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Martes, 16 de abril de 2024

Papa Urbano VI

De Enciclopedia Católica

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Bartolomeo Prignano, el primer Papa romano durante el Cisma de Occidente, nació en Nápoles alrededor de 1318 y murió en Roma el 15 de octubre de 1389 según la opinión de mucha gente, envenenado por los romanos. A temprana edad emigró a Aviñón donde se hizo de muchos amigos poderosos. Fue consagrado Arzobispo de Acerenza en el Reino de Nápoles el 21 de marzo de 1364 y el 14 de abril de 1377 Gregorio XI lo transfirió a la Sede arzobispal de Bari en la costa del Adriático. En tanto que el Cardenal Vice Canciller Pedro de Pampelon permanecía en Aviñón se le otorgó a Prignano la administración de la cancillería papal. A la muerte de Gregorio XI el Cónclave lo propuso como candidato a la tiara. Favoreciendo su elegibilidad estaba no solo su habilidad para los negocios, su integridad y conocimiento legal sino también el hecho de ser súbdito de la Reina Juana de Nápoles. El cónclave de 1378 abierto el 7 de abril (nueve días después de la muerte de Gregorio XI) estuvo influenciado por la opinión pública romana y consistió de cuatro cardenales italianos, cinco franceses y siete de la fracción de Limoges. Los cardenales italianos y franceses aún cuando estaban ansiosos de sacar adelante a sus propios candidatos, decidieron unánimemente oponerse al de la facción de Limoges; a pesar de que estos últimos no tenían la fortaleza de proponer un candidato, deseaban aliarse con los grupos de menor peso y así alcanzar su objetivo. Su plan, sin embargo fue frustrado ya que los italianos y franceses habían previamente resuelto elegir a un prelado externo al Sacro Colegio. Roberto de Ginebra (uno de los cardenales franceses) llegó al extremo de renunciar su derecho a favor de Prignano como también lo hizo Pedro de Luna (sucesor de Roberto a la Sede de Aviñón). De esta manera incrementó considerablemente las posibilidades de Prignano. Así, un italiano aún cuando no romano estaba respaldado por rivalidad de las facciones. Tal vez los cardenales italianos y franceses esperaban que al no ser cardenal, sería un Papa dócil y por esta razón algunos de los miembros del grupo de Limoges, intranquilos por la coalición de cardenales franceses e italianos fueron atraídos a su candidatura.

Este cónclave fue uno de los más cortos de la historia. Cuando los Cardenales entraron al Vaticano una parte del populacho se introdujo al palacio y trataron de extraerles la promesa de que se elegiría un papa italiano. El Cardenal d’Aigrefeuille declaró que los cardenales no podían hacer tales concesiones, sin embargo el pueblo desencantado permaneció dentro del Vaticano toda la noche, bebiendo y gritando: "Romano lo volemo, o al manco Italiano". La mañana siguiente mientras los cardenales celebraban misa sonó a rebato, y repentinamente se unieron las campanas de San Pedro. El miedo y el desorden se apoderaron de los cardenales; el guardián del cónclave les suplicó que se apresuraran diciendo que el pueblo quería un romano o un italiano y que oponerse sería peligroso. Entonces Pedro de Luna (Benedicto XIII) propuso la elección del Arzobispo de Bari añadiendo que como todos sabían, era un hombre de edad madura, santo y culto. Esta propuesta obtuvo el efecto deseado. Después de algunas dudas todos los cardenales, con la excepción de Orsini (quien se declaro sin la suficiente libertad) estuvieron de acuerdo en aceptar a Prignano, sin embargo prefirieron mantener su elección en secreto hasta asegurarse de que éste aceptaría. Se le solicitó a Prignano que hiciera acto de presencia en el Vaticano acompañado de otros prelados para ocultar al pueblo la persona seleccionada. El alboroto no cedió y los cardenales comenzaron a temer que su elección no satisfaría a la multitud. Durante una calma se retiraron a desayunar y reanudaron la elección de Prignano. Habiendo sido establecidos la legalidad y ratificada la elección, Orsini anunció al pueblo la elección del papa omitiendo mencionar el nombre. Pronto varias suposiciones corrieron entre la multitud, algunos decían que el elegido era Tebaldeschi (un anciano Cardenal italiano) y otros que Juan de Bar (uno de los odiados sirvientes de Gregorio) habría sido elegido. La confusión aumentó. Repentinamente los cardenales tomaron una decisión desesperada. Presentaron al pueblo a Tebaldeschi con la insignia papal y comenzaron el "Te Deum" sin prestar atención al rechazo y las protestas. En tanto, Prignano había llegado al Vaticano y declaró que aceptaba la dignidad papal y el homenaje de todos los cardenales. Una cosa parece evidente: en el momento en que los cardenales consideraron la selección de Prignano como válida, eliminaron todas las dudas con una reelección y lo honraron como el válido sucesor de San Pedro.

Es de lamentarse que después de la elección Prignano no mostró las cualidades que lo habían distinguido antes. Enseguida riñó con el Sacro Colegio. Deseoso de cambiar la Iglesia de la cabeza a los pies, comenzó correctamente con una reforma a la Curia aún cuando no fue con la debida prudencia. No fue inteligente abusar de los cardenales y altos dignatarios de la Iglesia e insultar a Otón de Brunswick (esposo de Juana de Nápoles). A pesar de esto sin embargo, en un principio la opinión pública le fue favorable y no sólo los cardenales en Roma sino también los seis de Aviñón se plegaron a él. Sin embargo la tempestad que se desató en Fondi en septiembre de ese mismo año ya estaba haciendo fermento en Roma a las pocas semanas de su elección. Los embajadores de Urbano sin duda imitando a los cardenales franceses y de Limousin dejaron Roma demasiado tarde cuando las calumnias ya estaban ampliamente difundidas sobre la ilegitimidad de la elección Papal. Con el terreno así preparado, la oposición ganó fuerza en Roma; el castillo de San Angelo nunca ondeó los colores de Urbano y los descontentos encontraron ahí refugio y la protección de la tropa. El calor de principios de mayo le dió a los cardenales insatisfechos un pretexto para salir de Roma a Anagni pero no se hizo público ningún signo de rebelión, con los oponentes de Urbano prefiriendo tal vez mantener su proyecto en secreto por el momento. Eventualmente se levantaron las sospechas papales y en junio solicitó a los tres cardenales romanos que no habían seguido a los otros que se les unieran y trataran de restablecer mejores relaciones. Los cardenales franceses renovaron su voto al Papa pero se reunieron el mismo día para establecer la ilegalidad de la elección de abril. Y además se ganaron eventualmente a los miembros italianos del Sacro Colegio.

Entre tanto, en nombre del Papa los cardenales señalados propusieron dos expedientes para zanjar las diferencias: un concilio general o un compromiso. Estos medios fueron ambos usados durante el Cisma de Occidente. Pero los oponentes de Urbano decidieron el uso de medidas violentas e hicieron públicas sus intenciones en una carta sumamente impertinente. Esta carta fue seguida el dos de agosto por la famosa "Declaración", un documento más apasionado que exacto, que asumía a la vez las parte de historiador, jurista y acusador. Siete días más tarde publicaron una encíclica repitiendo las acusaciones falsas e injuriosas contra Urbano y el 27 de agosto dejaron Anagni para Fondi donde gozaban la protección de su señor (el archi enemigo de Urbano) y estaban cerca de Juana de Nápoles, ésta última habiendo mostrado en un principio gran interés por Urbano pero pronto decepcionada por su comportamiento caprichoso. El 15 de septiembre los tres cardenales italianos se unieron a sus colegas influenciados tal vez por la esperanza de llegar ellos mismos al papado o temerosos tal vez de las noticias de que Urbano estaba a punto de crear veintinueve cardenalatos para suplir las vacantes dejadas por los trece franceses. Carlos V de Francia cada vez más dudoso de la legitimidad de la elección de Urbano, alentó a la facción de Fondi a elegir un Papa legal y más del gusto de Francia. El 18 de septiembre llegó una carta de él en la que apresuraba una solución violenta. El 20 de septiembre Roberto de Ginebra fue elegido Papa, y en este día comenzó el Cisma de Occidente.

Los italianos se abstuvieron de la elección pero estaban convencidos de su carácter canónico. Roberto asumió el nombre de Clemente VII. Los fieles a los papas asumieron limites definidos entre septiembre de 1378 y junio de 1379. Toda la Europa occidental (con excepción de Inglaterra, Irlanda y los dominios de Inglaterra en Francia) se sometieron a Clemente VII; la mayor parte de Alemania, Flandes e Italia (con la excepción de Nápoles) reconocieron a Urbano. Los fieles a Urbano eran más numerosos, los de Clemente más impresionantes. Entretanto, Urbano nombró 28 cardenales, cuatro de los cuales rechazaron el purpurado. Es muy difícil definir con exactitud que tanto del cisma puede ser atribuido al comportamiento de Urbano. Indiscutiblemente el largo exilio en Aviñón fue su causa principal ya que disminuyó el reconocimiento a los papas e incrementó inversamente la ambición de los cardenales, quienes siempre estaban luchando para obtener mas influencia en el gobierno de la Iglesia. Cualesquiera que hayan sido las causas de este suceso, lo cierto es que la elección de Urbano fue legal y la de Clemente no canónica.

Si los primeros días del pontificado de Urbano fueron ingratos, su mandato fue una serie de tragedias. Es verdad que logró con éxito retomar el castillo de San Angelo y dominar una revuelta de los romanos, pero estos fueron los únicos éxitos alcanzados. Pronto Nápoles estuvo en agitación. La reina Juana se inclinó hacia los clementinos y fue depuesta por Urbano. Carlos de Durazzo tomó su lugar. Colocó bajo arresto a la reina y tomó posesión del reino, pero pronto perdió el favor del Papa por no cumplir sus compromisos con Francisco Prignano (el sobrino indigno e inmoral de Urbano), con lo que Urbano no esté libre del cargo de nepotismo. Enseguida en contra del consejo de sus cardenales, el Papa se dirigió al sur de Italia y fue recibido por el mismo rey en Aversa pero fue hecho prisionero la noche de su llegada (30 de octubre de 1383). Con la intervención de sus cardenales se llegó a un acuerdo y Urbano dejó Aversa para dirigirse a Nocera. Ahí tuvo que soportar el más indigno trato de Margarita, la esposa de Carlos. El malentendido entre Urbano y Carlos se acrecentó aún más, después de la muerte de Luis de Anjou, enemigo de éste último; el Papa, terco e intratable continuó con una actitud medio hostil, medio dependiente hacia Carlos y creó catorce cardenalatos con solamente los napolitanos aceptando la dignidad. Día a día se distanciaba de los miembros más ancianos del Sacro Colegio. Nadie enterado de las ideas corrientes en ese entonces en el Sagrado Colegio se sorprendería de que el ejemplo de 1378 tomara adeptos. Muy irritados por el desconsiderado comportamiento de Urbano, los cardenales Urbanitas llegaron a un modo más practico de acción; propusieron deponerlo, o al menos arrestarlo. Pero el complot le fue revelado y seis de ellos fueron hechos prisioneros y confiscadas sus posesiones. Los que no confesaron fueron torturados y el Rey y la Reina de Nápoles fueron excomulgados ya que se sospechaba eran cómplices. Como consecuencia Nocera fue sitiada por el Rey, Urbano defendió con gallardía el lugar, anatematizando de dos a tres veces diarias a sus enemigos desde las murallas. Después de casi cinco meses el cerco a Nocera fue roto por los Urbanitas con Urbano escapando a Barletta, desde donde una flota genovesa lo llevó a él y a los cardenales prisioneros a Génova. Durante el viaje, el obispo de Aquila, uno de los conspiradores fue ejecutado y los cardenales con la excepción de Adán Aston fueron ejecutados en Génova a pesar de la intervención de Dogo. Puede asegurarse que los cardenales habían conspirado contra Urbano con vistas a deponerlo, pero que pretendieran quemarlo como hereje puede ser solo un rumor fantasioso. De todas formas, él actuó de manera muy torpe tratándolos tan cruelmente ya que entonces alienó a algunos fieles seguidores, como lo muestra el manifiesto de cinco cardenales que permanecieron en Nocera y renunciaron a su obediencia hacia él.

A la muerte del Rey Carlos asesinado en Hungría (febrero de 1386) nuevamente Urbano trató de establecer su autoridad en el reino; salió a Lucca rechazando tratar con la Reina-Viuda Margarita y rechazó la propuesta de un Concilio general que proponían algunos príncipes alemanes a la insistencia de Clemente VII aún cuando él previamente había propuesto el mismo expediente. Insultó a los embajadores y presionó al Rey alemán Wenceslao a que viniera a Roma. En agosto de 1387 proclamó una cruzada en contra de Clemente y en septiembre salió a Perugia donde permaneció hasta agosto de 1388, reclutando soldados para una campaña contra Nápoles que había caído nuevamente en manos de los clementinos y cuya posesión era muy importante para su seguridad. Al no recibir su paga, la tropa desertó y Urbano regresó a Roma donde su temperamento refractario le trajo dificultades que solo pudo eliminarlas una interdicción. También fue en Roma donde fijó el intervalo de treinta y seis años entre jubileos, el primero de los cuales habría de celebrarse el siguiente año, 1390.

Pero no vivió para abrirlo. Urbano habría sido un buen Papa en circunstancias más pacificas, pero ciertamente fue incapaz de curar las heridas que la Iglesia había recibido durante el exilio de Aviñón. Si el genio de un Gregorio VII o un Inocente III fue apenas capaz de triunfar sobre las ambiciones de los cardenales, la mala conducta de la alta y baja clerecía y la indisciplina del laicado, estos obstáculos sólo podían llevar al naufragio al inestable y pendenciero Urbano.


WILLIAM MULDER Transcrito por Carol Kerstner Traducido por Felipe J. Pérez Sariñana