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Jueves, 28 de marzo de 2024

Infierno

De Enciclopedia Católica

Revisión de 13:53 29 ago 2015 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones) (Nombre y lugar del Infierno)

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Nombre y lugar del Infierno

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El término hell es afín con “cueva” (caverna) y “hueco”. Es un sustantivo formado de las palabras anglosajonas helan o behelian, “esconder”. Este verbo tiene el mismo primitivo que el latín occulere y celare y que el griego Kaluptein. Así, por derivación, hell denota un lugar oscuro y oculto. En la antigua mitología escandinava, Hel era la repulsiva diosa del inframundo. Solo aquellos caídos en batalla pueden entrar al Valhalla; el resto cae al Hel en el inframundo, aunque no todos, sin embargo, al lugar de castigo para los criminales.

En su uso teológico infierno (infernus) es un lugar de castigo después de la muerte. Los teólogos distinguen cuatro significados del término infierno:

  • infierno, en el sentido estricto del término, o el lugar de castigo para los condenados, sean estos demonios u hombres;
  • el limbo de los infantes (limbus parvulorum), donde son confinados y padecen cierto tipo de castigo aquellos que murieron con solo el pecado original y sin pecado mortal;
  • el limbo de los Padres (limbus patrum), en donde las almas de los justos que murieron antes de Cristo esperaban su admisión al cielo; pues mientras tanto el cielo estaba cerrado para ellos como castigo por el pecado de Adán;
  • el Purgatorio, donde los justos que mueren en pecado venial, o que aún tienen una deuda de la pena temporal por el pecado, son limpiados por el sufrimiento antes de su admisión al cielo.

El presente artículo trata solamente del infierno en el sentido estricto del término.

La palabra latina infernus (inferum, inferi), la griega “hades” (ades) y la hebrea sheol (SHAL) corresponden a la palabra hell. Infierno se deriva de la raíz in; por lo tanto designa al infierno como un lugar dentro y debajo de la tierra. Aides, formada a partir de la raíz rid, ver, y el privativo Œ± denota un lugar invisible, escondido y oscuro; por lo tanto es similar al término hell. La derivación de sheol es dudosa. Generalmente se supone que viene de la raíz hebrea SH`L=SHAL cuyo significado es “estar hundido en, estar vacío”; en consecuencia denota una cueva o un lugar debajo de la tierra.
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En el Antiguo Testamento, ( Set. hades; Vulg. infernus) sheol se usa bastante en general para designar el reino de los muertos, de los buenos ( Gén. 37,35) así como de los malos ( Núm. 16,30); significa infierno en el sentido estricto del término, así como también el limbo de los Padres. Pero, como el limbo de los Padres terminó en el momento de la Ascensión de Cristo, ades ( Vulg. Infernus) en el Nuevo Testamento siempre designa el infierno de los condenados. Desde la Ascensión de Cristo, los justos ya no descienden al mundo inferior, sino que moran en el cielo (2 Cor. 5,1). Sin embargo, en el Nuevo Testamento, el término Gehena (geena) se usa con mayor frecuencia con preferencia a ades, como un nombre para el lugar de castigo de los condenados. Gehenna es el hebreo gê-hinnom ( Neh. 11,30), o la forma larga gê-ben-hinnom (Josué 15,8) y gê-benê-hinnom (2 Rey. 23,10) "valle de los hijos de Ben Hinnom". Hinnom parece ser el nombre de una persona no conocida de otro modo. El Valle de Hinnom está al sur de Jerusalén y hoy es llamado Wadi er-rababi.
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En días anteriores fue notorio por ser la escena del horrible culto a Moloc. Por este motivo, Josías lo profanó (2 Rey. 23,10), Jeremías lo maldijo (Jer. 7,31-33) y los judíos lo mantuvieron como abominación, quienes, en consecuencia, utilizaron el nombre de este valle para designar la morada de los condenados (Targ. Jon., Gén. 3,24; Henoch, c. XXVI), y Cristo adoptó ese uso del término.

Además de “hades” y “gehena” encontramos en el Nuevo Testamento muchos otros nombres para la morada de los condenados. Se le llama “infierno inferior” ( Vulg. tartarus Tártaro) (2 Ped. 2,4), "abismo" ( Lc. 8,31 y en otros lugares), "lugar de tormentos" (Lc. 16,28), "lago de fuego" ( Apoc. 19,20 y en otros lugares), "horno de fuego" ( Mt. 13,42.50), "fuego inextinguible" (Mt. 3,12 y en otros lugares), "fuego eterno" (Mt. 18,8; 25,41; Jud. 7), "tinieblas de fuera" (Mat. 8,12; 22,13; 25,30), "niebla" o "tormenta de oscuridad" (2 Ped. 2,17; Jud. 13). El estado de los condenados es llamado "destrucción" (apoleia, Fil. 3,19 y en otros lugares), "perdición" (olethros, 1 Tim. 6,9), "destrucción eterna" (olethros aionios, 2 Tes. 1,9), "corrupción" (phthora, Gál. 6,8), "muerte" ( Rom. 6,21), "segunda muerte" (Apoc. 2,11 y en otros lugares).

¿Dónde está el infierno? Algunos opinaban que el infierno está en todas partes, que los condenados están en libertad de vagar por todo el universo, pero llevan consigo su castigo. Los partidarios de esta doctrina fueron llamados ubiquistas o ubiquitarios; entre ellos, por ejemplo, Johann Brenz, un suabo, teólogo protestante del siglo XVI. Sin embargo, esa opinión ha sido rechazada universal y merecidamente; pues está más de acuerdo con su estado de castigo que los condenados estén limitados en sus movimientos y confinados a un lugar definido.
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Por otra parte, si el infierno es un fuego real, no puede estar en todas partes, especialmente después de la consumación del mundo cuando la tierra y el cielo sean renovados. Se ha hecho toda clase de conjeturas en cuanto a su ubicación; se ha sugerido que el infierno está situado en alguna isla lejana en el mar o en los dos polos de la tierra; Swinden, un inglés del siglo XVIII, se imaginaba que estaba en el sol; algunos se lo asignaron a la luna, otros, a Marte; otros lo colocaban más allá de los confines del universo [[[Stephan Wiest | Wiest]], “Instit. theol.”, VI (1789), 869]. La Biblia parece indicar que el infierno está dentro de la tierra, pues describe el infierno como un abismo a donde descienden los malvados. Incluso leemos que la tierra se abre y los malvados se hunden dentro el infierno ( Núm. 16,31 ss.; Sal. 55(54),16; Isaías 5,14; Eze. 26,20; Fil. 2,10, etc.). ¿Es ésta una mera metáfora para ilustrar el estado de separación de Dios? Aunque Dios es omnipresente, se dice que Él habita en el cielo, porque la luz y grandeza de las estrellas y el firmamento son las manifestaciones más brillantes de su infinito esplendor. Pero los condenados están totalmente alejados de Dios; por lo tanto, se dice que su lugar está lo más remoto posible de su morada, lejos del cielo y de su luz y, por lo tanto, escondido en los abismos oscuros de la tierra.
Despertador cristiano
Sin embargo, no se ha presentado una razón convincente para aceptar una interpretación metafórica con preferencia al significado más natural de las palabras de las Escrituras.
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De ahí que los teólogos generalmente aceptan la opinión de que el infierno está realmente dentro de la tierra. La Iglesia no ha decidido nada sobre este tema; por lo tanto podemos decir que el infierno es un lugar definido, pero dónde está, no lo sabemos. San Juan Crisóstomo nos recuerda: “No debemos preguntarnos dónde está el infierno, sino cómo vamos a escapar de él.” (En Rom., hom. XXXI, n. 5, en P.G., LX, 674). San Agustín dice: “Es mi opinión que la naturaleza del infierno-fuego y la ubicación del infierno no son conocidos por ningún hombre a no ser que el Espíritu Santo se lo dé a conocer mediante una revelación especial” (De Civ. Dei, XX, XVI, en P.L., XLI, 682). En otros textos expresa la opinión que el infierno está debajo de la tierra (Retract., II, XXIV, n. 2 en P.L., XXXII, 640). San Gregorio el Grande escribió: “No me atrevo a decidir esta cuestión. Algunos piensan que el infierno está en algún lugar de la tierra; otros creen que está debajo de la tierra” (Dial., IV, XLII, en P.L., LXXVII, 400; cf. Patuzzi, “De sede inferni”, 1763; Gretser, “De subterraneis animarum receptaculis”, 1595).

Existencia del Infierno

El Infierno existe, es decir, todos aquellos que mueren en pecado mortal personal, como enemigos de Dios y no merecedores de la vida eterna, serán severamente castigados por Dios después de la muerte. Sobre la naturaleza del pecado mortal, ver PECADO; sobre el comienzo inmediato del castigo después de la muerte, ver JUICIO PARTICULAR. En cuanto al destino de aquellos que mueren libres de pecado mortal personal pero si en pecado original, ver limbo (Limbus parvulorum). La existencia del infierno es, por cierto, negado por todos aquellos que niegan la existencia de Dios o la inmortalidad del alma. Así entre los Judíos, los Saduceos, entre los Gnósticos, los Seleucianos y en nuestros tiempos, los Materialistas, Panteístas, etc., que niegan la existencia del infierno. Aunque aparte de éstos, si nos abstraemos de la eternidad de los dolores del infierno, la doctrina nunca he enfrentado oposición digna de mención.

La existencia del infierno está probada primeramente en la Biblia. Cada vez que Cristo y los Apóstoles hablan del infierno, ellos suponen el conocimiento de su existencia (Mat., v, 29; viii, 12; x, 28; xiii, 42; xxv, 41, 46; II Tess., i, 8; Apoc., xxi, 8, etc.). En la obra de Atzberger “Die christliche Eschatologie in den Stadien ihrer Offenbarung im Alten und Neuen Testament”, Freiburg, 1890, se aprecia un desarrollo de argumentos de las Escrituras muy completo, especialmente con relación al Antiguo Testamento. También los Padres, desde tiempos remotos han sido unánimes en sus enseñanzas que los malvados serán castigados luego de la muerte. Y como prueba de su doctrina apelaron tanto a las Escrituras como a la razón. (cf. Ignatius, “Ad Eph.”, v, 16; “Martyrium s. Polycarpi”, ii, n, 3; xi, n.2; Justin, “Apol.”, II, n. 8 in P.G., VI, 458; Athenagoras, “De resurr. mort.”, c. xix, in P.G., VI, 1011; Irenaeus, “Adv. haer.”, V, xxvii, n. 2 in P.G. VII, 1196; Tertuliano, “Adv. Marc.”, I, c. xxvi, in P.L., IV, 277). Ver en Atzberger “Gesh. der christl. Eschatologie innerhalb der vornicanischen Zeit” (Freiburg, 1896); Petavius, “De Angelis”, III, iv sqq. Citas de las enseñanzas patrísticas.

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La Iglesia profesa su fé en el Credo Atanasio: “Aquellos que han hecho el bien tendrán vida eterna y aquellos que han hecho el mal, fuego eterno” (Denzinger, “Enchiridion”, 10th ed., 1908, n.40). La Iglesia repetidamente ha definido esta verdad. Ej. En la profesión de fe hecha en el Segundo Concilio de Lyon (Denx, n. 464) y en el Decreto de Unión en el Concilio de Florencia (Denz, N. 693): “Las almas de aquellos que se van en pecado mortal o sólo en pecado original, bajan inmediatamente al infierno, para ser visitados, sin embargo, con penas desiguales” (poenis disparibus). Si abstraemos la eternidad de su castigo, la existencia del infierno puede ser demostrada incluso por la luz de la mera razón. Dios, en Su santidad y justicia, como asimismo en su Sabiduría, debe vengar la violación del orden moral con tal sabiduría como para preservar, al menos en general, alguna proporción entre la gravedad del pecado y la severidad del castigo. Aunque es evidente por experiencia que Dios no siempre hace esto en la tierra; por lo tanto El castigará después de la muerte. Más aún, si todos los hombres estuvieran totalmente convencidos que el pecador necesita temor y no un tipo de castigo después de la muerte, el orden moral y social puede quedar seriamente amenazado. Sin embargo, esto no lo puede permitir la Divina sabiduría. Nuevamente, si no hubiera retribución mas allá del que ocurre frente a tus ojos aquí en la tierra, deberíamos considerar a Dios extremadamente indiferente al bien y al mal, y podríamos no tomar en cuenta Su justicia y carácter sagrado. Tampoco se puede decir: los malvados serán castigados pero no por aflicción positiva: porque ya sea que la muerte será el fin de sus existencias, o por la pérdida del rico premio del bueno, disfrutarán en menor grado de la felicidad. Estos son subterfugios arbitrarios y vanos, sin apoyo en razón alguna; el castigo positivo es la recompensa natural del mal. Además, la debida proporción entre el demérito y el castigo sería imposible a través de una aniquilación indiscriminada de todos los condenados.
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Y, finalmente, si los hombres supieran que a sus pecados no les sigue el sufrimiento, la mera amenaza de aniquilación al momento de morir, y menos aún el prospecto de algún grado menor de beatitud sería suficiente para disuadirlos de pecar. Más aún, la razón entiende fácilmente que en la próxima vida el justo será feliz como premio de sus virtudes (ver CIELO). Pero el castigo del mal es la contraparte natural del premio a la virtud. Por lo tanto, también habrá castigo por el pecado en la próxima vida. Consecuentemente, encontramos entre todas las naciones la creencia que los que hacen el mal serán castigados después de la muerte.
Los Condenados al Infierno. Apocalipsis
. Esta convicción universal de la humanidad es una prueba adicional de la existencia del infierno. Porque es imposible que, en relación con las cuestiones fundamentales del ser y del destino, todos los hombres caigan en el mismo error; además, el poder de la razón humana sería esencialmente deficiente, y el orden de éste mundo estaría indebidamente envuelto en el misterio; sin embargo, esto resulta repugnante tanto para la naturaleza como a la sabiduría del Creador. Sobre la creencia de todas las naciones de la existencia del infierno cito Lüken, en “Die Traditionen des Menschengeschlechts” (2nd ed., Münster, 1869); Knabenbauer, “Das Zeugnis des Menschengeschlechts fur die Unsterblichkeit der Seele” (1878). Los pocos hombres que a pesar de la convicción moral universal de la raza humana, niegan la existencia del infierno son mayormente ateos y Epicúreos. Pero si la visión de tales hombres sobre la cuestión fundamental de nuestro ser sea la única verdadera, la apostasía fuese el camino a la luz, la verdad y la sabiduría.

Eternidad del Infierno

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Muchos admiten la existencia del infierno, pero niegan la eternidad de sus castigos. Los Condicionalistas mantienen sólo la inmortalidad del alma y aseguran que luego de sufrir cierta cantidad de sufrimiento, las almas de los malvados serán aniquiladas. Entre los Gnósticos, los Valentinianos mantienen la doctrina y más tarde también Arnobius, los Socinianos, muchos Protestantes tanto en el pasado como en nuestros tiempos, especialmente los últimos (Edw. White, “Life in Christ”, New York, 1877). Los Universalistas enseñan que al final, todos los condenados, al menos todas las almas humanas, lograrán la beatitud (apokatastasis ton panton, restitutio omnium, de acuerdo a Orígenes). Esto era un dogma de los Origenistas y los Misericordes de quienes San Agustín habla (De Civ. Dei, XXI, xviii, n. 1, in P.L., XLI, 732).
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Hubo adherentes individuales a esta opinión en todos los siglos ej. Scotus Eriugena; en particular, muchos Protestantes racionalistas de los últimos siglos han defendido esta creencia. Ej. En inglaterra, Farrar, “Esperanza Eterna” (cinco sermones predicados en Westminster Abbey, Londres y Nueva York, 1878). Entre los Católicos, Hirscher y Schell recientemente han expresado la opinión que aquellos que no mueren en estado de gracia aún pueden convertirse después de la muerte si no son demasiado malvados e impenitentes. La Sagrada Biblia es bastante explícita en la enseñanza de la eternidad de las penas del infierno. Los tormentos de los condenados durarán para siempre (Apoc., xiv,11; xix,3; xx,10). Hay justos por siempre como hay gozos en el cielo (Mat. Xxv, 46). Cristo dijo de Judas: “hubiera sido mejor para él, si este hombre no hubiera nacido” (Mateo, xxvi, 24). Pero esto no hubiese sido verdadero si Judas no hubiese sido liberado del infierno y admitido a la felicidad eterna. Nuevamente Dios dice de los condenados: “Su gusano no muere y su fuego no se apaga” (Is., lxvi, 24; Mark ix, 43, 45, 47). El fuego del infierno es llamado repetidamente eterno e inextinguible. Los condenados padecen la cólera de Dios (Juan iii, 36); son naves de la Divina cólera (Rom. Ix, 22); ellos no poseerán el Reino de Dios ( I Cor., vi,10; Gal. V, 21) etc. Las objeciones aducidas desde la Escrituras contra esta doctrina, son tan insignificantes que no valen la pena discutirlas en detalle. La enseñanza de los Padres no es menos clara y decisiva (cito Patavius, “De Angelis”, III, viii). Nosotros simplemente traemos a colación el testimonio de los mártires que a menudo declararon que estaban contentos con sufrir dolor de breve duración con tal de escapar de los eternos tormentos; e.g. “Martyrium Polycarpi”, c. ii (cf. Atzberger, “Geschichte”, II, 612 sqq.). Es verdad que Orígenes cayó en el error en este punto y precisamente por este error fué condenado por la Iglesia (Canones adv. Origenem ex Justiniani libro adv. Origen., can. ix; Hardouin, III, 279 E; Denz., n. 211). En vanos fueron los intentos hechos para socavar la autoridad de estos cánones (cf. Dickamp, “Die origenistischen Streitigkeiten”, Münster, 1899, 137). Por lo demás, incluso en Orígenes encontramos las enseñanzas ortodoxas sobre la eternidad de las penas del infierno; puesto que en sus palabras, la fe Cristiana ha sido una y otra vez victoriosa sobre el filósofo dubitativo. Gregorio de Nisa pareciera haber favorecido los errores de Orígenes; muchos, sin embargo, creen que sus declaraciones pueden ser mostradas como en armonía con la doctrina Católica. Pero las sospechas que han sido imputadas sobre ciertos pasajes de Gregorio de Nazianzo y Jerome decididamente no tienen justificación (cf. Pesch, “Theologische Zeitfragen”, 2nd series, 190 sqq.). La Iglesia profesa su fe en la eternidad de los dolores del infierno en términos claros en el Credo Atanasio (Denz., nn. 40) en decisiones doctrinales auténticas (Denz, nn. 211, 410, 429, 807, 835, 915), y en incontables pasajes de su liturgia; ella nunca ora por los condenados. Por lo tanto, más allá de la posibilidad de duda, la Iglesia expresamente enseña la eternidad de las penas del infierno como una verdad de fe que nadie puede negar o cuestionar sin caer en manifiesta herejía.
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Pero ¿cuál es la actitud de mera razón hacia esta doctrina? Así como Dios debe designar algún término fijo para el tiempo del juicio, luego del cual el justo entrará en segura posesión de una felicidad que nunca jamás perderá en toda la eternidad, así también es apropiado que luego de la expiración de ese término, al malvado le será cortada toda esperanza de conversión y felicidad. En cuanto a la malicia de los hombres no puede forzar a Dios a prolongar el tiempo destinado de prueba y darles una y otra vez, sin fin, el poder de decidir sus suertes por la eternidad. Cualquier obligación de actuar de esta manera, sería indigno de Dios, porque lo haría dependiente del capricho de la malicia humana, quitaría gran parte de eficiencia a sus amenazas y ofrecería a la presunción humana la más amplia visión y el mas fuerte incentivo. Dios actualmente ha destinado el fin de esta vida presente, o el momento de la muerte, como el término de la prueba del hombre.
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.Porque en ese momento, se produce en nuestra vida, un cambio esencial y momentáneo; del estado de unión con el cuerpo, el alma pasa a otra vida. Ningún instante de nuestra vida es tan agudamente definido por su importancia. Por lo tanto, podemos concluir que la muerte es el fin de nuestra prueba; porque es convenido que nuestro juicio deberá terminar en un momento de nuestra existencia tan prominente y significante de manera de ser fácilmente percibido por todo hombre. Consecuentemente, es la creencia de toda la gente que la retribución eterna se dispensa inmediatamente después de la muerte. Esta convicción de la humanidad es una prueba adicional de nuestra tesis. Finalmente, la preservación del orden moral y social no estaría suficientemente procurado si los hombres supieran que el momento del juicio continuará después de la muerte.
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Muchos creen que la razón no puede dar ninguna prueba concluyente de la eternidad de las penas del infierno, aunque puede mostrar someramente que esta doctrina no entraña ninguna contradicción. Siendo que la Iglesia no ha tomado ninguna decisión sobre este punto, cada cual es completamente libre de asumir esta opinión. Como es aparente, el autor de este artículo no la sostiene. Admitimos que Dios pudo haber extendido el momento del juicio mas allá de la muerte; sin embargo, de haberlo hecho, habría permitido al hombre saber sobre ello y habría hecho las correspondientes provisiones para el mantenimiento del orden moral en esta vida. Podríamos además admitir que no es intrínsecamente imposible para Dios aniquilar al pecador luego de cierta cantidad de castigo, pero esto estaría menos conforme con la naturaleza del alma inmortal del hombre; y, en segundo término, no conocemos ningún hecho que nos haga tener derecho de suponer que Dios actuaría de tal manera. La objeción radica en que no hay proporcionalidad entre el breve momento del pecado y un castigo eterno. ¿Pero porqué no?. Ciertamente, admitimos una proporción entre un buen fruto momentáneo y su premio eterno, pero no, es verdad, una proporción de duración sino una proporción entre la ley y sus sanciones apropiadas. Nuevamente, el pecado es una ofensa contra la autoridad infinita de Dios, y el pecador está de alguna manera, conciente de esto, aunque imperfectamente. Consecuentemente, en el pecado hay una aproximación a la malicia infinita la cual merece castigo eterno. Finalmente, debemos recordar que, aunque el acto de pecar es breve, la culpa del pecado se mantiene para siempre; porque en la próxima vida, el pecador nunca da la espalda a su pecado por una conversión sincera. Además, se objeta que el único objeto del castigo deba ser la reforma del que hace el mal. Esto no es verdad. Además del castigo inflingido para corregir, también hay castigos para la satisfacción de la justicia. Pero la justicia demanda que quien se desvíe del camino correcto en su busca de la felicidad, no encuentre su felicidad, sino que la pierda. La eternidad de las penas del infierno responde a esta demanda por justicia. Y, además, el temor al infierno en realidad no detiene a muchos del pecado; y, sin embargo, y en tanto es una amenaza de Dios, el castigo eterno también sirve a la reforma de las morales. Pero, si Dios amenaza al hombre con las penas del infierno, El debe también llevar a cabo Su amenaza si el hombre no observa evitando pecar.
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Para resolver otras objeciones, debemos hacer notar:
  • Dios no es sólo infinitamente bueno, sino que infinitamente sabio y santo.
  • Nadie es echado al infierno sino lo merece total y enteramente.
  • El pecador persevera por siempre en su mala disposición.

No debemos considerar el castigo eterno del infierno como una serie de términos distintos y separados de castigo, como si Dios fuera por siempre una y otra vez pronunciando una nueva sentencia e inflingiendo nuevas penas y como si El nunca pudiera satisfacer su deseo de venganza. El infierno es, especialmente a los ojos de Dios, una unidad una e indivisible; no es sino una sentencia y una pena. Podríamos representarnos un castigo de intensidad indescriptible como en cierto sentido al equivalente a un castigo eterno, lo que nos podría ayudar a ver mejor cómo Dios permite al pecador caer al infierno – cómo un hombre que hace tabla rasa de todas las advertencias Divinas, quien falla aprovechándose de toda la paciente indulgencia que Dios le ha mostrado, y quien en desenfrenada desobediencia esta absolutamente inclinado raudo hacia el castigo eterno, lo que es finalmente permitido por la justa indignación de Dios de caer al infierno. En sí mismo, el dogma católico no rechaza el suponer que Dios pueda, a veces, por vía de excepción, liberar un alma del infierno. Por lo tanto, algunos argumentan con una falta interpretación de la I de Pedro 3:19 y sgts., que Cristo liberó a varias almas condenadas con ocasión de Su descenso al infierno. Otros fueron mal guiados por cuentos no confiables en la creencia que las plegarias de Gregorio el Grande rescataron al Emperador Trajano del infierno. Pero ahora los teólogos son unánimes en enseñar que tales excepciones nunca ocurrieron y nunca ocurrirán, una enseñanza que bien puede ser aceptada. Si esto es verdad, ¿cómo puede la Iglesia orar en el Ofertorio de la misa por los muertos: “Libera animas omnium fidelium defunctorum de poenis inferni et de profundo lacu” etc.? Muchos piensan que la Iglesia usa estas palabras para designar el purgatorio. Sin embargo, pueden ser explicadas con mayor rapidez, si tomamos en cuenta el espíritu peculiar de la liturgia de la Iglesia; a veces ella refiere sus plegarias no al tiempo que son dichas, sino al tiempo por el cual son dichas. Por lo tanto, el ofertorio en cuestión se refiere al momento cuando el alma está por abandonar el cuerpo, aunque es positivamente dicha algún tiempo después de tal momento; como si actualmente estuviera en el lecho de muerte del creyente, el sacerdote implora a Dios de liberar las almas del infierno. Pero sea cual sea la explicación que preferimos, esto permanece cierto, que, al decir este ofertorio, la Iglesia intenta implorar sólo aquellas gracias que el alma aún es capaz de recibir, a saber, la gracia de una muerte feliz o la liberación del purgatorio.

Impenitencia de los Condenados

Los condenados están ratificados en el mal; cada acto de su voluntad es maligno e inspirado en el odio a Dios. Esta es la enseñanza común de la teología; Santo Tomás lo establece en varios pasajes. Sin embargo, algunos han mantenido la opinión que, aunque los condenados no pueden realizar ninguna acción sobrenatural, todavía son capaces de realizar, de vez en cuando algún hecho naturalmente bueno; hasta ahora, la Iglesia no ha condenado esta opinión. El autor de este artículo sostiene que la enseñanza común es la verdadera; porque en el infierno, la separación del poder santificante del amor Divino, es total. Muchos afirman que esta inhabilidad de hacer buenas obras es física, y asignan el impedimento de toda gracia como su causa próxima; al hacer esto, toman el término gracias en su significado más amplio, es decir, toda cooperación Divina tanto en buenas acciones naturales como sobrenaturales. Entonces, los condenados nunca pueden escoger entre actuar fuera del amor de Dios y la virtud y actuar fuera del odio a Dios. El odio es el único motivo en su poder; y no tienen otra alternativa que aquella de mostrar su odio a Dios escogiendo una acción maligna por sobre otra. La última y real causa de su impenitencia es el estado de pecado que libremente escogen como su porción sobre la tierra y sobre la cual pasaron, sin conversión, a la otra vida y a ese estado de permanencia (status termini) por naturaleza debido a criaturas racionales y a una actitud de mente incambiable. Bastante en consonancia con su estado final, Dios les otorga solo aquella cooperación que corresponde a la actitud que libremente escogieron como suya en esta vida. Por esto, los condenados no pueden sino odiar a Dios y hacer el mal, mientras que el justo en el cielo o en el purgatorio, es inspirado solamente por amor a Dios, no pueden sino hacer el bien. Por lo tanto, también, las obras de los reprobados, en tanto están inspiradas en el odio a Dios, no son pecados formales, sino solo materiales, porque son realizados sin el requisito de libertad para la imputabilidad moral. El pecado formal que comete el reprobado es solo aquel que, cuando de entre varias acciones en su poder, deliberadamente escoge aquella que contiene la mayor malicia. Por tales pecados formales, los condenados no incurren en ningún aumento esencial de castigo, porque en el estado final la misma posibilidad y el permiso Divino de pecar son en sí mismos un castigo y, más aún, una sanción de la ley moral podría parecer bastante sin sentido.

De lo que se ha dicho se sigue que el odio que las almas perdidas tienen hacia Dios, es voluntario sólo en su causa; y la causa es el pecado deliberado el cual fue cometido en la tierra y por el cual merecieron reprobación. Es también obvio que Dios no es responsable por los pecados materiales de odio de los reprobados porque si les otorga Su cooperación en sus actos pecaminosos como también si les rehúsa toda motivación al bien, El actúa bastante de acuerdo con la naturaleza de su estado. Por lo tanto, sus pecados no son más imputables a Dios que las blasfemias de un hombre en un estado de total intoxicación, aunque no son proferidas sin la asistencia Divina. El reprobado lleva consigo la primera causa de impenitencia; es la culpa del pecado que ha cometido en la tierra y con el cual ha pasado a la eternidad. La causa próxima de impenitencia en el infierno es que Dios deniega toda gracia y todo impulso por el bien. No sería intrínsecamente imposible para Dios llevar a los condenados al arrepentimiento; aunque tal curso sería mantenerlos fuera del estado de reprobación final. La opinión que el rechazo Divino a toda gracia y de motivación al bien es la causa próxima de impenitencia, es sostenida por muchos teólogos, y en particular por Molina. Suárez la considera probable. Scoto y Vásquez sostienen puntos de vista similares. Incluso los Padres y Santo Tomás pueden ser entendidos en este sentido. Es por esto que Santo Tomás enseña (De verit., Q. xxiv, a.10) que la causa principal de impenitencia es la justicia Divina la cual rehúsa dar a los condenados toda gracia. Sin embargo, muchos teólogos p.ej. Suárez, defiende la opinión que los condenados son solo moralmente incapaces de bien; tienen el poder físico, pero las dificultades en sus caminos son tan grandes que nunca podrán ser superadas. Los condenados nunca pueden desviar su atención de sus horrendos tormentos, y al mismo tiempo saben que han perdido toda esperanza. Por ello, la desesperanza y el odio a Dios, su justo Juez, es casi inevitable e incluso el más mínimo buen impulso se torna moralmente imposible. La Iglesia aún no ha decidido esta cuestión. El autor del presente artículo, se inclina por la opinión de Molina. Pero, si los condenados con impenitentes, ¿como pueden las Escrituras (Sabiduría, v) decir que se arrepienten de su pecado? Deploran con la mayor intensidad el castigo, pero no la malicia del pecado; a esto se aferran mas tenazmente que nunca. Si tuvieran la oportunidad, cometerían el pecado de nuevo, sin duda no por su gratificación, la cual encuentran ilusoria, sino por cabal odio a Dios. Se sienten avergonzados de su insensatez por buscar la felicidad en el pecado, pero no de la malicia del pecado en sí mismo (St. Tomás, Teol. comp., c. cxxv).

Poena Damni

La poena damni, o dolor de pérdida, consiste en la pérdida de visión beatífica y por ello, en una separación total de todos los poderes del alma de Dios, no pudiendo encontrar siquiera la menor paz o descanso. Es acompañado por la pérdida de todo don sobrenatural; pérdida de fe. Los caracteres impresos por los sacramentos solo permanecen para mayor confusión de quien los lleva. El dolor de pérdida no es la mera ausencia de bienaventuranza superior, sino que también es el dolor positivo más intenso. El vacío total del alma hecha para el disfrute de la verdad infinita y bondad infinitas, causa en el reprobado una angustia inconmensurable. Su conciencia que Dios, sobre Quien depende completamente, es su enemigo, es abrumadora. Su conciencia de haber perdido por su propio desatino, por incumplimiento las más altas bendiciones por placeres transitorios e ilusorios, los humilla y deprime más allá de toda medida. El deseo de felicidad, inherente en su misma naturaleza, completamente insatisfecho y ya sin la capacidad de encontrar ninguna compensación por la pérdida de Dios por el placer ilusorio, los deja completamente miserables. Más aún, están plenamente concientes que Dios es infinitamente feliz y por lo tanto su odio y deseo impotente de injuriarlo los llena de extrema amargura. Y lo mismo es cierto en relación con todos los amigos de Dios que disfrutan la gloria del cielo. El dolor de pérdida es la misma esencia del castigo eterno. Si los condenados contemplaran cara a cara a Dios, el infierno mismo, empero su fuego, sería una especie de cielo. De tener ellos alguna unión con Dios, aunque no sea precisamente unión de visión beatífica, el infierno ya no sería infierno, sino una especie de purgatorio. Y, sin embargo, el dolor de pérdida no es sino la consecuencia natural de aquella aversión a Dios que yace en la naturaleza de todo pecado mortal.

Poena Sensus

El poena sensus, o dolor de sentido, consiste en el tormento del fuego, tan frecuentemente mencionado en la Sagrada Biblia. De acuerdo a la gran mayoría de los teólogos, el término fuego, denota un fuego material, y por lo tanto, fuego real. Sostenemos estas enseñanzas como absolutamente verdaderas y correctas. Sin embargo, no debemos olvidar dos cosas: De Catarinus (m. 1553) hasta nuestros tiempos no han habido teólogos deficientes que interpreten el término fuego de las Escrituras en forma metafórica, como denotando un fuego incorpóreo; y en segundo lugar, hasta ahora la Iglesia no ha censurado su opinión. Algunos de los Padres también pensaron en una explicación metafórica. Sin embargo, las Escrituras y la tradición hablan una y otra vez del fuego del infierno, y no hay suficientes razones para considerar el término como una mera metáfora. Se argumenta: ¿Cómo puede un fuego material atormentar demonios o almas humanas antes de la resurrección del cuerpo? Pero, si nuestra alma está así unida al cuerpo como para ser profundamente sensible al dolor del fuego, ¿porqué el Dios omnipotente es incapaz de enlazar incluso los espíritus puros a alguna sustancia material de tal manera que sufran un tormento mas o menos similar al dolor del fuego el cual el alma puede sentir en la tierra? La respuesta indica, en la medida de lo posible, cómo debemos formarnos una idea del dolor del fuego el cual sufren los demonios. Los teólogos han elaborado varias teorías sobre este tema, las cuales, sin embargo, no deseamos detallar aquí (el actual estudio de Franz Schmid “Quaestiones selectae ex theol. dogm.”, Paderborn, 1891, q. iii; también Guthberlet, “Die poena sensus” en “Katholik”, II, 1901, 305 sqq., 385 sqq.). Es bastante superfluo agregar que la naturaleza del fuego infernal es diferente de aquel de nuestra vida ordinaria; por ejemplo, continua quemando sin la necesidad de renovar constantemente la provisión de combustible. Queda bastante indeterminado ¿cómo podemos formarnos un concepto en detalle?; nosotros sabemos meramente que es corpóreo. Los demonios sufren el tormento del fuego incluso cuando, por permiso Divino abandonan los confines del infierno y rondan sobre la tierra. ¿Cómo sucede esto?, es incierto. Podemos asumir que se mantienen encadenados inseparablemente a una porción de ese fuego. El dolor de sentido es la consecuencia natural de aquel desordenado recodo en las creaturas las cuales están involucradas en todo pecado mortal. Conviene decir que quien busca placer prohibido debe encontrar dolor como recompensa.. (Cf. Heuse, “Das Feuer der Hölle” en “Katholik”, II, 1878, 225 sqq., 337 sqq., 486 sqq., 581 sqq.; “Etudes religieuses”, L, 1890, II, 309, report of an answer of the Poenitentiaria, 30 April, 1890; Knabenbauer, “In Matth., xxv, 41”.)

Dolores Accidentales de los Condenados

De acuerdo con los teólogos, los dolores de pérdida y el dolor de sentido constituyen la esencia misma del infierno, el primero es, sin dudas por lejos la parte más espantosa del castigo. Aunque los condenados también sufren varios castigos “accidentales”.

Así como los benditos en el cielo están libres de todo dolor, así también, por otro lado, los condenados nunca experimentan ni siquiera el menor placer real. En el infierno, la separación de la influencia bienaventurada del amor Divino ha llegado a su consumación. Los reprobados deben vivir en el seno de los condenados; y su estallido de odio o de reproche en que gozan de sus sufrimientos, y sus deformes presencias, son una siempre fresca fuente de tormento. La reunión del alma y el cuerpo luego de la Resurrección será un castigo especial para los reprobados, aunque no habrá ningún cambio esencial en el dolor de sentido que ya están sufriendo.

En cuanto a los castigos de los condenados por sus pecados veniales, ver Suarez, “De peccatis”, disp. vii, s. 4.

Características de las Penas del Infierno

  1. Las penas del infierno difieren en grado de acuerdo al demérito. Esto es cierto no solo en relación con el dolor de sentido, sino también al dolor de pérdida. Un mayor odio a Dios, una conciencia más vívida del abandono total de bondad Divina, una mayor inquietud por satisfacer el deseo natural de beatitud con cosas externas a Dios, un sentido más agudo de verguenza y confusión ante el desatino de haber buscado felicidad en el gozo terrenal – todo esto implica como su correlación una más completa y dolorosa separación de Dios.
  2. Las penas del infierno son esencialmente inmutables; no hay intermedios temporales o alivios pasajeros. Algunos Padres y teólogos, en particular el poeta Prudencio, expresó la opinión que en algunos determinados días Dios otorga a los condenados cierto respiro y que además de esto, las plegarias de los creyentes les obtienen para ellos otros intervalos de descansos ocasionales. La Iglesia nunca ha condenado esta opinión en términos expresos. Pero ahora los teólogos están justa y unánimemente rechazándola. Santo Tomás la condena severamente (In IV Sent., dist. xlv, Q. xxix, cl.1). [Cf. Merkle, “Die Sabbatruhe in der Hölle” in “Romische Quartalschrift” (1895), 489 sqq.; ver también Prudencio.]
    Sin embargo, no están excluidos, los cambios accidentales en las penas del infierno. Así puede ser que los reprobados sean a veces más y a veces menos atormentados por sus alrededores. Especialmente luego del último juicio habrá un aumento accidental en el castigo; porque nunca jamás se les permitirá a los demonios abandonar los confines del infierno sino que serán finalmente prisioneros por toda la eternidad y las almas de los hombres reprobados serán atormentadas en unión con sus cuerpos deformes.
  3. El infierno es el estado de la más grande y completa desgracia, como es evidente luego de todo lo que se ha dicho. Los condenados no tienen ninguna especie de gozo, y les hubiera sido mejor para ellos, no haber nacido (Mat., xxvi, 24). No hace mucho tiempo, Mivart (El Siglo Diecinueve, Dic, 1892., Febr. y Abr., 1893) defendió la opinión que las penas podrían decrecer con el tiempo y que al final su sino sería tan extremadamente triste; que finalmente alcanzarían cierta felicidad y preferirían la existencia a la aniquilación; y aunque continuarían aún sufriendo el castigo simbólicamente descrito como un fuego por la Biblia, aún así no podrían odiar a Dios más y el más desafortunado entre ellos sería más feliz que muchos empobrecidos en esta vida. Es bastante obvio que todo esto es opuesto a las Escrituras y a las enseñanzas de la Iglesia. Los artículos citados condenados por la Congregación del Indice del Santo Oficio el 14 y 19 de Julio de 1893 (cf. “Civiltà Cattolia”, I, 1893, 672).

PETER LOMBARD, IV sent., dist. xliv, xlvi, y sus comentaristas; STO. TOMAS, I:64 y Suplemento 9:97, y sus comentaristas; SUAREZ, De Angelis, VIII; PATUZZI, De futuro impiorum statu (Verona, 1748-49; Venecia, 1764); PASSAGLIA, De aeternitate poenarum deque igne inferno (Rome, 1854); CLARKE, Eternal Punishment and Infinite Love in The Month, XLIV (1882), 1 sqq., 195 sqq., 305 sqq.; RIETH, Der moderne Unglaube und die ewigen Strafen in Stimmen aus Maria-Laach, XXXI (1886), 25 sqq., 136 sqq.; SCHEEBEN-KÜPPER, Die Mysterien des Christenthums (2nd ed., Freiburg, 1898), sect. 97; TOURNEBIZE, Opinions du jour sur les peines d'Outre-tombe (Paris, 1899); JOS. SACHS, Die ewige Dauer der Höllenstrafen (Paderborn, 1900); BILLOT, De novissimis (Rome, 1902); PESCH, Praelect. dogm., IX (2nd. ed., Freiburg, 1902), 303 sqq.; HURTER, Compendium theol. dogm., III (11th ed., Innsbruck, 1903), 603 sqq.; STUFLER, Die Heiligkeit Gottes und der ewige Tod (Innsbruck, 1903); SCHEEBEN-ATZBERGER, Handbuch der kath. Dogmatik, IV (Freiburg, 1903), sect. 409 sqq.; HEINRICH-GUTBERLET, Dogmatische Theologie, X (Münster, 1904), sect. 613 sqq.; BAUTZ, Die Hölle (2nd. ed., Mainz, 1905); STUFLER, Die Theorie der freiwilligen Verstocktheit und ihr Verhältnis zur Lehre des hl. Thomas von Aquin (Innsbruck, 1905); varios manuales recientes de teología dogmática (POHLE, SPECHT, etc.); HEWIT, Ignis Æternus in The Cath. World, LXVII (1893), 1426; BRIDGETT in Dub. Review, CXX (1897), 56-69; PORTER, Eternal Punishment en The Month, July, 1878, p. 338.

JOSEPH HONTHEIM .Transcrito por Michael T. Barrett Dedicado a las Pobres Almas del Purgatorio Traducido por Carolina Eyzaguirre A.

Selección de imágenes: José Gálvez Krüger

Fuente de las imágenes: Google books.[1]

Edición de imágenes: Juan Manuel Parra.