Canonización de los Santos
De Enciclopedia Católica
I. Historia II. Naturaleza de la Beatificación y Canonización III. Infabilidad Papal y Canonización IV. Procedimiento actual de las causas de beatificación y canonización V. Congregación para las causas de los santos
I. Historia
De acuerdo con algunos escritores, el origen de la beatificación y canonización en la Iglesia Católica se remonta a la antigua apoteosis pagana. En su clásica obra al respecto (De Servorum Dei Beatificatione et Beatorum Canonizatione), Benedicto XIV examina y desde el principio refuta esta teoría. Demuestra tan claramente las diferencias sustanciales entre ellas que nadie en su sano juicio podrá, en adelante, confundir las dos instituciones o derivar una de la otra. Es un asunto la historia quienes fueron elevados al honor de la apoteosis, en qué campos y por la autoridad de quién; no menos claro queda el significado que conllevaba. A menudo el decreto se debía a la declaración de una sola persona (posiblemente sobornada o atraída por promesas y con vista de asegurar el fraude en las mentes de gente de por sí supersticiosa) que mientras el cuerpo del nuevo dios estaba siendo quemado, un águila, en el caso de los emperadores, o un pavo real (el ave sagrada de Juno), en el caso de sus consortes, era vista llevando al cielo el espíritu del difunto (Livio, Hist. Roma, I, xvi; Herodiano, Hist. Roma, IV, ii, iii). La apoteosis era conferida a la mayoría de los miembros de la familia imperial, de cuya familia era privilegio exclusivo. No tenían importancia las virtudes o los logros notables. Se usaba frecuentemente esta forma de deificación para distraer la atención de la crueldad de los monarcas imperiales. Se dice que Rómulo fue deificado por los senadores, los cuales lo habían asesinado; Popea debió su apoteosis a su imperial pareja, Nerón, después de que la hubo llevado a la muerte; Geta obtuvo el honor por su hermano Caracalla, quien se había deshecho de él por celos.
La canonización en la Iglesia Católica es una cosa completamente distinta. La Iglesia Católica canoniza o beatifica solo a aquellos cuyas vidas estuvieron marcadas por el ejercicio de las virtudes heroicas y solo después de que esto ha sido probado por reputación conocida de santidad y por argumentos conclusivos. La diferencia principal, sin embargo, está en el significado del término canonización; la Iglesia no ve en los santos mas que amigos y siervos de Dios cuyas vidas santas les hicieron merecedores en especial forma de Su amor. La Iglesia no pretende hacer dioses (cfr. Eusebius Emisenus, Serm. de S. Rom. M.; Augustine, De Civitate Dei, XXII, x; Cyrill. Alexandr., Contra Jul., lib. VI; Cyprian, De Exhortat. martyr.; Conc. Nic., II, act. 3).
El verdadero origen de la canonización y beatificación se encuentra en la doctrina católica del culto, invocación e intercesión de los santos. Como fue enseñado por San Agustín (Quaest. in Heptateuch., lib. II, n. 94; Contra Faustum, lib. XX, xxi), los católicos, mientras que únicamente a Dios le dan adoración estrictamente, honran a los santos debido a los dones Divinos sobrenaturales que les han ganado la vida eterna, y a través de los cuales ellos reinan con Dios en el Cielo como Sus amigos escogidos y fieles servidores. En otras palabras, los católicos honran a Dios en Sus santos como el amoroso dispensador de bienes sobrenaturales. La veneración de latría, o adoración estrictamente hablando, se le da únicamente a Dios; la veneración de dulía, u honor y humilde reverencia, es pagada a los santos; la veneración de hiperdulía, una forma más elevada de dulía, corresponde, debido a su mayor excelencia, a la Santísima Virgen María. La Iglesia (Aug., Contra Faustum, XX, xxi, 21; cf. De Civit. Dei, XXII, x), erige y dedica sus altares únicamente a Dios, aunque honrando y recordando a los santos y mártires. Existe una garantía de la Escritura para tal alabanza en los pasajes donde se nos propone venerar a los ángeles (Ex. 23, 20ss; Jos. 5, 13; Dan. 8, 15ss; 10, 4ss; Lc. 2, 9ss; Hch. 12, 7ss; Ap.; 5, 11ss; 7, 1ss; Mt. 18, 10), de quienes no son muy diferentes los hombres y las mujeres santos, como copartícipes de la amistad con Dios. Y si San Pablo implora a los hermanos (Rom. 15, 30; 2Cor. 1, 11; Col. 4, 3; Ef. 6, 18s) que lo ayuden con sus oraciones a Dios por él, con mayor razón debemos mantener que podemos ser ayudados por las oraciones de los santos, y pedirles su intercession con humildad. Si se lo pedimos a aquéllos que aún están en la tierra, ¿por qué no a aquéllos que ya viven en el cielo?
Se objeta en ocasiones que la invocación a los santos se opone al hecho de que el único mediador es Cristo Jesús. Hay, sin ninguna duda “un mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús.” Pero Él es nuestro mediador en su cualidad de nuestro Redentor común; pero Él no es ni nuestro único intercesor o abogado, ni nuestro único mediador por la vía de la súplica. En la décimo primera sesión del Concilio de Calcedonia (451) encontramos a los Padres exclamando “¡Flaviano vive después de la muerte! ¡Que el mártir ruegue por nosotros!” Si aceptamos esta doctrina de la veneración de los santos, de la cual hay innumerables evidencias en los escritos de los Padres y en las liturgias de las Iglesias Orientales y Latina, no debe maravillarnos el amoroso cuidado con el que la Iglesia se propuso escribir los sufrimientos de los primeros mártires, enviar estas crónicas de una asamblea de los fieles a otra y promover la veneración de los mártires.
En la carta circular de la Iglesia de Esmirna (Eus., Hist. Eccl., IV, xxiii) descubrimos la mención de la celebración religiosa del día en el cual San Policarpio sufrió el martirio (23 de febrero de 155); y las palabras del pasaje expresan exactamente el propósito principal que tiene la Iglesia en la celebración de tales aniversarios:
“Finalmente hemos reunido sus huesos, los cuales son más queridos para nosotros que las piedras preciosas y más puros que el oro, y los hemos colocado en donde era importante que reposaran. Y si es posible para nosotros reunirnos de nuevo en asamblea, quiera Dios concedernos celebrar el aniversario de este martirio con alegría, de manera que recordemos la memoria de aquéllos que lucharon en glorioso combate y enseñar y fortalecer con su ejemplo, a aquellos que vengan después de nosotros.”
Esta celebración de aniversario y veneración de los mártires era un momento de acción de gracias y congratulación, una ofrenda y una evidencia de la alegría de aquéllos que estaban comprometidos (Muratori, de Paradiso, x) y su difusión general explica por qué Tertuliano, a pesar que aseguraba, junto con los chiliastas, que los idos obtendrían la gloria eterna solo después de la resurrección general de los muertos, admitía una excepción para los mártires (De Resurrectione Carnis, xiii).
Debe ser obvio, sin embargo, que mientras la certeza moral privada de su santidad y posesión de la gloria puede ser suficiente para la veneración privada de los santos, no es suficiente para actos públicos y comunes del mismo tipo. Ningún miembro de un cuerpo social puede, independientemente de su autoridad, ejercer un acto propio a dicho cuerpo. Surgió naturalmente que para la veneración pública de los santos, la autorización eclesiástica de los pastores y guías de la Iglesia era requerida constantemente. La Iglesia se tomaba, sin duda muy en serio, el honor de los mártires, pero no se dedicó a garantizar honores litúrgicos indiscriminadamente a todos aquellos que aparentemente habían muerto por la Fe. San Optato de Mileve, escribiendo a finales del siglo IV, nos dice (De Schism, Donat., I, xvi, in P.L., XI, 916-917) de cierta dama noble, Lucila, quien fue reprendida por Ceciliano, Archidiácono de Cártago, por haber besado antes de la Sagrada Comunión los huesos de uno que o no era un mártir o cuyo derecho al título no estaba probado.
La decisión concerniente a si el mártir había muerto por su fe en Cristo y el consecuente permiso para venerarlo, recaía originalmente en el obispo del lugar en el que había dado su testimonio. El Obispo inquiría el motivo de su muerte y, encontrando que había muerto mártir, enviaba su nombre con una relación de su martirio a otras iglesias, especialmente las vecinas, para que, en el caso de aprobación por sus respectivos obispos, el culto del mártir se pudiera extender también a sus iglesias y que los fieles, tal como leemos en las Actas del martirio de San Ignacio (Ruinart, Acta Sincera Martyrum, 19) “puede estar en comunión con el generoso mártir de Cristo”. Los mártires cuya causa, por así decirlo, había sido discutida y la fama de cuyo martirio había sido confirmado, eran conocidos como mártires probados (vindicati). Por lo que a la palabra concierne probablemente no anteceda al siglo IV, cuando fue introducida en la Iglesia en Cartago; pero el hecho es ciertamente anterior. En los primeros tiempos, por lo tanto, este culto a los santos era enteramente local y pasaba de una iglesia a la otra con el permiso de sus obispos. Está claro en el hecho de que en ninguno de los antiguos cementerios cristianos se encuentran pinturas de mártires salvo aquellos que habían muerto en esos vecindarios. También explica eso, la casi universal veneración rápidamente otorgada a algunos mártires, como San Lorenzo, San Cipriano de Cartago, el Papa Sn. Sixto de Roma [(Duchesne, Origines du culte chrétien (Paris, 1903), 284)].
La veneración a los confesores -aquellos, que murieron pacíficamente después de una vida de virtud heroica- no es tan antigua como la de los mártires. La misma palabra toma un diferente significado después de los primeros períodos cristianos. En el principio se le daba a aquéllos que confesaban a Cristo cuando eran examinados en presencia de los enemigos de la Fe (Baronius, en sus notas a Ro. Mart., 1 Enero, D), o, como explica Benedicto XIV (op. cit., II, c. ii, n. 6) , a aquéllos que morían pacíficamente luego de haber confesado la Fe ante los tiranos u otros enemigos de la religión Cristiana y bajo torturas o sufrido otros castigos de cualquier naturaleza. Posteriormente, los confesores fueron aquéllos que habían vivido una vida santa y la terminaron con una santa muerte en paz cristiana. Es en este sentido que nosotros en la actualidad veneramos a los confesores.
Fue en el siglo IV, como es comúnmente sostenido, que a los confesores se les dio por vez primera honor eclesiástico público, a pesar de que ocasionalmente eran alabados ardientemente por los Padres más antiguos y, a pesar de que Sn. Cipriano declara que fueron merecedores de abundantes recompensas (De Zelo et Livore, col. 509; cf. Innoc. III, De Myst. Miss., III, x; Benedict XIV, op. cit., I, v, no 3 sqq; Bellarmine, De Missâ, II, xx, no 5). Incluso Belarmino no está seguro de cuando comenzaron los confesores a ser objeto de culto, y asegura que no fue antes del 800, cuando las fiestas de los santos Martín y Remigio son encontradas en el catálogo de fiestas hecho por el Concilio de Mainz. Es opinión de Inocencio III y Benedicto XIV y confirmada por la aprobación implícita de Sn. Gregorio Magno (Dial. I, xiv; III, xv) y por hechos bien conocidos; en Oriente, por ejemplo, Hilarión (Sozomen, III, xiv; VIII, xix), Efrén (Greg. Nyss. Orat. In laud. S Efrén) y otros confesores fueron públicamente honrados en el siglo IV; y en Occidente, Sn. Martín de Tours, como se ve en los antiguos breviarios y en el Misal Mozárabe (Bona Rer. Lit., II, xii, no. 3) y Sn. Hilario de Poitiers, como puede ser demostrado en el antiquísimo libro conocido como “Missale Francorum,” fueron objeto de culto similar en el mismo siglo.
La razón de esta veneración recae, sin duda alguna, en el parecido de las vidas de auto-negación y heroicamente virtuosas de los confesores con los sufrimientos de los mártires; tales vidas podrían ciertamente ser llamadas martirios prolongados. Naturalmente y en consecuencia, tal honor fue otorgado en primer lugar a los ascetas (Duchesne, op. cit. 284) y solo después a aquéllos que recordaban con sus vidas la existencia extraordinaria y penitencial de los ascetas. Tan cierto es esto, que los confesores eran frecuentemente llamados mártires. Sn. Gregorio Nacianceno llama mártir a Sn. Basilio; Sn. Juan Crisóstomo aplica el mismo título a Eustaquio de Antioquia; Sn. Paulino de Nola escribe de Sn. Félix de Nola que ganó honores celestiales, sine sanguine martyr (Un mártir sin sangre); Sn. Gregorio Magno llama mártir a Zeno de Verona y Metronio le da a Sn. Roterio el mismo título. Posteriormente, los nombres de los confesores fueron inscritos en los dípticos y se les reverenció. Sus tumbas fueron honradas (Martigny, loc. Cit.) con el mismo título de las de los mártires (martyria). Es verdad, sin embargo, en todo momento que era ilícito venerar a los confesores sin el permiso de la autoridad eclesiástica como había sido el venerar a los mártires (Bened. XIV, loc. cit. vi).
Hemos visto que por varios siglos los obispos, en algunos lugares solo los primados y patriarcas, podían otorgar a los mártires y confesores honor eclesiástico público; tal honor, sin embargo, era siempre decretado solo para el territorio sobre el cual tenían jurisdicción los otorgantes. Así, era solo la aceptación de dicho honor por el Obispo de Roma lo que lo hacía universal, dado que solo él podía autorizar o mandar en la Iglesia Universal [Gonzalez Tellez, Comm. Perpet. in singulos textus libr. Decr. (III, xlv), in cap. i, De reliquiis et vener. Sanct.]. Sin embargo, se dieron abuso en esta forma de disciplina, debido tanto a las indiscreciones del fervor popular como a la falta de cuidado de algunos obispos en averiguar a fondo las vidas de aquellos que permitían fuesen honrados como santos. Hacia el final del siglo XI los Papas vieron que era necesario restringir la autoridad episcopal en este punto y decretaron que las virtudes y milagros de las personas propuestas para veneración pública debían ser examinados en concilios, particularmente en concilios generales. Urbano II, Calixto II y Eugenio III siguieron esta línea de acción. Pasó, aún después de estos decretos, que “algunos, siguiendo las formas de los paganos y engañados por el fraude del maligno, veneraron como santo a un hombre que había sido muerto mientras estaba intoxicado.” Alejandro III (1159-81) prohibió su veneración en estas palabras: “En el futuro ustedes no presumirán de darle reverencia, tal que, aún si se hubiesen realizado milagros por él, no se les permitirá reverenciarle sin la autoridad de la Iglesia Romana” (c. i, tit. cit., X. III, xlv). Los teólogos no se ponen de acuerdo con la cabal importancia de este decreto. Ya sea que fuera hecha una nueva ley (Belarmino. De Eccles. Triumph. I, viii), en cuyo caso el Papa por primera vez, se reservó el derecho de la beatificación o fue confirmada una ley preexistente. Como el decreto no puso fin a todas las controversias, y algunos obispos no obedecieron a lo que correspondía a la beatificación (cuyo derecho ciertamente poseían hasta entonces), Urbano VII publicó, en 1634, una Bula que puso fin a toda discusión reservando a la Santa Sede no solo su inmemorial derecho de la canonización, sino también la beatificación.
II. Naturaleza de la Beatificación y Canonización
Antes de tratar con el procedimiento en las causas de beatificación y canonización, es conveniente definir estos términos de manera precisa y concisa a la vista de las precedentes consideraciones.
La canonización, generalmente hablando, es un decreto concerniendo la veneración eclesiástica pública de un individuo. Tal veneración, sin embargo, puede ser permisiva o preceptiva, puede ser universal o local. Si el decreto contiene un precepto, y es universal en el sentido de que corresponde a toda la Iglesia, es un decreto de canonización; si solo permite tal veneración, o si obliga bajo precepto pero no concierne a toda la Iglesia, es un decreto de beatificación.
En la antigua disciplina de la Iglesia, probablemente aún tan posterior como Alejandro III, los obispos podían, como ya se explicó, en sus diócesis, permitir veneración pública a los santos y tales decretos episcopales no eran meramente permisivos, sino preceptivos. El efecto de un acto episcopal de este modo, era equivalente a nuestra moderna beatificación. En tales casos no había, propiamente hablando, canonización, a menos que se tuviera el consentimiento del Papa extendiendo el culto en cuestión, implícita o explícitamente e imponiéndolo por precepto a toda la Iglesia en su conjunto. En la norma más reciente, la beatificación es un permiso para venerar, otorgado por los Romanos Pontífices con restricción a ciertos lugares y a ciertos ejercicios litúrgicos. Es, por lo tanto, ilícito reverenciar a la persona conocida como Beato públicamente, fuera del lugar para el cual fue otorgado el permiso, o recitar un oficio en su honor, o celebrar Misa con oraciones referentes a él o ella, a menos que exista indulto especial. La canonización es un precepto del Romano Pontífice ordenando la veneración pública a un individuo por la Iglesia Católica. Resumiendo, pues, la beatificación difiere de la canonización en que: la primera implica (1) un permiso para venerar localmente restringido, no universal, lo cual es (2) un mero permiso y no un precepto; mientras que la canonización implica un precepto universal.
En casos excepcionales, uno u otro elemento de esta distinción puede no existir; así, Alejandro III no solo permitió, sino que ordenó el culto público del Beato William de Malavalle en la diócesis de Grosseto, y esta acción fue confirmada por Inocencio III; León X actuó similarmente con respecto a B. Hosanna para la ciudad y distrito de Mantúa; Clemente IX con respecto a Santa Rosa de Lima, cuando era beata, haciéndola patrona principal de Lima y Perú y Clemente X, haciéndola patrona de América. Clemente X también escogió al beato Estanislao Kotska como patrón de Polonia, Lituania y las provincias unidas. De nuevo, pero con respecto a la universalidad, Sixto IV permitió el culto del beato John Boni en toda la Iglesia Universal. En todas estas instancias había habido únicamente beatificación.
La canonización por lo tanto, crea un culto el cual es, universal y obligatorio. Pero al imponer esta obligación, el Papa puede y de hecho usa, uno de dos métodos, cada uno constituyendo una nueva especie de canonización, i.e. canonización formal y canonización equivalente. La canonización formal ocurre cuando el culto es prescrito como una decisión explícita y definitiva, después del proceso judicial debido y las ceremonias usuales en tales casos. La canonización equivalente ocurre cuando el Papa, omitiendo el proceso judicial y las ceremonias, ordena que cierto Siervo de Dios sea venerado en la Iglesia Universal; esto ocurre cuando tal santo ha sido venerado desde mucho tiempo atrás, cuando sus virtudes heroicas (o martirio) y milagros han sido relatados por historiadores confiables y la fama de su intercesión milagrosa está ininterrumpida. Muchos ejemplos de tal canonización se encuentran con Benedicto XIV; por ejemplo, los santos Romualdo, Norberto, Bruno, Pedro Nolasco, Ramón Nonato, Juan de Matham, Félix de Valois, la Reina Margarita de Escocia, el Rey Esteban de Hungría, el Duque Wenceslao de Bohemia y Gregorio VII. Tales casos son una buena prueba de la precaución con la que procede la Iglesia en estas canonizaciones equivalentes. Podemos añadir que esta canonización equivalente consiste en un Oficio y Misa por el Papa en honor del santo. También cabe señalar que esta canonización ha caido en desuso y que en la actualidad, todos los santos canonizados, tienen que pasar por los largos y rigurosos procesos de beatificación y canonización.
III. Infabilidad Papal y Canonización
¿Es infalible el Papa al expedir un decreto de canonización? La mayor parte de los teólogos concuerdan con una respuesta afirmativa. Es la opinión de San Antonino, Melchor Cano, Suárez, Belarmino, Bañez, Vázquez y, entre los canonistas, de González Téllez, Fagnanus, Schmalzgrüber, Barbosa, Reissenstül, Covarrubias, Albitius, Petra, Joannes a S. Toma, Silvestre, Del Bene y muchos otros. En Quodlib. IX, a 16, Sto. Tomás dice: “Dado que el honor que profesamos a los santos es en cierto sentido, una profesión de fe, i.e., una creencia en la gloria de los santos, debemos píamente creer que, en este asunto, también el juicio de la Iglesia está libre de error.” Estas palabras de Sto. Tomás, como es evidente si recordamos todas las autoridades que hemos citado, favoreciendo positivamente la infalibilidad, son interpretadas como infalibilidad Papal en el asunto de la canonización. Esta infalibilidad, de acuerdo con el doctor santo, es un asunto de creencia pía.
¿Cuál es el objetivo de este juicio infalible del Papa? ¿Define que la persona canonizada está en el cielo o solo que ha practicado las virtudes cristianas en grado heroico? La opinión generalizada de los teólogos es que lo único que queda definido y lo único que se necesita indicar es que la persona canonizada está en el cielo.
IV. Procedimiento actual de las causas de beatificación y canonización.
En la práctica, el proceso de canonización involucra una gran variedad de procedimientos, destrezas y participantes: promoción por parte de quienes consideran santo al candidato; tribunales de investigación de parte del obispo o de los obispos locales; procedimientos administrativos por parte de los funcionarios de la congregación; estudios y análisis por asesores expertos; disputas entre el promotor de la fe (el "abogado del diablo") y el abogado de la causa; consultas con los cardenales de la congregación. Pero, en todo momento, únicamente las decisiones del Papa tienen fuerza de obligación; él sólo posee el poder de declarar a un candidato merecedor de beatificación o canonización.
1) Fase prejurídica. Hasta 1917, el derecho canónico exigía que pasaran por lo menos cincuenta años desde la muerte del candidato antes de que sus virtudes o martirio pudieran discutirse formalmente en Roma. Se trataba así de asegurar que la reputación de santidad de que gozaba un candidato era duradera y no meramente una fase de celebridad pasajera. Incluso ahora, suprimida la regla de los cincuenta años, se exhorta a los obispos a distinguir con sumo cuidado entre una auténtica reputación de santidad, manifiesta en oraciones y otros actos devotos ofrecidos al difunto, y una reputación estimulada por los medios de comunicación y la "opinión pública".
Durante esa fase se permiten, sin embargo, una serie de actividades extraoficiales. Primero, un individuo o un grupo reconocido por la Iglesia puede anticiparse al proceso con la organización de una campaña de apoyo al candidato potencial. En la práctica, esos "impulsores" de una causa suelen ser miembros de alguna orden religiosa, dado que sólo ellos tienen los recursos y los conocimientos necesarios para llevar el proceso hasta el final. Normalmente se forma una hermandad, se hacen colectas de dinero, se solicitan informaciones sobre favores divinos, se publica un boletín, se imprimen tarjetas de oraciones y, con no poca frecuencia, se publica una biografía piadosa. Ésa es, en efecto, una fase de promoción, encaminada a alentar la devoción privada y a convencer al obispo o al juez eclesiástico responsable de la diócesis, en donde murió el candidato, de la existencia de una genuina y persistente reputación de santidad. Por último, los iniciadores se convierten en "el solicitante" del proceso cuando piden formalmente al obispo la apertura de un proceso oficial.
2) Fase informativa. Si el obispo local decide que el candidato posee los méritos suficientes, inicia el Proceso Ordinario. El propósito de ese proceso es suministrar a la congregación los materiales suficientes para que sus funcionarios puedan determinar si el candidato merece un proceso formal. A tal fin, el obispo convoca un tribunal o corte de investigación. Los jueces citan a testigos que declaren tanto a favor como en contra del candidato, que de ahí en adelante es llamado "el siervo de Dios". En caso de ser necesario, las sesiones se celebran en cualquier sitio en donde haya vivido el siervo de Dios El fin de ese procedimiento de investigación es doble: primero, establecer si el candidato goza de una sólida reputación de santidad y, segundo, reunir los testimonios preliminares aptos para comprobar si tal reputación se halla corroborada por los hechos. El testimonio original es transcrito por acta notarial, sellada y conservada en el archivo de la diócesis. Unas copias selladas (hasta 1982 se necesitaba todavía un permiso especial de la congregación para presentar copias mecanografiadas en lugar de copias escritas a mano) se remiten a Roma por un mensajero especial del Vaticano.
El obispo local debe confirmar que el siervo de Dios no es objeto de culto público; esto es, hay que comprobar que el candidato no se ha convertido, con el paso del tiempo, en objeto de veneración pública. Esa exigencia, formal, pero necesaria, se remonta a las reformas del Papa Urbano VIII, que prohibió, como hemos visto, el culto de los santos no oficialmente canonizados por el Papa.
3) Juicio de ortodoxia. Es un proceso concomitante, el obispo nombra unos funcionarios encargados de recoger los escritos publicados del candidato; al final, se reúnen también cartas y otros escritos inéditos. Los documentos se envían a Roma, donde en el pasado eran examinados por censores teológicos, que rastreaban eventuales enseñanzas u opiniones heterodoxas; hoy, los censores no intervienen ya, pero los exámenes continúan realizándose. Obviamente, cuanto más haya escrito el candidato, cuanto más osado haya sido su intelecto en materia de fe, con tanto más rigor serán escudriñadas sus obras. Como regla general, los disidentes de la enseñanza oficial de la Iglesia son rechazados sin más rodeos. Aunque la congregación no cuenta con ninguna estadística sobre los motivos de rechazos de las causas, los que trabajan allí confirman que el hecho de no haber superado ese examen de pureza doctrinaria es la razón más frecuente por la que ciertas causas han sido canceladas o suspendidas indefinidamente.
Los promotores de una causa bloqueada tienen, sin embargo, una oportunidad de refutar los cargos de heterodoxia imputados a su candidato, en caso de que haya algún malentendido.
Desde 1940, los candidatos deben superar otro examen adicional. A título de revisión preventiva, todos los siervos de Dios deben recibir de Roma el nihil obstat, la declaración de que no hay "nada reprochable" acerca de ellos en las actas del Vaticano. En la práctica, con ello se alude a las actas de la Congregación para la Doctrina de la Fe, encargada de la defensa de la fe y la moral, o de otra cualquiera de las nueve congregaciones (la Congregación para los Obispos, para el Clero, etc.) que pueda tener motivos para contar con datos acerca del candidato. La razón de ese procedimiento reside en la posibilidad de que una o varias congregaciones puedan hallarse en posesión de informaciones privilegiadas relativas a los escritos o a la conducta moral del candidato, que acaso pudieran influir sobre el seguimiento de la causa. Raras veces se encuentra algo objetable; desde 1979, por ejemplo, sólo hubo una causa que no obtuvo el nihil obstat.
4) La fase romana. Es aquí donde empieza la verdadera deliberación. En cuanto los informes del obispo local llegan a la congregación, se asigna la responsabilidad de la causa a un postulador residente en Roma. Hay unos doscientos veintiocho postuladores adscritos a la congregación; la mayoría de ellos, sacerdotes pertenecientes a órdenes religiosas. La tarea del postulador consiste en representar a los solicitantes de la causa; es el solicitante quien le paga, a menos que se trate de un caso de caridad. El solicitante paga también los servicios de un abogado defensor, elegido por el postulador entre una docena aproximada de juristas canónicos, clérigos y legos, especializados y en posesión de un permiso de la Santa Sede para ocuparse de las causas de los santos.
A partir de los materiales suministrados por el obispo local, el abogado prepara un resumen, encaminado a demostrar a los jueces de la congregación que la causa debe ser iniciada oficialmente. En el resumen, el abogado arguye que existe una verdadera reputación de santidad y que la causa ofrece pruebas suficientes para justificar un examen más detenido de las virtudes o del martirio del siervo de Dios.
A continuación, se entabla una dialéctica escrita en la que el promotor de la fe, o "abogado del diablo", propone objeciones al resumen del abogado defensor y éste replica. Ese intercambio suele repetirse varias veces y, a menudo, transcurren años o incluso décadas antes de que todas las diferencias entre el abogado de la causa y el promotor de la fe hayan quedado satisfactoriamente resueltas. Finalmente, se prepara un volumen impreso, llamado positio, que contiene todo el material desarrollado hasta el momento, incluidos los argumentos del promotor de la fe y del abogado. La positio la estudian los cardenales y los prelados oficiales (el prefecto, el secretario, el subsecretario y, si es necesario, el jefe de la sección histórica) de la congregación, que pronuncian su sentencia en una reunión formal celebrada en el Palacio Apostólico. Como en el veredicto de un jurado de instrucción, un juicio positivo implica que hay buenas razones para iniciar el proceso (processus).
Una vez aceptado el veredicto por la congregación, se le notifica al Papa, quien emite un decreto de introducción, salvo que tenga a su vez razones para denegarlo. La manera en que lo hace es significativa. Se supone que, si la causa ha resistido al examen hasta ese punto, cuenta con buenas posibilidades de éxito; pero, aún así, muchas fracasan. En consecuencia, para subrayar el hecho de que en esa fase la causa ha recibido únicamente la aprobación administrativa del Papa, éste no firma el decreto con su nombre pontificio, por ejemplo, Papa Juan Pablo II, sino que emplea solamente su nombre de pila: Placet Carolos ("Carlos acepta").
Una vez se ha instruido la causa, pasa a la jurisdicción de la Santa Sede; se la llama entonces un "proceso apostólico". El promotor de la fe o sus asistentes elaboran otra serie de preguntas, destinadas a obtener informaciones específicas sobre las virtudes o el martirio del siervo de Dios. Esas preguntas se remiten a la diócesis local, donde un nuevo tribunal, esta vez integrado por jueces delegados de la Santa Sede, vuelve a interrogar a los testigos aún vivos. Los jueces tienen también la posibilidad de requerir declaraciones de testigos nuevos y, en caso de necesidad, éstos pueden incluso ser trasladados a Roma para contestar a las preguntas.
De hecho, el proceso apostólico es una versión más estricta del proceso ordinario. Su objetivo es demostrar que la reputación de santidad o de martirio del candidato está basada en hechos reales. Cuando los testimonios están completos, la documentación se envía a la congregación, donde se traduce el material una de las lenguas oficiales. Hasta este siglo, sólo había una lengua oficial, el latín. Gradualmente se añadieron el italiano, el español, el francés y el inglés, conforme al creciente número de causas provenientes de países en donde se hablan dichas lenguas. Después, los documentos los examinan el subsecretario y su equipo, para comprobar que todas las formalidades y los protocolos jurídicos han sido observados con precisión. Al concluir este proceso, la Santa Sede emite un decreto sobre a validez del mismo, con lo que garantiza su uso legítimo.
Como siguiente paso, el postulador y su abogado preparan otro documento, llamado informativo, que resume de manera sistemática los argumentos a favor de la virtud o del martirio. A ese documento se agrega un sumario de las declaraciones de los testigos, especificadas con relación a los argumentos que se trata de demostrar. Tras estudiarlo, el promotor de la fe hace sus objeciones a la causa y el abogado le contesta con la ayuda del postulador. Ese intercambio de argumentos se imprime, y la entera colección de documentos se somete al estudio y al juicio de los funcionarios de la congregación y al de sus asesores teológicos. Las dificultades y reservas resultantes de esa reunión son recogidas como nuevas objeciones del promotor de la fe y, por segunda vez, le responde el abogado defensor. Este intercambio forma la base de una segunda reunión y de un segundo juicio, que incluye esta vez a los cardenales de la congregación. El mismo proceso se repite después por tercera vez, pero en presencia del Papa. Si se dictamina que el siervo de Dios practicó las virtudes cristianas en grado heroico o que murió como mártir, se le otorga entonces el título de "venerable".
5) La sección histórica. En 1930, el Papa Pío XI instituyó una sección histórica, especializada en causas antiguas y en ciertos problemas que el proceso puramente jurídico no era capaz de resolver. En primer lugar, las causas para las cuales no quedan ya testigos presenciales vivos se asignan a esa sección para su examen histórico; las decisiones sobre la virtud o el martirio se toman en esos casos mayormente a partir de pruebas históricas. En segundo lugar, muchas otras causas se remiten a la sección histórica cuando algún punto controvertido requiere un examen de archivos u otra clase de investigación histórica. En tercer lugar, los miembros de la sección histórica investigan, en muy raras ocasiones, las llamadas causas antiguas para verificar la existencia, origen y continuidad del culto a ciertos personajes considerados santos, la mayoría de los cuales vivieron mucho antes de que se instituyera la canonización pontificia. Tales personajes pueden recibir, a discreción del Papa, un decreto de beatificación o de canonización "equivalentes". El Index ac Status Causarum (edición de 1988) contiene trescientos sesenta y nueve nombres cuyos cultos han sido confirmados. Entre los más recientes que recibieron la canonización equivalente, se halla Inés de Bohemia, declarada santa por el Papa Juan Pablo II el 12 de noviembre de 1989, a los setecientos siete años de su muerte.
6) Examen del cadáver. A veces se exhuma, previamente a la beatificación, el cadáver del candidato para su identificación por el obispo local. Si se descubre que el cadáver no es el del siervo de Dios, la causa continúa, pero deben cesar las oraciones y otras muestras privadas de devoción ante la tumba. El examen se realiza únicamente para fines de identificación, aunque, si resulta que el cuerpo no se ha corrompido, tal descubrimiento puede aumentar el interés y el apoyo que recibe la causa. Cuando se enterró, por ejemplo, en 1860 al obispo John Newmann, el cadáver no fue embalsamado. Un mes después, se abrió subrepticiamente la tumba y se halló el cuerpo aún intacto, y la noticia se difundió por toda Filadelfia. Su sepulcro se convirtió en una especie de santuario, las oraciones dirigidas a él se multiplicaron, y de esa manera, se divulgó la reputación de su santidad.
A diferencia de algunas otras Iglesias cristianas, ante todo la Rusa ortodoxa, la Iglesia católica romana no considera un cuerpo incorrupto como señal inequívoca de santidad. Sin embargo, durante siglos se ha venido creyendo que los cadáveres de los santos despiden un aroma dulce – el llamado "olor de santidad" – y la incorrupción se toma por indicio de favor divino. Esa tradición continúa influyendo en los creyentes, aunque no en los funcionarios de la congregación.
7) Procesos de milagros. Todo el trabajo realizado hasta este punto es, a los ojos de la Iglesia, el producto de la investigación y del juicio humanos, rigurosos pero no obstante, falibles. Lo que hace falta para la beatificación y la canonización son señales divinas que confirmen el juicio de la Iglesia respecto a la virtud o el martirio del siervo de Dios. La Iglesia toma por tal señal divina un milagro obrado por intercesión del candidato. Pero el proceso por el cal se comprueban los milagros es tan rigurosamente jurídico como las investigaciones sobre el martirio y las virtudes heroicas.
El proceso de milagros debe establecer:
a) que Dios ha realizado verdadera un milagro – casi siempre la curación de una enfermedad – y b) que el milagro se obró por intercesión del siervo de Dios.
De manera semejante al proceso ordinario, el obispo de la diócesis, en donde ocurrió el milagro alegado, reúne las pruebas y toma acta notarial de los testimonios; si los datos lo justifican, envía dichos materiales a Roma, donde se imprimen como positio. En la congregación se celebran varias reuniones para discutir, refutar y defender las pruebas; a menudo, se busca información adicional. Esta vez, el caso lo estudia un equipo de médicos especialistas, cuya tarea consiste en determinar que la curación no ha podido producirse por medios naturales. Una vez emitido el juicio correspondiente, se traspasa la documentación a un equipo de asesores teológicos para que decidan si el milagro alegado se realizó efectivamente mediante oraciones al siervo de Dios y no, por ejemplo, mediante oraciones simultáneas dirigidas a otro santo ya establecido. Al final, los dictámenes de los asesores circulan a través de la congregación y, en caso de decisión favorable de los cardenales, el Papa certifica la aceptación del milagro mediante un decreto formal.
El número de milagros requeridos para la beatificación y la canonización ha disminuido con el transcurso de los años. Hasta hace poco, la regla eran dos milagros para la beatificación y otros dos, obrados después de la beatificación, para la canonización, si la causa se basaba en la virtud. En el caso de los mártires, los últimos Papas han eximido generalmente las causas de la obligación de comprobar milagros para la beatificación, considerando que el último sacrificio es de por sí suficiente para merecer el título de beato. A los no mártires se les sigue exigiendo, sin embargo, dos milagros para la canonización. Evidentemente, el proceso debe repetirse para cada milagro.
8) Beatificación. Previamente a la beatificación, se celebra una reunión general de los cardenales de la congregación con el Papa, a fin de decidir si es posible iniciar sin riesgo la beatificación del siervo de Dios. La reunión guarda una forma altamente ceremoniosa, pero su objetivo es real. En los casos de personajes controvertidos, tales como ciertos Papas o mártires que murieron a manos de Gobiernos que aún siguen en el poder, el Papa puede efectivamente decidir que, pese a los méritos del siervo de Dios, la beatificación es, por el momento, "inoportuna". Si el dictamen es positivo, el Papa emite un decreto a tal efecto y se fija un día para la ceremonia.
Durante la ceremonia de beatificación se promulga un auto apostólico, en el cual el Papa declara que el siervo de Dios debe ser venerado como uno de los beatos de la Iglesia. Tal veneración se limita, sin embargo, a una diócesis local, a una región delimitada, a un país o a los miembros de una determinada orden religiosa. A ese propósito, la Santa Sede autoriza una oración especial para el beato y una misa en su honor. Al llegar a este punto, el candidato ha superado ya la parte más difícil del camino hacia la canonización. Pero la última meta le queda aún por alcanzar. El Papa simboliza ese hecho al no oficiar personalmente en la solemne misa pontificia con que concluye la ceremonia de beatificación, sino que, después de la misa, se dirige a la basílica para venerar al recién beatificado.
9) Canonización. Después de la beatificación, la causa queda parada hasta que se presenten – si es que se presentan – adicionales señales divinas, en cuyo caso todo el proceso de milagros se repite. Las fichas activas de la congregación contienen a varios centenares de beatos, algunos de ellos muertos hace siglos, a quienes les faltan los milagros finales, posbeatificatorios, que la Iglesia exige como signos necesarios de que Dios sigue obrando a través de la intercesión del candidato. Cuando el último milagro exigido ha sido examinado y aceptado, el Papa emite una bula de canonización en la que declara que el candidato debe ser venerado (ya no se trata de un mero permiso) como santo por toda la Iglesia universal. Esta vez el Papa preside personalmente la solemne ceremonia en la basílica de San Pedro, expresando con ello que la declaración de santidad se halla respaldada por la plena autoridad del pontificado. En dicha declaración, el Papa resume la vida del santo y explica brevemente qué ejemplo y qué mensaje aporta aquél a la Iglesia.
Actualmente se mantiene el aspecto jurídico del viejo sistema – esencialmente, la celebración de tribunales locales ante los que declaran los testigos -, pero se aspira a comprender y valorar la forma específica de santidad del candidato en su contexto histórico preciso. A grandes rasgos, funciona como sigue:
La investigación y la recogida de pruebas están ahora bajo la autoridad del obispo local. Antes de iniciar una causa, éste debe consultar, sin embargo, a los otros obispos de la región para decidir si tiene sentido pedir la canonización del candidato; obviamente, en la moderna era de las comunicaciones instantáneas, un santo cuya reputación de santidad no trasciende los confines del vecindario es difícil de justificar. Luego, el obispo designa a los funcionarios necesarios para investigar la vida, las virtudes y/o el martirio del candidato. Una parte de la investigación incluye todavía las declaraciones de testigos oculares; pero lo que más importa es que la vida y el trasfondo histórico del candidato sean rigurosamente investigados por expertos entrenados en los métodos histórico-críticos. Se reúnen los escritos publicados e inéditos del candidato o relacionados con él, y unos censores locales los evalúan para comprobar la ortodoxia del candidato. En otras palabras, esa decisión ya no se toma en Roma. Aún así, el candidato debe pasar todavía una prueba de control de las congregaciones vaticanas interesadas y recibir el nihil obstat de la Santa Sede. Si el obispo queda satisfecho con los resultados de la investigación, envía los materiales a Roma.
El objetivo principal de la congregación es facilitar la confección de una positio convincente. Una vez aceptada la causa, la congregación designa un postulador y un relator. A partir de ahí, corre a cargo del relator supervisar la redacción de la positio. Ésta debe contener todo lo que los asesores y prelados de la congregación necesitan para juzgar la aptitud del siervo de Dios para la beatificación y la canonización. Debe contener, pues, un nuevo tipo de biografía, una que describa y defina sinceramente la vida y las virtudes o el martirio del candidato, teniendo en cuenta también todas las pruebas contrarias. Después, el relator elige a un colaborador para que redacte la positio. En el caso ideal, ese colaborador es un erudito originario de la misma diócesis o, cuando menos, del mismo país del candidato, e instruido tanto en teología como en el método histórico-crítico. En los casos más complejos, el relator puede recurrir a colaboradores adicionales, incluidos los seglares especialistas en la historia del período o del país particular en que vivió el candidato.
Una vez terminada la positio, ésta es estudiada por los expertos. Si es necesario, pasa antes por los asesores históricos. Luego, la examina un equipo de ocho teólogos elegidos por el prelado teólogo; si seis o más de ellos la aprueban, va a la junta de cardenales y obispos para que emitan su juicio. Si éstos la aprueban, la causa pasa al papa para que tome su decisión.
Los relatores no tienen nada que ver con los procesos de milagros, que se juzgan de la misma manera que antes. La diferencia reside en que, desde la reforma, el número de milagros requeridos reside en que, el número de milagros requeridos ha sido reducido a la mitad: uno para la beatificación de los no mártires, ninguno para los mártires. Después de la beatificación, tanto mártires como no mártires sólo necesitan un milagro para obtener la canonización.
Vista en perspectiva histórica, la reforma representa una nueva fase de la evolución del proceso de canonización. En rigor, la congregación se ocupa ahora en primer lugar de la beatificación, no de la canonización; es decir, la congregación es esencialmente un mecanismo dedicado a estudiar la vida, las virtudes y el martirio de los candidatos propuestos por los obispos locales. Incluso a los mártires se los examina ahora en cuanto a sus virtudes, con el fin de comprobar si sus vidas encierran algún mensaje valioso para la Iglesia. Aunque la canonización sigue siendo el objetivo de toda causa, se trata, funcionalmente hablando, de un ejercicio auxiliar y a plazo indefinido, consistente en comprobar un milagro de intercesión que no agrega nada a la importancia del beato o la beata ni al significado que tiene para la Iglesia, si bien es la manifestación de Dios de Su deseo de que sea venerado por toda la cristiandad.
V. Congregación para las causas de los santos
Con la Constitución "Immensa Aeterni Dei" del 22 de enero de 1588, Sixto V creó la Sagrada Congregación de los Ritos y le confió la tarea de regular el ejercicio del culto divino y de estudiar las causas de los Santos. Pablo VI, con la Constitución Apostólica "Sacra Rituum Congregatio" del 8 de mayo de 1969, dividió la Congregación de los Ritos, creando así dos Congregaciones, una para el Culto Divino y otra para las Causas de los Santos.
Con la misma Constitución de 1969, la nueva Congregación para las Causas de los Santos tuvo su propia estructura, organizada en tres oficinas: la judicial, la del Promotor General de la Fe y la histórico-jurídica, que era la continuación de la Sección Histórica creada por Pío XI el 6 de febrero de 1930.
La Constitución Apostólica "Divinus perfectionis magister" del 25 de enero de 1983 y las respectivas "Normae servandae in inquisitionibus ab episcopis faciendis in causis sanctorum" del 7 de febrero de 1983, dieron lugar a una profunda reforma en el procedimiento de las causas de canonización y a la reestructuración de la Congregación, a la que se le dotó de un Colegio de Relatores, con el encargo de cuidar la preparación de las 'Positiones super vita et virtutibus (o super martyrio) de los Siervos de Dios.
Juan Pablo II, con la Constitución Apostólica "Pastor Bonus" del 28 de junio de 1988, cambió la denominación a Congregación para las Causas de los Santos.
El Prefecto de la Congregación (2003) es el Cardenal José Saraiva Martins. El Secretario es el Arzobispo Edward Nowak y el Subsecretario, Monseñor Michele Di Ruberto. Además existe un equipo de 23 personas. La Congregación tiene 34 Miembros -Cardenales, Arzobispos y Obispos-, 1 Promotor de la fe (Prelado Teólogo), 5 Relatores y 83 Consultores.
Unido al Dicasterio se encuentra el "Estudio", instituido el 2 junio de 1984, cuyo objetivo es la formación de los Postuladores y de los que colaboran con la Congregación, como también la de aquellos que ejercitan los diferentes cometidos ante las Curias diocesanas para el estudio de las Causas de los Santos. El "Estudio" tiene además la tarea de cuidar la actualización del "Index ac Status Causarum".
La Congregación prepara cada año todo lo necesario para que el Papa pueda proponer nuevos ejemplos de santidad. Después de aprobar los resultados sobre los milagros, martirio y virtudes heroicas de varios Siervos de Dios, el Santo Padre procede a una serie de canonizaciones y beatificaciones.
F. R. Hoare (edición y traducción), The Western Fathers, Nueva York, Sheed and Ward, 1954; p. 184; Athanasius, The Life of Antony and the Letter to Marcellinus, Nueva York, Paulist Press, 1980; p. 66; Urbano VIII, citado en Burtchaell, op. cit., p. 20; Canon Macken, The Canonization of Saints, Dublín, M. H. Hill and Sons, 1910, pp 35-36 / 49-50; Jerrold M. Packard, Peter’s Kingdom: Inside The Papal City, Nueva York, Charles Scribner’s Sons, 1985, p. 192; http://www.vatican.va; http://es.catholic.net.
CAMILLUS BECCARI
Transcrito por Janet Grayson
Traducido y Actualizado por Antonio Hernández Baca