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Viernes, 19 de abril de 2024

Deber

De Enciclopedia Católica

Revisión de 15:58 17 sep 2016 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones) (El Deber en la Ética Católica)

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Definición

La definición del término deber dada por los lexicógrafos es: "algo que se debe", "servicio obligatorio"; "algo que uno está obligado a realizar o evitar". En este sentido se habla de un deber, deberes; y, en general, la suma total de estos deberes se denota por el término abstracto en singular, el deber. La palabra se utiliza también para significar ese factor único de la conciencia que se expresa en las definiciones anteriores por "obligatorio", "unido", "tener que" y "obligación moral".

Analicemos este dato de la conciencia. Cuando, respecto a actos proyectados, uno toma la decisión “debo hacerlo”, las palabras expresan un juicio intelectual. Pero a diferencia de los juicios especulativos, éste se percibe como no meramente declaratorio, ni es simplemente preferencial; se afirma a sí mismo como imperativo y magisterial. Va acompañado de un sentimiento que impulsa a uno, a veces efectivamente, a veces ineficazmente, a ajustar su conducta con él. Presume que hay una manera correcta y una manera incorrecta abierta, y que la correcta es mejor o más digna que la errónea. Todos los juicios morales de este tipo son aplicaciones particulares de un juicio universal que se postula en cada uno de ellos: se ha de hacer lo correcto, se ha de evitar lo incorrecto.

Otro fenómeno de nuestra conciencia moral es que estamos conscientes de que la naturaleza ha constituido un orden jerárquico entre nuestros sentimientos, apetitos y deseos. Instintivamente sentimos, por ejemplo, que la emoción de la reverencia es superior y más noble que el sentido del humor; que es más digno de nosotros como seres racionales encontrar satisfacción en un drama noble que en observar una pelea de perros; que el sentimiento de la benevolencia es superior al del egoísmo. Además somos conscientes de que, a menos que se haya debilitado o atrofiado por la negligencia, el sentimiento que atiende a los juicios morales se afirma como el más alto de todos; despierta en nosotros el sentimiento de reverencia; y exige que todos los demás sentimientos y deseos, como motivos de acción, se reduzcan a la subordinación al juicio moral. Cuando la acción se ajusta a esta demanda, surge un sentimiento de auto-aprobación, mientras que un curso contrario es seguido por un sentimiento de auto-reproche. A partir de este análisis se puede exponer la teoría del deber de acuerdo con la ética católica.

El Deber en la Ética Católica

El camino de la actividad propia y congenial a todo ser es fija y determinada por la naturaleza que el ser posee. El orden cósmico que impregna todo el universo no humano está predeterminado en las naturalezas de la innumerable variedad de cosas que componen el universo. Para el ser humano, también, el curso de acción adecuado a él se indica mediante la constitución de su naturaleza. Una gran parte de su actividad es como la totalidad de los movimientos del mundo no humano, bajo la mano de hierro del determinismo; hay grandes clases de funciones vitales, sobre las que no tiene control volitivo; y su cuerpo está sujeto a las leyes físicas de la materia. Pero, a diferencia de todo el mundo inferior, él mismo es el dueño de su acción a través de una amplia gama de vida que conocemos como conducta. Él es libre de elegir entre dos cursos opuestos; puede elegir, en circunstancias innumerables, hacer o no hacer; realizar esta acción, o hacer aquella otra que es incompatible con ella. Entonces, ¿no le da su naturaleza indicadores para su conducta? ¿Es toda forma de conducta igualmente congenial e igualmente indiferente para la naturaleza humana? De ninguna manera. Su naturaleza le indica la línea de acción que es adecuada, y la línea que es detestable para él. Esta demanda de la naturaleza es entregada en parte en ese orden jerárquico que existe en nuestros sentimientos y deseos como motivos de acción; en parte a través de la razón reflexiva que decide qué tipo de acción es congruente con la dignidad de un ser racional; comprensiblemente y con una aplicación práctica inmediata a las acciones en los juicios morales que implican el "deber". Esta función de la razón, ayudada así por la buena voluntad y la experiencia práctica, es lo que llamamos conciencia.

Ahora hemos llegado a la primera hebra del lazo que conocemos como obligación moral o deber. El deber es una deuda con la naturaleza racional de la cual el portavoz y representante es la conciencia, que exige imperativamente para la satisfacción de la reclamación. Pero, ¿es esta la esencia y conclusión del deber? La idea de deber, de endeudamiento, implica otro yo o persona a quien se le debe la deuda. La conciencia no es otro yo, es un elemento de la propia personalidad. ¿Cómo uno puede decir, excepto a través del lenguaje figurado, que está endeudado con uno mismo? Aquí debemos tomar en cuenta otra característica de la conciencia. Es que la conciencia de una manera tenue, indefinible, pero muy real, parece que se coloca sobre el resto de nuestra personalidad. Sus insinuaciones despiertan, como no lo hace ningún otro ejercicio de nuestra razón, sentimientos de asombro, reverencia, amor, miedo, vergüenza, como son provocados en nosotros por otras personas, y solamente por personas. La universalidad de esta experiencia es atestiguada por las expresiones que las personas emplean comúnmente cuando hablan de conciencia; la llaman una voz, un juez, dicen que deben responderle a la conciencia por su conducta. Su actitud hacia ella es algo no totalmente idéntico a sí mismos; toda su génesis no se puede explicar describiéndola como una función de la vida.

Algunos dicen que es el efecto de la educación y la formación. Ciertamente, la educación y la formación pueden hacer mucho para desarrollar esta impresión de que, en conciencia, hay otro yo implicado más allá de nosotros mismos. Sin embargo, la rapidez con la que el niño responde a su instructor o educador en este punto demuestra que él siente dentro de sí algo que confirma la lección de su maestro. Los filósofos éticos, y notablemente entre ellos el cardenal Newman, han argumentado que aquellos que escuchan con reverencia y obediencia los dictados de su conciencia, inevitablemente descubren ellos mismos que emanan, originalmente, de "un Gobernante Supremo, un juez, santo, justo, poderoso, omnisciente, retributivo". Sin embargo, si aceptamos la opinión de Newman como una verdad universal, no podemos admitir fácilmente que, como generalmente se afirma y se cree, hay muchas personas que obedecen la conciencia y aman la justicia, y, sin embargo, no creen en un regente del universo moral y personal. ¿Por qué el teísta más inflexible no puede admitir que la guía moral que el Creador ha implantado en nuestra naturaleza es lo suficientemente potente como para cumplir satisfactoriamente su función, al menos en casos ocasionales, sin desplegar plenamente sus implicaciones? Uno de los principales moralistas unitarios ha expresado elocuentemente esta opinión:

”El profundo sentido de autoridad e incluso sacralidad de la ley moral es a menudo notable entre personas cuyos pensamientos aparentemente nunca recurren a cosas sobrehumanas, pero que están penetradas por un culto secreto al honor, a la verdad y al derecho. Si este noble estado de ánimo fuese sacado de su estado impulsivo y fuese hecho para desplegar sus contenidos implícitos, de hecho revelaría una fuente mayor que la naturaleza humana para la augusta autoridad de la justicia. Pero es innegable que esa autoridad se puede sentir donde no se ve —se siente como si fuera el mandato de una Voluntad Perfecta, mientras que todavía no hay un reconocimiento explícito de tal voluntad: es decir, la conciencia puede actuar como humana, antes que se descubra que es divina. Al propio agente le puede parecer que toda su historia está en su propia personalidad y en sus relaciones sociales visibles; y sin embargo, le servirá como un oráculo, aunque Aquel que la emite se esconda de él” (Martineau, A Study of Religion, Introd., p. 21.).

Sin embargo, hay que admitir que tales personas son relativamente pocas; y ellas también dan testimonio de la implicación de su otro yo en las insinuaciones de la conciencia; porque, como dice Ladd:

”personifican la concepción de la suma total de las obligaciones éticas, están dispuestos a deletrear las palabras con mayúsculas y juran lealtad a esta concepción puramente abstracta. Ellos hipostasian y deifican una abstracción, como si fuera en sí misma existente y divina” (Ladd, Philosophy of Conduct, p. 385).

La doctrina de que la conciencia es autónoma, independiente, soberana, una legisladora que deriva su autoridad de una fuente inferior, lógicamente hablando, ni satisfará la idea del deber, ni salvaguardará suficientemente la moral. Uno no puede, después de todo, tener una deuda con uno mismo, no puede imponer un mandato sobre uno mismo. Si los juicios morales no pueden reclamar un origen más alto que la propia razón, entonces bajo una inspección severa y estrecha deben ser considerados como simplemente preferenciales. El tono magistral portentoso en el que la conciencia habla es una mera ilusión; no puede mostrar ninguna garantía o derecho a la autoridad que pretende ejercer. Cuando, bajo la presión de la tentación, una persona que no cree en un legislador mayor que la conciencia, percibe que surge en su mente la pregunta inevitable, ¿por qué estoy obligado a obedecer a mi conciencia cuando mi deseo tiende hacia otra dirección?, se ve tentado peligrosamente a ajustar su código moral a sus inclinaciones; y el artificio de deletrear deber con mayúscula probará ser sólo un soporte débil contra el ataque de las pasiones.

La razón resuelve el problema del deber, y reivindica la santidad de la ley de justicia al rastrearlos hacia su fuente que es Dios. Dado que el orden cósmico es un producto y expresión de la voluntad divina, asimismo lo es la ley moral que se expresa en la naturaleza racional. Dios quiere que ajustemos nuestra acción libre o conducta a esa norma. La razón reconoce nuestra dependencia del Creador, y reconoce su majestad inefable, su poder, su bondad y santidad, y por eso nos enseña que le debemos amor, reverencia, obediencia, servicio y, en consecuencia, le debemos la observancia de la ley que Él ha implantado dentro de nosotros como el ideal de conducta. Este es nuestro primer deber y el que lo abarca todo, en el que todos los demás deberes tienen su raíz. A la luz de esta verdad la conciencia se explica a sí misma y se transfigura. Es la representante acreditada del Eterno; Él es el imponente original de la obligación moral; y el desobedecer a la conciencia es desobedecerlo a Él.

La infracción de la ley moral no es solo una violencia hecha a nuestra naturaleza racional; también es una ofensa a Dios, y este aspecto de su malicia se designa con el nombre de pecado. Las sanciones de conciencia, la autoaprobación, y el autoreproche se ven reforzadas por la sanción suprema, la cual, si se puede usar la expresión, actúa automáticamente. Consiste en esto, que por la obediencia a la ley llegamos a nuestra perfección y nos alcanza nuestro Bien Supremo; mientras que, por otra parte, el transgresor se condena a sí mismo a perderse ese bien en cuya consecución solamente reside la felicidad que es incorruptible. Para obviar un posible malentendido se puede señalar aquí que la distinción entre el bien y el mal no depende de cualquier decreto arbitrario de la voluntad divina. Lo correcto es lo correcto y lo erróneo es lo erróneo debido al prototipo del orden creado, del cual la ley moral forma parte, es la naturaleza divina misma, el fundamento último de toda verdad intelectual y moral.

Ética Errónea

Desarrollo Histórico de la Idea de Deber

Deberes

Fuente: Fox, James. "Duty." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5, pp. 215-218. New York: Robert Appleton Company, 1909. 16 Sept. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/05215a.htm>.

Está siendo traducido por Luz María Hernández Medina