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Jueves, 28 de marzo de 2024

Diferencia entre revisiones de «Riva-Agüero y Osma, José: Homilía en el cincuentenario de su muerte»

De Enciclopedia Católica

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25 de octubre de 1994  
 
25 de octubre de 1994  

Revisión de 12:51 17 mar 2019

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25 de octubre de 1994

El 27 de octubre de 1944, dos días después de su fallecimiento, eran traídos a esta Basílica Catedral, en hombros de alumnos de la Universidad Católica, los restos mortales de un peruano ilustre, por cuya desaparición el Estado había decretado duelo nacional. Quería así el Gobierno honrar la memoria de una personalidad extraordinaria, que había prestigiado la cultura peruana con su insigne saber, con su notable obra histórica y literaria y con el ejemplo patriótico y austero de su vida ciudadana.

Aquí, en el templo mayor de la Arquidiócesis, dentro del severo marco litúrgico de los solemnes funerales, debía la Iglesia decir su pesar, pero también su reconocimiento al católico de firme convicción y valeroso empeño, al defensor pugnaz de las buenas causas, al bienhechor generoso de nuestra Universidad Católica.

Hoy, cincuenta años después, nuevas generaciones de la Patria, de la Iglesia y de la Universidad vienen a la Catedral primada a renovar su recuerdo y gratitud y a orar por José de la Riva-Agüero y Osma. Ha transcurrido medio siglo de su partida. El paso del tiempo, que desvanece tantas celebridades y desdibuja con la ley del olvido tantos brillantes relieves, no ha logrado borrar la huella de la fecunda existencia ni borrar la memoria del maestro, del consejero, del benefactor. Ha enaltecido más bien los perfiles de su acendrado catolicismo y la reciedumbre con que supo ajustar su vida y conducta a sus convicciones.

Sabemos por su propio testimonio que después de los años juveniles de alejamiento de la Iglesia y de la práctica religiosa, la gracia de Dios tocó las puertas de su corazón. No fué camino fácil el regreso al hogar de la Iglesia. Él mismo nos lo ha relatado en el discurso del Colegio de la Recoleta (el 24 de setiembre de 1932). Luego de un largo peregrinaje entre diversas y encontradas ideologías, "ya no me restaba -dijo Riva-Agüero- sino acatar el Catolicismo, como a única explicación total y satisfactoria del Universo. Y a ello vine al fin, no sin renitencias instintivas y convulsiones del orgullo contra el impulso de la Gracia. Mas la diestra invisible y omnipotente no me dejó. Hizo acallar las argucias exegéticas que yo había aprendido en la lectura de Renán y los modernistas.

Comprendí que los Libros Santos se nos habían dado para edificación moral y no para curiosidad histórica y científica.

En el silencio del alma, sonó el momento de la definitiva rendición, que es el de la victoria suprema... Así he reconquistado la armonía y la paz: la vida tiene un fin por encima de la mezquina utilidad; el esfuerzo y el dolor se esclarecen y santifican, la libertad moral se reafirma, y la inteligencia recobra su ley primordial y su objeto perenne".

El retorno de Riva-Agüero al catolicismo marcó decisiva e irrevocablemente los catorce últimos años de su vida. Como político, como ciudadano en ejercicio, como académico y en su vida privada, la fe cristiana y la íntima adhesión a la Iglesia dirigieron sus pasos, orientaron sus actitudes, su palabra y sus escritos. Lejos de considerar la fe como algo extrínseco y secundario, Riva-Agüero la estimó como el tesoro invalorable y la perla preciosa que nos revela Jesús en el Evangelio. Y en verdad que no podríamos entender al Riva-Agüero real si prescindimos de su vigoroso y profundo arraigo en la fe. Fue el suyo no un catolicismo formal y decorativo, irrelevante o de listas pasivas, sino urgencia vital y eje diamantino, que lo llevó a tomar actitudes claras, enérgicas, de comprometida defensa de los valores que él creía esenciales. Bástenos recordar su publica renuncia al Ministerio de Justicia y Culto, en mayo de 1934, para no autorizar con su firma la ley del divorcio; o su vibrante impugnación al proyecto de ley de nacionalización del clero en 1941, o sus constantes y reiteradas afirmaciones en favor de la libertad de enseñanza.

Es éste el momento de renovar el homenaje agradecido de nuestra Pontificia Universidad Católica del Perú a quien fue miembro de su Consejo Superior, catedrático insigne y magnánimo bienhechor. Desde que regresó al país en 1930, la intuición de su fe, así como el sentido de lo que debía ser para él la cultura peruana lo atrajeron a nuestra Universidad. Con aproximación semejante a la de su amigo Víctor Andrés Belaunde, vio Riva-Agüero en la Universidad Católica, regida entonces por el P. Jorge Dintilhac, SS.CC., una institución con la que se sentía "en comunidad perfecta de ideas y sentimientos". Y no perdió ocasión de exteriorizar tal coincidencia de ideales. "Estoy ligado -dijo en 1942- de indisoluble manera a la Universidad Católica por mis creencias religiosas y por cuantos principios generales profeso... Veo realizados en esta nuestra Universidad mis mejores anhelos y mis más arraigados idearios". Y añade con sinceridad, reconociendo sus años de alejamiento: "no lo pensábamos por cierto así nosotros mismos, muchos de los que nos contamos como mayores entre los laicos". Alude a que, tanto él como la mayor parte de sus compañeros de generación, habían compartido en su juventud "los jacobinos y opresores prejuicios" del monopolio estatal en todos los grados de la enseñanza. La fundación y cuasi milagrosa subsistencia de la Universidad Católica, y la tenacidad y fe en Dios del P. Jorge y sus colaboradores de la primera hora, vino a recordarle que la libertad más preciosa es la del alma. "Ellos (se refiere a los iniciadores) persistieron, cuando nosotros nos dejábamos seducir por el monstruo del estatismo y su idolatría niveladora, o enervar por la inseguridad en las tan intermitentes y escasas cualidades criollas de autonomía y perseverancia".

Al recordar el quincuagésimo aniversario de su muerte, nuestra memoria evoca en esta Eucaristía no tanto al erudito de vastísima información o al historiador magistral, cuanto al maestro de conducta y al hombre de fe, al Riva-Agüero definitivo, que unió admirablemente credo y vida, pensamiento y acción, y que deseó para nuestra Patria el celoso mantenimiento del patrimonio espiritual cuyo sustento es la fe cristiana. Le preocupaba no solamente la guarda del tesoro de creencias que constituyen el legado de la tradición, sino también algo que con frecuencia descuidamos en la vida privada y pública: la coherencia y firmeza de las actitudes amenazadas de continuo por defectos y propensiones colectivas.

En la conmovedora imploración con la que concluyó su discurso en el Primer Congreso Eucarístico Nacional (24 de octubre de 1935), Riva-Agüero, lejos de toda retórica pía y halagadora, destacó -por contraste con sendos defectos- los ideales de comportamiento social que derivan de una auténtica ética evangélica. He aquí su oración, que bien podemos hacer nuestra hoy, en este lugar y en estos momentos de recogimiento:

"Tú sabes, ¡Oh Cristo Rey!, que este pueblo peruano ha sido y es tuyo, desde su evangelización hace cuatrocientos años. En prenda de tu alianza, suscitaste en medio de él místicos y santos, y se los asignaste como protectores. Junto a tu solio celeste, interceden por nosotros Rosa y Toribio, Francisco Solano, el humilde Martín y el extático Macías. Por los méritos de ellos y de todos los demás justos, y por los de tu Virgen Madre, perdona, Señor, a esta ciudad y a este país sus pueriles veleidades, sus fragilidades y culpas, cegueras y descarríos. Tú conoces, Señor, muy bien que en los peruanos ha habido siempre más debilidad que malicia y más flaqueza que pertinacia. La novedad los alucina; la facilidad los alborota, los seduce y los pierde. Sálvanos, ¡Oh Dios!, dándonos, con tu Gracia, la robustez del animo y la mente. Confirma estas vacilantes voluntades, haz duradero el fervor que hoy te demuestran, vivifica y perpetua nuestras buenas intenciones.

En las difíciles pruebas de que a nadie eximes, en los futuros e inevitables combates por tu fe, tu causa y tu nombre, concédenos el denuedo y la constancia, el gozoso espíritu de resolución y de firmeza. Cura estos fluctuantes corazones. Destierra de ellos la vanidad y el egoísmo, las rencillas y los odios. Vigoriza a esta nación dócil, infundiéndonos a todos austeridad, abnegación y perseverancia, hábito de sacrificio, prudencia y perspicacia, para descubrir los sofismas de la impiedad y los embustes del mal; y para así cumplir sin desmayo los deberes que nos incumben como individuos religiosos y como Estado católico. Así sea".

Armando Nieto Vélez S.J.

Selección de José Gálvez Krüger