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Jueves, 28 de marzo de 2024

Jurisdicción Eclesiástica

De Enciclopedia Católica

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Jurisdicción Eclesiástica es el derecho a guiar y gobernar la Iglesia de Dios. Aquí se tratará el tema bajo los siguientes tres encabezados:.

Concepto General y Clasificación de Jurisdicción

La Iglesia fundada por Cristo para la salvación de los hombres necesita, como toda sociedad, un poder de regulación (la autoridad de la Iglesia). Cristo le concedió este poder a ella. Directamente antes de su ascensión Él dio a sus apóstoles colectivamente la comisión, y con ella la autoridad, para proclamar su doctrina a todas las naciones, a bautizarlos y enseñarles a obedecer todo lo que Él había mandado (Mat. 28,18 ss.). Cabe señalar aquí que el Decreto "Lamentabili sane", de 3 de julio de 1907, rechaza (n. 52 y ss.) la doctrina de que Cristo no deseaba fundar una iglesia permanente, inmutable, dotada de autoridad. Se acostumbra a hablar de un triple oficio de la Iglesia: el oficio de enseñar (oficio profético), el oficio sacerdotal y el oficio pastoral (oficio regente), también, por lo tanto, de la triple autoridad de la Iglesia, es decir, la autoridad docente, la autoridad ministerial y la autoridad gobernante. Dado que, sin embargo, la enseñanza de la Iglesia tiene autoridad, tradicionalmente la autoridad docente se incluye en la autoridad gobernante; regularmente, por lo tanto, sólo se distinguen la autoridad ministerial y la autoridad gobernante. Por la autoridad ministerial, que se confiere por un acto de consagración, se entiende la capacidad permanente interior, y, debido a su carácter indeleble, para realizar los actos por los que se transmite la gracia divina. Por la autoridad gobernante, que es conferida por la Iglesia (missio canonica, misión canónica), se entiende la autoridad para guiar y gobernar la Iglesia de Dios.

Jurisdicción, en la medida en que cubre las relaciones del hombre con Dios, se llama jurisdicción del fuero interno o jurisdicción del fuero del cielo (jurisdictio poli) (Vea Fuero Eclesiástico). Esta además es sacramental o penitencial, en la medida en que se usa en el Sacramento de la Penitencia, o extrasacramental, por ejemplo, al conceder dispensas de votos privados. La jurisdicción, en la medida en que regula las relaciones eclesiásticas externas, se llama jurisdicción del fuero externo, o brevemente, jurisdictio fori. Esta jurisdicción, el poder real de gobernar es legislativo, judicial o coactivo. La jurisdicción puede ser poseída en diversos grados. También puede ser poseída para ambos fueros, o solo para el fuero interno, por ejemplo, por el párroco.

La jurisdicción se puede subdividir en: jurisdicción ordinaria, cuasi-ordinaria y delegada. (1) La jurisdicción ordinaria es la que está unida de forma permanente, por la ley divina o humana, con un oficio eclesiástico permanente. Su poseedor se llama un juez ordinario. Por ley divina el Papa tiene dicha jurisdicción ordinaria sobre toda la Iglesia y un obispo para su diócesis. Por ley humana esta jurisdicción es poseída por los cardenales, los funcionarios de la Curia y las congregaciones de los cardenales, los patriarcas, primados, metropolitanos, arzobispos, los praelati nullius y los prelados con jurisdicción cuasiepiscopal, los capítulos de órdenes, o, respectivamente, los jefes de las órdenes, capítulos de catedral en referencia a sus propios asuntos, el archidiácono en la Edad Media y los párrocos en el fuero interno.

(2) Sin embargo, si la jurisdicción está conectada permanentemente con un oficio, pero el oficio mismo no es perpetuo e irrevocable, se dice que la jurisdicción es cuasi ordinaria, o jurisdictio vicaria. Esta forma de jurisdicción es ejercida, por ejemplo, por un vicario general.

(3) Se puede conceder el ejercicio temporal de la jurisdicción ordinaria y cuasi ordinaria, en mayor o menor grado, a otro como representante, sin conferirle un oficio propiamente dicho. En esta forma transitoria la jurisdicción se llama delegada o extraordinaria, y respecto a ella el derecho canónico, que sigue al derecho romano, ha desarrollado disposiciones exhaustivas. Este desarrollo se inició cuando los Papas, especialmente desde Alejandro III (1159-81), se vieron obligados, por la enorme cantidad de asuntos legales que les llegó desde todas partes como el "judices ordinarii omnium", a entregar, con la instrucción adecuada, un gran número de casos a terceros para la toma de decisiones, especialmente en asuntos de jurisdicción contenciosa.

La jurisdicción delegada descansa ya sea en una autorización especial de los titulares de la jurisdicción ordinaria (delegatio ab homine), o en una ley general (delegatio a lege, a jure, a canone). Así, el Concilio de Trento transfirió una serie de derechos papales a los obispos "tanquam Apostolicae Sedis delegati", es decir, también como delegados de la Sede Apostólica (Ses. VI, De ref., C. II, III, etc.), y "etiam tanquam Apostolicae Sedis delegati", es decir, también como delegados de la Sede Apostólica (Ses. VI, de ref., c. IV, etc.). En la primera clase de casos los obispos no poseen jurisdicción ordinaria. El significado de la segunda expresión es discutido, pero por lo general se toma como puramente acumulativo. Si la delegación se aplica solo a uno o varios casos designados, es delegación especial. Sin embargo, si se aplica a toda una clase de sujetos, es entonces delegación general o delegación para la universalidad de causas. La jurisdicción delegada para el total de una serie de asuntos se conoce como delegatio mandata.

Sólo pueden ser nombrados delegados aquellos que sean competentes para ejecutar la delegación. Para un acto de consagración el delegado debe tener él mismo las órdenes sagradas necesarias. Para los actos de jurisdicción debe ser un eclesiástico, aunque el Papa también podría delegar a un laico. La delegación papal se concede usualmente sólo a dignatarios eclesiásticos o canónigos (c. XI, en VI, De rescript., I, III; Concilio de Trento, Ses. XXV, De ref., c. X). El delegado debe tener veinte años de edad, pero dieciocho años es suficiente para uno nombrado por el Papa (c. XLI, X, De off. jud. deleg., I, XXIX). También debe estar libre de excomunión (c. XXIVX, De sent. et re jud., II, XXVII). Aquellos colocados bajo la jurisdicción del que delega deben someterse a la delegación (c. XXVIII, X, De off. jud. deleg., I, XXIX).

La delegación para un asunto también puede ser conferida a varios. La distinción a hacerse aquí es si tienen que actuar solidariamente (collegiately), de manera conjunta pero individualmente (solidarily), o solidariamente al menos en algún caso dado (c. XVI, XXI, X, De off. jud. deleg., I, XXIX; c. VIII, en VI°, h. t. I, XIV). El delegado ha de seguir las instrucciones al pie de la letra. Sin embargo, tiene la facultad para hacer todo lo necesario para ejecutarlas (c. I, c, CII, CIII, XI, XXI, XXVI, XXVIII, X, Xe off. jud. deleg., I, XXIX). Si se excede en sus facultades, su acto es nulo (c. XXXVII, X, Xe off. jud. deleg., I, XXIX). Cuando sea necesario, el mismo delegado puede delegar, es decir subdelegar, a una persona cualificada; él puede hacer esto especialmente si él es un delegado papal (c. III, XXVIII, X, De off. jud. deleg., I, XXIX), o si ha recibido permiso, o si ha sido delegado para una serie de casos (Gloss to "Delegatus", c. LXII, X, De appell., II, XXVIII). Dado que la delegación constituye una nueva apelación judicial, el que delega se la puede quitar al delegado, y en el caso de la subdelegación al delegador original (c. XXVII, X, De off. jud. deleg., I, XXIX).

La jurisdicción delegada expira por la muerte del delegado, en caso de que la comisión no fuese emitida con miras a la permanencia de su oficio, por la pérdida del oficio o a la muerte del que delega, en caso de que el delegado no haya actuado (re adhuc integra, el asunto está todavía intacto), si el que delega retira su autoridad (incluso re adhuc nondum integra, aunque el asunto ya no esté intacto), por expiración del tiempo asignado, por el arreglo del asunto, por una declaración del delegado de que no tiene facultad (c. XIV, XIX, IV, XXXVIII, X, De off. jud. deleg., I, XXIX).

Desarrollo de la Jurisdicción en su Sentido Estricto

Al ser una sociedad perfecta e independiente dotada de todos los medios para la consecución de su fin, la Iglesia tiene el derecho de decidir de acuerdo a sus leyes las disputas legales que surjan en relación con sus asuntos internos, especialmente en cuanto a los derechos eclesiásticos de sus miembros, también para llevar a cabo su decisión, si es necesario, por medios adecuados de coacción, jurisdicción contenciosa o civil. Por lo tanto, tiene el derecho de amonestar o advertir a sus miembros, eclesiásticos o laicos, que no se han ajustado a sus leyes, y también, si es necesario, castigarlos por medios físicos, es decir, la jurisdicción coercitiva.

La Iglesia tiene, en primer lugar, el poder de juzgar el pecado. Esto lo hace en el fuero interno. Sin embargo, un pecado puede ser al mismo tiempo externamente un delito menor o un crimen (delictum, crimen), cuando es amenazado con el castigo eclesiástico o civil externo. La Iglesia también juzga delitos eclesiásticos en el fuero externo por imposición de penas, excepto cuando la mala acción se ha mantenido en secreto. En este caso, se contenta, por regla general, con la penitencia voluntariamente asumida. Por último, se ha de hacer otra distinción entre la jurisdicción necesaria y la jurisdicción voluntaria; esta último contempla la sujeción voluntaria por parte de los que buscan en asuntos legales la cooperación de los organismos eclesiásticos, por ejemplo, instrumentos ejecutados en forma notarial, testamentos, etc. El poder judicial descrito anteriormente, la jurisdicción estrictamente dicha, fue dada por Cristo a su Iglesia, fue ejercida por los apóstoles y transmitida a sus sucesores (Mateo 18,15 ss.; 1 Cor. 4,21; 5,1 ss., 6,1 ss.; 2 Cor. 13,10; 1 Tim. 1,20; 5,19 ss.).

Desde el comienzo de la religión cristiana el juez eclesiástico, es decir, el obispo, decidía asuntos de controversia que eran puramente de carácter religioso (causae mere ecclesiasticae). Esta jurisdicción de la Iglesia fue reconocida por el poder civil (imperial) cuando se hizo cristiano. Pero mucho antes de esto, los primeros cristianos, siguiendo la exhortación de San Pablo (1 Cor. 6,14), estaban acostumbrados a someter a la jurisdicción eclesiástica asuntos que por su naturaleza pertenecían a los tribunales civiles. Mientras el cristianismo no fue reconocido por el estado, se dejaba a la conciencia del individuo si iba a cumplir con la decisión del obispo o no. Sin embargo, cuando el cristianismo hubo recibido reconocimiento civil, Constantino el Grande el anterior uso privado a una ley pública. De acuerdo con una constitución imperial del año 321 las partes en conflicto podían, de común acuerdo, llevar el asunto ante el obispo, incluso cuando ya estaba pendiente ante un juez civil, y este último estaba obligado a poner en efecto la decisión del obispo. Una constitución posterior del año 331 proveía que en cualquier etapa de la demanda cualquiera de las partes podía apelar al obispo incluso contra la voluntad de los otros (Hanel, "De constitutionibus, quas F. Sirmondus, Paris, an. 1631 edidit," 1840). Pero Arcadio, en 398, y Honorio, en 408, limitaron la competencia judicial del obispo a aquellos casos en que ambas partes se lo solicitaran (lex VII, Cod. Just., De audientia episc., I, IV). Esta jurisdicción arbitral del Obispo no fue reconocida en los nuevos reinos teutónicos. En los reinos francos los asuntos de litigio puramente eclesiásticos pertenecían a la jurisdicción del obispo, pero los casos mixtos, en los que aparecían los intereses civiles, por ejemplo, cuestiones de matrimonio, demandas de ley respecto a la propiedad de la Iglesia, etc., pertenecían a los tribunales civiles.

En el curso de la Edad Media, la Iglesia logró extender su jurisdicción sobre todos los asuntos que ofrecían un interés eclesiástico (causae spiritualibus annexae), toda la litigación respecto a los matrimonios (c. VII, X, Qui filii sint legit., IV, XVII; c. VII, X, De donat., IV, xx); asuntos referentes a los entierros (X, De sepult., III, XXVIII); testamentos (X, De testam., III, XXVI); pactos ratificados con un juramento (c. III, En VI°, De foro compet., II, II); asuntos respecto a beneficios (c. II, X, De suppl. neglig. praelat., I, X); cuestiones de patronato (X, De jur. patron., III, XXXVIII); llitigios referentes a propiedad eclesiástica y diezmos (X, De decim., III, XXX). Además toda litigación civil en la cual estuviese en cuestión el elemento del pecado (ratio peccati) podía ser convocada ante un tribunal eclesiástico (c. XIII, X, De judic., II, I).

Además, el tribunal eclesiástico tenía jurisdicción sobre los asuntos de los clérigos, monjes y monjas, los pobres, las viudas y los huérfanos (personae miserabiles), también de aquellas personas a quienes el juez civil les negó reparación legal (c. XI, X, De compet foro., II, II). Debido a la administración insatisfactoria de la justicia en el mundo medieval esta jurisdicción civil de gran alcance de la Iglesia era beneficiosa. Sin embargo, eventualmente cruzaron los límites naturales de la Iglesia y el Estado. El resultado fue que el eclesiástico se involucró demasiado en el pleito secular y creció distanciado de su vocación adecuada. Por estas razones, pero además también por razones egoístas, una reacción contra este estado de cosas surgió en Inglaterra ya para el siglo XII. La reacción se propagó a Francia y Alemania y ganó en influencia y justificación a medida que mejoraba la administración de justicia por parte del Estado. Al final de la larga lucha llena de vicisitudes la Iglesia perdió su jurisdicción en res spiritualibus annexal, a pesar de los reclamos del Concilio de Trento (Ses. XXIII, De ref., c. VI; Ses. XXIV, De sacr. matr., can. XII; Ses. XXV, De ref., c. XX), también el privilegio del clero, y finalmente la jurisdicción en las causas matrimoniales en lo que concernía a su carácter civil.

En lo que se refiere a la jurisdicción eclesiástica en materia penal al principio la Iglesia ejercía jurisdicción sólo en los delitos puramente eclesiásticos, e infligía sólo castigos eclesiásticos, por ejemplo, la excomunión, y en el caso de los clérigos, la deposición. La observancia de estas penas tenía que ser dejada a la conciencia del individuo. Pero con el reconocimiento formal de la Iglesia por el Estado y el aumento de las penas eclesiásticas proporcionales al aumento de los delitos eclesiásticos, llegó una apelación de la Iglesia al brazo secular para ayudar en la aplicación de dichas penas, cuya ayuda siempre fue otorgada voluntariamente. Algunas ofensas, de hecho, especialmente las desviaciones de la fe católica, el Estado las hacía punibles en el derecho civil y se les adjudicaban penas seculares, también a ciertas faltas disciplinarias menores de los eclesiásticos (Cod. Just., lib. I, tit. V, De haeret. et manich.; tit. VII, De Apost.; tit. IX, De jud. et coelic.).

Por el contrario, la Iglesia en la Edad Media aumentó su jurisdicción penal en el ámbito civil, por imposición de diversas penas, algunas de ellas de carácter puramente secular. Por encima de todo, por medio del privilegium fori retiró a los llamados "clérigos criminosos" de la jurisdicción de los tribunales civiles. Entonces obtuvo para la corte realizada por el obispo durante su visita diocesana (el send) no sólo el castigo de los delitos menores civiles que implicaban el elemento de pecado, y por lo tanto afectan tanto a la Iglesia como al Estado, sino también castigaba, y como tal, las ofensas puramente civiles. La jurisdicción penal de la Iglesia medieval incluía, por lo tanto, en primer lugar los delitos meramente eclesiásticos, por ejemplo, la herejía, el cisma, la apostasía, etc.; entonces los delitos meramente civiles; finalmente, los delitos mixtos, por ejemplo pecados de la carne, el sacrilegio, la blasfemia, la magia, el perjurio, la usura, etc. Al castigar los delitos de carácter puramente eclesiástico la Iglesia disponía sin reservas de la ayuda del Estado para la ejecución de la pena.

Cuando en el antedicho send, o corte celebrada por el obispo durante su visita, aplicaba la pena a los delitos civiles de los laicos, por regla general, el conde (graf) que acompañaba al obispo y representaba el poder civil, era quien ponía en vigor la pena. Luego prevaleció el principio de que un delito ya castigado por un juez secular ya no era castigable por el juez eclesiástico (c. II, en VI °, De excepto., II, XII). Cuando el send comenzó a desaparecer, tanto los jueces eclesiásticos como los seculares eran igualmente competentes para delitos mixtos. La prevención (adjudicación previa del caso por uno u otro juez) era decisiva (c. VIII, X, De foro compet., II, II). Si el asunto era llevado ante el juez eclesiástico, él infligía al mismo tiempo la pena civil, sin embargo, no el castigo corporal o la muerte. Si la acusación era llevada ante el juez secular, la pena civil era infligida por él y la acción de la Iglesia se limitaba a la imposición de una [|penitencia]]. La Iglesia, sin embargo, eventualmente perdió por mucho la mayor parte de su jurisdicción penal por las mismas razones que, desde finales de la Edad Media, llevaron a la pérdida de la mayor parte de su jurisdicción contenciosa, y de la misma manera. Por otra parte, desde el siglo XV en adelante, el recursus ab abusu, que surgió por primera vez en Francia (appel comme d'abus), es decir la apelación por un abuso de poder por parte de una autoridad eclesiástica, hizo mucho para debilitar y desacreditar la jurisdicción eclesiástica.

Ámbito Actual de Jurisdicción en su Sentido Estricto

Hoy día (1910) los únicos objetos de la jurisdicción eclesiástica contenciosa (en cuya jurisdicción, sin embargo, el Estado a menudo participa o interfiere) son: cuestiones de fe, la administración de los sacramentos, especialmente el contraer y mantener el matrimonio, la celebración de los servicios religiosos, la creación y modificación de beneficios, el nombramiento a y las vacantes de oficios eclesiásticos, los derechos de los eclesiásticos beneficiados como tales, los derechos y deberes de los patronos, los derechos y obligaciones de los religiosos, la administración de la propiedad eclesiástica.

En cuanto a la jurisdicción penal de la Iglesia, ahora (1910) inflige a los laicos sólo las penas eclesiásticas, y únicamente para los delitos eclesiásticos. Si alguna vez surjen consecuencias civiles, sólo la autoridad civil puede tomar competencia en ellas. En cuanto a los eclesiásticos, el poder de la Iglesia para castigar sus ofensas disciplinarias y mala administración de sus oficios, es reconocida en todas partes por el Estado. Donde la Iglesia y Estado no están separados, el Estado ayuda a investigar estas ofensas, así como en la ejecución de las decisiones expresadas canónicamente por la Iglesia. En cuanto a los delitos civiles de los eclesiásticos, la jurisdicción eclesiástica no conlleva ninguna consecuencia secular, aunque la Iglesia es libre para castigar esos delitos con penas eclesiásticas. De acuerdo con la bula "Apostolicae Sedis Moderationi" (12 de octubre de 1869), esas personas caen bajo la excomunión reservada al Papa speciali modo, que directa o indirectamente impide el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica en el fuero externo o en el fuero interno, así como los que apelan de la jurisdicción eclesiástica a la civil; finalmente cada legislador o persona con autoridad que directa o indirectamente obliga a un juez a citar a personas eclesiásticas ante un tribunal civil (I, VI, VII, VIII). Se debe añadir que en varios concordatos con el poder civil, la Iglesia ha abandonado más o menos el privilegium fori de los eclesiásticos: Concordato con Baviera, 1817, art. XII, lit. c. (respect a la litigación civil); con Costa Rica, 1853, art XIV, XV; con Guatemala, 1853, art. XV, XVI; con Austria, 1855, art XIII, XIV; con Wurtemburgo y Baden, 1857 y 1859, art. V.

Bibliografía

Vea también los artículos ORDINARIO, DELEGACIÓN.

KELLNER, Das Buss- und Strafverfahren gegen Kleriker in den sechs ersten christlichen Jahrhunderten (Tréeris, 1863); BOUIX, Tractatus de judiciis ecclesiasticis (París, 1855); HINSCHIUS, Das Kirchenrecht der Katholiken und Protestanten, III-VI (Berlín, 1869-1897), i; MUNCHEN, Das kanonische Gerichtsverfahren und Strafrecht (2da ed., Colonia, 1874); FOURNIER, Les officialites au moyen-age: Etude sur l'organisation, la competence et la procedure des tribunaux ecclesiastiques ordinaires en France de 1180 a 1328 (París, 1880); DROSTE, Kirchliches Disziplinar- und Kriminalverfahren gegen Geistliche (Paderborn, 1882); PIERANTONELLI, Praxis fori ecclesiastici (Roma, 1883); LEGA, Praelectiones de judiciis ecclesiasticis (2da. ed., Roma, 1905); SEBASTIANELLI, De judiciis (Roma, 1906); HERGENROTHER-HOLLWECK, Lehrbuch des katholischen Kirchenrechts (Friburgo im Br., 1905), 51 ss., 490 ss., 536 ss.; LAURENTIUS, Institutiones juris ecclesiastici (2da ed., Friburgo im Br., 1908), 32 ss., 267 ss.; SAGMULLER, Lehrbuch des katholischen Kirchenrechts (2da. ed., Friburgo im Br., 1909), 25 ss., 218 ss., 248 ss., 742 ss.

Fuente: Sägmüller, Johannes Baptist. "Ecclesiastical Jurisdiction." The Catholic Encyclopedia. Vol. 8, pp. 567-569. New York: Robert Appleton Company, 1910. 9 Oct. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/08567a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina