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Jueves, 25 de abril de 2024

Miedo

De Enciclopedia Católica

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Miedo es una inquietud del alma que nace ante la aprensión de un peligro presente o futuro. En este escrito se le considera desde el punto de vista moral, o sea, en cuanto que es un factor que debe ser tenido en cuenta al pronunciarse sobre la libertad de los actos humanos, así como también al ofrecer una excusa adecuada por el incumplimiento de la ley positiva, sobre todo en la ley de origen humano. Finalmente, se le considera aquí en cuanto impugna o deja intacta, en el campo de la conciencia y sin hacer referencia a su ejecución explícita, la validez de ciertos compromisos o contratos voluntarios.

La división más comúnmente hecha por los teólogos es la que distingue entre miedo grave (metus gravis) y miedo leve (metus levis). La primera es la que nace del discernimiento de un formidable peligro que se cierne. Si éste es real, y de gran proporción, sin matices, entonces se le llama absolutamente grave. De otro modo, únicamente es grave relativamente, como por ejemplo, cuando se toma en cuenta el grado de susceptibilidad de las personas tales como ancianos, mujeres y niños. El temor leve es el que surge al enfrentarse alguien a cierto peligro de dimensiones desconocidas, o que sólo tiene pocas probabilidades de realizarse.

Se acostumbra indicar que existe un temor cuyo elemento principal es la reverencia (metus reverentialis), o sea, el temor a ofender a los padres o superiores. En sí mismo, tal temor está en la categoría de leve, aunque en ciertas circunstancias puede escalar hasta convertirse en grave. Un criterio usado uniformemente por los moralistas para determinar qué sea un miedo grave, aparte de las condiciones subjetivas, se encuentra contenido en esta afirmación. Es el sentimiento del que se calcula que puede influenciar a un varón de sólida fortaleza (cadere in virum constantem). Otra importante clasificación es la del temor que procede de la misma persona que lo padece, por ejemplo, el que surge por el conocimiento de que uno ha contraído una enfermedad fatal procedente del exterior, o a causa de algún elemento exterior. En este último caso, la causa puede ser natural, como pudiera ser el caso de una erupción volcánica, o el reconocimiento de una actitud peligrosa en otra persona. Finalmente, se puede observar que uno puede haber sido sometido a un temor justa o injustamente, según que quien provoque el temor esté actuando conforme a derecho o extralimitándose. Las acciones que se realizan por miedo o tensión, excepto cuando estas causas son tan intensas que desplazan a la razón, son consideradas como progenie legítima de la voluntad humana o, en la terminología de los teólogos, voluntarias simples, y por tanto imputables. La razón es obvia. Tales actos no tienen adecuada advertencia ni consentimiento suficiente, aunque este último puede ser otorgagado para evitar un mal mayor, o uno que sea percibido como tal. Pero en cuanto van acompañados de una repugnancia más o menos vehemente, se consideran involuntarios en cierto sentido.

La conclusión práctica es que un acto malo, que además es un pecado grave, no deja de ser tal por haber procedido del miedo. Esto es verdad cuando la trasgresión es contraria a la ley natural. En el caso de obligaciones que emergen de preceptos positivos, humanos o divinos, el temor fundado y grave puede servir de excusa, de modo que la falta al cumplimiento de la ley en esas circunstancias no se considere pecaminosa. Nunca se presume que el legislador haya querido imponer un acto heroico. Esto, sin embargo, no se aplica cuando huir de ese peligro pude significar daños considerables al bien común. Por ejemplo, el párroco, en una parroquia afectada por una enfermedad contagiosa, debe por ley permanecer en su puesto, sin importar el miedo que pueda sentir. Se debe añadir que la atrición o dolor por el pecado, aunque sea resultado de experimentar temor acerca de las penas del infierno, no es involuntario. O por lo menos, no debe ser así, puesto que debe servir al pecador como condición para validar el sacramento de la penitencia. El fin buscado por este dolor imperfecto es precisamente cambiar la voluntad. El abandonar las inclinaciones pecaminosas es un bien incalculable y algo muy razonable. No hay, como se ve, lugar para el arrepentimiento o disgusto concomitante, con el que se realizan otras cosas a causa del temor.

Es inútil claro, querer hacer notar que lo que se ha dicho hasta aquí se refiere siempre a lo que se hace como resultado del temor y no a lo que sucede en, o con él. Un voto que se hace por temor producido por causas naturales, tales como el hundimiento de un buque, es válido. Pero uno que es arrancado a base de atemorizar a otro es inválido. Esto es así incluso si el temor causado es menor, pero suficiente para causar esa acción. La razón es que es difícil aceptar que una promesa hecha a Dios en tal circunstancia sea agradable a Dios. En lo concerniente a la ley natural, el miedo no invalida los contratos. No obstante, cuando una de las partes ha sufrido presión por parte de la otra, el contrato es evitable si así lo determina la parte afectada. En cuanto al matrimonio, a menos que el miedo que culmina en su celebración es tan extremo que anule el uso de la razón, la enseñanza común es que tal consentimiento, por lo menos en cuanto toca a la ley natural, es válido y vinculante. En otro artículo se discute este aspecto en lo aplicable al derecho eclesiástico. Vale la pena notar que la mera insensibilidad ante el temor, ya sea originada en la estulticia, el orgullo o el deseo de cosas temporales, no es una característica valiosa del carácter. Por el contrario, representa un vicio del alma, y a veces sus efectos pueden ser pecaminosos.


Delany, Joseph.

Transcrito por Joseph P. Thomas Traducido por Javier Algara Cossío