Diferencia entre revisiones de «Infalibilidad»
De Enciclopedia Católica
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==Verdadero significado de infalibidad== | ==Verdadero significado de infalibidad== |
Última revisión de 04:04 9 mar 2012
En sentido general , significa exención o inmunidad del peligro de error o falla. En sentido particular, según el uso teológico, indica la prerrogativa sobrenatural por la que la Iglesia de Cristo, gracias a la asistencia divina, está libre de la posibilidad de error en sus definiciones dogmáticas referentes a la fe y a la moral. En el presente artículo se tratará el tema bajo los siguientes encabezados:Contenido
Verdadero significado de infalibidad
Conviene que, antes de tratar el problema propiamente dicho de la infalibilidad, iniciemos este trabajo dejando en claro algunas verdades eclesiológicas establecidas. Estas son:
• Que Cristo fundó su Iglesia como una sociedad perfecta y visible.
• Que Él quiso que fuera absolutamente universal, e impuso a todos los hombres una obligación solemne de pertenecer a ella, a menos que la ignorancia no culpable los excusara. (Dada la actual perspectiva de la Iglesia respecto a este punto, conviene aquí tener presente: Lumen Gentium 8-9, 12-16, 18, 20, 22-25; Christus Dominus 2-4; Gaudium et Spes 40-42; Catecismo de la Iglesia Católica 1-2, 30, 36-38, 51-53, 65-67, 84, 88-90, 105-108, 161. N.T. ).
• Que Él deseó que su Iglesia fuera una, con una unidad corporativa visible de fe, gobierno y culto.
• Que para garantizar esta triple unidad, Él otorgó a sus Apóstoles y a sus legítimos sucesores en la jerarquía- y exclusivamente a ellos- la plenitud de magisterio, gobierno y facultades litúrgicas que Él quiso que su Iglesia poseyera.
Una vez sentado lo anterior, la siguiente cuestión se refiere a cómo, y hasta dónde, Cristo hizo infalible a su Iglesia para el ejercicio de su autoridad doctrinal.
En realidad, el asunto de la infalibilidad surge exclusivamente en relación a la autoridad doctrinal. O lo que es lo mismo, cuando hablamos de la infalibilidad de la Iglesia hablamos, primaria y principalmente, de lo que se llama a veces infalibilidad activa , distinta de la pasiva . Lo cual significa que la Iglesia es infalible al enseñar en forma definitiva y objetiva materias de fe y de moral, y no que los fieles sean infalibles en sus interpretaciones personales de esa misma enseñanza. Es obvio que los individuos aislados pueden errar en su comprensión de las enseñanzas de la Iglesia, pero tampoco puede el consenso general y unánime de los fieles constituir un órgano distinto e independiente de infalibilidad. Este consenso, claro, cuando es confirmado, tiene un valor inapreciable como prueba de lo que ha sido, o puede ser, definido por la autoridad del magisterio. Pero, aparte de poder ser considerado como contraparte complementaria y subjetiva de la autoridad objetiva de la Iglesia, no contiene valor dogmático alguno. Por lo mismo, será mejor centrar nuestra atención en la infalibilidad activa como tal, y así evitaremos la confusión que sirve de base a muchas de las más persistentes objeciones en contra de la doctrina de la infalibilidad eclesial.
Ahora bien, la infalibilidad debe ser distinguida claramente de la revelación y de la inspiración. La inspiración es una influencia positiva de Dios por la que el agente humano no únicamente es protegido del error, sino que también es guiado y controlado de tal modo que las palabras que dice o escribe son en verdad palabras de Dios. Dios mismo es el autor de las palabras pronunciadas. La infalibilidad se refiere únicamente a la exención de la posibilidad de errar. Dios no es el autor de la palabra infalible, sino de la palabra inspirada. Al menos no lo es en el mismo sentido. La palabra infalible será siempre algo de procedencia humana.
La revelación, a su vez, señala el acto por el cual Dios comunica, en forma sobrenatural, una verdad hasta entonces desconocida, o al menos no garantizada por la autoridad divina. La infalibilidad, por su parte, tiene que ver con la interpretación y salvaguarda efectiva de las verdades previamente reveladas. Se puede decir, por ejemplo, que alguna doctrina definida por los papas o por algún concilio ecuménico es infalible, y con ello queremos significar que su absoluta ausencia de error encuentra su garantía en el poder divino, de acuerdo a la promesa hecha por Cristo a su Iglesia, no en que los papas o los padres conciliares hayan sido inspirados como lo fueron los escritores de la Biblia, ni que su enseñanzas contengan una revelación nueva.
Convendrá profundizar en que la infalibilidad:
Es más que la simple exención del error en un tema concreto; es la exención de la posibilidad de errar. No exige santidad de vida, ni mucho menos ausencia de pecado de parte de sus órganos. Hombres pecadores y malvados pueden ser agentes de Dios al definir algo infaliblemente. La validez de la garantía divina es independiente de los argumentos falibles utilizados para tomar una decisión definitiva, y de los motivos humanos indignos que puedan haber influenciado el resultado durante algún debate. Lo que se garantiza con la infalibilidad es únicamente el resultado final, sólo él, no las fases preliminares que lo preceden. Si Dios otorgó el don de profecía a Caifás, quien condenó a Cristo (Jn 11, 49-52; 18, 14), con seguridad también otorgó el don menor de la infalibilidad a algunos seres humanos indignos. Pierden su tiempo los opositores de la infalibilidad que basan sus críticas, y sus proyectos de crear prejuicios en contra de la Iglesia Católica, en señalamientos acerca de las deficiencias morales o intelectuales de los papas o de los concilios que han hecho pronunciamientos doctrinales definitivos, o en argumentos históricos que intentan mostrar que tales decisiones fueron el resultado natural e inevitable de las condiciones morales, políticas e intelectuales existentes en esos momentos. Es perfectamente posible aceptar lo que la historia pueda legítimamente probar esos señalamientos, pero eso en nada afectará la substancia de las posiciones católicas.
Pruebas de la infalibilidad de la Iglesia
El que la Iglesia sea infalible en sus definiciones de fe y moral constituye, en sí misma, una definición dogmática de la Iglesia, que, si bien fue formulada ecuménicamente por primera vez durante el I Concilio Vaticano, fue enseñada explícitamente desde mucho antes y siempre ha sido aceptada como verdad incontestable desde los inicios hasta la época de la Reforma Protestante. Las enseñanzas correspondientes del I Concilio Vaticano se encuentran en las actas de la sesión III del mismo, en el capítulo 4, donde se declara que “la doctrina de la fe, revelada por Dios, no se propone como un descubrimiento filosófico que pueda ser mejorado por el esfuerzo del talento humano, sino que se le ha encomendado como un depósito divino a la esposa de Cristo, para que ella lo guarde fielmente y lo interprete infaliblemente”. Del mismo modo, la sesión IV, capítulo 4, define que el Romano Pontífice, cuando enseña ex cathedra, “goza, por razón de la asistencia divina que se le prometió en el bienaventurado Pedro, de la infalibilidad que el Divino Redentor quiso otorgar a su Iglesia para cuando ésta definiera alguna doctrina acerca de la fe o de la moral”. Incluso el I Concilio Vaticano, como se verá después, solamente introduce en forma oblicua e indirecta el dogma general de la infalibilidad de la Iglesia, como algo distinto de la del Papa, en seguimiento de la costumbre tradicional según la cual el dogma se considera como una implicación de la autoridad magisterial ecuménica. (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica nos. 874-875, 877, 880-886, 889-891). Más adelante veremos ejemplos de esto, y de ellos podremos constatar que, aunque la palabra infalibilidad, como término técnico, apenas aparece en el vocabulario de los Padres de la Iglesia o en los primeros concilios, el concepto expresado por ella ha sido entendido, creído y puesto en práctica desde el inicio. En esta sección nos circunscribiremos al tema general, reservando la doctrina de la infalibilidad papal para ser tratada en forma especial. Este parece ser el tratamiento más lógico del asunto, ya que nos permite avanzar una cierta distancia en amistosa compañía con quienes sostienen la doctrina de la infalibilidad eclesiástica aún rechazando su aplicación al papado. La evidencia escriturística y de la tradición con la que contamos actualmente parece probar la infalibilidad papal de un modo más sencillo, directo y coherente que lo que la misma logra probar acerca de la doctrina general de modo independiente. Y esto evidentemente se percibe más claramente si aceptamos como alternativa a la infalibilidad papal la teoría vaga e impráctica de la infalibilidad ecuménica con la que la Alta Iglesia Anglicana quiere substituir la enseñanza católica. Y las iglesias orientales cismáticas no superan a la anglicana en este aspecto, excepción hecha de la creencia virtual de cada una de ellas en su propia infalibilidad, y de que en la práctica ellas han sido más fieles en la guarda de las doctrinas aprobadas en torno a la infalibilidad por los diferentes concilios ecuménicos. No obstante, ciertos sectores anglicanos y todas las iglesias orientales concuerdan con la católica en sostener que Cristo prometió la infalibilidad a la verdadera Iglesia, y agradecemos su apoyo en contra de la negación general de esta verdad por parte de las iglesias protestantes.
Pruebas en las Sagradas Escrituras
1. Para poder prevenir un malentendido y anticiparnos a la común objeción popular fundamentada en ese malentendido, se debe adelantar la premisa de que cuando acudimos a la Sagrada Escritura para probar la infalibilidad de la Iglesia, lo hacemos meramente por considerarla un buen testigo histórico, sin atender a su inspiración. Aún considerada como un documento puramente humano, ella nos provee de información confiable acerca de los dichos y promesas de Cristo, y si aceptamos como un hecho que Cristo dijo lo que los Evangelios dicen que dijo, podemos sostener que las promesas de Cristo a los Apóstoles y a sus sucesores en el magisterio incluyen la promesa de dirección y asistencia que están claramente incluidas en el concepto de infalibilidad. No se da un círculo vicioso al utilizar la Escritura como fuente de información histórica para probar que Cristo proveyó a la Iglesia de autoridad magisterial infalible. Es más bien un procedimiento lógico legítimo recurrir a la autoridad de la Iglesia en busca de pruebas acerca de los escritos inspirados.
2. Baste señalar por ahora que los textos en los que Cristo promete dirección infalible a Pedro y a sus sucesores en el primado deben ser invocados aquí como poseedores de un valor a fortiori, y que dichos textos son los que generalmente se utilizan para probar en general la infalibilidad de la Iglesia. Los principales son:
· Mateo 28, 18-20 · Mateo 16, 18 · Juan 14-16 · I Timoteo 3, 4-15, y · Hechos 15, 28 ss.
Mateo 28, 18-20
Este texto nos describe el mandato que Cristo dio solemnemente a los Apóstoles poco antes de su ascensión. “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan pues y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándolas a observar todo lo que yo les he mandado. Y, vean, yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Mc 16, 15-16 trae el mismo mandato, en forma abreviada, pero con la promesa de salvación para los creyentes y de condenación para quienes no crean. “Vayan pues a todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura. Aquel que creyere y se bautizare se salvará, pero quien no crea será condenado”. Nadie que admita que Cristo estableció una iglesia visible, y que la dotó de algún tipo de autoridad efectiva para enseñar, podrá negar que el mandato que acabamos de mencionar, con todo lo que implica, debió haber sido dado a los Apóstoles para ser cumplido durante sus vidas, pero también a sus sucesores hasta el fin de los tiempos. Y si asumimos que quien eso dijo fue el Hijo de Dios omnisciente, plenamente consciente del alcance que tendrían sus palabras en conjunción con sus otras promesas, debemos concluir que ellas estaban pensadas para permitir que los mismos Apóstoles y todos los creyentes sinceros, hasta el fin del mundo, las interpretaran de la única manera razonable, como conteniendo la promesa de dirección infalible en las enseñanzas doctrinales hechas, en primera instancia, al Colegio Apostólico, y después al colegio jerárquico que habría de sucederle. En primer lugar, no fue simple coincidencia que Cristo antecediera el mandato con una referencia a la plenitud del poder que Él mismo había recibido: “Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra”. El propósito de ello es obviamente hacer énfasis en el carácter y el alcance extraordinarios de la autoridad que le confía a su Iglesia, autoridad que no podría Él comunicar personalmente de no ser omnipotente. Del mismo modo, la promesa que sigue no tendría sentido si se tratara de una dirección natural providencial; debe entenderse como un apoyo especial sobrenatural. En segundo lugar destaca en este pasaje el asunto particular de la autoridad doctrinal, o sea, de la autoridad para enseñar el Evangelio a todos los hombres. La promesa de Cristo de estar con los Apóstoles y sus sucesores hasta el fin del tiempo significa que aquellas personas a las que ellos deben enseñar en su nombre, y de acuerdo a la plenitud del poder que Él les ha dado, deben poder ser capaces de aceptar esa enseñanza como si proviniera del mismo Cristo. En otras palabras, deben poder aceptarla como cosa infalible. De otra manera la asistencia perenne que les fue prometida no sería verdaderamente eficaz, cuando lo que la expresión usada pretende es precisamente dar a entender que sí habrá una ayuda eficaz divina. Si suponemos que Cristo en verdad reveló un cuerpo de doctrina definido, que debe ser enseñado a todo hombre y protegido contra cambios o corrupciones por la voz viva de su Iglesia visible, es necedad afirmar que ese resultado se podría lograr efectivamente, o dicho de otro modo, que su promesa podría ser cumplida efectivamente, sin recurrir a una voz viva que pueda hablar infaliblemente a todas las generaciones acerca de las diversas cuestiones relativas a la substancia de la enseñanza de Cristo. Sin infalibilidad no tienen sentido las verdades identificadas históricamente con la esencia misma del cristianismo. Y esta cuestión sólo se discute con aquellos que creen en el cristianismo histórico. Tomemos por ejemplo los misterios de la Santísima Trinidad y de la encarnación. Si la Iglesia primitiva no fue infalible en sus definiciones de esas verdades, ¿cómo podríamos oponernos a que revivieran hoy día las controversias sabeliana, arriana, macedonia, apolinarista, nestoriana o eutiquiana, o cómo podríamos criticar a quienes defienden algunas interpretaciones que la Iglesia ha condenado como heréticas? No se puede apelar a la autoridad inspirada de la Sagrada Escritura, pues para garantizar su inspiración se debe a su vez invocar la autoridad de la Iglesia, y a menos que ésta sea infalible para decidir al respecto, uno bien podría cuestionar la autoridad inspirada de los escritos del Nuevo Testamento. Tampoco se puede sostener, dejando de lado la cuestión de la inspiración, y teniendo enfrente los datos duros de la historia, que la labor de interpretar las enseñanzas de la Biblia respecto a tales misterios y a otros puntos doctrinales identificados con la substancia del cristianismo histórico es tan sencilla que hace innecesaria una voz viva, como la voz de Cristo, a la que todos deban someterse. Cristo quiso que la unidad de la fe fuera una de las notas distintivas de su Iglesia, y la autoridad doctrinal que Él delegó y apoya con su dirección tiene como objeto precisamente conservar esa unidad. Mas la historia de las primeras herejías y del protestantismo prueban lo que ya se había anticipado a priori, que no hay nada mejor para lograr ese fin que una autoridad doctrinal pública infalible, capaz de actuar decisivamente cuando haya necesidad y de pronunciar un juicio definitivo absoluto e irrefutable. En términos prácticos, la única alternativa a la infalibilidad es el juicio privado, el cual, luego de ser utilizado varios siglos ha demostrado servir para una sola cosa: llevar al racionalismo exacerbado. Si las primeras definiciones dogmáticas de la Iglesia eran falibles, y consecuentemente reformables, estarían en lo correcto quienes opinan que ellas deben ser desechadas por ser erróneas y peligrosas, o que, al menos, deberían ser reinterpretadas de modo que cambiase su significado original. Sería equivalente a aceptar que en cosas de religión no hay verdades absolutas. ¿Cómo dialogar con un modernista, por ejemplo, que sostiene esa posición si no es insistiendo que una enseñanza definitiva es irreversible e inmutable, que permanecerá la misma a través de los siglos, que es infalible? Nadie puede afirmar razonablemente que una enseñanza doctrinal falible es irreformable o negar el derecho de generaciones posteriores a cuestionar la veracidad de definiciones falibles y a exigir su revisión, corrección o derogación. De tales consideraciones podemos concluir que si Cristo realmente quería que su Iglesia fuera tomada en serio, y que la gente creyera que Él en verdad es el Hijo de Dios, omnisciente e omnipotente, que conoce la historia anticipadamente, y es capaz de controlar su curso, entonces la Iglesia tiene que poder afirmar la infalibilidad de su propia autoridad doctrinal. Esta conclusión queda confirmada por la terrible amenaza con la que la Iglesia refuerza su autoridad: quienes decidan no acatar sus enseñanzas son amenazados con la condenación eterna. Con ello queda reafirmado el valor que el mismo Cristo le dio a su enseñanza y a la enseñanza de la Iglesia delegada para enseñar en su nombre. El indiferentismo religioso queda así reprobado en forma indiscutible. El que la misma amenaza se haga en relación a la desobediencia de las normas disciplinares, e incluso a acciones de desobediencia de enseñanzas doctrinales reconocidas como no infalibles, no hace que ésta pierda significado. De hecho cada pecado mortal, según la enseñanza de Cristo, se castiga con la condenación eterna. Mas si uno cree en la objetividad de una verdad eterna e inmutable, tendrá dificultad en conciliar un concepto confiable de los atributos divinos con una orden dada bajo amenaza de condenación para que se dé un asentimiento interno, incondicional e irrevocable a un cuerpo de doctrina supuestamente divina que pudiera ser falsa. Tampoco satisfacería a nadie, como ya lo han intentado algunos, señalar que en el sistema católico se exige, bajo pena de pecado, la aceptación interna a definiciones doctrínales que no son declaradas infalibles. Pues, en primer lugar, la aceptación que se exige para tales definiciones no es irrevocable ni irreversible, al contrario de lo que se pide en el caso de las definiciones infalibles. En el primer caso se trata de algo provisional. Además, la anuencia interna es obligatoria exclusivamente para quienes pueden darla en consonancia con la verdad objetiva que existe en sus conciencias. Esta última, a su vez, es dirigida por un espíritu de generosa lealtad a los principios católicos genuinos. Para poner un ejemplo concreto, si Galileo, quien estaba en lo correcto mientras el tribunal eclesiástico que lo condenó estaba equivocado, hubiera poseído suficiente evidencia científica a favor de la teoría heliocéntrica, hubiera tenido justificación para negar su aceptación interna de la teoría opuesta, suponiendo, claro, que al hacerlo él hubiese observado lealmente todas las condiciones necesarias para la obediencia externa. Por último, debe señalarse que la enseñanza falible, provisional, como tal, recibe su fuerza vinculatoria del hecho que emana de una autoridad competente, la cual puede convertir dicha enseñanza en algo definitivo e infalible. Si no ponemos la infalibilidad como substrato será difícil establecer teóricamente la obligación de asentir internamente a las definiciones provisionales de la Iglesia.
Mateo 16,18
En este pasaje tenemos la promesa de que “las puertas del infierno no prevalecerán” contra la Iglesia, construida sobre roca. Sostenemos que también esto requiere la infalibilidad de la Iglesia en el ejercicio de su oficio magisterial. Esa promesa, obviamente, debe ser entendida en forma limitada según la naturaleza del asunto al que se le aplica. Si se aplica a la santidad de la Iglesia, por ejemplo, que es algo personal e individual, no quiere decir que todo miembro de la jerarquía o del laicado sea necesariamente un santo, pero sí que la Iglesia, en su totalidad, se distinguirá de otras asociaciones por la santidad de sus miembros. Cuando se aplica a la doctrina, siempre asumiendo que Cristo dejó un cuerpo de doctrina y que la Iglesia tiene como misión la preservación de la verdad literal, sería una broma de mal gusto pretender que tal promesa es compatible con la suposición de que la Iglesia ha errado en el grueso de sus definiciones dogmáticas, y que a lo largo de su historia ella ha venido amenazando en nombre de Cristo a la gente con la condenación eterna si se niegan a creer doctrinas que son probablemente falsas o que nunca fueron enseñadas por Jesucristo. Si esto fuera verdad, indudablemente que las puertas del infierno podrían prevalecer, y probablemente hubieran ya prevalecido, en contra de la Iglesia.
Juan 14-16
En el discurso de Cristo a los Apóstoles en la Última Cena aparecen varios pasajes que claramente implican la promesa de infalibilidad: “Yo pediré al Padre y Él os dará otro Paráclito, que estará con vosotros para siempre... El espíritu de Verdad morará con vosotros, y permanecerá en vosotros” (Jn 14,16-17). “Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho” (ibid. 26). “Pero cuando llegue Él, el espíritu de la verdad, Él les enseñará la verdad completa (Jn 16, 13). Y la misma promesa se renueva antes de la ascensión (Hech 1,8). Ahora bien, ¿qué relación tiene la promesa de ayuda perenne de parte del Espíritu Santo, espíritu de verdad, con la autoridad de enseñar, si no es la de que la tercera persona de la Santísima Trinidad será responsable de lo que los Apóstoles y sus sucesores definan respecto a las enseñanzas de Cristo? Y mientras el Espíritu Santo esté a cargo de la enseñanza impartida por la Iglesia, ésta debe ser infalible necesariamente, pues el Espíritu de verdad garantiza que no puede ser falsa.
I Timoteo 3, 15
En I Tim 3, 15 san Pablo habla de “la casa de Dios, que es la iglesia del Dios vivo, el pilar y fundamento de la verdad”. Esta descripción no sería más que una exageración ridícula si fuera referida a una iglesia falible. Sería una descripción falsa y engañosa. Pero está demostrado que san Pablo quería que su descripción fuera tomada sobria y literalmente. Lo prueba el que él insiste tan tercamente en otros lugares acerca de la divina autoridad del Evangelio que él y los demás Apóstoles predican, y de que la misión de sus sucesores es la de continuar predicándolo sin modificarlo ni corromperlo hasta el fin del tiempo. “Al recibir la palabra de Dios que os predicamos, la acogisteis, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece activa en vosotros los creyentes” (I Tes 2, 13). Dice a los de Corinto que el Evangelio debe “reducir a cautiverio todo entendimiento sometiéndolo a Cristo” (II Cor 10,15). Tan fija e irreformable es la doctrina que a los gálatas (1,8) se les advierte que deben anatematizar incluso a los ángeles si alguno de ellos se atreve a predicar un evangelio distinto al que Pablo predica. Tal actitud, que no sería comprensible si el Colegio Apostólico fuera falible, no es ni siquiera peculiar de san Pablo. Los demás Apóstoles y escritores apostólicos ponían la misma intensidad al anatematizar a quienes predicasen un cristianismo distinto al que predicaban los Apóstoles (Cfr. II Pe 2,1; I Jn 4,1; II Jn 7; Jd 4). Y san Pablo se asegura de dejar en claro que no pretende someter los entendimientos a una opinión privada suya, sino al Evangelio que Cristo encomendó al Colegio Apostólico. Cuando su propia autoridad como Apóstol fue cuestionada, él se defendió diciendo que él había sido testigo de la resurrección del Señor y recibido directamente de Él su misión, y que su Evangelio estaba en concordancia total con el los demás Apóstoles (Cfr. Gal 2, 2-9).
Hechos 15, 28
Finalmente, la conciencia de infalibilidad corporativa está expresada claramente en la fórmula empleada por el decreto de los Apóstoles en el Concilio de Jerusalén: “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que estas indispensables”. (Hech 15, 28). Es verdad que los temas tratados en el decreto son mayormente de orden disciplinario, más que dogmático, y en él no se alude a la infalibilidad respecto a tales temas, pero tras los temas disciplinarios, e independiente de ellos, subyace el tema dogmático importantísimo de si los cristianos, según la enseñanza d Jesucristo, estaban obligados a observar la ley judaica en forma íntegra, tal como lo hacían los judíos ortodoxos de aquel tiempo. Este era realmente el asunto que se debatía. Para decidirlo, los Apóstoles afirman hablar en el nombre y con la autoridad del Espíritu Santo. ¿Sería razonable pensar que alguien que no creyese que las promesas de Cristo le garantizaban la dirección infalible de Dios se pudiera atrever a hacer semejante afirmación? ¿Podría pensarse que aún creyendo de ese modo, los Apóstoles se hayan equivocado al interpretar el sentido de las promesas del Maestro?
Pruebas en la Tradición
Si bien durante los primeros siglos no se discutió específicamente la infalibilidad eclesial, la Iglesia, sin embargo, en su carácter corporativo, y siguiendo el ejemplo de los Apóstoles en Jerusalén, siempre actuó asumiendo su infalibilidad en temas doctrinales, y todos los grandes maestros ortodoxos creyeron que ella era infalible. Por otro lado, quienes prefirieron ir en el sentido opuesto, siempre fueron tratados como si fueran representantes del Anticristo (Cfr. I Jn 2, 18), y excomulgados y anatematizados.
· Las cartas de san Ignacio de Antioquía nos dejan muy en claro su intolerancia respecto al error, y su total convencimiento de que el colegio episcopal había sido ordenado y constituido divinamente como órgano de la verdad. Ningún estudioso de la literatura cristiana temprana puede negar que, cuantas veces se afirma la conducción divina en temas doctrinales, siempre se sobreentiende la infalibilidad. · San Policarpo era tan intolerante del error que, según se cuenta, cuando encontraba al hereje Marción en la calle, no dudaba en llamarlo “primogénito de Satanás”. No sabemos hasta dónde sea cierta esa historia, pero si nos deja entrever que el espíritu de los cristianos de esa época era incompatible con la creencia en una iglesia falible. · San Ireneo, que en temas disciplinares, como la cuestión pascual, prefería negociar para preservar la paz, asumió una actitud totalmente distinta durante la disputa doctrinal con los gnósticos. Y el principio en el que basaba su argumentación para refutar la herejía era el de la autoridad eclesiástica viva, para la cual él casi afirma la infalibilidad. Por ejemplo, cuando dice: “Donde está la Iglesia ahí está también el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios está también la Iglesia, y toda gracia, porque el Espíritu es verdad” (Adversus haereses III, XXIV, 1). Y “donde se dan los carismas del Señor, ahí debemos buscar la verdad, o sea en aquellos a quienes pertenecen por sucesión eclesiástica desde los Apóstoles, y también ahí debemos buscar la palabra inalterada e incorruptible. Ellos son... los guardianes de nuestra fe... y quienes enseñan las escrituras sin riesgo (sine periculo) (Op. cit. IV, XXVI, 5). · Tertuliano, escribiendo desde el ángulo católico, se burla de la sugerencia de que la enseñanza de la Iglesia puede estar equivocada. Dice: “Supongamos que todas las iglesias han errado... (Esto significaría que) el Espíritu Santo no las ha protegido ni guiado hacia la verdad, a pesar de haber sido enviado por Cristo y por el Padre para ese objetivo: que fuera el maestro de la verdad (doctor veritatis)” (“De praescriptionibus, XXXVI, en P.L. II, 49). · San Cipriano compara la Iglesia con una virgen incorruptible: Adulterari non potest sponsa Christi, incorrupta est et pudica” (La esposa de Cristo no puede ser adulterada, es incorrupta y pudorosa) (De unitate eccl.). Sería inútil seguir citando textos, pues hay tal consenso al respecto que ya en el período ante niceno, al igual que en postscenio, todos los cristianos ortodoxos atribuían a la voz corporativa de la Iglesia, cuando hablaba a través del cuerpo episcopal en unión con su cabeza y centro, toda la autoridad doctrinal que los Apóstoles mismos habían poseído, y consideraban que cuestionar la infalibilidad de tal autoridad era equivalente a cuestionar la fidelidad y la veracidad de Dios. Ello hizo que durante los tres primeros siglos la actividad concurrente de todos los obispos del mundo mostrara ser efectiva en contra de las herejías, condenándolas y excluyéndolas, y preservando la pureza de la verdad evangélica. Y luego, del siglo IV en adelante, cuando se vio la necesidad de convocar los concilios ecuménicos, a ejemplo del de Jerusalén, ese convencimiento hizo que sus decisiones doctrinales fueran consideradas absolutamente finales e irreformables. Incluso los herejes, en su mayoría, reconocieron en teoría este principio, y si de hecho no se sometieron, lo hicieron bajo el argumento de que tal o cual concilio no era genuinamente ecuménico, y que, consecuentemente, no expresaba la voz corporativa de la Iglesia, o sea que no era infalible. Nadie que esté familiarizado con la historia de las controversias doctrinales de los siglos IV y V podrá negar lo anterior, y dentro de los límites de este artículo sólo podemos llamar la atención a las conclusiones generales para cuya demostración sería fácil citar gran número de hechos y testimonios particulares.
Sería inútil seguir citando textos, pues hay tal consenso al respecto que ya en el período ante niceno, al igual que en postscenio, todos los cristianos ortodoxos atribuían a la voz corporativa de la Iglesia, cuando hablaba a través del cuerpo episcopal en unión con su cabeza y centro, toda la autoridad doctrinal que los Apóstoles mismos habían poseído, y consideraban que cuestionar la infalibilidad de tal autoridad era equivalente a cuestionar la fidelidad y la veracidad de Dios. Ello hizo que durante los tres primeros siglos la actividad concurrente de todos los obispos del mundo mostrara ser efectiva en contra de las herejías, condenándolas y excluyéndolas, y preservando la pureza de la verdad evangélica. Y luego, del siglo IV en adelante, cuando se vio la necesidad de convocar los concilios ecuménicos, a ejemplo del de Jerusalén, ese convencimiento hizo que sus decisiones doctrinales fueran consideradas absolutamente finales e irreformables. Incluso los herejes, en su mayoría, reconocieron en teoría este principio, y si de hecho no se sometieron, lo hicieron bajo el argumento de que tal o cual concilio no era genuinamente ecuménico, y que, consecuentemente, no expresaba la voz corporativa de la Iglesia, o sea que no era infalible. Nadie que esté familiarizado con la historia de las controversias doctrinales de los siglos IV y V podrá negar lo anterior, y dentro de los límites de este artículo sólo podemos llamar la atención a las conclusiones generales para cuya demostración sería fácil citar gran número de hechos y testimonios particulares.
Objeciones presentadas
Ya se han anticipado en las secciones anteriores algunas de las objeciones generalmente levantadas en contra de la infalibilidad eclesiástica, pero hay algunas que merecen especial atención.
1. Se ha dicho que ni un individuo falible, ni ningún organismo formado de individuos falibles puede dar origen a un órgano infalible. Esto es verdad en cuanto se refiere al conocimiento natural, y sería aplicable a la autoridad de la Iglesia si el cristianismo fuera un simple producto de la razón humana. Pero estamos en un nivel totalmente diferente. Asumimos como antecedente fundamental, establecido independientemente, que Dios puede guiar e iluminar a los hombres de modo sobrenatural, colectiva o individualmente, de modo que a pesar de la falibilidad de la inteligencia humana, puedan hablar y puedan hacer saber a los demás, que hablan en nombre de Dios y con su autoridad, para que sus pronunciamientos no únicamente sean infalibles sino también inspirados. Sólo se puede debatir con provecho el asunto de la infalibilidad de la Iglesia con quienes aceptan este punto de vista.
2. También se objeta que aún quienes aceptan el punto de vista sobrenatural, eventualmente deben apoyarse en la falible razón humana para probar la infalibilidad; que tras cualquier conclusión propuesta bajo la suposición de infalibilidad siempre se esconde una premisa que sólo puede apoyarse en la certeza humana falible; que dado que la fuerza de una conclusión no puede ser mayor que la de la más débil de sus premisas, el principio de infalibilidad es inútil y constituye un añadido ilógico a la teología cristiana. En respuesta a esta objeción se debe decir que su argumento, si fuera válido, probaría más de aquello para lo que fue utilizado; que indudablemente debilitaría los cimientos de la fe cristiana. Por ejemplo, desde el punto de vista puramente racional, únicamente puedo tener certeza moral de que Dios es infalible, o de que Cristo es el mediador infalible de la revelación divina. Pero si debo presentar una defensa racional de mi fe, incluyendo la que tengo acerca de misterios que no puedo entender, debo hacerlo apoyándome en la infalibilidad de Dios y Cristo. Pero de acuerdo a la lógica de la objeción, ese apoyo sería inútil, y la afirmación de fe considerada como acto racional no tendría mayor firmeza o seguridad que la que puede garantizar el simple conocimiento humano. La verdad es que el proceso deductivo aquí y en el caso de la infalibilidad de la Iglesia trasciende la norma de la lógica formal a la que se hace referencia. No admitimos la conclusión por la fuerza lógica del silogismo. Lo que admitimos es la autoridad a la que nos introduce el proceso silogístico, y esto es válido incluso cuando se trata de una autoridad falible. Una vez que llegamos a creer y a confiar en la autoridad podemos soslayar los medios utilizados para ayudarnos a llegar a ese punto, como es el caso de un hombre que ha llegado a un sitio en el que desea permanecer y no se preocupa de la frágil escalera que le sirvió para llegar ahí. No se puede decir que haya alguna diferencia esencial en este respecto entre la infalibilidad divina y la eclesiástica. Obviamente, esta última es un simple medio por el que nos sujetamos a aquélla en relación a una verdad revelada que debe ser creída por la humanidad hasta el fin de los siglos. Y nadie puede negar que la infalibilidad de la Iglesia es útil y necesaria para lograr ese fin. La única alternativa a esa opción sería el juicio individual, cuyos tristes frutos han sido ya testimoniados por la historia.
3. Otra objeción consiste en decir que la sumisión exigida por la autoridad infalible es incompatible con los derechos de la razón y de la legítima búsqueda y especulación, y tiende a dar a la propia fe un talante seco, formal, soberbio e intolerante, que contrasta con la fe cálida, humilde y tolerante de aquel que cree en sus convicciones después de un largo camino de búsqueda.
A esto se responde diciendo que la sumisión a una autoridad infalible no significa abdicar a la propia razón, ni tampoco demanda que el creyente decline a su derecho a investigar y a especular. Si así fuera, ¿cómo podría alguien creer en alguna doctrina revelada sin ser acusado, como los no creyentes acusan a los cristianos, de cometer suicidio intelectual? Si alguien cree en la revelación es porque cree en la autoridad de Dios, seguramente infalible. Además, no hay diferencia entre infalibilidad divina y eclesiástica. Es verdaderamente sorprendente que haya cristianos que recurran a ese argumento, el cual puede incluso dañar su propia posición. En lo tocante a la libertad de búsqueda y especulación acerca de la verdad revelada, hay que notar que la verdadera libertad en esta, como en otras materias, no significa licencia desordenada. Siempre es necesario un control autoritativo efectivo si se quiere que la libertad no se convierta en anarquía. Y en la esfera de la doctrina cristiana únicamente estamos debatiendo con quienes admiten que Cristo dejó un cuerpo doctrinal cuya verdad es eterna. Por la simple naturaleza del caso, la única barrera efectiva contra el racionalismo, el equivalente a la anarquía política, es una autoridad eclesiástica infalible. La autoridad doctrinal, por tanto, meramente limita la libertad personal de investigar acerca de temas religiosos en la misma manera como el Estado restringe la libertad de sus ciudadanos. Como en cualquier Estado organizado siempre queda para el ciudadano un extenso margen de libertad personal, y del mismo modo en la Iglesia existe un amplio margen de acción para la especulación teológica, incluso acerca de doctrinas que ya han sido definidas infaliblemente, pues siempre hay campos para profundizar y entender mejor, explicar, defender y ampliar. Lo único que no se puede hacer es negar esas doctrinas o modificarlas. Así es que respecto a la acusación de intolerancia, basta decir que si ello significa un honesto y sincero repudio del racionalismo y el liberalismo, los proponentes de la infalibilidad se declaran culpables, aunque en ello no están solos, pues Cristo mismo mostró claros signos de tal intolerancia. Y lo mismo se puede decir de sus Apóstoles, y de todos los grandes defensores del cristianismo histórico en cada época. Finalmente, es igualmente falso, como todo católico sabe y siente, que la fe que se deja guiar por la autoridad eclesiástica infalible es menos personal o genuina que la que procede de un juicio individual. Si la docilidad a la autoridad divina exigida por la verdadera fe significa alguna cosa, ello es que uno debe escuchar a quienes Dios ha expresamente encomendado que enseñen en su nombre, y no a la propia voz de los juicios individuales respecto a qué sea la verdadera enseñanza de Dios. A fin de cuentas, quien decide ser él, y no la autoridad instituida por Dios, el árbitro final de los asuntos de fe, está lejos de poseer un verdadero espíritu de fe, fundamento de toda la vida sobrenatural.
4. Nuestros oponentes afirman que la infalibilidad, tal como la practica la Iglesia Católica, ha demostrado ser un fracaso, pues, en primer lugar, no ha podido evitar cismas y herejías en el cuerpo doctrinal cristiano, y en segundo lugar ni siquiera ha intentado clarificar, para beneficio de los mismos cristianos, algunos puntos importantes cuya definición los ayudaría a liberarse de ansiedades y dudas tensionantes. A lo primero respondemos que el propósito que tuvo Cristo al otorgar a su Iglesia la infalibilidad no fue impedir que se diesen cismas y herejías, pues Él ya las había previsto y anunciado, sino eliminar la justificación de su existencia. Los hombres son libres de romper la unidad de la fe sembrada por Cristo, tal como son libres para desobedecer cualquier otro mandamiento, pero eso no hace de la herejía algo más justificable que el adulterio o el homicidio. Para responder a la segunda objeción debemos observar que es una incongruencia criticar a los católicos por tener demasiada doctrina definida en su credo y al mismo tiempo acusarlos de tener demasiado poco. Cada parte de la acusación, tal como se presenta, es una respuesta a la otra parte. Los católicos no se sienten incomodados por las restricciones impuestas por las definiciones infalibles, por una parte, o por la libertad de la que disfrutan en relación a los asuntos no definidos, y se pueden dar el lujo de rechazar los servicios de un oponente que intenta por todos los medios posibles inventarles una inconformidad. La crítica se basa en un concepto mecanicista de la función de la autoridad infalible, como si se pudiera comparar, por decir algo, con un reloj del que se espera que informe sin error no únicamente las grandes divisiones horarias, como las horas, sino también los minutos y segundos. Aún si admitimos lo apropiado del ejemplo, es evidente que un reloj que registra las horas correctamente, sin indicar las divisiones menores del tiempo, es un aparato muy útil, y sería tonto desecharlo simplemente porque no tiene manecillas apropiadas para señalar los minutos y los segundos. Sin embargo, es mejor evitar los ejemplos mecánicos. El creyente católico con verdadera fe en la eficiencia de las promesas de Cristo no dudará que el Espíritu Santo, quien mora en la Iglesia y cuya guía garantiza la infalibilidad de sus definiciones, también proveerá la definición necesaria para salvaguardar la enseñanza de Cristo en el momento oportuno, y que las cuestiones definibles pero que se han quedado sin definir pueden permanecer tales sin detrimento para la fe o la moral de los fieles.
5. Por último, se objeta que la aceptación de la infalibilidad de la Iglesia es incompatible con la teoría del desarrollo doctrinal comúnmente admitida por los católicos. Pero todo esto dista tanto de la verdad que es imposible ubicar alguna teoría de desarrollo, consistente con los principios católicos, en la que la autoridad no haya sido reconocida como factor de dirección y control. El desarrollo, en la Iglesia Católica, no significa que la Iglesia cambie sus enseñanzas definitivas, sino que con el correr del tiempo y siguiendo los adelantos de la ciencia, su enseñanza es analizada más profundamente, más perfectamente entendida y más bien coordinada y explicada en sí misma y en sus relaciones con otros campos del saber. La objeción sólo tendrá fuerza si se basa en la suposición falsa de que desarrollo doctrinal significa cambio definitivo en las enseñanzas definidas. Hemos concentrado nuestra atención en lo que puede ser descrito como objeciones racionales contra la doctrina católica de la infalibilidad, omitiendo todas las objeciones exegéticas que los teólogos protestantes han levantado contra la interpretación católica de las promesas de Cristo a la Iglesia. La necesidad de tomar nota de esta últimas se ha debilitado por el crecimiento del racionalismo, sucesor lógico del protestantismo antiguo. Si se admiten la autoridad divina infalible de Cristo, y la historicidad de las promesas de las que hemos hecho mención, no habrá realmente forma de negar la conclusión a la que la Iglesia Católica ha llegado..
Órganos de infalibilidad
Habiendo establecido la doctrina general de la infalibilidad de la Iglesia, ahora naturalmente debemos preguntarnos acerca de los órganos a través de los cuales se hace oír la voz de la autoridad infalible. Ya hemos visto que es solamente en el Colegio Episcopal, sucesor del Colegio Apostólico, donde reside la autoridad infalible, y que dicha autoridad puede ser ejercida por ese cuerpo colegiado, disperso en todo el mundo pero unido en lazos de comunión con el sucesor de Pedro, su cabeza visible y centro. Durante el intervalo que medió entre el Concilio de los Apóstoles en Jerusalén y el de sus sucesores en Nicea se vio que el ejercicio ordinario de la autoridad episcopal era suficientemente efectiva para las necesidades de ese tiempo, pero cuando se asomó la crisis de la herejía arriana, la misma autoridad no fue suficiente, por la inevitable dificultad práctica de verificar la unanimidad moral, al tener la Iglesia que enfrentar mayor disentimiento. Y si bien, durante los siglos subsecuentes, en teoría es verdad que la Iglesia, en el ejercicio de su autoridad magisterial, puede llegar a decisiones infalibles, también es verdad que en la práctica puede ser imposible probar de forma irrefutable que la unanimidad que pueda existir tenga un valor definitorio para algún caso particular, a menos que esté enmarcado en un decreto de un concilio ecuménico o en una proclamación ex cathedra del Papa, o, por lo menos, en alguna fórmula definitoria como el Credo de Atanasio. Así que por razones prácticas, en lo tocante a la infalibilidad podemos desentendernos ahora del Magisterium Ordinarium y concentrarnos en los concilios ecuménicos y el Papa.
Concilios Ecuménicos
1. Un concilio ecuménico, o general, distinto de uno particular o provincial, es una asamblea de obispos que jurídicamente representa a la Iglesia universal, constituida jerárquicamente por Jesucristo. Y como el primado de Pedro y de sus sucesores, los papas, es una característica esencial en la constitución jerárquica de la Iglesia, puede concluirse que no hay concilio ecuménico independiente, u opuesto, al Papa. Nadie puede válidamente realizar acción corporativa alguna sin el consentimiento y cooperación de su cabeza. De ahí que:
El derecho de convocar un concilio ecuménico es exclusivo del Papa, si bien se puede lanzar la convocatoria en nombre de la autoridad civil, en base a la presunción de su consentimiento, ante o post factum, como fue el caso de la mayor parte de los primeros concilios. Para lograr la ecumenicidad, en sentido estricto, deben ser convocados todos los obispos que estén en comunión con la Santa Sede, pero no se requiere la presencia de todos, ni siquiera de una mayoría. En lo tocante a los procedimientos de deliberación, el derecho de presidencia le corresponde, obviamente, al Papa o su representante, pero no se requiere su presencia para la toma final de las decisiones, si éstas son unánimes. Finalmente, el Papa debe aprobar los decretos conciliares para que éstos tengan valor ecuménico y autoridad. Esto debe ser posterior a la acción conciliar, a menos que el Papa haya estado presente personalmente y otorgado ya su ratificación oficial. (Para mayores detalles, Cfr., CONCILIOS GENERALES. También, Código de Derecho Canónico 331-341; 749). 2. Nadie que admita que la Iglesia posee autoridad doctrinal infalible podrá negar que un concilio ecuménico que satisface las condiciones arriba mencionadas constituye un órgano de tal infalibilidad. Si no fuera a través de ese órgano ¿cómo podría expresarse la autoridad infalible, además de la voz del Papa? Cristo prometió estar presente ahí donde hubiera dos o tres discípulos reunidos en su nombre (Mt 18,20). A fortiori estará también presente eficazmente en una asamblea representativa de sus maestros autorizados (Cfr. Motu Propio de Juan Pablo II “Apostolos suos”). Además de que el Paráclito prometido estará también presente, de modo que sin importar lo que el concilio defina, siempre podrá ir acompañado de la fórmula “Nos ha parecido bien al Espíritu Santo y a nosotros”. Esta es la visión que los concilios tienen de su propia autoridad y sobre la que insistieron los defensores de la ortodoxia. Los concilios insistieron en que sus definiciones debían ser aceptadas bajo pena de anatema, y san Atanasio, por ejemplo, dice que “la palabra del Señor pronunciada por el concilio ecuménico de Nicea permanecerá para siempre” (Epístola ad Afros, n. 2), y san León Magno prueba el carácter inmodificable de las definiciones conciliares definitivas basado en que Dios confirma irrevocablemente su verdad “ universae fraternitatis irretractabili firmavit assensu" (reafirmó el consentimiento irrevocable de toda la fraternidad) (Ep. 120, 1).
3. Hay que hace notar, en oposición a la teoría de la infalibilidad conciliar sostenida por la Alta Iglesia anglicana, que cuando el Papa ha expresado la requerida confirmación las decisiones doctrinales de un concilio ecuménico se hacen infalibles e irreformables; no hace falta esperar cientos de años hasta la aceptación y aprobación unánime de la totalidad del mundo cristiano. Esa teoría constituye una negación de la infalibilidad conciliar, y propone un tribunal indefinido e inefectivo de la corte de apelaciones. Si tal teoría fuera cierta, ¿no habrían estado justificados los arrianos en su prolongada lucha por revertir Nicea, o los nestorianos en negarse persistentemente a aceptar Efeso, o los monofisistas a aceptar Calcedonia, y no hubieran bastado sus posturas para echar por tierra la ratificación de esos concilios? No se propone en esa teoría ninguna norma para determinar cuándo es efectiva una ratificación como la que pide, ni si se pudiera aplicar a algunas de las definiciones de los primeros concilios aceptadas por los anglicanos. Es un hecho que desde el cisma de Focio ha sido prácticamente imposible conseguir un consenso como el que se describe, y según esa teoría, la puesta en práctica de la infalibilidad, cuyo propósito es enseñar a todas las gentes, habría estado suspendida desde el siglo IX, y las promesas de Cristo a la Iglesia hubieran sido falsificadas. Es sin duda consolador aferrarse a la doctrina de una doctrina abstracta de la infalibilidad, pero si se adopta una teoría que describe a la autoridad como incapaz de llevar a cabo su tarea durante la mayor parte de la vida de la Iglesia, ese consuelo no pasa de ser una ilusión.
El Papa
Explicación de la Infalibilidad Papal
El Concilio Vaticano I ha definido como “dogma divinamente revelado” que “el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra- o sea, cuando en el ejercicio de su oficio de pastor y maestro de todos los cristianos define, en virtud de su suprema autoridad apostólica, una doctrina de fe o de moral que deba ser aceptada por toda la Iglesia- posee, gracias a la asistencia divina que se le prometió en el bienaventurado Pedro, goza de la infalibilidad con la que el Redentor quiso dotar a su Iglesia al definir doctrinas de fe y moral, y consecuentemente, tales definiciones del Romano Pontífice son inmutables por su propia naturaleza (ex sese), y no por el consentimiento de la Iglesia” (Denzinger 1839). Para entender correctamente esta definición debe tenerse en cuenta que:
Lo que se afirma es que el Papa es infalible, no que es impecable o inspirado (Véase arriba, I). La infalibilidad que se afirma del Papa es la misma en naturaleza, objetivo y extensión que la que posee la Iglesia. Sus pronunciamientos ex cathedra no tienen que ser ratificados por la Iglesia para ser infalibles. No se afirma que el Papa sea infalible en todos sus actos doctrinales. Las condiciones para que una enseñanza se considere ex cathedra están mencionados en el decreto del Vaticano I: 1. El Pontífice debe enseñar en su carácter público y oficial de pastor y doctor de todos los cristianos, no privadamente como teólogo, predicador o conferencista, ni tampoco como príncipe temporal, ni siquiera como mero ordinario de la diócesis de Roma. Debe quedar claro que habla como cabeza espiritual de la Iglesia universal.
2. Es, por lo tanto, sólo es infalible cuando enseña doctrina de fe o moral en ese carácter (Cfr. abajo, IV).
3. Debe además ser suficientemente evidente que él pretende enseñar con la plenitud y finalidad de su suprema autoridad apostólica. O sea, que él desea determinar algún punto de doctrina de forma final e irrevocable, o definirlo en el sentido técnico (Cfr. DEFINICIÓN). Hay varias fórmulas reconocidas gracias a las cuales se manifiesta la intención de definir.
4. Por último, para que una definición sea ex cathedra debe quedar claro que el Papa pretende que aquella sea obligatoria para toda la Iglesia. El Papa Pío IX, al definir el dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen usó la expresión amenazante “incurrir en un naufragio espiritual (naufragium fidei)” para exigir asentimiento interno de todos los fieles. Teóricamente, esta intención puede clarificarse en alguna decisión papal dirigida a una iglesia particular, sin embargo por las condiciones actuales, gracias a las cuales la comunicación con otras partes de la tierra es tan expedita y tan fácil asegurar universalmente una promulgación impresa de las actas papales, se presume que de no ser que el Papa se dirija oficialmente a toda la Iglesia en la manera oficial reconocida, no existirá intención de que su enseñanza doctrinal sea tenida como ex cathedra, infalible y obligatoria para todos. Para concluir, se debe considerar que la infalibilidad papal es un carisma personal e incomunicable, del cual no participa ningún tribunal pontificio. Se le prometió directamente a Pedro y a cada uno de sus sucesores en el primado, no como una prerrogativa que pudiera ser delegada a otros. De ahí que las decisiones e instrucciones doctrinales derivadas de las congregaciones romanas, incluso cuando han sido aprobadas por el Papa en forma ordinaria, no se consideran infalibles. Para ser infalibles deben ser promulgadas por el Papa en persona, en su propio nombre, y de acuerdo a las condiciones ya mencionadas para la enseñanza ex cathedra.
Pruebas de la infalibilidad papal
La Sagrada Escritura, como ya se dijo, nos brinda pruebas mucho más poderosas y claras de la infalibilidad papal que las pruebas generales acerca de la infalibilidad de la Iglesia, del mismo modo que la prueba de su primado es más clara y fuerte que la que pueda ser ofrecida independientemente por la autoridad apostólica del episcopado.
Mateo 16, 18
“Tú eres Pedro (Kepha)”, dijo Cristo, “y sobre esta roca (kepha) construiré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18). Los oponentes de los derechos papales han intentado de varios modos deshacerse del único y obvio sentido de esas palabras, según las cuales Pedro debe ser la roca fundacional de la Iglesia, así como la fuente de su invencibilidad ante las puertas del infierno. Se ha sugerido, por ejemplo, que “esta roca” es Cristo mismo, o que es la fe de Pedro (tipificando la fe de los futuros creyentes), y que no es su persona ni su oficio aquello sobre la Iglesia debe ser edificada. Pero esas y otras interpretaciones semejantes simplemente destruyen la coherencia lógica de la afirmación de Cristo, y quedan nulificadas por los textos griego y latino, los cuales juegan con la palabra Petros (Petrus ), y se refieren específicamente al concepto de petra . El original arameo, lengua hablada por Cristo, es todavía más fuerte, al usar la misma palabra Kephas en ambas cláusulas. Y si reconocemos, como lo hacen los mejores comentaristas no católicos, que este texto de Mateo contiene la genuina promesa de Cristo de que san Pedro sería la roca cimiento de la Iglesia, es imposible negar que los sucesores de Pedro en el primado son herederos de la misma promesa. A menos, claro, que uno esté dispuesto a admitir el principio, subversivo del sistema jerárquico, de que la autoridad otorgada por Jesús a sus Apóstoles no debía ser transmitida a sus sucesores, sino quedarse perpetuamente en la Iglesia. El liderazgo de Pedro fue enfatizado por el Señor mismo, y reconocido del mismo modo por la Iglesia naciente, así como se reconoció la autoridad duradera del colegio episcopal. Es francamente difícil para los católicos entender cómo es que quienes niegan que la suprema autoridad de Pedro sea un factor esencial en la constitución de la Iglesia puedan sostener congruentemente la autoridad divina del episcopado. Ya hemos visto que la inviolabilidad doctrinal está incluida en la promesa de Jesús de que las puertas del infierno no prevalecerían contra su Iglesia, y ello no se logrará sin la infalibilidad doctrinal, de modo que si la promesa de Cristo significa algo, o sea, si los sucesores de Pedro son también fundamento y fuente de la inviolabilidad de la Iglesia, en virtud de su oficio también deben ser órganos de infalibilidad eclesiástica. La metáfora empleada claramente implica que es la roca la que da estabilidad a la superestructura, y no la superestructura a la roca.
Este argumento no intenta probar que el Papa debería ser impecable, o por lo menos santo, puesto que si la Iglesia debe ser santa para sobreponerse a las puertas del infierno, el ejemplo y la inspiración de santidad deberían ser dados por aquél que es el fundamento visible de la infalibilidad de la Iglesia. Por la misma naturaleza del caso, se debe distinguir entre santidad o impecabilidad y autoridad doctrinal infalible. La santidad personal es esencialmente incomunicable entre las personas, y no puede afectar a los demás más que en forma indirecta y falible, así como lo hacen la oración y el buen ejemplo. Pero la enseñanza doctrinal aceptada como infalible es capaz de garantizar la certeza, y la consiguiente unidad de la fe gracias a las cuales, además de por otro tipo de vínculos, los miembros de la Iglesia visible de Cristo “reciben trabazón y cohesión” (Ef 4, 16). Es verdad que la enseñanza infalible, sobre todo la concerniente a temas morales, ayuda a promover la santidad entre quienes la aceptan, pero nadie se atrevería a sugerir seriamente que si Cristo hizo al Papa impecable e infalible, también debería haber hecho lo mismo con los demás fieles en forma particular en forma mucho más eficiente que lo que, al menos desde la perspectiva católica, ya lo ha hecho.
Lucas 22, 31-32
En este texto Cristo dice a Pedro y a sus sucesores en el primado: “Simón, Simón, mira que Satanás ha solicitado el poder de cribarte como trigo, pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos”. Esta oración especial la hizo Jesús por Pedro solamente, en su papel como cabeza de la Iglesia, según se puede deducir del mismo texto y su contexto. Y como no se puede tener dudas sobre la eficacia de la oración del Señor, debe deducirse que el oficio de confirmar en la fe a los hermanos- otros obispos y los fieles en general- fue también encomendado a san Pedro y a sus sucesores. Esto exige la infalibilidad.
Juan 21, 15-17
Aquí tenemos la narración de la triple pregunta de Cristo para que Pedro confesara su amor y la triple encomienda de alimentar a los corderos y la ovejas:
“Después de haber comido dice Jesús a Simón Pedro: “Simón hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”. Le dice él: “Sí Señor, tú sabes que te amo”. Le dice Jesús: “Apacienta mis corderos”. Vuelve a decirle por segunda vez: “Simón hijo de Juan, ¿me amas?”. Le dice él: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Le dice Jesús: “Apacienta mis ovejas”. Le dice por tercera vez: “Simón hijo de Juan ¿me quieres?”. Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: “¿Me quieres?” Y le dijo: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero”. Le dice Jesús: “Apacienta mis ovejas”.
En este punto se le entrega a Pedro y a sus sucesores la encomienda pastoral suprema de hacerse cargo de todo el rebaño de Cristo, ovejas y corderos, y en ella se incluye indudablemente la suprema autoridad doctrinal. Ahora bien, ya se vio que la autoridad doctrinal en la Iglesia no es realmente efectiva para garantizar la unidad deseada por Cristo, a menos que recurramos a la infalibilidad. Es necedad pretender, como lo han hecho algunos no católicos, que este pasaje narra simplemente la restauración del lugar de Pedro, que él había perdido por su triple negación, en la autoridad colectiva de los Apóstoles. Es posible que una de las razones por las que Cristo le exigió una triple confesión de amor fuese la de contrarrestar la triple negación, pero si las palabras del Señor en este y en otros textos semejantes tienen algún significado, y si se han de entender en la misma forma obvia y natural con la que los defensores de la autoridad divina del episcopado entienden las palabras dirigidas en otros pasajes a los Apóstoles colectivamente, queda patente que la teoría petrina y papal encuentra mayor soporte en los Evangelios que el que encuentran las teorías de un episcopado monárquico. Es igualmente vano pretender que esas promesas se hicieron a Pedro meramente como representante del Colegio Apostólico. En los textos del Evangelio, Pedro es tratado de forma diferente, con énfasis particular, de modo que la conclusión católica es inevitable, a menos que de modo racionalista se dude de la genuineidad de las palabras del Señor. Los Hechos de los Apóstoles nos dejan claro testimonio de que ya desde la Iglesia naciente fue reconocido el primado de Pedro (Cfr, PRIMADO), y si se quería que ese primado fuera eficiente para el objetivo para el que fue instituido, debemos incluir la prerrogativa de la infalibilidad doctrinal.
Pruebas de la infalibilidad en la tradición
No se debe esperar que ya hubiese en la Iglesia primitiva un reconocimiento explícito del primado o de la infalibilidad del Papa en los mismos términos en que los define el Concilio Vaticano I. Pero no se puede simplemente negar el hecho de que desde los inicios ya existía en las iglesias locales un reconocimiento muy amplio de cierta supremacía de la autoridad del pontífice romano en asuntos disciplinares y doctrinales. Esto queda claro, por ejemplo, por:
La Carta de Clemente a los Corintios, de fines del siglo I. La forma en que, poco después, Ignacio de Antioquía se dirigió a la Iglesia de Roma. La conducta del Papa Víctor en la segunda mitad del siglo II, en relación a la controversia pascual. La enseñanza de san Ireneo, quien estableció como regla práctica que la conformidad con Roma es prueba suficiente de la apostolicidad de las doctrinas contra los herejes (Adversus Haereses, III, 3). La correspondencia entre el Papa Dionisio y su contraparte de Alejandría en la segunda mitad del siglo III. Muchos otros acontecimientos que podrían ser mencionados aquí (Cfr. PRIMADO). Hasta los herejes reconocen algo especial en la autoridad doctrinal del Papa, y algunos, como Marción, en el siglo II, y Pelagio y Celeste, en la primera parte del siglo V, apelaron a Roma con la esperanza de obtener una anulación de la condena que habían recibido de los obispos y sínodos provinciales. En la era de los concilios, a partir de Nicea, ya hay bastante reconocimiento explícito y formal de la doctrina de la supremacía de Obispo de Roma.
San Agustín, por ejemplo, da voz al sentimiento prevalente entre los católicos cuando, en referencia al asunto de Pelagio, en un sermón pronunciado en Cartago luego de recibir la carta en la que el Papa Inocencio confirmaba los decretos del concilio de esa ciudad, afirma: “Ya llegó la respuesta de Roma. El caso está cerrado” ( Inde etiam rescripta venerunt: causa finita est. Serm. 131, c.10). De nuevo, hablando en referencia al mismo asunto, san Agustín insiste: “Toda duda ha sido disipada por la carta del Papa Inocencio, de bendita memoria” (C. Duas Epp. Pelag., II, 3, 5). Lo que es más importante es el reconocimiento explícito, por parte de concilios reconocidos como ecuménicos, y en términos formales, de la finalidad de la enseñanza papal, y consecuentemente, de su infalibilidad.
Los Padres del Concilio de Efeso (431) declaran que ellos “se ven llevados” a condenar la herejía de Nestorio “por los cánones sagrados y por la carta de nuestro Santo Padre y coministro, Celestino, Obispo de Roma”. Veinte años después (451), los Padres de Calcedonia, habiendo escuchado la lectura de la carta de León, se hicieron responsables de la frase “así lo creemos todos... Pedro ha hablado a través de León”. Más de dos siglos después, en el III Concilio de Constantinopla (680-681), se repite la misma fórmula: “Pedro ha hablado a través de Agatón”. Pasaron todavía dos siglos más, poco después del cisma de Focio. La profesión de fe redactada por el Papa Hormisdas fue aceptada por el IV Concilio de Constantinopla (869-870), y en dicha profesión se afirma que, en virtud de la promesa de Cristo- “Tú eres Pedro...etc.”-, “la religión católica se mantiene inviolable en la Sede Apostólica”. Finalmente, el Concilio de Florencia (1438-1445), reiterando substancialmente lo que estaba contendido en la profesión de fe de Miguel Paleólogo, aprobada por el II Concilio de Lyon (1274), define que “la Santa Sede Apostólica y el Romano Pontífice poseen el primado sobre el mundo entero, y que el Romano Pontífice es el sucesor del bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles y verdadero vicario de Cristo, y cabeza de toda la Iglesia, y padre y maestro de todos los cristianos, y que a él, en Pedro, le dio nuestro Señor Jesucristo el poder de alimentar, normar y gobernar la Iglesia universal, y que esto está reconocido en las actas del concilio ecuménico y en los cánones sagrados ( quemadmodum etiam . . . continetur). Queda claro que el I Concilio Vaticano no introdujo una doctrina nueva cuando definió la infalibilidad del Papa, sino que simplemente reafirmó lo que ya había sido implícitamente admitido y puesto en práctica desde el inicio, y había sido incluso proclamado explícitamente, en términos equivalentes, por más de un concilio ecuménico anterior. Antes del cisma de Focio en el Oriente y el movimiento gálico en Occidente nunca hubo negación formal de la supremacía papal, ni de la infalibilidad papal como una característica necesaria de la suprema autoridad doctrinal, mientras que las instancias de reconocimiento formal de los primeros siglos, a las que ya nos hemos referido, son sólo parte de una multitud que se puede citar.
Objeciones
Las únicas objeciones en contra de la infalibilidad papal- considerada como algo distinto de la infalibilidad de la Iglesia- que merecen nuestra atención están basadas en ciertos acontecimientos históricos en los que se dice que algunos papas enseñaron herejías, o condenaron como herejías algunas teorías que después resultaron no ser tales. Las críticas principales se dirigen contra los papas Liberio, Honorio y Vigilio, en los primeros tiempos, y acerca del asunto de Galileo en el siglo XVII.
El Papa Liberio Se argumenta que Liberio suscribió un credo arriano o semiarriano redactado por el Concilio de Sirmium y anatematizó como hereje a san Atanasio, el gran campeón de Nicea. Mas aún si eso describiera precisamente un hecho histórico, seguiría siendo un argumento inadecuado, porque haría falta que se ofreciera mayor información acerca de una circunstancia trascendente: el Papa actuó bajo tremenda y cruel coerción, con lo que de entrada no se le puede considerar como declaración ex cathedra. Por otro lado, en cuanto recuperó su libertad, el mismo Papa confesó ser culpable de debilidad moral. Esto de por sí constituye una respuesta satisfactoria a la objeción, pero se debería añadir que no hay evidencia alguna de que Liberio haya anatematizado expresamente a san Atanasio como hereje, además de que aún se discute cuál de los tres o cuatro credos sirmianos fue el que suscribió, dos de los cuales no contienen afirmaciones positivas de doctrina herética, y su defecto radicaba en el aspecto negativo de que omitieron insistir en la definición completa de Nicea.
El Papa Honorio La acusación contra el Papa Honorio es doble. Por una parte se dice que cuando se apeló a él en la controversia monotelita, él de hecho enseñó la herejía monotelista en dos de sus cartas a Sergio, y por otra, que fue condenado como hereje por el VI Concilio Ecuménico, cuyos decretos fueron aprobados por León II. Mas, en primer lugar, queda claro por el tono y los términos de las cartas que, lejos de pretender dar una decisión final, o ex cathedra, sobre el asunto doctrinal en cuestión, Honorio meramente quería apaciguar la creciente amargura de la controversia a base de asegurar el silencio. En segundo lugar, si se leen las cartas tal cual están escritas, lo más que se puede concluir de modo indisputable es que Honorio no era un teólogo agudo o profundo, y que permitió que el astuto Sergio lo confundiera y engañara respecto a la verdadera naturaleza del asunto, y que con demasiada facilidad aceptó la posición manipulada de su oponente respecto a que la afirmación de que en Cristo hay dos voluntades significaba que las dos se oponen mutuamente. Por último, respecto a la condenación de Honorio como hereje, debe recordarse que no hay una sentencia ecuménica que afirme que las cartas de Honorio a Sergio contienen herejías, ni que diga que las mismas pretendían dar una definición el asunto del que trataban. La sentencia de los Padres Conciliares tuvo valor ecuménico únicamente en el aspecto que fue aprobada por León II, pero al aprobar la condenación de Honorio, su sucesor añade una clarificación muy importante: que se le condena no por razones doctrinales, por haber enseñado herejías, sino en el aspecto moral, por haber sido laxo en la vigilancia que se esperaba de él en su oficio apostólico, lo que llevó a permitir que la herejía, a la que debía haber atajado desde el origen, ganara terreno.
El Papa Vigilio Hay todavía menos razón para intentar sustentar una objeción a la infalibilidad papal en la errática conducta del Papa Vigilio en relación a la controversia de los Tres Capítulos. Y es innecesario detenerse en este caso, pues ya ni siquiera los oponentes modernos de la infalibilidad papal lo usan como autoridad.
Galileo Respecto al asunto de Galileo, basta señalar el hecho de que la condenación de la teoría heliocéntrica fue obra de un tribunal falible. El Papa no puede delegar el ejercicio de su autoridad infalible a las congregaciones romanas, y las declaraciones emitidos por estas últimas, no obstante que hayan sido aprobadas de modo ordinario por el Papa, no pueden ser tomadas como definiciones ex cathedra, infalibles. El Papa, obviamente, puede convertir las declaraciones del Santo Oficio (hoy llamado Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe) en pronunciamientos ex cathedra, pero para ello debe apegarse a las condiciones ya señaladas arriba, lo cual no hicieron ni Pablo IV ni Urbano VIII en el caso de Galileo.
Conclusión Lo que es indudable es que ninguna definición ex cathedra de ningún Papa ha podido ser encontrada errónea.
Relaciones mutuas entre los órganos de infalibilidad
Unos pocos comentarios bajo este encabezado servirán para que el concepto católico de la infalibilidad eclesiástica quede aún más claro. Se han mencionado ya tres órganos:
Los obispos de todo el mundo que están en comunión con la Santa Sede. Los concilios ecuménicos bajo la dirección del Papa. El Papa mismo. A través del primero de ellos se ejerce lo que los teólogos llaman magisterium ordinarium , o sea, la actividad ordinaria y cotidiana de la autoridad docente de la Iglesia. El magisterium solemne , o definitivo, de la autoridad de la Iglesia se ejerce a través de los dos últimos órganos. En la realidad, al presente y durante los últimos siglos, únicamente las definiciones conciliares y la enseñanza ex cathedra de los papas ha sido considerada como definitiva en el sentido canónico, y la función del magisterium ordinarium se ha enfocado a la promulgación efectiva y al mantenimiento de lo que el magisterium solemne ha definido, o de lo que puede ser deducido a partir de esas definiciones.
Incluso el magisterium ordinarium no puede ser independiente del Papa. En otras palabras, son solamente los obispos que están en comunión con el Papa, cabeza y centro de la verdadera Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo por constitución de este último, quienes pueden afirmar participar en el carisma por el que queda garantizada por Dios la infalibilidad de sus enseñanzas morales unánimes, según los términos de las promesas del Señor Jesús. Y siendo la supremacía papal también un factor esencial en la constitución de un concilio ecuménico- de hecho ha sido el factor determinante y formal para decidir la ecumenicidad de los mismos concilios reconocidos como tales por anglicanos y ortodoxos-, es natural preguntarse cómo se relaciona la infalibilidad conciliar con la del Papa. Esta relación, desde la perspectiva católica, puede ser explicada brevemente del siguiente modo:
Las teorías de la infalibilidad papal o conciliar no son idénticas ni intercambiables, pues en la visión católica la cooperación y la confirmación del Papa en su papel de primado son necesarias, según la constitución divina de la Iglesia, para determinar la ecumenicidad e infalibilidad de un concilio. De hecho esa ha sido la prueba formal de ecumenicidad, y sería necesaria incluso en la hipótesis de que el Papa fuera falible. Un órgano infalible puede ser constituido por la cabeza y los miembros de un cuerpo actuando al unísono aunque ninguno de ellos fuera infalible por separado. El Papa, al enseñar ex cathedra, y un concilio sujeto a la aprobación papal, en cuanto es su cabeza, son órganos distintos de infalibilidad. Por ello se puede refutar la pretensión galicana de que un concilio ecuménico es superior, por jurisdicción o por autoridad doctrinal, a un papa legítimo, y que se puede apelar al concilio en contra del Papa. Nuestra conclusión no puede ser atacada por el hecho de que, con objeto de acabar con el Gran Cisma de Occidente y asegurar la elección de un papa legítimo, el Concilio de Constanza haya depuesto a Juan XXIII, la legitimidad de cuya elección estaba estaba plagada de dudas, cuando el otro probable legítimo reclamante, Gregorio XII ya había renunciado. Eso constituyó lo que puede ser llamado crisis extra constitucional, y la Iglesia estaba en todo su derecho de hacer todo lo que estuviera a su alcance para aclarar cualquier duda y elegir a un papa en total legitimidad, por lo que incluso un concilio acéfalo, apoyado por todos los obispos del mundo, tenía la competencia necesaria para hacer frente a esa emergencia excepcional sin tener que sentar precedente que se pudiera convertir en norma constitucional, como querían interpretar los galicanos. Una situación semejante pudiera darse en el caso que el Papa se convirtiera en hereje público, o sea, que pública y oficialmente enseñase alguna doctrina contraria a lo que ha sido definido como de fide catholica. Los teólogos opinan que en tal caso no se requeriría una sentencia de deposición, puesto que por el hecho mismo de convertirse en hereje público el Papa dejaría ipso facto de serlo. Claro que esto es un caso hipotético que nunca ha ocurrido. Incluso el caso del Papa Honorio, si se llegase a probar que él realmente enseñó la herejía monotelista, no sería ejemplo de esto.
Alcance y objetivo de la infalibilidad
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La definición vaticana de infalibilidad, del Papa o de la Iglesia en general, únicamente es aplicable a las doctrinas de fe y moral, pero en estos dos campos su alcance no se limita a las doctrinas que han sido reveladas formalmente. Esto es lo que los teólogos llaman el objeto directo y primario de la autoridad infalible. La Iglesia fue dotada de este carisma con objeto de mantener, interpretar y legítimamente desarrollar las enseñanzas de Cristo. Ahora bien, es indudable que para llevar a cabo esta función de modo adecuado y efectivo, debe haber también objetos secundarios e indirectos, a los cuales también alcance la infalibilidad: doctrinas y acontecimientos de los que no se puede afirmar que sean revelados pero que están tan íntimamente relacionados con las verdades reveladas que si existiera la libertad de negar aquellos, lógicamente también se deberían negar estas últimas, y con ello se echaría por tierra el propósito mismo de la infalibilidad prometida a la Iglesia. Este principio fue afirmado expresamente por el Concilio Vaticano I cuando dijo: “La Iglesia, la cual a una con el oficio apostólico de enseñar recibió también el mandato de preservar el depósito de la fe, también posee por autoridad divina ( divinitus ) el derecho de condenar la falsa ciencia, para que nadie pueda ser engañado por filosofías vanas y mentiras (Cfr. Col 2,8) “. (Denzinger, 1798).
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Los teólogos católicos están de acuerdo en reconocer el principio general que acabamos de detallar, pero no se puede decir que sean unánimes en lo referente a las aplicaciones concretas del mismo. No obstante, es opinión generalizada, y se puede decir que teológicamente cierta, que (a) lo que se describe técnicamente como “conclusiones teológicas”, o sea, inferencias deducidas de dos premisas, una de las cuales es revelada y la otra verificada por la razón, caen dentro del alcance de la autoridad infalible de la Iglesia. (b) Se sostiene generalmente, y correctamente, que las cuestiones de hechos dogmáticos, acerca de los cuales se exige una certeza definitiva para garantizar la segura custodia e interpretación de la verdad revelada, pueden ser determinados infaliblemente por la Iglesia. Tales cuestiones serían, por ejemplo: si un Papa es legítimo, o si cierto concilio es ecuménico, o si una herejía o error está siendo enseñado en cierto libro o documento. Este último punto en particular, fue de importancia capital en la controversia jansenista, cuando los herejes afirmaban que, si bien las cinco proposiciones atribuidas a Jansenio habían sido correctamente condenadas, ellas no expresaban verdaderamente la doctrina contenida en su libro “Agustín”. Clemente XI, al condenar este subterfugio (Cfr. Denzinger, 1350), meramente reafirmó el principio que había sido utilizado por los Padres de Nicea cuando condenaron el “Thalia” de Arrio, o por los de Efeso cuando condenaron los escritos de Nestorio, y por el II Concilio de Constantinopla al condenar los Tres Capítulos. (c) También se sostiene comúnmente, y correctamente, que la Iglesia es infalible en la canonización de los santos, cuando la canonización se desarrolla según los solemnes procesos seguidos desde el siglo IX. Se sostiene que la simple beatificación, como algo distinto de la canonización, no es infalible, y lo que se define infaliblemente en la canonización es que el alma del santo canonizado partió de este mundo en estado de gracia y ya goza de la visión beatífica. (d) En lo tocante a preceptos o normas morales, consideradas como algo distinto de las doctrinas morales, la infalibilidad va más allá de la protección de la Iglesia contra leyes universales pasajeras que podían ser inmorales en principio. Sería absurdo hablar de infalibilidad en conexión con la oportunidad o la administración de leyes disciplinarias que por sí mismas son mejorables, aunque los católicos creemos que la Iglesia recibe una guía divina apropiada en este campo y en otros semejantes, donde es necesaria la sabiduría espiritual práctica.
¿Cuál enseñanza es infalible?
Basta un par de palabras sobre este tema para resumir lo que ya se ha explicado en este y otros artículos.
En cuanto a la materia de la infalibilidad eclesiástica, exclusivamente caen dentro de su campo las doctrinas de fe o moral, y los hechos tan íntimamente conectados con ellos que requieran de una definición infalible. No es necesario que tales doctrinas o hechos hayan sido revelados; es suficiente que sea necesaria su definición infalible para que el depósito de la verdad revelada pueda ser adecuadamente protegido y explicado.
Existen tres órganos de autoridad por medio de los cuales se pueden definir esos pronunciamientos sobre doctrinas o hechos. Uno de ellos, el magisterium ordinarium , tiene el riesgo de poder ser indefinido en sus pronunciamientos, y consecuentemente, inefectivo como órgano. Los otros dos, sin embargo, son adecuadamente eficientes, y cuando ellos deciden definitivamente una cuestión de fe o moral, ningún creyente puede negarse a asentir con certeza absoluta e irrevocable a sus enseñanzas.
Claro que el creyente, antes de sentirse obligado a asentir, tiene derecho de cerciorarse de que la enseñanza en cuestión es definitiva (puesto que sólo es infalible la doctrina definitiva), y de que los medios por los que fue manifestada la intención definitiva, sea el Papa, sea un concilio, puedan ser reconocidos como tales. Sería prudente añadir aquí que no todo en los pronunciamientos papales o conciliares, en los que se define alguna doctrina, deben ser tratados como infalibles. Por ejemplo, en la extensa bula de Pio IX en la que se define la Inmaculada Concepción, lo que es estrictamente definitivo e infalible sólo abarca una o dos frases. Y lo mismo pasa en muchos casos de decisiones conciliares. Lo que es puramente argumentativo y justificatorio dentro de afirmaciones definitivas, si bien no deja de ser verdad y tener autoridad, no goza del beneficio de la infalibilidad que acompaña a las frases definitorias, excepto claro, que su infalibilidad haya sido previa o subsecuentemente establecida por otra decisión independiente.
Fuente: Toner, Patrick. "Infallibility." The Catholic Encyclopedia. Vol. 7. New York: Robert Appleton Company, 1910. <http://www.newadvent.org/cathen/07790a.htm>.
Traducido por Javier Algara Cossío