Diferencia entre revisiones de «Papas muertos por asesinato»
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La mayor parte de asesinatos de Papas corresponde precisamente al Siglo de Hierro, marcado por los manejos políticos de dos poderosas familias, emparentadas entre í y procedentes de Teofilacto, vestatario romano: los Albericos o Tusculanos (de quienes descienden los principes Colonna) y los Crescencios. Las mujeres de la casa de Teofilacto, Teodora y su hija la domna senatrix Marozia, se erigieron en árbitros de Roma y de sus Pontífices, y a este hecho se debe quizás el que cobrara vuelos la historia de la papisa Juana, a la que nos referiremos en otro lugar. No ha habido, gracias a Dios, parangón a esta lamentable era en la historia de los Papas. Algunos -especialmente en los ambientes protestantes- ven en la Roma del Humanismo y el Renacimiento un nuevo Siglo de Hierro. Es cierto que los Papas de ese tiempo se comportaron más como príncipes que como pastores y que la mundanidad triunfó en su corte, pero no es menos cierto que hubo la contrapartida de la santidad, de la creación artística y del avance de las ciencias, contrapartida que no tuvo el siglo X, como Ludwig von Pastor muy acertadamente señala en su monumental Historia de los Papas. Por lo demás, episodios aislados de singular violencia que acabaron con la vida de algún vicario de Cristo los ha habido en otras épocas, como se verá a continuación. | La mayor parte de asesinatos de Papas corresponde precisamente al Siglo de Hierro, marcado por los manejos políticos de dos poderosas familias, emparentadas entre í y procedentes de Teofilacto, vestatario romano: los Albericos o Tusculanos (de quienes descienden los principes Colonna) y los Crescencios. Las mujeres de la casa de Teofilacto, Teodora y su hija la domna senatrix Marozia, se erigieron en árbitros de Roma y de sus Pontífices, y a este hecho se debe quizás el que cobrara vuelos la historia de la papisa Juana, a la que nos referiremos en otro lugar. No ha habido, gracias a Dios, parangón a esta lamentable era en la historia de los Papas. Algunos -especialmente en los ambientes protestantes- ven en la Roma del Humanismo y el Renacimiento un nuevo Siglo de Hierro. Es cierto que los Papas de ese tiempo se comportaron más como príncipes que como pastores y que la mundanidad triunfó en su corte, pero no es menos cierto que hubo la contrapartida de la santidad, de la creación artística y del avance de las ciencias, contrapartida que no tuvo el siglo X, como Ludwig von Pastor muy acertadamente señala en su monumental Historia de los Papas. Por lo demás, episodios aislados de singular violencia que acabaron con la vida de algún vicario de Cristo los ha habido en otras épocas, como se verá a continuación. |
Última revisión de 03:00 27 feb 2012
Afortunadamente, la silla de Pedro superó hace ya siglos etapas turbulentas que ensombrecieron la divina misión de sus titulares, quienes no pocas veces perecieron en el remolino de la violencia. Si hay un periodo particularmente tenebroso -que justifica ampliamente la denominación de «edad oscura» aplicada indiscriminadamente a todo el medioevo por la Ilustración- es sin duda el que arranca con la abominación del concilio cadavérico en 897 y culmina con la escandalosa venta del Papado por Benedicto IX, depuesto por los legados del emperador Enrique III en 1048, después de tres periodos de reinado, a cual más escandaloso. El cardenal Cesare Baronio, en sus famosos Anales, escritos a la manera de Tácito, llamó a esta época «saeculum ferreum» (el Siglo de Hierro), sin duda por la dureza y ferocidad de las costumbres y por la esterilidad del espíritu. También habla el gran historiador del Papado de «saeculum plumbeum» (siglo de plomo), en evidente alusión al mito griego de las tres edades de la humanidad, representando el vulgar metal lo más vil y bajo a que ésta puede llegar. Y es que estos ciento cincuenta años, que encajan entre el fin del renacimiento carolingio y los principios de la reforma pregregoriana, son una sucesión tal de crímenes y de oprobios que constituyen un argumento apologético a favor del pontificado romano, pues es impensable que institución alguna hubiera podido sobrevivir a tanta ignominia si no tuviera la asistencia divina.La mayor parte de asesinatos de Papas corresponde precisamente al Siglo de Hierro, marcado por los manejos políticos de dos poderosas familias, emparentadas entre í y procedentes de Teofilacto, vestatario romano: los Albericos o Tusculanos (de quienes descienden los principes Colonna) y los Crescencios. Las mujeres de la casa de Teofilacto, Teodora y su hija la domna senatrix Marozia, se erigieron en árbitros de Roma y de sus Pontífices, y a este hecho se debe quizás el que cobrara vuelos la historia de la papisa Juana, a la que nos referiremos en otro lugar. No ha habido, gracias a Dios, parangón a esta lamentable era en la historia de los Papas. Algunos -especialmente en los ambientes protestantes- ven en la Roma del Humanismo y el Renacimiento un nuevo Siglo de Hierro. Es cierto que los Papas de ese tiempo se comportaron más como príncipes que como pastores y que la mundanidad triunfó en su corte, pero no es menos cierto que hubo la contrapartida de la santidad, de la creación artística y del avance de las ciencias, contrapartida que no tuvo el siglo X, como Ludwig von Pastor muy acertadamente señala en su monumental Historia de los Papas. Por lo demás, episodios aislados de singular violencia que acabaron con la vida de algún vicario de Cristo los ha habido en otras épocas, como se verá a continuación.
He aquí la lista de Papas asesinados:
-Sabiniano (604-606). Había provocado las iras del pueblo -ya crispado por la carestía que se había declarado- con ataques a la memoria de su predecesor Gregorio I, a quien aquel ya veneraba como santo y algunos de cuyos escritos mandó destruir el nuevo Papa. Sabiniano no perdonaba al gran Gregorio haberle reconvenido por su poco airosa intervención como legado ante el patriarca de Constantinopla, que había asumido el titulo de «ecumenico» en abierto desafió al Pontífice de Roma. Perdió la vida en medio de una insurrección general y sus funerales dieron lugar a toda clase de desórdenes. El cortejo que llevaba su cadáver desde San Juan de Letrán a San Pedro tuvo que ser desviado por callejuelas escondidas, hasta el punto de que hubo de cruzar el Tiber por el puente Milvio, muy alejado del Vaticano.
-Juan VIII (872-882). Un pariente o miembro de su entorno más cercano le propinó veneno. Los Anales de Fulda aseguran que, al mostrarse lento el efecto del mismo, fue el Pontífice rematado a martillazos en la cabeza, poniéndose así fin a una vida tempestuosa, sea por los múltiples problemas que hubo de enfrentar (la invasión del sur de Italia por los sarracenos, las disputas de los últimos carolingios por la corona imperial, el cisma de Focio), sea por las costumbres controvertidas de Juan, tenido por afeminado, lo que daría origen a habladurías que contribuyeron a alimentar la historia ya mencionada de la papisa Juana.
-Formoso (891-896). Murió en medio de intensos dolores producidos muy probablemente por la acción del veneno que le fue administrado por instigación del partido espoletano, enemigo acérrimo del Papa, a quien no perdonaba el apoyo de éste a Arnolfo de Carintia en sus pretensiones al trono imperial. No contentos con la muerte de Formoso, Lamberto de Espoleto y su inescrupulosa madre Angeltrudis promovieron su inaudita humillación post mortem conocida como el «concilio cadaverico», del cual se trata mas adelante.
-Esteban VI (896-897). Pagó con su vida el haberse prestado a los manejos de los espoletanos contra la memoria de Formoso y haber presidido el concilio cadavérico. A los pocos meses de este horrendo evento, el partido de los formosianos consiguió arrastrar al pueblo a una rebelión contra el indigno Pontífice, que fue depuesto, encerrado en prisión y, finalmente, estrangulado. No obstante, Sergio III, amigo de Esteban, erigiría a este un monumento fúnebre en San Pedro con un epitafio que revela un odio acérrimo a Formoso.
-Leon V (903). Formosiano, fue víctima de la ambición de Cristóbal, del título presbiteral de san Dámaso, que le depuso a los dos meses de pontificado y le metió en la cárcel, nombrándose a si mismo Papa. Leon murió asesinado en prisión, aunque no se sabe si por orden de Cristóbal o de Sergio III, que había a su vez depuesto y encarcelado al antipapa, a quien mando matar.
-Juan X (914-928). Era amigo íntimo de Teodora la Mayor, esposa del vestatario Teofilacto. Debió a esta familia su elección pero también el finalizar sus días de manera violenta. Habiendo disgustado a una de las hijas, la domna senatrix Marozia, al ofrecer la corona imperial a Hugo de Provenza, hermanastro y rival de Guido de Tuscia, segundo marido de la formidable fémina, ésta promovió la guerra contra el Papa. Juan había confiado la defensa de Roma a su hermano Pedro, al que había nombrado cónsul y que, con el apoyo de guerreros húngaros, se presentó a las puertas de Roma en orden de batalla. Replegadas las fuerzas del Pontífice en San Juan de Letrán, Pedro fue atrozmente asesinado ante los ojos de su hermano, y éste encarcelado en el castillo de Sant'Angelo por orden de Marozia. Allí murió sofocado por Guido de Tuscia con una almohada.
-Esteban VIII (939-942). Hechura de Alberico II, príncipe, senador y patricio de Roma e hijo de Marozia y de su primer marido Alberico I. Habiendo secundado pasivamente la política de su benefactor durante años, Esteban, cansado de permanecer relegado a un rol de dependencia y a la rutina de la administración, tomó parte en una conspiración contra el todopoderoso Alberico. Fracasada ésta, fue el Papa puesto en prisiones y horriblemente mutilado, muriendo a consecuencia de la gravedad de sus heridas.
-Benedicto VI (973-974). Había sido elegido por la facción imperial y hubo de enfrentarse al resentimiento del pueblo romano y, en especial, a la hostilidad de los Crescencios, descendientes de Teofilacto por Teodora la Joven, hermana de Marozia. Mientras vivió el emperador germánico Otón I, su valedor, pudo imponerse a esta familia, pero al morir aquel estalló la revuelta. Los Crescencios encerraron al Papa en la fortaleza de Sant'Angelo, nombrando en su lugar al diacono Francón, que tomó el nombre de Bonifacio VII y se encargó personalmente -según cuentan algunas crónicas- de estrangular a su rival.
-Juan XIV (983-984). Fue designado por Oton II como sucesor de Benedicto VII y se mantuvo en el solio mientras vivió el emperador. Muerto éste, el partido filobizantino llamó a Bonifacio VII, quien regresó desde su exilio de Constantinopla -adonde había huido con los tesoros de la Iglesia poco después de asesinar a Benedicto VI- y, con el apoyo de los Crescencios, destronó al Pontífice legítimo. Juan XIV fue encerrado en el castillo de Sant'Angelo en abril de 984 y murió envenenado el mes de agosto siguiente. Sin embargo, no quedaron impunes los crímenes del antipapa. Habiéndose indispuesto con los Crescencios, estos incitaron al pueblo contra Bonifacio, que murió linchado en medio de la revuelta. Su cadáver fue arrastrado por las calles de Roma y arrojado a los pies de la estatua ecuestre de Marco Aurelio.
-Silvestre II (999-1003). Del cultísimo Gerberto de Aurillac, a quien persiguió la legendaria aura de mago, se cuenta que había hecho un pacto con el diablo para ser promovido de su sede de Reims a la de Rávena y de ella a la de Pedro, por lo cual sus días estaban contados. Consultado el Golem (oráculo cabalístico hebreo), le fue indicada la fecha fatídica: moriría cantando misa en Jerusalén. Como no entraba en sus planes ir de peregrinación a Tierra Santa, Silvestre durmio tranquilo, pero el oráculo no se equivoco: el Papa, en efecto, celebraba misa con cierta frecuencia en la basílica romana de la Santa Cruz de Jerusalén, así que la siguiente vez que lo hizo en dicho lugar, le sobrevino un malestar repentino y murió. Esta historia no pasa de ser una conseja, siendo lo mas probable que Silvestre -a quien la muerte había arrebatado a Oton III, su mejor sostén en medio de la caótica situación que se cernía sobre Italia- pereciera a manos de sus enemigos políticos. Los Crescencios, a la sazón, habían vuelto a ser los árbitros de Roma, a través del patricio Juan II, quien relegó al Papa a sus funciones puramente espirituales. Enterrado en el atrio de San Juan de Letrán, cuando su tumba fue abierta en 1684, se halló su cuerpo intacto lo mismo que los ornamentos pontificales de que estaba revestido y la tiara que ceñía la cabeza. El contacto con el aire redujo, empero, todo al polvo, esparciéndose alrededor un perfume balsámico.
-Clemente II (1046-1047). Fue envenenado por orden de Benedicto IX, cuando regresaba de Alemania, donde había trazado el plan de reforma con el apoyo de Enrique III. Su cadáver fue llevado a Bamberg, ciudad de la que había sido obispo antes de ser Papa y en cuya catedral fue enterrado. En el siglo XVII fue abierta su tumba y se comprobó que el Papa debió ser un hombre de gran estatura (alrededor de 1,90 metros) y extraordinariamente rubio. Nuevamente exhumados en 1942, los restos fueron sometidos a análisis cuyos resultados corroboraron la muerte por envenenamiento.
-Alejandro VI (1492-1503). Se dice que murió de malaria, aunque existen serias razones para pensar que fue victima del arsénico que les fue administrado a él y a su hijo Cesar durante un banquete en el palacio del cardenal Adriano de Corneto. Los enemigos de los Borgia dijeron que éstos habían caído en su propia trampa, ya que por equivocación ingirieron el mortal veneno preparado para su anfitrión, de cuyos ingentes bienes querían apoderarse para seguir financiando la campaña de la Romana. No obstante, es de creer que en realidad se trató de un atentado planeado por aquellos a quienes el creciente poderío del Valentino, avalado por su padre, aterraba. No se olvide que Cesar Borgia había limpiado de tiranos los dominios pontificios y se aprestaba a formar un poderoso estado hereditario en el centro de Italia.
-León X (1513-1521). La causa de su muerte parece que debe buscarse en el veneno que le habría administrado su copero Bernabé Malaspina, el cual fue detenido. El ceremoniero pontificio Paris de Grassis pidió a los médicos que practicaran la autopsia al cuerpo del papa Medici, pero no se le hizo caso y se quiso echar tierra al asunto, aunque no pudo hacerse callar a Pasquino, la estatua parlante de Roma, que se hizo eco de los rumores de asesinato. Ya en 1517, León X había sido objeto de un intento de envenenamiento. La conjura, en la que se hallaban implicados al menos cinco cardenales, fue descubierta al interceptarse una carta del cardenal Petrucci, el cabecilla, a su secretario Nini. Resultó que se había corrompido a Pietro Vercelli, medico del Papa, para que emponzoñase el medicamento con que le trataba de una molesta fístula. Petrucci, después de ser condenado en juicio y degradado de su dignidad cardenalicia, fue ahorcado en Sant'Angelo, mientras Vercelli y Nini sufrían la pena de descuartizamiento. Los otros conjurados huyeron, siendo degradados a su vez. León X vio considerablemente reducido el Sacro Colegio de cuya lealtad ni siquiera estaba seguro, por lo que en un solo consistorio creó de golpe treinta y un cardenales, medida que no evitó que finalmente sucumbiera a manos criminales.
Gracias a Dios, la lista de este apartado se cierra en una época ya lejana, pero pudo haber sido reabierta en al menos un par de ocasiones. La primera, durante el viaje de Pablo VI por Asia y Oceanía en noviembre y diciembre de 1970. En la escala de Manila, en las Filipinas, se le acercó un demente que logró asestarle una puñalada por la espalda, antes de que fuera reducido por el corpulento monseñor Paul Marcinkus, que acompañaba al Papa en sus periplos. Gracias a la intervención del secretario del Pontífice, monseñor Pasquale Macchi, que detuvo a tiempo el brazo del agresor impidiendo así que el arma se hundiera en el cuerpo de Pablo VI, la herida no fue mortal aunque sí de cuidado, pues el arquiatra pontificio doctor Carlo Fontana hubo de tratarla durante largo tiempo.
La segunda ocasión en que en los tiempos modernos se ha intentado acabar con la vida de un Papa fue en 1981, cuando el terrorista turco Mehmet All Agca, a sueldo del servicio secreto búlgaro (en evidente conexión con la KGB siniestra de los tiempos de Breznev), disparó en plena plaza de San Pedro contra Su Santidad Juan Pablo II. La circunstancia de haber sobrevivido a tan sacrílego atentado en el día aniversario de la primera aparición de Fátima (el 13 de mayo), llevo al Papa a atribuir su salvación a la especial protección de la Santísima Virgen, cuyo monograma ostentan sus armas. Por ello, al cumplirse el año del hecho que pudo haberle costado la vida, quiso acudir personalmente a Fátima para dar gracias a la Madre de Dios. En medio del multitudinario acto, se acercó al Pontífice un sacerdote armado con la intención de atacarle. Detenido a tiempo, se averiguó que se trataba de un antiguo miembro de la fraternidad de San Pio X (fundada por monseñor Lefebvre), que había sido expulsado de la misma por sus ideas extremistas y padecía de graves trastornos mentales. Este ultimo incidente no tuvo mayores consecuencias salvo para el agresor, a quien la justicia portuguesa condenó por el delito de magnicidio.
No consta de otros Papas que muriesen asesinados, pero sí se abrigaron ciertas dudas en su momento acerca de algunos en cuyo fallecimiento concurrieron cicunstancias sospechosas, aunque éstas posteriormente se aclararan según el caso. Así por ejemplo: Benedicto VII (974-983), Dámaso II (1048), Anacleto II Pierleoni (1130-1138), Celestino IV (1241), Inocencio V (1276), Adriano V (1276), san Celestino V (1294), Adriano VI (1522-1523), Clemente XIII (1758-1769), Clemente XIV (1769-1774), Pío XI (1922-1939) y Juan Pablo I (1978).
RODOLFO VARGAS RUBIO