ánimo en que vivía continuamente Sor Lucía del Espíritu Santo; pues se creía merecedora de que la castigasen como delincuente con maltratos.

Terminada la confesión sacramental, que era diaria, salía del confesionario hecha un mar de lágrimas considerándose mala, monstruosamente mala; ella que llevaba una vida angelical, preservándola Dios bondadosamente de faltas advertidas y de malicia, aún de las pequeñas. Esta su humildad tan profunda como sincera, sorprendía a los que la trataban, no ignorando la serie de favores extraordinarios con que el cielo la distinguía.

Gozaba en humillarse en el refectorio, según es costumbre en las religiones, pidiendo frecuentemente perdón a sus hijas de los malos ejemplos que en ella vieran, y con gran ternura y lágrimas les besaba los pies. Las hijas quedaban con esto compungidas y edificadas.

Su caridad.- El amor al prójimo es efecto del amor a Dios, y las almas santas en cuyos pechos arde el amor divino, no pueden menos de sentir un celo ardiente del bien del prójimo.

Sor Lucía ejercitaba un apostolado no interrumpido en sus conversaciones con los prójimos, a quienes impulsaba con una fuerza secreta pero eficaz a deseos de perfección y santidad. Esta fuerza secreta sentían con más eficacia sus hijas reunidas con ella en torno de Jesús Nazareno. Sentíanla también sus confesores que hallaron en el trato con esta alma pura, santa y penitente, estímulos poderosos para procurar con ahínco la santidad sacerdotal.

Además, su apostolado tuvo ocasiones propicias para remediar males espirituales de diversas personas. Un religioso acreditado como sabio e ilustrado cayó enfermo con síntomas de locura. Nada bastó para curarlo, hasta que tuvo ocasión de verse con la Madre Lucía, la cual le amonestó que se condujese bien, indicándole un punto en que debía poner remedio. Con la entrevista no sólo quedó sano del mal, sino muy resuelto a aspirar a la santidad religiosa y a dedicarse a la conversión de los infieles, entre los cuales obtuvo la palma del martirio.

A este tenor logró la reforma de muchas personas, para lo cual la favoreció el Señor con el don de la penetración de los secretos del corazón.

Su devoción al Santísimo Sacramento, a María Santísima y a los Santos.- Siendo la Venerable Madre Antonia, amantísima de la Pasión de Nuestro Señor, no podía dejar de serlo de su perpetuo memorial: la Sagrada Eucaristía; así llegando el octavario de Corpus lo celebraba con toda pompa y solemnidad. Lo mismo podemos decir de su devoción a María Inmaculada, la cual cultivó en su alma desde sus más tiernos años y procuró se mantuviese siempre en el Instituto, determinando que diariamente en la Comunidad se rezase el santo rosario y la corona dolorosa. Para con los santos tuvo especial devoción al Señor San José, San Juan Evangelista, el Angel de la Guarda, Santa Teresa de Jesús su maestra, y otros más, recibiendo de ellos señalados favores, para sí y para sus hijas. Cuéntase entre otros, el caso siguiente: Estando el Beaterio en la calle Monserrat, deseaban sus hijas una imagen de Nuestra Señora, y se lo manifestaron a Venerable Madre, quien lo encomendó al glorioso San Pedro de Alcántara, no bien lo hizo, cuando a poco se presentó el criado de una señora con una imagen de la purísima en bulto, que medía más de una vara de alto, y la vendía por doscientos pesos. La Venerable Madre ofreció cien a la persona que la había enviado, escribiéndole una carta suplicatoria, y para complacer a la Madre Providencia que le pedía pusiese la carta en manos de la imagen para obtener lo solicitado, ésta, que tenía las manitas pegadas por las palmas y deditos, al ponerle el papel la Sierva de Dios, dio un traquido, que todas las que estaban presentes lo oyeron y quedó la imagen con las manitas bien desunidas hasta el día de hoy. Tomando luego la Sierva de Dios la carta de las manos de la imagen, la envió a la señora, quien no aceptando la oferta pasó al Beaterio para llevársela y al llegar y ser interrogada por la Sierva de Dios de: ¿Cómo había sabido que deseaban la imagen?, dijo la señora, que un Padre Franciscano muy flaco y amarillo se lo había dicho; lo que hizo suponer a sus hijas, que fue San Pedro de Alcántara. Determinada la señora a no venderla por los cien pesos, ordenó al criado que la cogiera para volverla a su casa, pero siendo el mismo que la había llevado a Beaterio no podía moverla, viendo con admiración tantos prodigios, la señora se conformó con los cien pesos y se marchó asombrada.

Última enfermedad y muerte de la Madre Antonia Lucía, en pie y con los brazos en Cruz Estando en cama la sierva de Dios Sor Lucía en su última enfermedad, una hija suya vio sobre ella una corona y una palma, hechas de oro finísimo y hechura primorosa. Conociemdo la Madre la visión de la hija no pudo negar que aquella corona y aquella palma se las daba el Señor en premio de su santa vida, toda consagrada al amor de Dios y del prójimo, a la penitencia y mortificaciones con acciones virtuosas nunca interrumpidas.

Su última enfermedad y su muerte estuvieron caracterizadas por el amor y el dolor. El amor, lo incendios de la caridad divina, ponían en movimiento su corazón que latía con violencia. El dolor, el purgatorio anticipado, hacía de la enferma una mártir.

La enferma pidió los últimos sacramentos el martes 13 de agosto. Apenas vio a Jesús Sacramentado que entraba en la celda, tuvo un transporte extático que no pudo dominar, de modo que el sacerdote hubo de mandarla que volviese en sí para recibir la sagrada comunión, como efectivamente volvió, recibiendo luego a su amado con encendidos afectos de amor, reverencia y alegría.

El sábado 17 indicó que su muerte sería a las dos de la tarde. Hallándose presentes a esa hora tres de sus hijas y el médico que la asistía, se incorporó en la cama, luego se puso en la cabeza una mantilla que le cubría todo el cuerpo y velozmente se puso en pie sobre la cama, sin que nadie interviniera en esto; extendió los brazos en cruz a imitación de su Divino Maestro; fijó la mirada en el cielo, con los ojos abiertos que brillaban como dos luceros; puso un pie sobre el otro y permaneció con esta postura estática durante un cuarto de hora; el éxtasis terminó con la muerte, exhalando su postrer suspiro en aquella actitud. Después que expiró, inclinándose por sí misma, suavemente pero sin encoger los brazos, ni separar los pies, se colocó en la cama y reclinó la cabeza sobre la almohada.

El privilegio de morir con los brazos en cruz dejó la santa Madre hereditario a algunas de sus hijas, aunque no en pie, sino echadas en la cama. Así murió Sor Josefa de la Santísima Trinidad, sobrina de la sierva de Dios, Sor Catalina de San Juan, Sor Felician de Santa Teresa, Sor Luisa de San Padre de Alcántara y otras más.

Las circunstancias de la muerte de la Madre Antonia Lucía son excepcionalmente prodigiosas, sin duda no vistas en ningún otro santo de la Iglesia de Dios, y contribuyen a la gloria especial de la heroína, digna del aprecio de los mortales.

A su muerte siguieron un gran número de prodigios; pues a las diez de la noche, ya difunta, volvió a poner los brazos en cruz con los dedos encogidos, permaneciendo así hasta la aurora, hora en que colocó el brazo derecho junto al muslo y puso la mano izquierda extendida sobre el corazón, ostentando el rostro hermosísimo.

Tuvieron insepulto el cadáver durante cuatro días, con un concurso incesante e innumerable que obtenía por intercesión de la Sierva de Dios gran número de curaciones de varias enfermedades.



-Del manuscrito del Dr. Pedro Vásquez de Novoa y Carrasco, fechado el 19 de junio de 1766 -Impreso en 1868 por el síndico del Monasterio don Juan de Salazar y Ayala. -Imprenta de don José María Concha.


-Autor: Raúl Banchero Castellano. -Editor: Monasterio de Madres Nazarenas Carmelitas Descalzas Año 1984. -Editorial Salesiana. -Autor: don Felipe Colmenares Fernández de Córdoba. -Dedicado al Virrey Amat. -Editado en 1771. -Imprenta de la calle San Jacinto. (Libro único del archivo del Monasterio).


Autor: R.P. Rubén Vargas Ugarte S.J. -1ª edición: 1949, -Editorial Lumen. -4ª edición: Año 1984. Autor Ricardo Mariátegui Oliva. Lima, 1949


-Una trayectoria milenaria. -Autora María Rostworowski de Diez Canseco. -Primera edición, 1992. -Editada por el Instituto de Estudios Peruanos.


-Por Sor Josefa de la Providencia.

-Escrita a fines del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII. -Primera edición: Año 1793. -Tercera edición: Año 1963.


Autor: Pedro Gjurinovic Canevaro. Fotos: Archivo Colección Manuel Santa Cruz; Tulio Cusman Cárdenas. Diseño: Carlos González (En edición)

Conferencia Episcopal Peruana y Consejo Católico para la Cultura. Lima, 1995.

Fuente: http://senordelosmilagros.perucultural.org.pe/inicio.html


Selección de textos: José Gálvez Krüger