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Domingo, 24 de noviembre de 2024

Diferencia entre revisiones de «Hermandad de Nuestra Señora de Aránzazu (LIMA)»

De Enciclopedia Católica

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Introducción

Las hermandades y cofradías en el Perú virreinal no han sido objeto de un especial interés de parte de los historiadores. Si bien el tema ha sido tratado por diversos autores en líneas generales, o en el marco de obras de carácter más amplio -siendo el caso más destacado el del P. Rubén Vargas Ugarte S.J.[1], no son muchas las cofradías estudiadas de modo específico. En este sentido, son de destacar algunas aproximaciones a las cofradías en su conjunto en el Perú virreinal, como la de Olinda Celestino y Albert Meyers, referida a esas corporaciones en los Andes centrales[2]; si bien su tema específico de estudio es el de las cofradías indígenas, ofrecen una visión amplia y clara del devenir de las cofradías en general. Debe citarse también la obra –más reciente- de Beatriz Garland Ponce[3], al igual que el trabajo de Jesús Paniagua Pérez sobre las cofradías limeñas de San Eloy y de la Misericordia[4], y dos contribuciones recién aparecidas: el artículo de Diego Lévano Medina, en el que ofrece una visión de conjunto de las cofradías limeñas en el siglo XVII[5], y el trabajo de Ciro Corilla Melchor, en el que estudia las cofradías limeñas desde la perspectiva de los conflictos étnicos[6]. En el caso de la Hermandad de Nuestra Señora de Aránzazu, dos autores la han estudiado con cierto detalle: Guillermo Lohmann Villena[7] y Elisa Luque Alcaide[8]. La documentación de las hermandades y cofradías limeñas se encuentra en el Archivo de la Sociedad de Beneficencia Pública de Lima, entidad que pasó a administrar todos los bienes de esas instituciones por disposición de un Decreto Supremo expedido en 1865 por el presidente Mariano Ignacio Prado[9].

Los orígenes de la Hermandad de Nuestra Señora de Aránzazu

En los inicios del siglo XVII era ya importante el número de vascos residentes en Lima, y muchos de ellos formaban parte del sector más representativo y poderoso de los comerciantes que desarrollaban sus labores en la capital del virreinato peruano. Se sabe que desde los primeros años de esa centuria un grupo de vizcaínos solía reunirse en el convento de San Agustín, con el propósito de dar forma a una hermandad que los agrupara, lo cual en realidad ocurrió años después. Sin embargo, ya en la segunda década de ese siglo, y específicamente el 13 de febrero de 1612, se dio un paso más firme en la misma dirección, al reunirse un grupo de “caballeros hijosdalgo de la nación vascongada” con el fin de otorgar poder ante notario a seis coterráneos suyos para que en su representación adquiriesen la capilla de la Encarnación de Nuestra Señora y Anunciación de Nuestro Señor, situada en la iglesia de San Francisco. Los poderdantes se comprometieron, en el mismo instrumento, a reunir en conjunto la suma de 10,000 pesos con el fin de concluir la mencionada compraventa[10]. La operación comprendía también la cripta, para la realización de los enterramientos de los miembros de la Hermandad y de sus descendientes[11]. Al año siguiente se dispuso la designación de una comisión que redactara los estatutos de la naciente corporación, aunque lo cierto es que las constituciones definitivas se concluyeron muchos años después, en 1635[12].

Fue lento el proceso de organización de la Hermandad limeña de Nuestra Señora de Aránzazu. Por ejemplo, tan solo en 1619 se realizó la primera elección de mayordomos, y al año siguiente se extendió formalmente el documento que reconocía a la Hermandad como titular de la capilla adquirida en 1612 en la iglesia de San Francisco, y que tenía por advocación el Santo Cristo y Nuestra Señora de Aránzazu[13].

Las constituciones han sido publicadas por Guillermo Lohmann Villena[14], especificándose en ellas, en primer lugar, que estaría conformada la corporación por los residentes en Lima que fueran naturales de Vizcaya y de Guipúzcoa, al igual que sus descendientes, así como los oriundos de Alava, de Navarra y de las “cuatro villas”: Laredo, Castro Urdiales, Santander y San Vicente de la Barquera. Se estableció como misión primordial de la Hermandad la de

“ejercitar entre sí y con los de su nación obras de misericordia y caridad cristiana así en vida como en muerte”.

Se establecía el derecho de ser enterrados en la referida capilla para todos los naturales de los mencionados lugares, así como para sus viudas —salvo que hubieren contraído segundas nupcias con alguien que no fuera miembro de la Hermandad- y sus descendientes, advirtiéndose en este último caso que se excluía a toda persona que estuviese “manchada o infamada de judío o moro penitenciado por el Santo Oficio ni casado con mulata india o negra o que tenga algún oficio infame”.

En las mismas constituciones se reitera que el principal fin de la Hermandad es el de “ejercitarse en las obras de piedad y misericordia, principalmente con los hermanos de ella”, siendo tales obras las visitas a los enfermos de la Hermandad, y en general a los enfermos pobres, en especial los forasteros y “chapetones”; visitar las cárceles e interesarse por la presencia allí de presos de la Hermandad u originarios de las provincias vasco-navarras; procurar estar enterados de la llegada a Lima de chapetones provenientes “de las naciones de la dicha hermandad”, con el fin de ayudarlos si así lo requirieran.

Además, las constituciones establecieron con claridad que la Hermandad debía estar perpetuamente eximida de la jurisdicción “de cualquier ordinario secular o eclesiástico regular o clerical”, sin que los arzobispos o los superiores de la orden franciscana pudieran “introducirse a pedir razón o cuenta de las obras pías de ella o del gasto de las rentas y limosnas”. Sin embargo, ya Elisa Luque Alcaide ha hecho notar que una circunstancia que pareció ir en detrimento de la referida exención de jurisdicción es la de la presencia del guardián del convento franciscano en las juntas generales de la Hermandad, aunque sin derecho a voto[15].

La iglesia de San Francisco, en la que tenía su sede la Hermandad, llegó a albergar nueve cofradías, a pesar de estar establecido que una iglesia podía alojar un máximo de seis[16].

En años recientes se han publicado -como ya hemos señalado- dos trabajos referidos de manera específica a la Hermandad de Nuestra Señora de Aránzazu de Lima: el primero, de Guillermo Lohmann Villena[17], constituye un detenido estudio de las circunstancias de la fundación y primer desarrollo de esta confraternidad, incluyéndose la publicación -ya mencionada- de sus constituciones, al igual que un interesante recuento de las vicisitudes por las que pasó la capilla de la Hermandad en la iglesia de San Francisco de Lima, fundamentalmente a causa de los terremotos que asolaron la ciudad de los Reyes. El otro es el de Elisa Luque Alcaide[18], que constituye una reflexión comparativa entre las confraternidades limeña y novohispana, con especial referencia a la proyección y vigencia social de ambas instituciones. En este sentido, además de señalar que los vascos en Lima constituían “el núcleo más fuerte de los comerciantes de la ciudad”, la misma autora plantea la hipótesis de que los miembros de la hermandad limeña estuvieron más fuertemente enraizados en la sociedad virreinal que sus pares novohispanos, dado que estos últimos incorporaban entre sus festividades las correspondientes a los patronos de los territorios vasco-navarros, mientras que los hermanos de Lima tan solo contemplaban la devoción a la Virgen de Aránzazu y al Santo Cristo[19].

La Hermandad y sus integrantes en la Lima del siglo XVIII

Fue el siglo XVIII el tiempo en el que numerosos miembros de la Hermandad de Aránzazu tuvieron un papel de especial gravitación en la sociedad y en la economía peruanas. No olvidemos que las reformas borbónicas supusieron notables cambios en la economía y el comercio, los cuales fueron especialmente importantes en el Perú. Sin embargo, si bien tradicionalmente se ha señalado que dichas reformas trajeron consigo tiempos de crisis para la elite mercantil limeña, lo cierto es que recientes investigaciones están demostrando que en la segunda mitad de la referida centuria siguió siendo muy grande la capacidad de construir fortunas entre los comerciantes afincados en Lima, a pesar de que esta ciudad había perdido su lugar como centro de la distribución mercantil en la América del Sur. Tal como afirma Cristina Mazzeo, en virtud del “libre comercio” —que no significó una libertad total- Lima perdió el monopolio de algunas vías y territorios, pero no perdió poder económico. La elite mercantil limeña centró su interés en nuevas actividades, tales como la exportación de productos no tradicionales, la importación de esclavos y los negocios financieros[20].

De hecho, es claro que durante el siglo XVIII se produjo la llegada de un importante número de comerciantes vascos y navarros que se afincaron en Lima, y que fueron protagonistas centrales de la vida económica en la capital virreinal[21]. Alberto Flores Galindo elaboró una relación de los “principales personajes de la clase alta limeña” en las décadas finales del siglo XVIII hasta la Independencia, constando dicha relación de cincuenta nombres[22]. Analizando esa información, César Pacheco Vélez llega a la conclusión de que veintidós de ellos eran limeños, uno procedía de Ayacucho, otro de Trujillo y los veintiséis restantes eran peninsulares, llegados en su mayoría al Perú después de 1750. Y de esos veintiséis peninsulares, quince eran vascos o navarros. Pero además había otros hijos de vascos o navarros nacidos ya en el Perú[23]. Guillermo Lohmann Villena ha mostrado precisamente atención en el grupo de comerciantes vascos que actuó en Lima en la segunda mitad del siglo XVIII:

“La acción de los hombres de empresa vascongados en el Perú se recorta con perfiles tan nítidos durante la segunda mitad del siglo XVIII que su magnitud sólo cabe medirla proyectándola como la secuela, dentro del sector económico, del rumbo trazado por sus predecesores atraídos por el llamado del destino transatlántico. La divisa de unos y otros pudiera haber sido el viejísimo Plus Ultra, un más allá promotor constante del ímpetu expansivo que desde tiempos inmemoriales late en las venas de los individuos de esa raza”[24].

Si bien numerosos miembros de la Hermandad de Nuestra Señora de Aránzazu se contaron entre los más importantes comerciantes y empresarios de Lima, es de notar que su prestigio social fue variado. Interesante en este sentido es el caso del navarro Martín de Osambela, nacido en la modesta localidad de Huici en 1754 y quien trasladado al Perú logró construir una gran fortuna, precisamente en el contexto de la vigencia del “libre comercio”. Ahora bien: su fortuna fue muy importante, y él mismo logró ascender socialmente de modo muy notable, pero sin llegar a las esferas más altas, probablemente por no haber contraído nupcias con alguna integrante de una gran familia criolla[25].

Es interesante en este sentido lo afirmado por Paul Rizo-Patrón, quien si bien señala que fueron los que integraron la inmigración vasco-navarra quienes más destacaron en las actividades mercantiles limeñas en el siglo XVIII, no todos llegaron a alcanzar el éxito pleno: bien fuera por falta de habilidad; o porque se dedicaron en exclusiva a las actividades económicas sin preocuparse por su vigencia social; o porque no lograron la suficiente bonanza económica o las necesarias vinculaciones sociales para ascender[26].

Un caso más notable es el representado por la familia Querejazu, cuyos miembros pertenecieron a la Hermandad, constituyéndose en una de las familias más poderosas en la segunda mitad del siglo XVIII, siendo su principal representante Antonio Hermenegildo de Querejazu y Mollinedo, quien llegó a ser el oidor más antiguo de la Audiencia de Lima, y caballero de la Orden de Santiago, además de dueño de una de las más importantes fortunas de entonces. El había nacido en el Perú, y fue hijo de un peninsular afincado en el virreinato en la primera mitad de ese siglo, Antonio de Querejazu y Uriarte, natural de Mondragón, en Guipúzcoa, quien llegó a ser mayordomo de la Hermandad[27]. Obviamente, este último logró tal posición por su relevancia en la sociedad limeña de entonces: fue caballero de Santiago, gobernador de Quijos y Macas y prior del Tribunal del Consulado de Lima, y casó en 1706 con la limeña Juana Agustina de Mollinedo y Azaña, sobrina del célebre obispo del Cuzco Manuel de Mollinedo y Angulo, reconstructor de esa ciudad tras el terremoto de 1650[28].

En la documentación que se conserva de la Hermandad, Antonio de Querejazu y Urriarte figura por primera vez en un dato referido a 1704. En efecto, en el cabildo realizado el 3 de mayo de ese año, se presenta una relación de las personas que ofrecieron limosna para el retablo de Nuestra Señora de Aránzazu. Allí aparecen conjuntamente Mateo y Antonio de Querejazu aportando 100 pesos, habiendo solo cinco personas con aportes mayores, siendo las sumas más altas las ofrecidas por los mayordomos de la Hermandad, Pedro de Ulaortua y Juan Bautista de Palacios[29]. Al año siguiente, y de acuerdo con la “Razón de los señores hermanos que han mandado limosna para el retablo de Nuestra Señora de Aránzazu este año de 1705”[30], Antonio de Querejazu vuelve a aportar 100 pesos, siendo en este caso el hermano que ofreció la suma más alta.

Desde entonces Antonio de Querejazu intentó ser elegido mayordomo de la Hermandad, pero lo logró tan solo en el cabildo de 3 de mayo de 1713, cuando alcanzó tal cargo junto con el ya mencionado —y en este caso reelegido- Juan Bautista de Palacios, quien por entonces ya era Teniente General de la Caballería. Ya en años anteriores había sido Querejazu diputado de la Hermandad[31].

En el registro de los entierros efectuados en la bóveda de la capilla de Nuestra Señora de Aránzazu, figuran los de varios miembros de esa importante familia. Así, el 3 de enero de 1761 fue enterrado Tomás de Querejazu, caballero de la Orden de Santiago y canónigo de la catedral de Lima[32]. En junio de 1772 se enterró Juana de Querejazu, condesa de San Juan de Lurigancho, hija del mencionado Antonio Hermenegildo[33]. En febrero de 1775 fue enterrada la esposa de éste, Josefa de Santiago-Concha y Errazquin, y el 18 de enero de 1792 se hizo lo propio con el mismo Antonio Hermenegildo. El 14 de diciembre de 1797 fue enterrado José de Querejazu y Santiago-Concha, Conde de San Pascual Bailón, e hijo del anterior[34].

Si bien no es abundante la documentación conservada en nuestros días con respecto a la Hermandad de Nuestra Señora de Aránzazu, algunos datos son reveladores de lo que fue la vida de la corporación. Como ejemplo podemos mencionar el de las necesidades materiales referidas al cotidiano funcionamiento de la capilla de la Hermandad en la iglesia de San Francisco, y específicamente el hecho de la presencia -acreditada en diversos periodos- de un negro esclavo dedicado a servir a la capilla. Así, por ejemplo, por medio de un recibo fechado el 24 de julio de 1743 sabemos de la compra de un negro llamado José Vicente, operación que fue efectuada por quienes entonces eran mayordomos de la Hermandad: José de Arescurenaga y Pablo de la Urrunaga. Dicho esclavo tenía 18 años de edad, y fue comprado en 300 pesos, luego de venderse por 350 al que anteriormente se habla tenido. Ahora bien: los esclavos que servían a la Hermandad no eran siempre adquiridos a título oneroso. Algunas décadas antes, por ejemplo, la Hermandad había recibido un esclavo a través de una cláusula testamentaría, efectuada por el capitán Antonio de Monasterio Guren, el cual dejó a dicho negro -llamado Antonio Mina- “para que sirviese a la capilla de Nuestra Señora después que hubiese servido cinco años a doña Isidora Blanco Rejón, viuda del dicho Monasterio Guren”. El hecho de establecerse unos años previos a la recepción del esclavo por parte de la Hermandad suscitó un grave problema: aquel terminó en manos del general Juan Bautista de la Rigada, quien se negó a entregarlo a la Hermandad. Ante esa circunstancia, la corporación demandó a dicho general ante el Juzgado de la Guerra, concluyendo favorablemente la causa, con el decreto final de 25 de febrero de 1699, proveído y rubricado por el auditor general de la Guerra, que por entonces lo era el oidor Antonio Pallares y Espinosa[35].

La devoción limeña a la Virgen de Aránzazu

En cuanto a las fiestas celebradas en honor de la Virgen de Aránzazu, el P. Benjamín Gento Sanz afirma lo siguiente:

“La colonia vascongada, rica y próspera en la época colonial, era también generosa en extremo, al manifestar su religiosidad con la Virgen de su devoción, bajo la advocación de Aránzazu o del Espino —que esto significa la palabra vasca Aránzazu: sobre el espino- que tantos recuerdos les traía de sus lejanas montañas (...). Las fiestas que celebraban a la Virgen de Aránzazu eran suntuosas, y las preseas y alhajas de su culto, numerosas, ricas y abundantes”[36].

Pero es mucho más ilustrativa la reseña que hace un coetáneo, Fray Diego de Córdova y Salinas, de un acontecimiento muy concreto: el recibimiento y la colocación, en la capilla de la Hermandad limeña, de la imagen de Nuestra Señora de Aránzazu, en 1646.

He aquí el relato:

“Fue recibida la forastera divina en Lima con gran pompa y alegría de sus vecinos, haciéndose pedazos las campanas de todas las iglesias en señal de su gozo. Colocada la santa imagen en sus andas de un montón distinto de inmensa riqueza de diamantes, que en lo brillante poco le debían al sol, salió triunfante en hombros de sacerdotes de la Catedral a la plaza mayor, debajo de palio, como Reina y Señora que es de cielo y tierra, despidiendo rayos de gloría de su soberano rostro, que daban vida a cuantos con devoción la miraban. Llevaba por lucido acompañamiento a todo lo noble y común de la ciudad, Virrey, Audiencia Real, Cabildos y Religiones. Pasó la procesión con pompa y aparato, luces, músicas y danzas, las calles y sus balcones adornados de sedas y ricas telas, a la casa del serafín llagado, Francisco, donde el siguiente día, diez y ocho de octubre de mil y seiscientos y cuarenta y seis años, con el mismo aplauso, fiesta, música, Virrey y Tribunales, suspiros y lágrimas de gozo, y alegría de innumerable pueblo convenido, fue colocada la santa imagen en su espino (divina rosa entre espinas) dentro de un nicho de gallardo fondo, a cuya majestad corren dos cortinas de labor costosa”[37].

Fueron notables y continuas las contribuciones de los miembros de la Hermandad para sufragar los gastos que acarreaban las fiestas y todo lo que se dirigía a la veneración de la Virgen de Aránzazu. Por ejemplo, en los años iniciales del siglo XVIII fueron frecuentes las ya mencionadas limosnas para la construcción del retablo de la capilla de la Hermandad. No siendo suficientes las limosnas que se recogían, en ocasiones los propios miembros prestaban dinero a la corporación. Ocurrió eso con los capitanes Pedro de Ulaortua -que llegó a ser prior del Tribunal del Consulado- y Juan Bautista de Palacios, quienes fueron -como ya se ha señalado anteriormente- mayordomos de la Hermandad en los primeros años del siglo XVIII. Según los documentos que acreditan las cuentas, en 1704 la corporación debía a ambos 15,133 pesos, los cuales

“remiten y perdonan a la dicha Hermandad cada uno por su parte y por todos los dichos hermanos se les admitió la remisión y les dieron las debidas gracias así por este servicio que hacen a la Virgen Santísima de Aránzazu como por lo bien que lo han hecho y lo están haciendo en la continuación de sus fiestas y demás gastos que se ofrecen a la dicha Hermandad”[38].

La bóveda sepulcral de la capilla de la Hermandad

Ya nos hemos referido al derecho de los hermanos de esta corporación, así como de sus parientes, de enterrarse en la bóveda de la capilla de la iglesia de San Francisco. Un libro conservado en el Archivo de la Sociedad de Beneficencia Pública de Lima da cuenta de los hermanos que se enterraron en la referida capilla desde fines del siglo XVII[39].

En el siglo siguiente, las ideas de la Ilustración inspiraron las nuevas políticas con respecto a los enterramientos: se buscaba mejorar la salud pública, que se veía perjudicada por el hedor que emanaban las fosas en las que se enterraba a los difuntos en las ciudades. Por eso, se pensó que la solución pasaba por crear cementerios fuera de los centros urbanos, para que los muertos dejaran de envenenar a los vivos[40]. Así, desde 1808, tras la inauguración del Cementerio General de Lima, se estableció que todas las iglesias clausuraran sus bóvedas, sepulturas, osarios y todos los lugares donde hubiera entierros. Es de destacar que las autoridades hicieron especial mención de la iglesia de San Francisco en este sentido. Se deseaba -según un texto de la época- que “no sean más nuestros templos y hospitales los palacios de la muerte. En el Santuario del Dios Vivo solo se sientan el olor agradable del incienso; y el del bálsamo salutífero en las cosas de piedad”[41].

Debemos suponer que hubo una especial preocupación de las autoridades por la situación de la iglesia de San Francisco en lo referido a los enterramientos. En efecto, consta que la prohibición de efectuar entierros en ese templo se había dado ya en 1804. En ese año los religiosos franciscanos construyeron un panteón junto a la Casa de Ejercicios de la Tercera Orden, efectuándose su apertura el 23 de septiembre, y desde ese día

“se impidió todo entierro en la iglesia de San Francisco por las superiores órdenes del Excmo. Sr. Virrey D. Gabriel de Avilés y el Arzobispo el Excmo. e Iltmo. Sr. D. Juan Domingo González de la Reguera, de la Gran Cruz de Carlos III. Con este motivo se han cerrado todas las bóvedas y aunque queda abierta la de la Hermandad de Aránzazu, se ha prohibido todo entierro, y ha asignado el R. P. Guardián dieciséis nichos en el panteón para los que tenían derecho a la bóveda (...)”[42].

Es decir, se prohibieron los enterramientos en la iglesia de San Francisco cuatro años antes de la prohibición general de efectuar entierros en los templos. Pero la clausura de la bóveda se produjo en 1808, a raíz de la inauguración del Cementerio General. Dicha clausura es relatada con detalle en uno de los libros de la Hermandad:

“Por el Reglamento Provisional que se imprimió y está la copia en el Archivo de Aránzazu, se mandó por los dos referidos jefes[43] que todas las iglesias de esta capital empezasen a cerrar sus bóvedas, sepulturas, osarios, y demás lugares de entierro, desde el día inmediato a la bendición y apertura del camposanto, y lo verificasen en el término de quince días contados desde primero de junio próximo, inhabilitando los enterratorios de modo que no vuelvan a servir, ni quede señal de su entrada con lápida sepulcral, ni cosa que lo denote”[44].

Siguiendo tales disposiciones, los mayordomos de la Hermandad retiraron una lápida de bronce que tenía allí más de un siglo -se había instalado en 1693-, en la cual aparecía la siguiente inscripción: “Aquí yacen los muy nobles y muy leales hijos y descendientes de la Provincia de Cantabria”. Lo interesante es que en el mismo documento se señalan una serie de precisas instrucciones para quienes en el futuro quisieran reabrir la bóveda, concluyéndose del siguiente modo: “Esta explicación y noticia se pone aquí para los venideros (...); en caso necesario es fácil quitarla y dar entrada a la bóveda”[45]. Todo indica, en efecto, que la clausura de la bóveda sepulcral de la capilla de la Hermandad se realizó con gran pesar por los miembros de la misma, quienes de algún modo mostraron su deseo de que en el futuro pudiera ser reabierta. Dicho pesar puede percibirse en la documentación de la Hermandad, al aludirse a los nichos que se reservaron en el Cementerio General:

“Para reparar en algún modo la falta de la bóveda de Aránzazu en su capilla, se han tomado en el camposanto (...) nichos que están distinguidos con la inscripción de pertenecer a la Ilustre Hermandad de Nuestra Señora de Aránzazu”[46].

Doctor José de la Puente Brunke

Ex Pontificia Universidad Católica del Perú

Notas

[1] Véase, entre otras, su Historia de la Iglesia en el Perú. Burgos-Lima, 1953-1962, 5 vols.; y su Historia del culto de María en Iberoamérica y de sus imágenes y santuarios más celebrados. Buenos Aires, 1947 (segunda edición).

[2] Celestino, Olinda y Albert Meyers: Las cofradías en el Perú: región central. Frankfurt, Vervuert, 1981.

[3] Garland Ponce, Beatriz: “Las cofradías en Lima durante la colonia. Una primera aproximación”. En: Ramos, Gabriela (compiladora): La venida del reino. Religión, evangelización y cultura en América. Siglos XVI-XX. Cusco, Centro de Estudios Regionales Andinos “Bartolomé de las Casas”, 1994, pp. 199-228.

[4] Paniagua Pérez, Jesús: “Cofradías limeñas: San Eloy y la Misericordia (1597-1733)”. Anuario deEstudios Americanos, tomo LII, N° 1 (Sevilla, 1995), pp. 13-35.

[5] Lévano Medina, Diego Edgar: “Organización y funcionalidad de las cofradías urbanas. Lima siglo XVII”. Revista del Archivo General de la Nación, 24 (Lima, mayo 2002), pp. 77-118.

[6] Corilla Melchor, Ciro: “Cofradías en la ciudad de Lima, siglos XVI y XVII: racismo y conflictos étnicos”. En Carrillo S., Ana Cecilia (y otros): Etnicidad y discriminación racial en la historia del Perú. Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú – Instituto Riva Agüero y Banco Mundial, 2002, pp. 11-34.

[7] Lohmann Villena, Guillermo: “La Ilustre Hermandad de Nuestra Señora de Aránzazu de Lima”. En Los vascos y América. Ideas, hechos, hombres. Madrid, Fundación Banco de Bilbao y Vizcaya, 1990, pp. 203-213.

[8] Luque Alcaide, Elisa: “Coyuntura social y cofradía. Cofradías de Aránzazu de Lima y México”. En Martínez López-Cano, María del Pilar, Gisela von Wobeser y Juan Guillermo Muñoz Correa (coordinadores): Cofradías, capellanías y obras pías en la América colonial. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1998, p. 98.

[9] Celestino y Meyers, op. cit., p. 195.

[10] Lohmann Villena, op.cit., p. 203.

[11] Benjamín Gento Sanz O.F.M., en su monografía sobre la iglesia de San Francisco, hace referencia a los entierros de los miembros de la Hermandad que en esa cripta se realizaban. Gento Sanz O.F.M., Benjamín: San Francisco de Lima. Estudio Histórico y Artístico de la Iglesia y Convento de San Francisco de Lima. Lima, Imprenta Torres Aguirre S.A., 1945, p. 210.

[12] Lohmann Villena, op. cit., p. 204.

[13] Ibíd., pp. 204-205.

[14] Ibid., pp. 206-210.

[15] Luque Alcaide, op. cit., p. 98.

[16] Garland, op.cit., p. 210.

[17] Lohmann Villena, op. cit.

[18] Luque Alcaide, op. cit.

[19] Luque Alcaide, op. cit., pp. 94 y 101.

[20] Mazzeo, Cristina Ana: El comercio libre en el Perú. Las estrategias de un comerciante criollo. José Antonio de Lavalle y Cortés, Conde de Premio Real, 1777-1815. Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1994, p. 230. Sobre este mismo tema, véase también Rizo-Patrón Boylan, Paul: Linaje, dote y poder. La nobleza de Lima de 1700 a 1850. Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2000, pp. 37-47 y 71-78.

[21] De todos modos, no debe dejar de mencionarse la importancia que ya en el siglo XVII tuvieron los vascos en Lima, en lo relativo a la vida económica y comercial. Un buen ejemplo de ello nos lo ofrece la figura del vizcaíno Juan de la Plaza, quien en la década de 1620 fundó un banco en la capital virreinal, que seria el tercero, ya que para entonces existían los de Bernardo de Villegas y de Juan de la Cueva -célebre este último por su estrepitosa quiebra producida en 1635. Margarita Suárez refiere que se suscitaron muchas resistencias frente a la iniciativa de Plaza de fundar un banco, y que fue importante el apoyo que por escrito le dieron numerosos comerciantes afincados en Lima, muchos de los cuales eran vascos. Cfr. Suárez, Margarita: Desafíos transatlánticos. Mercaderes, banqueros y el estado en el Perú virreinal, 1600-1700. Lima, Instituto Riva-Agüero - Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo de Cultura Económica, Instituto Francés de Estudios Andinos, 2001, pp. 70-72.

[22] Flores Galindo, Alberto: Aristocracia y plebe. Lima, 1760-1830 (Estructura de clases y sociedad colonial). Lima, Mosca Azul Editores, 1984, pp. 74-76.

[23] Pacheco Vélez, César: Memoria y utopía de la vieja Lima. Lima, Universidad del Pacífico, 1985, p. 189.

[24] Lohmann Villena, Guillermo: “Los comerciantes vascos en el virreinato peruano”. En Los vascos y América. Actas de las Jornadas sobre el comercio vasco con América en el siglo XVIII, y la Real Compañía Guipuzcoana de Caracas en el II Centenario de Carlos III. Bilbao, Fundación Banco de Vizcaya, 1989, p. 55.

[25] Véase Hampe Martínez, Teodoro: “Auge y caída de don Martín de Osambela, comerciante navarro en el Perú (ca. 1754-1825)”. En Revista del Archivo General de la Nación, N° 22 (Lima, 2001), pp. 273-292.

[26] Rizo-Patrón, Paul: “Vinculación parental y social de los comerciantes de Lima a fines del periodo virreinal”. En Mazzeo de Vivó, Cristina Ana: Los comerciantes limeños a fines del siglo XVIII. Capacidad y cohesión de una elite. 1750-1825. Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú —Dirección Académica de Investigación, 1999, p. 20.

[27] Archivo Central de la Sociedad de Beneficencia Pública de Lima (en adelante ACBP) libro N° 8178, f. 15 vto.

[28] Lohmann Villena, Guillermo: Los ministros de la Audiencia de Lima en el reinado de los Borbones (1700-1821). Esquema de un estudio sobre un núcleo dirigente. Sevilla, Escuela de Estudios Hispanoamericanos, 1974, p. 110. Sobre la familia Querejazu, véase Rizo-Patrón: Linaje, dote y poder... cit., pp. 106-109.

[29] ACBP, libro N° 8179, f 190.

[30] ACBP, libro N° 8179, f. 192 vto.

[31] ACBP, libro N° 8179, f. 203 vto.

[32] ACBP, libro N° 8178, f 12.

[33] ACBP, libro N° 8178, f. 15 vto.

[34] ACBP, libro N° 8178, ff. 16, 19 y 22.

[35] Cfr. ACBP, libro N° 8180.

[36] Gento Sanz O.F.M., op.cit., p. 210.

[37] Córdova y Salinas, Diego de: Crónica Franciscana de las Provincias del Perú (Nueva edición con notas e introducción por Lino G. Canedo, O.F.M.). Washington, Academy de Historia Franciscana Americana, 1957, p. 529.

[38] ACBP, libro N° 8179, f. 188. Se especifica que de los 15,133 pesos que se debía a dichos mayordomos, 8,314 correspondían a Juan Bautista de Palacios, y 6,819 a Pedro de Ulaortua.

[39] “Libro de los hermanos que se mueren y se entierran en la bóveda de la capilla de Nuestra Señora de Aránzazu que corre desde el año de 1695”. ACBP, libro N° 8178.

[40] Cfr. Casalino Sen, Carlota: “Higiene pública y piedad ilustrada: la cultura de la muerte bajo los Borbones”. En O’Phelan Godoy, Scarlett (compiladora): El Perú en el siglo XVIII. La era borbónica. Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú -Instituto Riva-Agüero, 1999, p. 326.

[41] Casalino, op. cit., pp.338, 339 y 342.

[42] ACBP, libro N° 8178, f. 23 vto.

[43] En alusión al arzobispo Las Heras y al virrey Abascal.

[44] ACBP, libro N° 8178, f. 26.

[45] ACBP, libro N° 8178, f. 26 vto.

[46] IbId.