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Jueves, 28 de marzo de 2024

Diferencia entre revisiones de «Halloween es la apoteosis del nihilismo, el triunfo del agnosticismo, y la antesala del ateísmo»

De Enciclopedia Católica

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La simbología de la liturgia de difuntos, por otra parte, es muy significativa (o lo era antes de que el prurito de novedades invadiera los templos). Los ornamentos de color negro representan el luto y el dolor natural que la muerte siembra en el corazón humano. La Iglesia, sabiamente, no disimula, sino que asume visiblemente esa realidad tan tremendamente humana. Sin embargo, atenúa su rigor con los galones plateados (o dorados) que guarnecen las sagradas vestiduras y demás paños del ajuar litúrgico y que están a significar la luz de la esperanza, a la que alude el prefacio de difuntos: “así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad”. El túmulo o catafalco que se alza en medio de la nave de la iglesia, frente al altar, simboliza –cuando no se trata de misa "de corpore insepulto"– la presencia moral del difunto o difuntos por quienes se oficia la misa, con lo cual se hace patente el dogma de la comunión de los santos: la unión visible de la Iglesia purgante con la militante y la triunfante y la comunicación de méritos de estas dos últimas a favor de la primera. Los cirios de cera amarilla (sin refinar) del altar aluden al estado del alma en purgación, que necesita purificarse (blanquearse) antes de ir a la gloria. Incluso los elementos que podrían juzgarse más lúgubres y de cierto mal gusto y que han ido desapareciendo con el tiempo (como calaveras y huesos) tenían, en el contexto del rito católico, un significado espiritual: la mortalidad de nuestra condición humana (según una tradición muy antigua, la cruz en la que murió Jesucristo fue alzada en el lugar donde se hallaban enterrados los huesos de Adán, de ahí el nombre de monte Calvario o de la Calavera y el que en los crucifijos de difuntos se incluya a los pies un cráneo y dos tibias cruzadas). Ésta es, en resumen, la mentalidad cristiana con la que hay que honrar a los difuntos.
 
La simbología de la liturgia de difuntos, por otra parte, es muy significativa (o lo era antes de que el prurito de novedades invadiera los templos). Los ornamentos de color negro representan el luto y el dolor natural que la muerte siembra en el corazón humano. La Iglesia, sabiamente, no disimula, sino que asume visiblemente esa realidad tan tremendamente humana. Sin embargo, atenúa su rigor con los galones plateados (o dorados) que guarnecen las sagradas vestiduras y demás paños del ajuar litúrgico y que están a significar la luz de la esperanza, a la que alude el prefacio de difuntos: “así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad”. El túmulo o catafalco que se alza en medio de la nave de la iglesia, frente al altar, simboliza –cuando no se trata de misa "de corpore insepulto"– la presencia moral del difunto o difuntos por quienes se oficia la misa, con lo cual se hace patente el dogma de la comunión de los santos: la unión visible de la Iglesia purgante con la militante y la triunfante y la comunicación de méritos de estas dos últimas a favor de la primera. Los cirios de cera amarilla (sin refinar) del altar aluden al estado del alma en purgación, que necesita purificarse (blanquearse) antes de ir a la gloria. Incluso los elementos que podrían juzgarse más lúgubres y de cierto mal gusto y que han ido desapareciendo con el tiempo (como calaveras y huesos) tenían, en el contexto del rito católico, un significado espiritual: la mortalidad de nuestra condición humana (según una tradición muy antigua, la cruz en la que murió Jesucristo fue alzada en el lugar donde se hallaban enterrados los huesos de Adán, de ahí el nombre de monte Calvario o de la Calavera y el que en los crucifijos de difuntos se incluya a los pies un cráneo y dos tibias cruzadas). Ésta es, en resumen, la mentalidad cristiana con la que hay que honrar a los difuntos.
  
Pero hete aquí que, de un tiempo a esta parte nos ha invadido una moda típicamente anglosajona de origen céltico: Halloween. La palabra denuncia su primitiva connotación religiosa: “All Hallow’s Eve” (la víspera de Todos los Santos). Pero la corrupción del vocablo es índice de la degeneración del sentido original de la conmemoración. De celebrar a los Santos y recordar a los difuntos se ha pasado a festejar a las fuerzas ocultas, personificadas en las brujas consideradas como seres maléficos. Halloween podría pasar como un inocente divertimento infantil (que eso fue en su origen) si no fuera por toda la carga ya no sólo pagana sino claramente anticristiana que ha ido adquiriendo y conlleva. A veces las celebraciones de esta “noche de brujas” traspasan el mero pretexto para el disfraz tétrico y se convierten en auténticos aquelarres, con toda la parafernalia de reminiscencias infernales. El culto de los muertos no tiene aquí un objetivo piadoso: es la exaltación del horror macabro gratuito, sin el menor atisbo de esperanza, con sus cortejos de zombis o muertos vivientes que llevan en sí las señales de la desfiguración, la putrefacción y la delicuescencia (que no nos llevan a reflexionar sobre lo efímero de la existencia terrena para proyectarnos a lo trascendente, sino que hacen que nos recreemos inanemente en el patetismo más materialista, dicen que para liberar adrenalina). Los cementerios no se nos representan como lugares de reposo a la espera de la resurrección, sino como antros de terror, propicios al crimen impune y los actos más espeluznantes. Halloween acaba resultando la apoteosis del nihilismo, el triunfo del agnosticismo, la antesala del ateísmo; pues nos presenta la muerte como algo terrorífico, después de lo cual parece no haber nada, ni el menor asomo de Dios.
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Pero hete aquí que, de un tiempo a esta parte nos ha invadido una moda típicamente anglosajona de origen céltico: Halloween. La palabra denuncia su primitiva connotación religiosa: “All Hallow’s Eve” (la víspera de Todos los Santos). Pero la corrupción del vocablo es índice de la degeneración del sentido original de la conmemoración. De celebrar a los Santos y recordar a los difuntos se ha pasado a festejar a las fuerzas ocultas, personificadas en las brujas consideradas como seres maléficos. Halloween podría pasar como un inocente divertimento infantil (que eso fue en su origen) si no fuera por toda la carga ya no sólo pagana sino claramente anticristiana que ha ido adquiriendo y conlleva. A veces las celebraciones de esta “noche de brujas” traspasan el mero pretexto para el disfraz tétrico y se convierten en auténticos aquelarres, con toda la parafernalia de reminiscencias infernales. El culto de los muertos no tiene aquí un objetivo piadoso: es la exaltación del horror macabro gratuito, sin el menor atisbo de [[esperanza]], con sus cortejos de zombis o muertos vivientes que llevan en sí las señales de la desfiguración, la putrefacción y la delicuescencia (que no nos llevan a reflexionar sobre lo efímero de la existencia terrena para proyectarnos a lo trascendente, sino que hacen que nos recreemos inanemente en el patetismo más materialista, dicen que para liberar adrenalina). Los cementerios no se nos representan como lugares de reposo a la espera de la [[resurrección]], sino como antros de terror, propicios al crimen impune y los actos más espeluznantes. Halloween acaba resultando la apoteosis del nihilismo, el triunfo del agnosticismo, la antesala del ateísmo; pues nos presenta la muerte como algo terrorífico, después de lo cual parece no haber nada, ni el menor asomo de Dios.
  
Y es esto lo que nosotros (los penúltimos uncidos al carro del capitalismo consumista) copiamos de los norteamericanos, tan meritorios por otros conceptos mucho más elevados. No imitamos las cosas buenas que tienen; nos quedamos con la bazofia y así contribuimos a la pérdida de nuestra identidad católica, que llevará tarde o temprano, si Dios no lo remedia, a la pérdida total de la Fe. Es un signo más de los tiempos: signo de esa apostasía anunciada por Pablo y que parece ser que toca muy de lleno a nuestro ex católico pueblo.
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Y es esto lo que nosotros (los penúltimos uncidos al carro del capitalismo consumista) copiamos de los norteamericanos, tan meritorios por otros conceptos mucho más elevados. No imitamos las cosas buenas que tienen; nos quedamos con la bazofia y así contribuimos a la pérdida de nuestra identidad católica, que llevará tarde o temprano, si Dios no lo remedia, a la pérdida total de la [[Fe]]. Es un signo más de los tiempos: signo de esa apostasía anunciada por Pablo y que parece ser que toca muy de lleno a nuestro ex católico pueblo.
  
 
'''Rodolfo Vargas Rubio'''
 
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'''Universidad Nacional Mayor de San Marcos'''
 
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Revisión de 00:11 31 oct 2022

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Hasta hace no mucho, la vigilia del Día de Todos los Santos se celebraba con un gran sentido cristiano en toda España (y en el mundo hispanoamericano). En general, era un día en el que se ayunaba y se observaba la abstinencia, de acuerdo con la costumbre de preparar mediante la penitencia las grandes festividades del calendario litúrgico. Era también una anticipación de la conmemoración de los Fieles Difuntos, que, siendo el día dedicado especialmente a la Iglesia Purgante, iba unido a la celebración de la Iglesia Triunfante. De ahí que el 31 de octubre sea una fecha con referencias peculiares a los novísimos.

Una tradición –no por relativamente tardía (pues data del Romanticismo) menos significativa– hacía que no hubiera vigilia del 1º de noviembre ni día de los difuntos sin representación del "Don Juan Tenorio" de Zorrilla en diversos puntos de la geografía española (los tiempos modernos trajeron las transmisiones del drama por radio y televisión). Esta pieza es, en muchos aspectos, original respecto de las otras versiones del mito que hizo célebre nuestro Tirso de Molina. Mientras éste, Molière y Da Ponte (en el libreto que sirvió a Mozart para su genial Don Giovanni) hablan de castigo inexorable, Zorrilla nos presenta la Misericordia Divina en su expresión más extrema: perdonando al réprobo en el último segundo, en virtud de aquel “punto de penitencia” que casi impone la gracia al libre arbitrio humano. Don Juan Tenorio se hace odioso desde el principio hasta la última escena, en la que una Doña Inés transfigurada surge de entre la macabra fantasmagoría que preludia el desastre final del libertino y lo redime contra todo pronóstico y expectativa, cuando podría levantar con toda justicia el primer y más contundente dedo acusador contra él. Este drama, en el que aparentemente triunfa el descaro más oportunista, es, sin embargo, profundamente católico. Habla fundamentalmente de esperanza, aun cuando hasta ésta parece perdida sin remedio; de esa esperanza teologal que es un deber ineludible para todo cristiano y cuya falta es imperdonable (la desesperación de salvarse es un pecado contra el Espíritu Santo, es decir, de aquellos que no tendrán remisión “ni en este siglo ni en le venidero”). El "Don Juan Tenorio" es un recordatorio de los novísimos o postrimerías, pero es un recordatorio cargado de la esperanza cristiana. Por muy negras y densas que se muestren las tinieblas que envuelven el destino del pecador, en el fondo brilla una luz: “et lux in tenebris lucet”.

En tierras españolas se usa comer por estas calendas castañas y boniatos asados, los postres típicos del otoño, que tienen un extraordinario simbolismo religioso. Tanto unas como otros parecen cosas muertas e inertes, tienen aspecto de piedras. Sin embargo, ¡qué delicia encierran en su interior! El nutrimento que sostiene la existencia. Representan la vida que late bajo las apariencias de la muerte. Los boniatos (tubérculos oriundos de Perú, donde se les llama “camotes”) se cosechan de la tierra, evocando lo que dice San Pablo de la resurrección: "sembramos corrupción y recogemos incorrupción”. Las castañas asadas, además, son una hermosa figura del sepulcro. Las rajas que se les practican al meterlas al horno representan las losas rotas de las tumbas, de las que se levantarán en el último día los cuerpos resucitados. Es nuestra versión autóctona de los huevos de Pascua, tan populares entre los Orientales y que también evocan la vida bajo el cascarón frío y duro como la muerte. Los catalanísimos panellets, hechos de pasta de patata (dígase lo mismo que del boniato), almendra y piñones (frutos secos que, semillas al fin y al cabo, son portadores de vida) son también elementos culinarios cargados de simbolismo católico.

La simbología de la liturgia de difuntos, por otra parte, es muy significativa (o lo era antes de que el prurito de novedades invadiera los templos). Los ornamentos de color negro representan el luto y el dolor natural que la muerte siembra en el corazón humano. La Iglesia, sabiamente, no disimula, sino que asume visiblemente esa realidad tan tremendamente humana. Sin embargo, atenúa su rigor con los galones plateados (o dorados) que guarnecen las sagradas vestiduras y demás paños del ajuar litúrgico y que están a significar la luz de la esperanza, a la que alude el prefacio de difuntos: “así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad”. El túmulo o catafalco que se alza en medio de la nave de la iglesia, frente al altar, simboliza –cuando no se trata de misa "de corpore insepulto"– la presencia moral del difunto o difuntos por quienes se oficia la misa, con lo cual se hace patente el dogma de la comunión de los santos: la unión visible de la Iglesia purgante con la militante y la triunfante y la comunicación de méritos de estas dos últimas a favor de la primera. Los cirios de cera amarilla (sin refinar) del altar aluden al estado del alma en purgación, que necesita purificarse (blanquearse) antes de ir a la gloria. Incluso los elementos que podrían juzgarse más lúgubres y de cierto mal gusto y que han ido desapareciendo con el tiempo (como calaveras y huesos) tenían, en el contexto del rito católico, un significado espiritual: la mortalidad de nuestra condición humana (según una tradición muy antigua, la cruz en la que murió Jesucristo fue alzada en el lugar donde se hallaban enterrados los huesos de Adán, de ahí el nombre de monte Calvario o de la Calavera y el que en los crucifijos de difuntos se incluya a los pies un cráneo y dos tibias cruzadas). Ésta es, en resumen, la mentalidad cristiana con la que hay que honrar a los difuntos.

Pero hete aquí que, de un tiempo a esta parte nos ha invadido una moda típicamente anglosajona de origen céltico: Halloween. La palabra denuncia su primitiva connotación religiosa: “All Hallow’s Eve” (la víspera de Todos los Santos). Pero la corrupción del vocablo es índice de la degeneración del sentido original de la conmemoración. De celebrar a los Santos y recordar a los difuntos se ha pasado a festejar a las fuerzas ocultas, personificadas en las brujas consideradas como seres maléficos. Halloween podría pasar como un inocente divertimento infantil (que eso fue en su origen) si no fuera por toda la carga ya no sólo pagana sino claramente anticristiana que ha ido adquiriendo y conlleva. A veces las celebraciones de esta “noche de brujas” traspasan el mero pretexto para el disfraz tétrico y se convierten en auténticos aquelarres, con toda la parafernalia de reminiscencias infernales. El culto de los muertos no tiene aquí un objetivo piadoso: es la exaltación del horror macabro gratuito, sin el menor atisbo de esperanza, con sus cortejos de zombis o muertos vivientes que llevan en sí las señales de la desfiguración, la putrefacción y la delicuescencia (que no nos llevan a reflexionar sobre lo efímero de la existencia terrena para proyectarnos a lo trascendente, sino que hacen que nos recreemos inanemente en el patetismo más materialista, dicen que para liberar adrenalina). Los cementerios no se nos representan como lugares de reposo a la espera de la resurrección, sino como antros de terror, propicios al crimen impune y los actos más espeluznantes. Halloween acaba resultando la apoteosis del nihilismo, el triunfo del agnosticismo, la antesala del ateísmo; pues nos presenta la muerte como algo terrorífico, después de lo cual parece no haber nada, ni el menor asomo de Dios.

Y es esto lo que nosotros (los penúltimos uncidos al carro del capitalismo consumista) copiamos de los norteamericanos, tan meritorios por otros conceptos mucho más elevados. No imitamos las cosas buenas que tienen; nos quedamos con la bazofia y así contribuimos a la pérdida de nuestra identidad católica, que llevará tarde o temprano, si Dios no lo remedia, a la pérdida total de la Fe. Es un signo más de los tiempos: signo de esa apostasía anunciada por Pablo y que parece ser que toca muy de lleno a nuestro ex católico pueblo.

Rodolfo Vargas Rubio

Universidad Nacional Mayor de San Marcos