Herramientas personales
En la EC encontrarás artículos autorizados
sobre la fe católica
Martes, 19 de marzo de 2024

El Evangelio en la Liturgia

De Enciclopedia Católica

Saltar a: navegación, buscar
Evangeliario5.jpg
Evangeliario7.jpg
Evangeliario4.jpg
Evangeliario1.jpg
Evangeliario2.jpg
Evangeliario8.jpg
Evangeliario9.jpg
Evangeliario10.jpg
Evangeliario11.jpg
Evangeliario12.jpg
Evangeliario20.jpg
Evangeliario19.jpg
Evangeliario18.jpg
Evangeliario17.jpg

Historia

Desde las épocas más tempranas la lectura pública de partes de la Biblia había sido un elemento importante de la liturgia heredado del servicio de la Sinagoga. La primera parte del servicio, previa a la elevación del pan y del vino, consistía en la Liturgia de los catecúmenos. Ésta se basaba en oraciones, letanías, himnos y sobre todo en lecturas de la Sagrada Escritura. El objeto de las lecturas era naturalmente el de instruir al pueblo. Los cristianos de los primeros tiempos conocían la Biblia, la historia del Antiguo Testamento, la teología de San Pablo y la Vida de Nuestro Señor a partir de lo que habían oído en las lecturas de la iglesia y las homilías didácticas que les seguían. En la primera época las lecturas —al igual que los ritos—no estaban todavía estereotipadas. San Justino Mártir (fallecido c. 167) describe el rito que él conocía (aparentemente en Roma) y empieza diciendo: “En el día del Sol, tal como lo llaman, todos los habitantes de la ciudad y el país se reúnen en el mismo lugar y se leen los comentarios de los Apóstoles [Evangelios—anamnemoneumata ton apostolon], o los escritos de los Profetas hasta donde el tiempo permita. Después, cuando el lector ha terminado, el que preside exhorta e invita a todos a imitar tales gloriosos ejemplos” (I Apol., 67). Así que en aquella época, el texto era leído de una forma continúa, hasta que el presidente (el obispo celebrante) indicaba al lector que finalizara. El número de las lecturas variaba. Una práctica común era leer primero un texto del Antiguo Testamento (Prophetia), después de alguna Epístola (Apostolus) y finalmente de un Evangelio (Evangelium). Pero siempre la última lectura consistía en el Evangelio, como culminación del resto. Orígenes le llama la corona de todas las sagradas escrituras (In Johannem, i, 4, præf., P. G., XIV, 26). Parece ser que en algunas partes (sobre todo en Occidente) durante un tiempo a los catecúmenos no se les permitía estar presentes durante la lectura del Evangelio que era considerado parte de la disciplina arcani. En el Sínodo de Orange, en 441 y en el de Valencia, en 524, se quiso modificar este reglamento. Por otra parte en todas las Liturgias Orientales (Vg. las Constituciones Apostólicas; Brightman, “Eastern Liturgies”, Oxford, 1896, p. 5) los catecúmenos son despedidos tras el Evangelio. La lectura pública de algunos Evangelios en las iglesias fue el factor más importante para decidir qué textos deberían ser considerados canónicos. Los cuatro que fueron admitidos y leídos en todas las Liturgias fueron incluidos en el Canon de las Escrituras. Tenemos evidencia de esas lecturas litúrgicas de los Evangelios a lo ancho de toda la Cristiandad durante los primeros siglos. En Siria, las Constituciones Apostólicas refieren que cuando un obispo era ordenado, bendecía a los fieles “tras la lectura de la ley y los profetas y nuestras Epístolas y Hechos y Evangelios” (VIII, 5), y el modo de leer el Evangelio aparece descrito en II, 57 (Cabrol y Leclercq, “Monumenta eccl. liturgica”, Paris, 1900, I, p. 225); la “Peregrinatio Silviæ” (Etheriæ) describe la lectura del Evangelio en Jerusalén (Duchesne: “Origines”, 493). Las homilías de San Basilio y San Juan Crisóstomo explican el Evangelio tal como era leído en Cesárea, Antioquia y Constantinopla. En Egipto, San Cirilo de Alejandría escribe al Emperador Teodosio II sobre el uso litúrgico de los Evangelios (P. G., LXXVI, 471). En África, Tertuliano menciona el mismo asunto (Adv. Marc., IV, 1) y explica que la Iglesia Romana “lee la Ley y los Profetas conjuntamente a los Evangelios y las Cartas Apostólicas” (de præscr., VI, 36). San Cipriano ordenó a un confesor llamado Aureliano para que “pudiera leer el Evangelio que forma a los mártires” (Ep. XXXIII, P. L., IV, 328). Así pues, desde las épocas más primitivas, en todos los ritos la lectura del Evangelio constituía el rasgo principal, el punto cardinal de la liturgia de los catecúmenos. Y no sólo se leía durante la Liturgia. La “Peregrinatio Silviæ” (loc. cit.) alude al Evangelio leído al canto del gallo. Y en efecto, en el Rito Bizantino todavía forma parte del Oficio de Orthros (Laudes). En Roma el Evangelio de la Liturgia se leía primero, con una homilía en los Maitines, costumbre de la cual sólo se conserva un fragmento. Pero el Oficio Monástico todavía contiene el Evangelio completo leído tras el Te Deum. Gradualmente se fueron fijando las partes que deberían ser leídas en la Liturgia. Las etapas en el desarrollo de los textos utilizados se pueden resumir así: Primero se añadieron notas marginales en el libro de los Evangelios (o la Biblia completa) indicativas del texto que debía ser leído en cada ocasión. Después se incluyeron índices (generalmente al principio o al final de la Biblia) que eran llamados Synaxaria en griego y Capitularia en latín. Ese tipo de índice indicaba las primeras y últimas palabras que constituían una lectura (pericope). El Capitularium completo con referencias a las Lecturas diarias fue el Comes, Liber comitis, o comicus. Más tarde se compusieron con el texto completo para evitar la búsqueda; de esa manera se convirtieron en las llamadas Evangeliaria. El siguiente paso consistió en ordenar conjuntamente todas las lecturas diarias, Profecías, Epístolas, Evangelio e incluso las lecturas de libros no-canónicos. Estas compilaciones se llaman Lectionarium. Y finalmente cuando se diseñaron los Misales completos (entre los siglos X y XII) se incluyeron todas las lecturas.

Selección de los Evangelios

¿Qué trozos eran leídos? En primer lugar, había una diferencia en el texto usado. Parece ser que hasta el siglo V, por lo menos en Siria, se utilizaban los cuatro Evangelios en una narrativa recopilatoria. El famoso “Diatessaron” de Taciano parece haber sido redactado para este fin. (Martin en Revue des Quest. Hist., 1883, y Savi en Revue bibl., 1893). Los ritos muzárabe y galo pudieron haber imitado esa costumbre durante un tiempo (Cabrol, “Etude sur la Peregrinatio Silviæ”, París, 1895, 168-9). San Agustín intentó introducir la usanza en África insertando en un Evangelio textos de otro, pero no logró que la costumbre arraigara. (Sermón 232, P. L., XXXVIII, 1108). Pero la costumbre más extendida era la de leer el texto de uno de los Evangelios (véase Baudot, “Les Evangéliaires”, citado más abajo, 18-21). En las grandes solemnidades se tomaba el pasaje apropiado. Así en Jerusalén el Viernes Santo, “Legitur iam ille locus de Evangelio cata Johannem, ubi reddidit Spiritum” (Per. Silviæ, Duchesne, l. c., 492), la Vigilia Pascual “denuo legitur ille locus evangelii resurrectionis” (ibid., 493), y el Domingo in Albis se leía el texto del Evangelio referido a Santo Tomás “Non credo nisi videro” (494), etc. . La “Peregrinatio” nos indica los Evangelios leídos en muchos días a lo largo del año (Baudot, op. cit., 20). Durante el resto del año parece ser que al principio el texto era leído en el propio orden del Evangelio (probablemente omitiendo algunos pasajes especiales). En cada Synaxis retomaban la lectura donde la habían dejado en la ocasión anterior. En este sentido, Gasiano dice que los monjes de su época leían el Nuevo Testamento completo (Coll. patr., X, 14). Las homilías de ciertos Padres de la Iglesia (San Juan Crisóstomo, San Agustín, etc.) muestran que el orden de las lecturas era continuo (Bäumer, “Gesch. des Breviers”, Freiburg, 1895, 271). En las Iglesias Orientales regía el principio de que los cuatro Evangelios debían ser leídos enteramente en el curso de cada año (Scrivener en Smith, “Dict. of Christ. Antiquities”, s. v. “Lectionary”). La Iglesia Bizantina empezaba leyendo a San Mateo inmediatamente después de Pentecostés. Se seguía con San Lucas a partir de septiembre (para ellos, Año Nuevo), San Marcos se leía antes de la Cuaresma y San Juan durante el Ciclo Pascual. Había algunas excepciones en algunas fiestas y aniversarios. A finales del S XIX todavía se seguía una disposición similar (Euaggelion, Venecie, 1893). Los sirios utilizaban el mismo orden, los Coptos otro pero basado en idéntico principio de lectura continuada (Scrivener, “Introduction to the criticism of the N. Test.”, London, 1894, I; Baudot, op. cit., 24-32). Para la liturgia de la Iglesia Bizantina se puede consultar Nilles, “Kalendarium manuale”, Innsbruck, 2nd ed., 1897, pp. 444-52. Es bien sabido que los Domingos se denominan a partir del Evangelio Dominical, por ejemplo, el cuarto después de Pentecostés es el “Domingo del Centurión” puesto que se lee Mt 8, 5-13. Esto nos lleva a una cuestión muy discutida: ¿qué principio yace en el orden de los Evangelios en el Misal Romano? Está claro que no se sigue un orden continuo. El Padre Beissel, S. J., realizó un estudio exhaustivo sobre esta cuestión en su obra “Entstehung der Perikopen”(ver más abajo ), en la cual compara todos los modos de los Comites, orientales y occidentales. Sus conclusiones resumidas son las siguientes: La raíz del orden es la selección de un texto apropiado del Evangelio para las solemnidades principales y las épocas del año; para éstas se elegía el relato que parecía más completo sin tener en cuenta el Evangelista del que procedía. Los intervalos se rellenaban para completar el retrato de la Vida de Nuestro Señor, pero sin orden cronológico. Primero se consideraban la Pascua y la Semana Santa. Las lecturas de este tiempo eran evidentes. Retrocediendo, el Evangelio del ayuno de Nuestro Señor Jesucristo en el desierto se ponía al principio de la Cuaresma; y la entrada en Jerusalén y la unción de María (Juan 12:1, “seis días antes de Pascua”) al final. Esto llevaba a la resurrección de Lázaro (la liturgia oriental mantiene todavía este orden). Ciertos incidentes primordiales del final de la Vida de Cristo completaban el resto de los días . La Epifanía sugería tres Evangelios, los Reyes Magos, el Bautismo de Jesús y el primer milagro (Cf. Antif. ad Magn., in 2 vesp.) y después la infancia de Jesús. El ciclo de Navidad tenía sus Evangelios apropiados; Adviento, los del Juicio Final y la preparación de la venida de Nuestro Señor Jesucristo por parte de San Juan Bautista. Pasada la Pascua, el Día de la Ascensión y Pentecostés requerían claramente ciertos pasajes. El intermedio se llenaba con los últimos mensajes de Jesucristo antes de dejarnos (tomados de sus palabras el Jueves de la Ascensión en San Juan). Queda la serie evangélica más difícil, la de los Domingos después de Pentecostés. Parecen haber sido pensados para explicar los restantes momentos de la vida de Jesucristo. Así y todo, su orden es difícil de entender. Se ha sugerido que pueden corresponder a las lecturas de los Maitines. De todos modos, en algunos casos, esta explicación es sugerente. Así en el tercer Domingo, en el primer Oficio Nocturno leemos como Saúl busca las asnas de su padre (1 Samuel 9).Y en el Evangelio y también en el tercer Oficio Nocturno , sobre el hombre que pierde una oveja y después un dracma (Lc 15). El cuarto Domingo, David vence a Goliat “in nomine Domini exercituum” (1 Samuel 17), en el Evangelio, San Pedro tiende su red “in verbo tuo” (Lc 5); El quinto David llora a su enemigo Saúl (2 Samuel 1), y en el Evangelio se nos dice que nos reconciliemos con nuestro enemigo (Mt 5). El octavo Domingo empieza con el Libro de la Sabiduría (primer Domingo de Agosto), y en el Evangelio se alaba la sagacidad del administrador (Lc 16) Quizá la cercanía de ciertas solemnidades también influía. En algunas listas el Domingo anterior al 29 de Junio fiesta de San Pedro se lee Lc 5, donde el Señor le dice a “Desde ahora serás pescador de hombres”), y el relato de San Andrés y la multiplicación de los panes (Jn 6) el Domingo anterior al 30 de Noviembre. Durando lo menciona (“Rationale”, VI, 142, “De dom. 25ª post Pent.”; ver también Beissel, op. cit., 195-6). Beissel se inclina a suponer que gran parte, la disposición de los textos es accidental y que no se ha encontrado una explicación satisfactoria para el orden de los Evangelios tras el Domingo de Pentecostés. En cualquier caso, el orden anual es muy antiguo. Hay la tradición de que fue San Jerónimo quien hizo la distribución a petición de San Dámaso (Berno, “De officio missæ”, i, P. L., CXLII, 1057; “Micrologus”, xxxi, P. L., CLI, 999, 1003). Y por supuesto que las lecturas cantadas actualmente en nuestras iglesias son las mismas que San Gregorio Magno cantaba en Roma trece siglos atrás. (Beissel, op. cit., 196).

Ceremonia del Evangelio Cantado

Desde hace muchos siglos, tanto en la liturgia oriental como en la occidental, el Evangelio es un privilegio del diácono. Pero esto no ha sido siempre así. En los primeros tiempos era un lector (el anagnostes) el encargado de todas las lecturas. Así está documentado en el relato de San Cipriano y Aureliano (ver más arriba). San Jerónimo († 420) se refiere al diacono como lector del Evangelio (Ep. cxlvii, n. 6), pero la práctica no era todavía uniforme en todas las iglesias. En Constantinopla, el día de Pascua, era el obispo quien leía (Sozom., H. E., vii, 19); en Alejandría, la función recaía en un archidiácono (Ibíd.,”en otros lugares eran los diáconos quienes leían el Evangelio; en muchas iglesias sólo los sacerdotes”). Las Constituciones Apostólicas asignan el Evangelio al diácono; y en 527 un concilio en Vaison declaró que los diáconos “estaban autorizados a leer las palabras que Cristo pronunció en el Evangelio” (Baudot, op. cit., 51). Esta costumbre se hizo paulatinamente universal, tal y como nos indican las formulas que acompañan la tradición del Libro de los Evangelios en la ordenación de los diáconos. El “Liber ordinum” visigodo del S. XI contiene la fórmula: Ecce evangelium Christi, accipe, ex quo annunties bonam gratiam fidei populo”, Baudot, p. 52). Durante toda la Edad Media prevaleció como excepción la Noche de Navidad cuando el Evangelio era cantado por el Emperador vestido con roquete y estola: “Exiit edictum a Cæsare Augusto” etc. (Mabillon, “Musæum italicum”, I, 256 sq.). Otro signo de respeto era el hecho de que todo el mundo escuchara el Evangelio de pie y con la cabeza descubierta en la actitud de un siervo que recibe las órdenes de su amo (Apost. Const., II, 57, y Papa Anastasius I, 399-401, en “Lib. Pontif.”). Sozomenos (H. E., VII, 19) muestra su indignación porque el Patriarca de Alejandría estuviera sentado (“en una práctica nueva e insolente). Los Gran Maestres de los Caballeros de San Juan rendían sus espadas durante el Evangelio. Esta costumbre se mantuvo durante mucho tiempo entre algunos grandes nobles polacos. Y cualquier bastón debía ser bajado (Baudot, 116), sólo el obispo mantenía en pie su báculo (ver más abajo). El Evangelio se cantaba desde el ambón, un púlpito situado generalmente en el centro de la iglesia, para que pudiera ser mejor escuchado por todos los fieles. (Cabrol, Dict. d’archéol. chrét. et de liturgie, Paris, 1907, s.v. “Ambon”, I, 1330-47). Era frecuente que hubiera dos ambones: uno para las primeras lecturas, a la izquierda del altar; y el otro para el Evangelio a la derecha. Desde éste el diácono miraba al sur tal como señala la “Ordo Rom. II”(Mabillon, Musæum italic., II, 46), indicando que es ahí donde los hombres generalmente se reúnen. Más tarde, cuando el ambón ya había desaparecido, el diácono se giraba hacia el norte. Micrologus (De missa, ix) señala que esta costumbre imitaba la posición del celebrante en la Misa Ordinaria — uno de las costumbres que se han adoptado en la Misa Solemne. En la liturgia bizantina el diácono continúa cantando el Evangelio desde el ambón (Brightman, op. cit., 372), aunque también allí se trata sólo de un lugar teórico en el medio del suelo. El diácono primero solicitaba la bendición del obispo (o del celebrante) y después se dirigía al ambón con el libro, en procesión acompañado de velas e incienso. Germano de París (†576) da cuenta del rito en (Ep. 1, P. L., LXXII, 91; Cf. Durando. “Ration.”, IV, 24). En “Ordo Rom. I”, 11, y”Ordo Rom. II”, se puede ver que las ceremonias son casi idénticas a las nuestras. Mientras tanto se cantaba el Gradual(véase GRADUAL). El “Dominus vobiscum” al principio del anuncio del Evangelio (“Sequentia sancti Evangelii” etc.), y la respuesta “Gloria tibi Domine”, también son mencionados en el S VI por Germano (op. cit.). Al final del Evangelio los fieles respondían “Amén” o “Deo Gratias” o “Benedictus qui venit in nomine Domini” (Durando, “Rationale”, IV, 24; Beleth, “Rationale”, XXXIX; Regla de San Benito , XI). Y la fórmula actual “Laus tibi Christe” parece ser posterior (Gihr, “Messopfer”, 444). El esmerado cuidado con el que se decoraba el libro de los Evangelios durante la Edad Media era también una señal de respeto a su contenido. San Jerónimo se refiere a ello en (Ep. xxii, 32). En una colección de manuscritos, los Evangelaria casi siempre se distinguen del resto por su especial suntuosidad. No es nada raro que estén escritos con letras de oro y plata sobre pergamino teñido de púrpura —la máxima manifestación de esplendor medieval. Las tapas también suelen estar cuidadosamente adornadas. En los Evangelios aparecen a menudo incrustaciones de marfil, metales preciosos, joyas y esmaltes, a veces reliquias. (Para descripciones se puede consultar Baudot, op. cit., 58-69.). En las liturgias orientales todavía persiste esta tradición. De un gusto moderno dudoso, en Grecia, Rusia, Siria, etc. El Euaggelion continúa siendo el libro más bello, muchas veces el objeto mas bello de toda la iglesia. Cuando no se usa se exhiben los esmaltes de sus tapas en una mesa fuera de la Iconostasis. El ósculo del libro siempre se ha tenido como signo de respeto. En otras épocas no lo hacían sólo el celebrante y el diácono sino todos los fieles asistentes hasta que Honorius III (1216-27) lo prohibió; pero los altos prelados continúan besándolo (Cærim. epise., I, 30; Gihr, op. cit., 445). Para esta ceremonia y otras similares, véase Baudot (op. cit., 110-19). En Occidente cuando el ambón desapareció, el subdiácano sostenía el libro mientras el diácono cantaba el Evangelio. Y también lo depositaba sobre el altar (Amalarius of Metz: “De. Eccl. offic.”, P. L., CV, 1112; Durandus, loc. cit.). El diácono hacía la señal de la cruz primero sobre el libro y después en su persona.— recibiendo la bendición del libro (“Ordo Rom. I”, 11, “ut sigilletur”; Durando, loc. cit., etc.; Beleth, XXXIX). El significado de todos esos signos de reverencia es que el libro del Evangelio, que contiene la palabra de Cristo, es un símbolo del propio Cristo. En algunas procesiones se llevaba en un lugar de honor (Beissel, op. cit., 4); la misma idea subyace en la práctica de colocarlo en un trono o altar en el centro de los Sínodos (Baudot, 109-110.). En los Sínodos provinciales y generales el Evangelio se canta en todas las sesiones. — Cær. Episc. I, xxxi, 16), de ahí se llegaron a derivar abusos supersticiosos utilizados como fórmulas mágicas (ibid., 118; Catalani, “de codice S. Evangelii”, III, ver más abajo). La Iglesia Bizantina ha desarrollado la ceremonia de llevar el Evangelion hacia el ambón en un elaborado rito de “Pequeña Entrada” (Fortescue, “Divine Liturgy of St. John Chrysostom”, London, 1908, 68-74), y todas las otras iglesias orientales tienen ceremonias solemnes parecidas, en este punto de la liturgia (Brightman, op. cit. ,para cada rito). Otra práctica especial digna de ser mencionada es que en la Misa solemne Papal, el Evangelio (y también la Epístola) se leen en latín y en griego. Tal práctica ya está reseñada en la primera Ordo Romana (40). En Constantinopla el día de Pascua el Patriarca lee el Evangelio en griego, y después otras personas (oi agioi archiereis) lo leen en varios idiomas (“Typikon”para ese día , ed. Athens, 1908, pp. 368, 372, Nilles, “Kal. man.”, II, 314-15). Lo mismo sucede en Hesperinos. La (Synopsisiera) de Constantinopla (1883) contiene el Evangelio de Hesperinos (Jn 20:19-25) en griego (en dos versiones poéticas, en yambos y en hexámetros), en eslavo, búlgaro, albano, latín, italiano, francés, inglés, árabe, turco y armenio (todos en caracteres griegos, pp. 634-78). En Rusia se observa la misma costumbre (Príncipe Max de Sajonia,”Prælectiones de liturgiis orientalibus”, Freiburg im Br., 1908, I, 116-17), donde el Evangelio de la liturgia (Jn 1) se lee en eslavo, hebreo , griego y latín.

Ceremonia Actual del Evangelio

Aparte de la desaparición del ambón, las reglas de las Rúbricas del Misal (Rubr. gen., X, 6; Ritus cel., VI, 5) son casi idénticas a las que se han observado en el Rito Romano desde el S VII o VIII. Tras la lectura de la Epístola, el diácono coloca el libro de los Evangelios en el centro del altar (mientras el celebrante lee el Evangelio del Misal). Las editoriales litúrgicas publican libros con las Epístolas y los Evangelios y sino, se usa un segundo Misal (el subdiácono ya ha cantado la Epístola del mismo libro). El celebrante coloca entonces el incienso en el turiferario y lo bendice como siempre. El subdiácono desciendo y espera abajo, ante el centro del altar. El diácono arrodillándose un poco atrás a la derecha del celebrante dice el “Munda cor meum”. Después se levanta, coge el libro, se arrodilla ante el celebrante (girando hacia el norte) Jube en infinitivo es una fórmula común en latín tardío para expresar un imperativo cortés (Ducange-Maigne d’Arnis, “Lexicon manuale”, ed. Migne, Paris, 1890, s. v., col. 1235). Domnus es una forma medieval para dominus, que se ha de reverenciar como un título divino (lo mismo que en griego kyr y kyris en vez de kyrios). El celebrante bendice al diácono con la fórmula del Misal (Dominus sit in corde tuo . . . ) y la señal de la santa cruz, el diácono besa la mano del celebrante posada en el Misal. El celebrante se dirige al costado de la Epístola y espera; se gira hacia el diácono mientras el Evangelio empieza. El diácono sosteniendo el libro con ambas manos lo alza, y desciende al lado del subdiácono; los dos hacen una reverencia ante el altar y salen en procesión. El turiferario marcha el primero con el incienso, después dos acólitos, seguidos del diácono y el subdiácono juntos, el diácono a la derecha. Ya hemos visto la antigüedad de las velas y el incienso para el Evangelio. Durante todo el rito, naturalmente se canta el Gradual. La procesión llega al lugar que representa el antiguo ambón. Está a la derecha del altar (al lado norte), pero actualmente dentro del santísimo, así que excepto en iglesias muy grandes, el camino es prácticamente inexistente; muchas veces la antigua procesión hacia el ambón (“la pequeña entrada” latina) se convierte en un simple giro de sentido. Llegados al lugar, el diácono y el subdiácono se sitúan uno frente al otro, el subdiácono recibe el libro y lo mantiene abierto ante él. Originalmente el subdiácono (la Ordo Romana I, 11 requería dos, uno (en calidad de turiferario) acompañaba al diácono hasta arriba del ambón, le ayudaba a encontrar el punto del libro y después se colocaba tras de él en los escalones. En Milán, donde el ambón se continúa usando, también se mantiene la misma ceremonia.

En el Rito Romano el propio subdiácono se coloca en el púlpito del ambón. Pero la “Cærimoniale Episcoporum” permite todavía el uso de “legilia vel ambones” siempre que haya alguno en la iglesia. En ese caso el subdiácono debe mantenerse detrás del púlpito a la derecha del diácono para girar las páginas cuando sea necesario. Existe una contradicción en el modo en el que se colocan. El “Ritus celebrandi” dice que el diácono debe estar “contra altare versus populum” (VI, 5). Lo cual significa mirando hacia la iglesia. Pero por otra parte el “Cærim. Episcoporum” (II, viii, 44) indica que el subdiácono debe colocarse “vertens renes non quidem altari, sed versus ipsam partem dexteram quæ pro aquilone figuratur”. Lo que quiere decir que ha de estar de la manera tal y como es costumbre hoy en día, es decir; el diácono mira hacia el norte o ligeramente hacia el noreste (en el supuesto de que la iglesia esté debidamente orientada); el libro está en la misma dirección que el Misal del Evangelio en la Misa Ordinaria. Los acólitos se colocan a ambos lados del subdiácono, el turiferario a la derecha del diácono. El diácono , junctis manibus, canta “Dominus vobiscum” (y el coro contesta con la fórmula usual), después, hace la señal de la cruz con el pulgar derecho sobre el libro (la cruz marcada con esas palabras en el Misal se coloca ahí para indicar el lugar) y santiguándose en la frente, los labios y el pecho entona “Sequentia [or Initium] sancti Evangelii secundum N . . . “ Parece que sequentia es un plural neutro (Gihr, op. cit., 438, n. 3). Mientras el coro contesta “Gloria tibi Domine”, el diácono inciensa el libro tres veces, en el centro, a la derecha y a la izquierda, haciendo antes y después sendas reverencias ante el altar. Devuelve el incensario y canta el texto del Evangelio de una sola vez. Si aparece el Santo Nombre, hace una reverencia y algunas veces (en la Epifanía, en la tercera Misa de Navidad, etc.) hace una genuflexión ante el libro. La entonación del Evangelio está indicada al final del nuevo Misal (Vaticano). El tono normal es en do descendiendo a la en las cuatro sílabas finales de cada frase, con la cadencia si, la, si, si-do para las preguntas y un escandicus la, si (quilisma)do, al final. Hoy en día se añaden dos entonaciones más ornamentadas ad libitum. El celebrante, de pie en el lugar de la Epístola, frente al diácono, escucha el Evangelio y se inclina o arrodilla con él, pero mirando hacia el altar. Al terminar el Evangelio el subdiácono le lleva el libro para que lo bese mientras el celebrante dice: “”Per evangelica dicta” y el diácono lo inciensa. Después la Misa continúa. Ya hemos dicho que las únicas otras personas que hoy en día están autorizadas a besar el libro son el Obispo Ordinario de la Diócesis, si está presente, y otros prelados de rango superior. Si un Obispo celebra en su propia diócesis, lee el Evangelio sentado en su cátedra y lo escucha de pie, sosteniendo el báculo con ambas manos (Cær. Episcop., II, viii, 41, 46). En este caso nadie más debe besar el libro (ibid., I, xxix, 9). En las Misas ordinarias, las ceremonias del Evangelio son generalmente una abreviación y simplificación de las solemnes. Cuando el celebrante termina de leer el Gradual, dice el “Munda cor meum”, etc., y en el centro del altar reza “Jube Domine benedicere”, (porque se está dirigiendo a Dios). Mientras tanto, el acólito coloca el Misal al lado norte (lo cual es simplemente una imitación del lugar del diácono e la Misa solemne). Con el libro ligeramente girado hacia los fieles, el sacerdote lee el Evangelio con idéntica ceremonia (excepto, claro está, el incienso y los ósculos finales).

El Evangelio Posterior

El Evangelio leído al final de la Misa es una adición tardía. Originalmente (hasta el S XII más o menos) el servicio acababa con las palabras “Ite missa est” que todavía se usan. La oración “Placeat tibi”, la bendición y el Evangelio final son todas devociones privadas que han sido progresivamente adoptadas en el servicio litúrgico. En la Edad Media había una devoción especial por el inicio del Evangelio de San Juan (I, 1-14). Se utilizaba frecuentemente en los Bautismos de niños y en las Extremaunciones (Benedicto XIV “De SS. Missæ sacrif.”, II, xxiv, 8). Hay casos curiosos de varias prácticas supersticiosas grabadas en amuletos o utilizadas en hechizos. Empezó a ser recitado por los sacerdotes como parte de sus oraciones tras la Misa. Todavía se conserva un indicio de la práctica en la “Cærimoniale Episcoporum”, que requiere que un Obispo, al final de la Misa comience el Evangelio final en el altar y lo continúe (de memoria) en su camino hacia la sacristía para desvestirse. Notemos que sigue sin editarse en el texto de la Misa ordinaria pero la rúbrica está presente en la tercera Misa de Navidad. Hacia el S XIII se recitaba muchas veces en el altar. Pero Durando todavía indica que la Misa debe finalizar con la fórmula “Ite missa est” (Rationale, IV, 57); añade el “Placeat” y la bendición como una especie de suplemento, y pasa a describir los salmos recitados tras la Misa (“deinde statim dicuntur hymni illi: Benedicite et Laudate”, IV, 59). Sin embargo, la práctica de recitar el Evangelio en el altar fue imponiéndose hasta que Pío V la estableció universalmente como Rito Romano en su edición del Misal (1570). El hecho de que todos estos suplementos sean dichos tras el “Ite missa est “ sin ninguna ceremonia especial, ni siquiera en las Misas solemnes, conserva la memoria de su conexión más o menos accidental con la liturgia. El Evangelio final más utilizado es Jn 1, 1-14. Lo lee el celebrante en el lado norte del altar tras la bendición, desde el atril del altar con la introducción usual (Dominus vobiscum . . . Initium S. Evangelii, etc.), y santiguándose desde el altar. Se arrodilla al pronunciar las palabras: “Et verbum caro factum est”, y al final el acólito responde “Deo gratias”. En las Misas solemnes el diácono y el subdiácono se colocan a ambos lados, se arrodillan con el celebrante y le responden. Los diáconos no leen este Evangelio; no está contemplado que lo cante un diácono como el Evangelio esencial de la Liturgia. Cuando se conmemora un oficio cuyo Evangelio empiece en la novena lectura de Maitines, ese Evangelio se substituye por Juan 1, al final de la Misa. En ese caso, el Misal ha de colocarse al lado norte (en la Misa solemne es el subdiácono el encargado de hacerlo). Esto rige para todos los domingos, ferias y vigilias en que se celebren conmemoraciones. En la tercera Misa de Navidad (ya que Jn. 1,1-14 forma parte del Evangelio de la Misa) se lee el de Epifanía. En las Misas ordinarias del Domingo de Ramos se lee el Evangelio de la bendición de las palmas. Entre los ritos orientales únicamente el armenio ha copiado del latino la práctica del Evangelio final.


Bibliografía: Todos los comentaristas medievales (Durando, Berno de Constancia , Micrologo, etc.) tratan del Evangelio en la Misa y dan explicaciones místicas. Véase especialmente DURANDO, Rationale div. officiorum, IV, 24, De Evangelio; BEISSEL, Entstehungder Perikopen des römischen Messbuches (supplement to the Stimmen aus Maria-Laach, 98) (Freiburg im Br., 1907); BAUDOT, Les Evangéliaires, series Liturgie (Paris, 1908); BENEDICT XIV, De Sacrosancto Sacrificio Miss , ed. SCHNEIDER (Mainz, 1879), II, 7, pp. 118-25, II, 24, p. 297; GIHR, Das heilige Messopfer (6th ed., Freiburg im Br., 1897), 400-406, 433-446, 723-724 (tr. St. Louis, 1903); DE HERDT, Sacr liturgi praxis (ed. 9, Louvain, 1894), I, 292-96, 438-46.

Fuente: Fortescue, Adrian. "Gospel in the Liturgy." The Catholic Encyclopedia. Vol. 6. New York: Robert Appleton Company, 1909. <http://www.newadvent.org/cathen/06659a.htm>.

Traducido por Susanna Alonso-Cuevillas

Enlaces internos

[1] Evangeliario.

[2] Evangelio según San Juan.

[3] Evangelio según San Lucas.

[4] Evangelio según San Marcos.

[5] Evangelios Según San Mateo.

[6] Evangelios.

[7] Evangelista.

Enlaces externos

[8] Ilustraciones del Evangelio de José Nadal S.J.

Selección y revisión de enlaces: José Gálvez Krüger