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Jueves, 28 de marzo de 2024

Oraciones por los muertos

De Enciclopedia Católica

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El asunto será tratado bajo los siguientes tres encabezados:

Exposición General y Prueba

La enseñanza católica respecto a las oraciones por los difuntos está inseparablemente ligada a la doctrina del purgatorio y a la doctrina más general de la Comunión de los Santos, la cual es un artículo del Credo de los Apóstoles. La definición del Concilio de Trento (Ses. XXV), “que el purgatorio existe, y que las almas detenidas allí son ayudadas por los sufragios de los fieles, pero especialmente por el sacrificio aceptable del altar”, es meramente un reestablecimiento en resumen de la enseñanza tradicional que ya aparecía contenida en más de una fórmula autoritativa---como en el credo prescrito por los valdenses convertidos por el Papa Inocencio III en 1210 (Denzinger, Enchiridion, n. 3 73) y más completamente en la profesión de fe aceptada por Miguel Paleólogo para los griegos en el Segundo Concilio Ecuménico de Florencia en 1439: “[Nosotros definimos], asimismo, que si el penitente verdadero muere en el amor de Dios antes de haber hecho satisfacción por sus pecados de comisión u omisión, mediante frutos dignos de penitencia, sus almas son purificadas después de la muerte por los sufrimientos del purgatorio; y que para el alivio de estos sufrimientos ellos se benefician de los sufragios de los fieles en esta vida, esto es, por la Misa, oraciones, limosnas y por otros ejercicios de piedad, que usualmente realizan los fieles por los demás según la práctica (“instituta”) de la Iglesia” (ibid., n. 588). Por lo tanto, bajo “sufragios” por los muertos, que consideran legítimos y eficaces, se incluyen no sólo súplicas formales, sino toda clase de obras piadosas que puedan ser ofrecidas para el beneficio espiritual de otros, y es en este sentido comprehensivo que hablamos de oraciones en el presente artículo. Como es claro por esta declaración general, la Iglesia no reconoce la limitación sobre la que los protestantes modernos insisten, que las oraciones por los muertos, mientras que son legítimas y recomendables como práctica privada, se deben excluir de los oficios públicos. La más eficaz de todas las oraciones, según la enseñanza católica, es el oficio esencialmente público, el Sacrificio de la Misa.

Como prueba de esta doctrina hallamos, en primer lugar, que es parte integral de la gran verdad general que llamamos Comunión de los Santos. Esta verdad es el complemento en el orden sobrenatural de la ley natural de la solidaridad humana. Los hombres no son unidades aisladas en la vida de la gracia, no más que en la vida civil y doméstica. Como hijos en el Reino de Dios, ellos son como una gran familia bajo la amorosa paternidad de Dios; como miembros del Cuerpo Místico de Cristo están incorporados a Él, su cabeza común, pero unidos todos entre sí, no sólo por vínculos sociales visibles y cooperación externa, sino por lazos invisibles de amor y simpatía mutuos, y por una efectiva cooperación en la vida interior de la gracia. Cada uno es en cierto grado el beneficiario de las actividades espirituales de los demás, de sus oraciones, y buenas obras, sus méritos y satisfacciones; este grado no se puede medir completamente por aquellos modos indirectos en los que trabaja la ley de solidaridad en otros casos, ni por las intenciones altruistas conscientes y explícitas de agentes individuales. Es más amplio que eso, se extiende hasta las fronteras de lo misterioso.

Ahora bien, como entre los vivos, ningún cristiano puede negar la realidad de esta comunión espiritual de mucha trascendencia; y puesto que la muerte, para aquellos que mueren en la fe y gracia, no corta los lazos de esta comunión, ¿por qué interrumpiría su eficacia en el caso de los muertos, y arrojarlos fuera de los beneficios de los que son capaces y pueden tener necesidad? De muy pocos se puede esperar que hayan logrado la santidad perfecta al momento de la muerte; y ninguno sino los perfectamente santos son admitidos a la visión beatífica. Por otro lado, de pocos de los que los aman aceptarán el desesperante pensamiento de que están más allá de los límites de la gracia y misericordia, y condenados a la eterna separación de Dios y de todos los que esperan estar con Dios. Sólo sobre este fundamento se ha dicho ciertamente que el purgatorio es un postulado de la razón cristiana; y que, al aceptar la existencia del estado purgativo, la comunión de los santos es igualmente un postulado de la razón cristiana, o, en otras palabras, ser ayudado por las oraciones de sus hermanos en la tierra y en el cielo. Jesucristo es rey en el purgatorio así como en el cielo y en la tierra, y no puede ser sordo a nuestras oraciones por nuestros seres amados en esa parte de su Reino, a quienes Él también ama mientras los castiga. Para nuestra consolación y la de ellos queremos creer en este intercambio de caridad con nuestros muertos. Lo creeríamos sin una garantía explícita de la Revelación, sobre la solidez de lo que se revela de otro modo y en obediencia a las sugerencias de la razón y el afecto natural. Ciertamente, es grandemente por esta razón que un número creciente de protestantes están renunciando hoy día a las doctrinas exterminadoras de la felicidad de los reformadores, y reviviendo la enseñanza y práctica católicas. Como veremos luego, no hay una garantía clara y explícita para las oraciones por los muertos en la Escritura reconocida por los protestantes como canónicas, mientras que no aceptan la autoridad divina de las tradiciones extra bíblicas; los católicos estamos en una mejor posición.

Argumentos de la Escritura

Omitiendo algunos pasajes en el Antiguo Testamento que se invocan a veces, pero que son demasiado vagos e inciertos en su referencia para ser presentados como prueba (por ejemplo, Tobías 4,17; Eclesiástico 7,33; etc.), es suficiente señalar aquí los pasajes clásicos en 2 Macabeos 12,40-46. Cuando Judas Macabeo y sus hombres vinieron a buscar para enterrar los cadáveres de sus hermanos caídos en la batalla contra Gorgias, “hallaron bajo las túnicas de los muertos objetos consagrados a los ídolos de Yamnia, que la Ley prohíbe a los judíos. Fue entonces que evidente para todos por qué motivo habían sucumbido aquellos hombres. Bendijeron, pues, todos las obras del Señor, juez justo, que manifiesta las cosas ocultas, y pasaron a la súplica, rogando que quedara completamente borrado el pecado cometido… Después de haber reunido entre sus hombres cerca de dos mil dracmas (de plata), las mandó a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por el pecado, obrando muy hermosa y noblemente, pensando en la resurrección. Pues de no esperar que los soldados caídos resucitaran, habría sido superfluo y necio rogar por los muertos; más si consideraba que una hermosa recompensa está reservada a los que duermen piadosamente, era un sentimiento santo y piadoso. Por eso mandó a hacer este sacrificio expiatorio a favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado.” (2 Mac. 39-46). Para los católicos que aceptan este libro como canónico, este pasaje no deja nada que desear. El autor inspirado claramente aprueba la acción de Judas en este caso particular, y recomienda en términos generales la práctica de las oraciones por los difuntos. En este caso no hay ninguna contradicción entre la convicción de que se cometió un pecado que merecía la pena de muerte y la esperanza de que, sin embargo, los pecadores murieran piadosamente---si hubiese habido oportunidad para la penitencia.

Pero incluso para los que niegan la autoridad inspirada de este Libro, aquí se provee evidencia inequívoca de la fe y práctica de la Iglesia Judía en el siglo II a.C.---es decir, de la Iglesia ortodoxa, pues la secta de los saduceos negaban la resurrección (y, por lo menos implícitamente, la doctrina general de la inmortalidad), y por el argumento que el autor introduce en su narrativa, parece que tenía en mente a los adversarios saduceos. La acción de Judas y sus hombres de orar por sus camaradas muertos se representa como una cosa lógica o natural; ni hay nada que sugiera que el pedir sacrificios por los muertos era una cosa novel o excepcional; por lo cual se puede justamente concluir que la práctica---tanto privada como litúrgica---se remonta al tiempo de Judas Macabeo, pero no podemos decir cuán lejos. Además es razonable asumir, en la ausencia de prueba positiva sobre el contrario, que esta práctica era mantenida en tiempos posteriores, y que Cristo y los Apóstoles estaban familiarizados con ella; y esta presunción es sólidamente confirmada por cualquier otra evidencia disponible en el Talmud y otras fuentes, si no lo prueban absolutamente como un hecho (vea por ejemplo, Luckock, “Después de la Muerte”, v, págs. 50 ss.). Vale la pena señalar esto porque ayuda a entender el verdadero significado del silencio de Cristo sobre este asunto---si se puede sostener por la evidencia incompleta de los Evangelios que ciertamente Él guardó completo silencio---y justifica nuestra consideración de la práctica cristiana como una herencia del judaísmo ortodoxo.

Hemos dicho que no hay una evidencia bíblica clara y explícita a favor de las oraciones por los difuntos, excepto en el texto antes citado de 2 Macabeos. Sin embargo, hay uno o dos dichos de Cristo registrados por los evangelistas, que son muy naturalmente interpretados como que contienen una referencia implícita al estado purgativo después de la muerte; y en las Epístolas de San Pablo aparece un pasaje de contenido similar, y uno o dos otros pasajes que inciden directamente sobre el asunto de las oraciones por los muertos. Cuando Cristo promete que al hombre se le perdonarán todos los pecados, excepto el cometido contra el Espíritu Santo, el cual “no será perdonado ni en este mundo ni en el otro” (Mt. 12,31-32), ¿acaso la frase concluyente no es nada más que un equivalente perifrástico para “nunca”? O, si Cristo deseó enfatizar los diferentes mundos, ¿se debe entender “el otro mundo”, no como la vida después de la muerte, sino como la época mesiánica sobre la tierra según imaginada y esperada por los judíos? Se han propuesto ambas interpretaciones; pero la segunda es rebuscada y decididamente improbable (cf. Mc. 3,29); mientras que la primera, aunque admisible, es menos obvia y menos natural que la que permite la pregunta implícita que puede por lo menos permanecer: ¿Pueden los pecados ser perdonados en el mundo venidero? Los oyentes de Cristo creyeron en esta posibilidad, y si Él mismo hubiese querido negarla, apenas hubiese usado una forma de expresión que ellos naturalmente hubiesen tomado como una admisión tácita de su creencia. Precisamente el mismo argumento se aplica a las palabras de Cristo respecto al deudor que es encarcelado, de donde no saldrá hasta que haya pagado hasta el último céntimo (Lc. 12,59).

Pasando sobre el conocido pasaje, 1 Cor. 3,14 ss, sobre el cual se puede basar un argumento sobre el purgatorio, se debe llamar la atención a otro texto curioso en la misma Epístola (15,29), donde San Pablo argumenta a favor de la resurrección: “De no ser así, ¿a qué viene el bautizarse por los muertos? Si los muertos no resucitan en manera alguna, ¿por qué bautizarse por ellos?” Incluso asumiendo que la práctica aquí mencionada era supesticiosa, y que San Pablo sólo la usa como un argumento “ad hominem”, por lo menos el pasaje provee evidencia histórica sobre la prevalencia en esa época de la creencia en la eficacia de las obras por los muertos; y la reserva del Apóstol al no reprobar esta práctica particular es más inteligible si suponemos que él reconocía la verdad del principio del cual ella era sólo un abuso. Pero es probable que la práctica en cuestión fuese algo legítima en sí misma, y a la cual el Apóstol da su aprobación tácita. En su Segunda Epístola a Timoteo (1,16-18; 4,19) San Pablo habla de Onesíforo de modo que parece implicar obviamente que éste ya estaba muerto: “Que el Señor conceda misericordia a la familia de Onesíforo.”---como si fuese una familia necesitada de consuelo. Después de mencionar los servicios leales que éste le prestó al Apóstol cuando éste estaba en prisión, viene la oración por Onesíforo mismo, “Concédale el Señor encontrar misericordia ante el Señor aquel Día.” (el día del juicio); finalmente, en el saludo se menciona de nuevo “la familia de Onesíforo”, sin menciona al hombre mismo. La pregunta es “¿qué había sido de él? O, ¿había sido él separado de la familia permanentemente por alguna causa, de modo que la oración por ellos tomaría en cuenta las necesidades presentas, mientras que las oraciones por él apuntaban hacia el día del juicio? O, ¿podría ser que él estaba todavía en Roma cuando el Apóstol escribió, o se había ido a algún otro sitio para una ausencia prolongada del hogar? La primera es por mucho la hipótesis más fácil y natural; y si se admite, tenemos aquí un ejemplo de la oración del Apóstol por el alma de un benefactor fallecido.

Argumentos de la Tradición

Es tan abundante la evidencia tradicional conservada a favor de las oraciones por los difuntos

  • en inscripciones monumentales (especialmente las de las catacumbas),
  • en las liturgias antiguas, y
  • en la literatura cristiana en general,

que en este artículo sólo podemos tocar brevemente unos pocos de los testimonios más importantes.

1. Inscripciones en los monumentos:

Las inscripciones en las catacumbas romanas varían en fecha desde el siglo I (la más antigua data del 71 d.C.) hasta la primera parte del siglo V; y aunque la mayoría no tienen fecha, los arqueólogos han podido fijar fechas aproximadas a muchas de ellas al compararlas con las que sí la tienen. Gran cantidad de las miles existentes pertenecen al período ante-niceno---los primeros tres siglos y la primera parte del cuarto. Son escasas las inscripciones cristianas primitivas en los sepulcros de otras partes de la Iglesia comparadas con las de las catacumbas, pero el testimonio que nos ha llegado concuerda con el de las catacumbas. Muchas inscripciones son sumamente breves y simples (PAX, IN PACE, ETC.), y se pueden tomar como declaraciones en lugar de oraciones, si no fuera porque en otros casos son frecuente y naturalmente ampliadas en oraciones (PAX TIBI, etc.). Hay oraciones, llamadas aclamatorias, que se consideran las más antiguas, y en las cuales está la simple expresión de un deseo para algún beneficio al muerto, sin dirigirse formalmente a Dios. Los beneficios mayormente pedidos son: paz, el bien (es decir, la salvación eterna), luz, refrigerio, vida eterna, unión con Dios, con Cristo y con los ángeles y santos---por ejemplo, PAX (TIBI, VOBIS, SPIRITUI TUO, IN ÆTERNUM, TIBI CUM ANGELIS, CUM SANCTIS); SPIRITUS TUUS IN BONO (SIT, VIVAT, QUIESCAT); ÆTERNA LUX TIBI; IN REFREGERIO ESTO; SPIRITUM IN REFRIGERIUM SUSCIPIAT DOMINUS; DEUS TIBI REFRIGERET; VIVAS, VIVATIS (IN DEO, IN [Chi-Rho] IN SPIRITO SANCTO, IN PACE, IN ÆTERNO, INTER SANCTOS, CUM MARTYRIBUS). Para referencias detalladas vea Kirsch, "Die Acclamationen", págs. 9-29; Cabrol y Leclercq, "Monumenta Liturgica" (París, 1902), I, pp. CI-CVI, CXXXIX, etc.

Además hay oraciones de carácter formal, en las que los sobrevivientes dirigen sus peticiones directamente a Dios Padre, o a Cristo, o incluso a los ángeles o a los santos y mártires colectivamente, o a alguno de ellos en particular. Se solicitan los beneficios antedichos, con la adición frecuente de la liberación del pecado. Algunas de estas oraciones leen como pasajes de la liturgia: por ejemplo, SET PATER OMNIPOTENS, ORO, MISERERE LABORUM TANTORUM, MISERE(re) ANIMAE NON DIG(na) FERENTIS (De Rossi, Inscript. Christ., II a, p. IX). Algunas veces los autores de los epitafios le piden oraciones por los muertos a los visitantes: por ejemplo, QUI LEGIS, ORA PRO EO (Corpus Inscript. Lat., X, n. 3312), y algunas veces los muertos mismos piden dichas oraciones, como en el muy conocido epitafio griego de Abercio (vea Inscripícón de Abercio), en dos epitafios romanos similares de mediados del siglo II (De Rossi, op. cit., II, a, p. XXX, Kirsch, op. cit., p. 51), y en muchas inscripciones posteriores. Que la gente piadosa a menudo visitaba las tumbas para orar por los muertos, y a veces incluso inscribían una oración en el monumento, está claro por una variedad de indicaciones (vea ejemplos en De Rossi, "Roma Sotteranea", II, p. 15). En resumen, es tan abrumador el testimonio de los primeros monumentos cristianos a favor de la oración por los difuntos, que ya ningún historiador se atreve a negar que la práctica y la creencia que la práctica implica fueran universales en la Iglesia primitiva. No hubo una ruptura en la continuidad a este respecto entre el judaísmo y el cristianismo.

2. Liturgias antiguas:

El testimonio de las liturgias antiguas está en armonía con el de los monumentos. Sin tocar el asunto de las varias liturgias que poseemos, incluso sin enumerarlas ni citarlas por separado, baste decir aquí que todas sin excepción---la nestoriana, monofisita así como la católica, las que están en siríaco, las armenias, coptas así como las griegas y latinas---contienen la conmemoración de los fieles difuntos en la Misa, con una oración por la paz, luz, refrigerio y similares, y en muchos casos expresamente por la remisión de pecados y la desaparición de las manchas del pecado. Se puede citar como un ejemplo típico el fragmento siguiente tomado de la Liturgia Siríaca de Santiago: “conmemoramos a todos los fieles difuntos que han muerto en la verdadera fe. Pedimos, suplicamos, oramos a Cristo nuestro Dios, quien tomó sus almas y espíritus para Sí mismo, que por su gran misericordia los haga dignos del perdón de sus faltas y la remisión de sus pecados” (Syr. Lit. S. Jacobi, ed Hammond, p. 75).

3. Literatura cristiana primitiva:

Finalmente volviendo a las fuentes literarias antiguas, encontramos evidencia en el apócrifos “Acta Joannis”, compuesto alrededor de 160-170 d.C., de que en ese tiempo se conmemoraban los aniversarios de los muertos aplicándole el Santo Sacrificio de la Misa (Lipsio y Bonnet, "Acta Apost. Apocr.", I, 186). El mismo hecho es atestiguado por los "Cánones de Hipólito" (Ed. Achelis, p. 106), por Tertuliano (De Cor. Mil., III, P.L., II, 79), y por muchos escritores posteriores. Tertuliano también testifica sobre la regularidad de la práctica de orar privadamente por los difuntos (De Monogam., X, P.L., II, 942); y del ejército de autoridades posteriores, tanto para oraciones públicas como privadas, debemos contentarnos con referirnos sólo a unas cuantas. San Cipriano de Cartago le escribe al Papa San Cornelio que deben continuar sus oraciones y buenos oficios mutuos cuando cada uno sea llamado a la otra vida (Ep. LVII, P.L., III, 830 ss), y nos dice que antes de su época (m. 258) los obispos africanos le habían prohibido a los testadores nominar a un sacerdote como ejecutor y guardián de sus bienes; y decretaron, como penalidad por violar esta ley, el privarlo después de su muerte del Santo Sacrificio y de otros oficios de la Iglesia, que se celebraban regularmente por el reposo de cada uno de los fieles; por lo tanto, en el caso de un tal Víctor que había violado dicha ley, “no se podía hacer ofrenda por su reposo, ni ofrecerse ninguna oración a su nombre” (Ep. LXVI, P.L., IV, 399).

Arnobio habla de las iglesias cristianas como “conventículos en los cuales… se pide perdón y paz para todos los hombres… para los vivos y para los que ya se liberaron del yugo del cuerpo” (Adv. Gent., IV, XXXVI, P.L., V, 1076). En su oración fúnebre por su hermano Sátiro, San Ambrosio se suplica a Dios que acepte propiciamente el “servicio fraterno de sacrificio sacerdotal” (fraternum munus, sacrificium sacerdotis) por el difunto ("De Excessu Satyri fr.", I, 80, P.L., XVI, 1315); y, dirigiéndose a Valentiniano y Teodosio I, les asegura la felicidad si sus oraciones pueden ser de alguna utilidad; que no dejará pasar ni día ni noche en que no los recuerde en sus oraciones en el altar ("De Obitu Valent.", 78, ibid., 1381). Como testimonio adicional de la Iglesia Latina podemos citar uno de los muchos pasajes en los que San Agustín habla de las oraciones por los muertos: “La Iglesia universal observa esta ley, transmitida por nuestros Padres, que se debe ofrecer oraciones por los que han muerto en la comunión del Cuerpo y Sangre de Cristo, cuando se conmemoran en el momento apropiado del Sacrificio” (Serm. CLXXII, 2, P.L., XXXVIII, 936).

Como evidencia de la fe de las Iglesias Orientales podemos referirnos a lo que nos dice Eusebio de Cesarea, que en la tumba de Constantino el Grande “un nutrido grupo de gente, junto con los sacerdotes de Dios, ofrecieron sus oraciones a Dios por el alma del emperador con lágrimas y grandes lamentaciones” (Vida de Constantino IV.71). Acrio, un sacerdote del Ponto, quien floreció en el tercer cuarto del siglo IV, era considerado hereje por negar la legitimidad y eficacia de las oraciones por los difuntos. San Epifanio, quien registra y confuta sus opiniones, representa la costumbre de orar por los muertos como un deber impuesto por la tradición (Adv. Haer., III, LXXX, P.G., XLII, 504 ss.), y San Juan Crisóstomo no duda en hablar de ella como una “ley impuesta por los Apóstoles” (Hom., III, en Philipp., I, 4, P.G., LXII, 203).

Objeciones Alegadas

No se puede insistir en ninguna dificultad racional contra la doctrina católica de orar por los difuntos; por el contrario, como hemos visto, la presunción racional a su favor es lo suficientemente fuerte para inducir a la creencia en ella de parte de muchos cuya regla de fe les permite probar con entera certeza que es una doctrina de la revelación divina. Comentadores modernos aceptan que son irrelevantes o faltas de fuerza las objeciones protestantes antiguas, basadas en ciertos textos del Antiguo Testamento y en la parábola del rico epulón y Lázaro en el Nuevo Testamento,

El dicho de Eclesiastés (11,3) por ejemplo, “caiga el árbol al sur o al norte, donde cae el árbol allí se queda”, está probablemente destinada meramente a ilustrar el tema general con el cual el autor detalla en el contesto, es decir, la inevitabilidad de la ley natural en el mundo visible presente. Pero incluso si fuese entendido como el destino del alma después de la muerte, no puede significar nada más que lo que la enseñanza católica afirma, que el asunto final---la salvación o la condenación---está determinado irrevocablemente por la muerte; lo cual no es incompatible con un estado temporero de purificación purgativa para los salvados.

La imagen de la parábola de Lázaro es demasiado incierta para colocarla como base de la inferencia dogmática, excepto con respecto a la verdad general de recompensa y castigos después de la muerte; pero en cualquier caso enseña meramente que un individuo puede ser admitido a la felicidad inmediatamente después de la muerte, mientra que otro puede ser arrojado al infierno, sin dar ninguna insinuación en cuanto al destino próximo del hombre que no es ni Lázaro ni el rico.

Preguntas de Detalle

Práctica en las Iglesias Irlandesa y Británica

Bibliografía: En adición a las obras mencionadas en el texto, vea entre los teólogos a : BELLARMINE, De Purgatorio, Bk. II: PERRONE, Praelectiones Theol., De Deo Creatore, n. 683 sq.; JUNGMANN, De Novissimis, n. 104 ss.; CHR. PESCH, Praelectiones Dogmat., IX, n. 607 ss.; también BERNARD y BOUR, Communion des Saints in Dict. de theologie cath.; GIBBONS, La Fe de Nuestros Padres (Baltimore, 1871), XVI. A las autoridades históricas mencionadas se debe añadir ATZBERGER, Geschichte der christlichen Eschatologie innerhalb der vornicanischen Zeit (Friburgo im Br., 1896). Cf. also OXENHAM, Escatología Católica (2da ed., Londres, 1878), II; y entre las anglicanas, LUCKOCK, Después de la Muerte (nueva ed., Londres, 1898), Parte I; y PLUMPTRE, Los Espíritus en la Prisión y otros Estudios sobre la Vida de Ultratumba (popular ed., Londres, 1905), IX.

Fuente: Toner, Patrick. "Prayers for the Dead." The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/04653a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina