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Jueves, 18 de abril de 2024

Cristianismo

De Enciclopedia Católica

Revisión de 01:36 16 ago 2009 por Luz María Hernández Medina (Discusión | contribuciones) (Origen del Cristianismo y su Relación con Otras Religiones)

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Introducción

En el siguiente artículo se da una descripción del cristianismo como religión, y se describe su origen, su relación con otras religiones, su naturaleza esencial y principales características, pero no en relación con sus doctrinas en detalle ni a su historia como una organización visible. Estos y otros aspectos de este gran tema se tratarán bajo títulos separados. Además, el cristianismo del que hablamos es el que se percibe claramente en la Iglesia Católica solamente; por lo tanto, aquí no nos ocupamos de aquellas formas que están incluidas en las varias sectas cristianas no católicas, ya sean cismáticas o heréticas.

Nuestras fuentes documentales de conocimiento sobre el origen del cristianismo y su desarrollo temprano son principalmente el Nuevo Testamento y los varios escritos sub-apostólicos, cuya autenticidad debemos en grado sumo dar por sentada, al igual que sobre menos bases admitimos la autenticidad de “Cæesar” cuando trató con la Galia primitiva, y de “Tácito” cuando estudió el crecimiento del Imperio Romano (cf. Kenyon, “Manual de Crítica Textual del Nuevo Testamento”). Tenemos esta nueva autorización para hacerlo, para que las más maduras opiniones críticas entre los no-católicos, abandonando las extravagantes teorías de Baur, Strauss, y Renan, tiendan, en lo que se refiere a fechas y autores, a coincidir más estrechamente con la posición católica. Se reconoce que los Evangelios, Hechos y la mayoría de las Epístolas pertenecen a la Era Apostólica. “La más antigua literatura de la Iglesia”, dice el Profesor Harnack, “es, en los puntos principales y en la mayoría de sus detalles, desde el punto de vista de la historia literaria, verídica y confiable… El que estudia estas cartas atentamente (es decir, las de Clemente e Ignacio) no puede dejar de ver qué plenitud de tradiciones, asuntos sobre predicación, doctrinas y formas de organización ya existentes en los tiempos de Trajano (98-117 d.C.), y que ya habían alcanzado permanencia en iglesias particulares” (Chronologie der altchristlichen Literature, Bk. I, pp. 8, 11). Por supuesto, se tocarán otros puntos y se asumirán otros resultados, que se tratan más completa y formalmente en los artículos Jesucristo, la Iglesia, Revelación, Milagro.

Origen del Cristianismo y su Relación con Otras Religiones

Cristianismo es el nombre dado al sistema definido de creencia y práctica religiosa enseñada por Jesucristo en el país de Palestina, durante el reinado del emperador romano Tiberio, y ciertos hombres escogidos entre sus seguidores la promulgaron, luego de la muerte de su Fundador, para la aceptación del mundo entero. Según la cronología reconocida, ellos comenzaron su misión el día de Pentecostés, en el año 29 d.C., cuyo día es considerado, por consiguiente, como el día de nacimiento de la Iglesia Cristiana. Para poder apreciar mejor el significado de este evento, debemos primero considerar las influencias y tendencias religiosas previamente en operación en las mentes de los hombres, tanto judíos como gentiles, las cuales prepararon el camino para la expansión del cristianismo entre ellos.

La historia completa de los judíos, según se detalla en el Antiguo Testamento, se ve, cuando se lee a la luz de otros eventos, como una clara aunque gradual preparación para la predicación del cristianismo. En esa nación solamente, las grandes verdades de la unidad y existencia de Dios, el gobierno providencial de sus criaturas y su responsabilidad hacia Él, fueron conservadas intactas en medio de la corrupción general. El mundo antiguo estaba entregado al panteísmo y a la idolatría; Israel solamente, no debido a su “instinto monoteísta” (Renan), sino debido a la intervención periódica de Dios a través de sus profetas, se resistió en la mayor parte a la tendencia general a la idolatría. Además de mantener aquellas puras concepciones de la Deidad, los profetas de tiempo en tiempo, y con cada vez más creciente claridad hasta que llegó el testimonio directo y personal del Bautista, prefiguraron una revelación más completa y universal---un tiempo cuando, y un Hombre a través del cual, Dios bendeciría a todas las naciones de la tierra.

No es necesario aquí trazar las predicciones mesiánicas en detalle; su claridad y fuerza son tales que San Agustín no vacila en decir (Retract., I, XIII, 3): “Lo que ahora llamamos la religión cristiana existió entre los antiguos, y existía desde el comienzo de la raza humana, hasta que Cristo mismo vino en la carne; desde cuyo tiempo la ya existente verdadera religión comenzó a ser llamada cristiana”. Y así se ha señalado que Israel sólo entre las naciones de la antigüedad esperaba con agrado las glorias venideras. Todos los pueblos semejantes retuvieron algún más o menos vago recuerdo del Paraíso perdido, una Edad Dorada remota, pero sólo el espíritu de Israel mantuvo viva la esperanza definida de un imperio mundial de justicia, en donde la caída del hombre sería reparada. El hecho de que, eventualmente, los judíos malinterpretaran sus oráculos, e identificaran el Reino Mesiánico con una soberanía de Israel meramente temporal, no puede invalidar el testimonio de las Escrituras, según interpretadas por la propia vida de Cristo y la enseñanza de sus apóstoles, a la gradual evolución de esa concepción de la cual el cristianismo es la expresión plena y perfecta. Un orgullo nacional errado, acentuado por su irritante sujeción a Roma los llevó a ver un significado material en las predicciones del triunfo del Mesías, y de ahí a amar su privilegio de ser el pueblo escogido de Dios. El olivo silvestre en la metáfora de San Pablo (Rom. 11,17) fue injertado al tronco de los patriarcas, en lugar de las ramas rechazadas, y entró en su herencia espiritual.

Podemos trazar, también, en el mundo en general, aparte del pueblo judío, una preparación similar aunque menos directa. Ya sea debido esencialmente a las predicciones del Antiguo Testamento o a los fragmentos de la revelación original transmitida entre los gentiles, una cierta expectativa vaga de la venida de un gran conquistador parece haber existido en Oriente y hasta cierto punto en los mundos romanos, en medio del cual la nueva religión tuvo su nacimiento. Pero una mucho más marcada predisposición al cristianismo se puede notar en ciertos rasgos de la religión romana después de la caída de la república. Los antiguos dioses del Lacio habían dejado de reinar hacía tiempo. En su lugar la filosofía griega ocupaba las mentes de los ilustrados, mientras que una variedad de extraños cultos importados de Egipto y Oriente atraían al populacho. Sea cual fuere su corrupción, estas nuevas religiones, que concentraban el culto en una sola deidad prominente, eran en efecto monoteístas. Además, muchas de ellas se caracterizaban por ritos de expiación y sacrificio, que familiarizaron las mentes de los hombres con la idea de una religión mediadora. Ellos se combinaron para destruir la noción del culto a la nación, y a separar el servicio a la deidad del servicio al Estado. Finalmente, como una causa contribuyente a la difusión del cristianismo, no debemos dejar de mencionar la muy difundida Pax Romana, que resultó de la unión de las razas civilizadas bajo un gobierno central fuerte.

No más se puede decir respecto a la preparación remota del mundo para la recepción del cristianismo. Lo que precedió inmediatamente a su institución, según nació en el judaísmo, concierne a la raza judía solamente, y está contenido en la enseñanza y milagros de Cristo. Su muerte y Resurrección, y la misión del Espíritu Santo.

Durante toda su vida mortal sobre la tierra, incluyendo los dos o tres años de su ministerio activo, Cristo vivió como un judío devoto, observando Él mismo e insistiendo en que sus seguidores observaran los preceptos de la Ley (Mt. 23,3). La suma de su enseñanza, así como la de su precursor, era la cercanía del “Reino de Dios, denotando no sólo la regla de justicia en el corazón individual (“el Reino de Dios está dentro de ti” Lc. 17,21), sino también la Iglesia (como es claro a partir de muchas parábolas) que estaba a punto de instituir.

Sin embargo, aunque Él mismo previó un tiempo cuando la Ley como tal cesaría de obligar, y aunque Él mismo, en prueba de su mesiazgo, ocasionalmente dejaba a un lado sus provisiones, (“Pues el Hijo del Hombre es Señor incluso del Sabbath”, Mt. 12,8), aun así, a pesar de sus milagros, Él no ganó reconocimiento de ese mesiazgo, mucho menos de su divinidad, de parte de los judíos en general. Él confinó su enseñanza explícita sobre la Iglesia a sus seguidores inmediatos, y les encargó a ellos, cuando llegó el tiempo, el anunciar abiertamente la abrogación de la Ley. (Hch. 15,5-11.18; Gál. 3,19.24-28; Ef. 2,2.14-15; Col. 2,16-17; Hb. 7,12).

No fue tanto, entonces, al proponer los dogmas del cristianismo, sino al infundir a la Antigua Ley con el espíritu de la ética cristiana que Cristo se halló capacitado para preparar los corazones judíos para la religión venidera. Además, la fe que Él no pudo inspirar por los numerosos milagros que obró, trató de proveerla con un incentivo ulterior más fuerte al morir bajo toda circunstancia de dolor, desgracia y derrota, y luego al resucitar de entre los muertos en triunfo y gloria. Fue a este hecho, más bien que a los milagros que obró en su vida, que sus acreditados testigos siempre apelaban en sus enseñanzas. En los designios de Dios la fe del cristianismo se basa sobre la maravilla de la Resurrección. “Si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe”, declara el apóstol Pablo (1 Cor. 15,17), quien no dice una sola palabra sobre las demás maravillas que Cristo realizó. Por su muerte, sin embargo, y su regreso de entre los muertos, Cristo, como lo probó el evento, suministró los medios más fuertes para una predicación efectiva de la religión que vino a fundar.

La tercera condición antecedente al nacimiento del cristianismo, como aprendemos por los registros sagrados, fue una especial participación del Espíritu Santo dado a los Apóstoles el día de Pentecostés. Según la promesa de Cristo, la función de su don divino era enseñarles la verdad y traer a su recuerdo todo lo que Él les había dicho (Jn. 14,26; 16,13). “Yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto.” (Lc. 24,49). “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días.” (Hch. 1,5). Como resultado de la visita divina hallamos a los Apóstoles predicando el Evangelio con maravillosa valentía, persuasión y seguridad frente a los hostiles judíos e indiferentes gentiles, “colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que les acompañaban.” (Mc. 16,20).

Ahora consideraremos las circunstancias de los comienzos del cristianismo y estimaremos hasta qué punto fue afectado por las ya existentes creencias religiosas de la época.

Como hemos visto, tuvo su origen en el judaísmo: su Fundador y sus discípulos fueron judíos ortodoxos, y los discípulos mantuvieron sus prácticas judías, al menos por un tiempo, incluso después del día de Pentecostés. Los mismos judíos consideraban a los seguidores de Cristo como una mera secta (airesis) israelita como los saduceos o los esenios, llamando a San Pablo “el instigador de la revuelta de la secta de los nazoreos” (Hch. 24,5). Al principio la nueva religión estuvo completamente confinada a la sinagoga, y sus consagrados tenían todavía una gran parte de la exclusividad judía; ellos leían la Ley, practicaban la circuncisión, y adoraban en el Templo, así como en el cuarto alto en Jerusalén. No nos debe sorprender entonces que algunos racionalistas modernos, que rechazan su origen sobrenatural e ignoran la operación del Espíritu Santo en sus primeros misioneros, vean en el cristianismo primitivo puro y simple judaísmo, y encuentren la explicación de su carácter y crecimiento en el ambiente religioso pre-existente. Pero esta teoría del desarrollo natural no se ajusta a los hechos según narrados en el Nuevo Testamento, el cual está lleno de indicaciones de que las doctrinas de Cristo eran nuevas, y su espíritu extraño. En consecuencia, hay que mutilar los registros para que se ajusten a la teoría. No podemos pretender seguir, allí o en otros lugares, a los racionalistas en su crítica del Nuevo Testamento. Hay poca necesidad de hacerlo, ya que sus teorías son a menudo mutuamente destructivas. A fines del siglo XIX un observador calculó que desde 1850 habían sido publicadas 747 teorías respecto al Antiguo y Nuevo Testamentos, de las cuales 608 eran ya difuntas en ese tiempo (vea Hastings, “Alta Crítica”). El efecto de estas hipótesis fortuitas ha sido en su mayoría fortalecer la opinión ortodoxa, la cual procedemos a establecer.

El cristianismo se desarrolló a partir del judaísmo en el sentido de que contiene la revelación divina del credo judío, algo así como una pintura incluye el boceto original. La misma mano produjo ambas religiones, y por tipo, promesa y profecía la Antigua Dispensación señala claramente a la Nueva.

Pero tipo, promesa y profecía indican claramente que el Nuevo será algo muy diferente al Viejo. Ninguna mera evolución orgánica los conecta a los dos. Una revelación más completa, una moralidad más perfecta, una distribución más amplia iban a señalar el Reino del Mesías. “El fin (u objetivo) de la Ley es Cristo”, dice San Pablo (Rom. 10,4), queriendo decir que la Ley fue dada a los judíos para excitar su fe en el Cristo por venir. “De manera”, dice además (Gál. 3,24), “la ley ha sido nuestro pedagogo hasta Cristo”, llevaba a los judíos al cristianismo como el esclavo llevaba sus encargados a la puerta de la escuela.

Cristo le reprochaba a los judíos por no leer las Escrituras correctamente. “Porque si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió de mí.” (Jn. 5,46). Y San Agustín resume todo el asunto en las impactantes palabras: “En el Antiguo Testamento yace escondido el Nuevo; en el Nuevo, se manifiesta el Viejo” (Sobre la Catequización de los Indoctos, 4.8). Pero Cristo reclamó cumplir la Ley al substituir la substancia por la sombra y el don por la promesa, y, habiendo alcanzado el fin, llegaba a su conclusión todo lo que era temporero y provisional en el judaísmo. Aun así era necesaria una intervención divina para realizar todo eso, justo como, en cualquier relato racional de la teoría de la evolución, se debe recurrir al poder sobrenatural para pontear el abismo entre el ser y no ser, la vida]] y la no vida, la razón y la sinrazón. “Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo.” (Heb. 1,1-2), el mensaje crece en claridad y contenido con cada declaración sucesiva hasta que llegó a su plenitud en la Encarnación del Verbo.

El cristianismo, entonces, que los Apóstoles predicaron el día de Pentecostés era completamente distinto al judaísmo, especialmente según entendido por los judíos de esa época; era una religión nueva, nueva en su Fundador, nueva en mucho de su credo, nueva en su actitud hacia Dios y el hombre, nueva en el espíritu de su código moral. “La Ley fue dada a Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.” (Jn. 1,17).

Como era de esperarse, San Pablo fue nuestro más claro testigo sobre este punto. “El que está en Cristo”, dice él, “es una nueva criatura; todo lo viejo ha pasado; mirad, todas las cosas son nuevas.” (2 Cor. 5,17). Los mismos judíos demostraron cómo era el nuevo cristianismo al condenar a muerte a su Autor y al perseguir a sus adherentes. Renan mismo, que no es siempre consistente, admite que “lejos de Jesús ser el continuador del judaísmo, lo que caracteriza su obra es su rompimiento con el espíritu judío”. (Vie de Jésus, C. XXVIII).

Se debe admitir que hay cierto parecido entre las comunidades esencial y las primeras asambleas cristianas; pero éste es sólo en el exterior. El espíritu de los esenios era intensamente nacional; excepto en el asunto del culto en el Templo, ellos eran ultra-judíos en su observancia de las formas externas, abluciones, el Sabbath, etc., y su modo de vida y su no apoyo al matrimonio eran esencialmente anti-sociales. Harnack mismo confiesa que Cristo no se relacionaba con esta secta rigurosa, como muestra su libre interacción con los pecadores, etc. (Das Wesen des Christenthums, Lect. II, p. 33, tr.). Pero el cristianismo no rechazó nada del judaísmo que fuera de valor permanente, y así los judíos conversos el día de Pentecostés no pudieron haber sentido que estaban abjurando de su antigua fe, sino más bien que por primera vez estaban entrando al pleno entendimiento de ella. Se puede decir más sobre este punto cuando consideramos lo que es la esencia del cristianismo, pero debemos notar que la Iglesia muy temprano creyó necesario enfatizar su distinción del judaísmo al abandonar los ritos esencialmente judíos de la circuncisión, el culto en el Templo y la observancia del Sabbath.

El judaísmo no es el único sistema religioso que los racionalistas han pretendido como explicación a la aparición del cristianismo. Se han tomado varios puntos de semejanza entre la enseñanza de Cristo y sus apóstoles y las grandes religiones de Oriente para indicar una derivación del cristianismo a partir de éstas, y se ha citado la elaborada escatología de la religión egipcia para explicar ciertos dogmas sobre la vida futura.

Fue una larga y no muy fructífera labor establecer y refutar estas varias teorías en detalle. Subyacente a todas ellas está el postulado racionalista que niega el hecho e incluso la posibilidad de la intervención divina en la evolución de la religión. En virtud de esa actitud el racionalismo se confronta con la imposible tarea de explicar cómo una religión universal como el cristianismo, con un sistema de dogma tan extenso y lógico pudo haber evolucionado de un proceso de préstamos mezclados de los cultos existentes y todavía preservar por doquier su unidad y coherencia. Si la selección la hicieron Cristo y sus seguidores, los racionalistas nos deben decir cómo estos “hombres ignorantes e iletrados” (Hch. 4,13; cf. Mt. 13,54; Mc. 6,2) conocían las religiones de Oriente, cuando era asunto de sorpresa para sus contemporáneos que conocieran la propia.

O, si los dogmas y prácticas bajo consideración eran adiciones de una época posterior, surgen las preguntas, primero, cómo reconciliar esta declaración con el hecho de que la esencia del cristianismo se puede descubrir en los primeros testigos cristianos y, segundo, cómo comunidades dispersas compuestas por varias nacionalidades y viviendo bajo condiciones diferentes pudieron unirse al seleccionar y mantener los mismos dogmas y reglas de conducta.

Podemos preguntar, además por qué el cristianismo el cual, sobre esta hipótesis, sólo seleccionó doctrinas pre-existentes, excitó por doquier tan amarga hostilidad y persecución. “Sobre esta secta”, dijeron los judíos romanos a San Pablo en prisión “se nos informa que halla oposición en todas partes.” (Hch. 28,22).

Se ha desperdiciado una inmensa erudición en el intento de mostrar que el budismo en particular es el prototipo del cristianismo, pero, aparte de la dificultad de distinguir el credo original de Gautama del posterior y posiblemente adiciones post cristianas, se puede objetar brevemente que el budismo es a lo mejor sólo un sistema ético, y no una religión, pues no reconoce a ningún Dios ni ninguna responsabilidad, que en la medida en que enfatiza la inutilidad comparativa de las cosas terrenales y la insuficiencia de los placeres terrenales está de acuerdo con el espíritu cristiano, pero en cuanto a la meta es esencialmente diferente. La meta suprema del cristianismo es la felicidad eterna en un estado que envuelve el uso de todas las actividades del alma, la del budismo es la última pérdida de la existencia consciente . Admitamos de una vez y por todas que la interacción de Dios con sus criaturas no está confinada a la antigua y Nueva Alianza, y que el cristianismo incluye muchas doctrinas accesibles a la razón humana sin ayuda, y propugna muchas prácticas que son el resultado natural de las actividades humanas ordinarias. Así esperamos encontrar que, al ser la naturaleza humana igual dondequiera, las varias expresiones del sentido religioso tomarán formas similares entre todos los pueblos. Por lo tanto, las falsas religiones pueden muy bien inculcar prácticas ascéticas y poseer la idea de sacrificio y banquete sacrificial, de un sacerdocio, de pecado y confesión, de ritos sacramentales como el bautismo, de los accesorios del culto tales como imágenes, himnos, luces, incienso, etc. No todo es falso en la religión falsa, ni todo es sobrenatural en la verdadera religión (o cristianismo). “No debemos buscar (de modo distintivo)”, dice M. Müller, “ideas cristianas en la creencia original de la humanidad, sino las ideas religiosas fundamentales sobre las cuales se construyó el cristianismo, sin el cual como su apoyo histórico y natural, el cristianismo no se hubiese vuelto lo que es” " (Wissenschaft der Sprache, II, 395).

Estas observaciones aplican no sólo a los sistemas religiosos que se alega han influido la concepción del cristianismo, sino a aquellos con los que se halló tan pronto brotó del judaísmo, su cuna. Aquí estamos cara a cara con la historia y no con meras hipótesis y suposiciones. Pues el cristianismo, en su primer esfuerzo por realizar su destino como religión universal, entró en contacto con dos poderosos sistemas religiosos: la religión de Roma, y el muy difundido cuerpo de pensamiento, más una filosofía que un credo, prevaleciente en el mundo de habla griega.

El efecto de la religión nacional de la Roma pagana en el cristianismo primitivo tuvo que ver con los ritos y ceremonias, más bien que con puntos de doctrina, y se debió a las causas generales antedichas. Con la filosofía griega, por otro lado, que representaba los más altos esfuerzos del intelecto humano para explicar la vida y la experiencia y para alcanzar el Absoluto, el cristianismo, el cual profesa resolver todos los problemas, tuvo natural y necesariamente muchos puntos de contacto.

Es en esta conexión que los racionalistas modernos han puesto todo su conocimiento e investigación en el esfuerzo por demostrar que todo el sistema intelectual posterior del cristianismo es algo más o menos extraño a su concepción original. Fue la transferencia del cristianismo de un terreno semita a uno griego que explica, según Dr. Hatch (Hibbert Lectures, 1888), “por qué un sermón ético estuvo en primer plano en la enseñanza de Jesús, y un credo metafísico en primera fila del cristianismo del siglo IV.” El profesor Harnack establece el problema y lo resuelve de forma similar. Él le atribuye el cambio, según él lo concibe, de un simple código de conducta al Credo de Nicea, a las tres causas siguientes:

  • La ley universal en todo desarrollo de religión es que cuando ha muerto la primera generación de conversos que han estado en contacto, más o menos inmediato, con el fundador, y dotados con su espíritu, sus sucesores, al no tener el alcance de su credo, deben depender sobre fórmulas y dogmas.
  • La unión del Evangelio con el espíritu griego (a) debido a las conquistas de Alejandro y la subsiguiente mezcla de judíos y gentiles, (b) fortalecida luego cerca de 130 d.C. cuando los conversos griegos llevaron al cristianismo la filosofía en la cual habían sido educados, además, cerca de un siglo después, cuando los misterios y civilización griegos en su más amplia extensión fueron admitidos, y finalmente (d) cerca de mediados del siglo IV, cuando el espíritu griego finalmente prevaleció y se admitieron el politeísmo y la mitología (es decir, el culto a los santos).
  • Las luchas internas con el gnosticismo, el cual apuntaba a una síntesis de todos los credos existentes. “La lucha con el gnosticismo obligó a la Iglesia a poner su enseñanza, su culto y su disciplina en formas y ordenanzas fijas, y a excluir a todo el que no les concediera obediencia” (Das Wesen des Christenthums, Lect. XI, p. 210).

Es la segunda de estas razones para el nacimiento y crecimiento del dogma lo que nos concierne inmediatamente; pero debemos señalar respecto a la primera que ignora que lo que siempre ha marcado el curso del cristianismo es la obra directa de Dios sobre el alma del individuo, la perpetua renovación del fervor a través de la oración y el uso de los sacramentos. Incluso en esto el espíritu de sus primeros días se ve todavía energético, a pesar de lo complicado del credo y ritual del cristianismo moderno. Se acepta que los santos son los más perfectos exponentes del cristianismo práctico; ellos no son excepciones o accidentes o productos derivados del sistema; aún así ellos no consideraron al dogma como un estorbo para su perfecto servicio a Dios y al hombre.

En cuanto a la tercera causa antes mencionada, debemos admitir que siempre ha sido la función providencial de la herejía ocasionar una definición más clara del credo cristiano, y que el gnosticismo en sus muchas variedades sin duda tuvo dicho efecto. Pero mucho antes de que el gnosticismo se desarrollara lo suficiente para necesitar la salvaguarda de la doctrina por una definición conciliar, encontramos rastros de una Iglesia organizada con un credo muy definido. Sin mencionar el tradicional “modelo de doctrina” mencionado por San Pablo (Rom. 6,17) y el acto de fe que le requirió Felipe al eunuco (Hch. 8,37), muchos críticos, incluyendo a los protestantes Zahn y Kattenbusch (Das Apostolische Symbol., Leipzig, 1894-1900), concuerdan que el presente Credo de los Apóstoles representa una fórmula que tomó forma en la época apostólica y no fue influenciado por el gnosticismo, cuya herejía variable se volvió formidable cerca de 130 d.C. Y en cuanto a organización, sabemos que el episcopado fue una institución plenamente reconocida en el tiempo de Ignacio (c. 110), mientras que el Canon del Nuevo Testamento, cuyo establecimiento final fue indudablemente ayudado por el gnosticismo, estaba en proceso de reconocimiento incluso en tiempos apostólicos. San Pedro (suponiendo que la Segunda epístola es suya) clasifica las epístolas de San Pablo con las “otras Escrituras” (2 Pd. 3,16), y San Policarpo, temprano en el siglo II, cita como Escritura a nueve de los doce documentos paulinos.

Respecto a la “unión del Evangelio con el espíritu griego” el cual, según Hatch y Harnack, resultó en tan profunda modificación del primero, debemos reconocer muchas de las declaraciones formuladas, sin extraer de ellas las inferencias racionalistas. Fácilmente admitimos que el pensamiento y la cultura griegos habían permeado completamente la sociedad en la que nació el cristianismo. Las conquistas de Alejandro habían traído una difusión de los ideales griegos a través de Oriente. Los judíos se habían dispersado hacia el oeste, tanto desde Palestina como desde los pueblos del cautiverio, y se habían establecido en colonias en las principales ciudades del imperio, especialmente en Alejandría. El ámbito de esta dispersión se puede recoger del libro de los Hechos 2,9-11, el griego se volvió el lenguaje del comercio y del intercambio social, y Palestina misma, más particularmente Galilea, estaba helenizada en grado sumo. Las Escrituras judías se conocían mejor en la versión griega, y las última adiciones al Antiguo Testamento---el Libro de Sabiduría y el Segundo Libro de Macabeos---fueron compuestos en dicha lengua en su totalidad. En adición a esta pacífica impregnación del genio griego al hebraico, se hicieron esfuerzos formales de tiempo en tiempo, tanto en la esfera política como en la filosófica, para helenizar del todo a los judíos.

Es en este último intento que estamos interesados, pues los escritos de Filo Judeo, su principal y primer abogado, coincidió con el nacimiento del cristianismo. Filo era un judío de Alejandría, muy versado en filosofía y literatura griega, y al mismo tiempo un devoto creyente en la revelación del Antiguo Testamento. El propósito general de sus principales escritos era mostrar que la admirable sabiduría de los griegos estaba contenida en substancia en las Escrituras Judías, y su método era descifrar alegorías en las simples narraciones del Pentateuco. Al puro y cierto monoteísmo del judaísmo él asoció varias ideas tomadas de Platón y los estoicos, tratando así de resolver el problema, con la cual se confronta toda filosofía, de pontear el abismo entre la mente y la materia, lo infinito y lo finito, lo absoluto y lo condicionado. Los escritos de Platón eran, sin duda, ampliamente conocidos entre los judíos, tanto en casa como fuera, en el tiempo cuando los Apóstoles comenzaron a predicar, pero es sumamente improbable que estos últimos, quienes no eran hombres educados, estuviesen familiarizados con ellos.

No fue hasta la conversión de San Pablo y el comienzo de su apostolado que se puede decir que el cristianismo haya entrado, en la mente de uno de sus principales exponentes, en contacto directo con las teorías religiosas y filosóficas griegas. San Pablo era instruido, no sólo en hebreo, sino también en el saber helénico y un instrumento singularmente apto en el designio de la Providencia, debido a su origen y educación judíos, su conocimiento griego y su ciudadanía romana, para ayudar al cristianismo a despojarse de los pañales de su infancia e ir adelante a la conquista de las gentiles.

Pero mientras reconocemos esta dispensa providencial en la elección de San Pablo, no podemos, de cara a su propio claro y enfático testimonio, afirmar que él universalizó el cristianismo, como Filo intentó universalizar el judaísmo, añadiendo a su contenido ético la religión meramente natural de los pensadores griegos de sus propias concepciones mas puras y sublimes. En una de sus primeras cartas, la Primera Epístola a los Corintios, San Pablo les reprende su espíritu faccioso, por el cual algunos de ellos se llamaban partidarios de Apolo, un alejandrino instruido, y repudia una y otra vez el mismo intento de hacer el cristianismo plausible al revestirlo con las apariencias de las especulaciones en boga. “nosotros predicamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles” (1 Cor. 1,23; vea capítulos 1 y 2, y Epístola a los Colosenses 2,8). San Pablo, de cualquier modo, no le debía su cristología a Filo o su escuela, y cualquier similitud en terminología que pudiera ocurrir en las obras de los dos autores pueden razonablemente adscribirse a las metáforas ya contenidas en el lenguaje que ambos usaron.

Se ha insistido más, quizás, en el parecido entre la cristología establecida por San Juan en los primeros capítulos de su Evangelio y en el Apocalipsis, y las teorías del Logos que elaboró Filo, las cuales se dice que tomó de fuentes griegas. Debemos señalar que si lo hizo, descuidó otras más antiguas y más cercanas a la mano, pues la concepción de una Palabra Divina de Dios, por la cual la Deidad entra en relación con el universo creado, no es ni exclusiva ni originalmente griega. La idea, expresada en los primeros versículos del Génesis, se repite frecuentemente en el Antiguo Testamento (vea Salmos 33(32),6; 147,15; Prov. 8,22; Sab. 7,24-30, etc.). Sin embargo, Filo no estaba obligado a buscar el fundamento de su doctrina en el Nous platónico, el cual es meramente la causa directiva de la creación o el Logos estoico, como el alma racional del universo. Su teoría del Logos no es del todo clara o consistente, pero, aparentemente, él concibe el Verbo como un ser cuasi-personal, subordinado, intermedio entre Dios y el mundo, que permite al Creador entrar en contacto con la materia. Él llama a este Logos “el más viejo” y el “primogénito” hijo de Dios, y usa frases que sugiere el Cuarto Evangelio; pero no hay parecido en substancia entre las audaces, claras y categóricas declaraciones del Apóstol inspirado, y las confusas, si poéticas, concepciones del filósofo alejandrino. Podemos conjeturar que San Juan escogió su lenguaje para impresionar la mente cultivada del griego con la verdadera doctrina del Logos Divino, conectando así su enseñanza con la antigua revelación, y al mismo tiempo poniendo un freno a los errores gnósticos a los cuales el filoísmo ya estaba dando nacimiento.

Abandonando la era apostólica, Harnack, en su “Historia del Dogma”, le atribuye la helenización del cristianismo a los apologistas del siglo II (1ra ed. alemana, p. 253). Esta afirmación puede ser mejor refutada mostrando que las doctrinas esenciales del cristianismo aparecen ya en las Escrituras del Nuevo Testamento, mientras que dan, al mismo tiempo, la debida fuerza a las tradiciones del conjunto cristiano. Si el Credo de Nicea no puede ser probado artículo por artículo a partir de los registros sagrados, interpretados por la tradición que les precedió y determinó su canon, entonces la afirmación racionalista tendrá algún apoyo.

Pero el punto de comparación con el Credo no debe ser sólo el Sermón de la Montaña, como desea Hatch, ni meramente la enseñanza verbal de Cristo, sino el registro del Nuevo Testamento completo. Cristo enseñó con su vida no menos que con sus palabras, y fueron sus acciones y sufrimientos tanto como sus lecciones verbales lo que sus apóstoles predicaron. Para una exposición más completa de esto, vea el artículo Revelación. Baste aquí señalar que la teología cristiana se convirtió, en manos de los apologistas, en la síntesis de toda verdad especulativa. Halló y conquistó los varios sistemas imperfectos que poseían las mentes de los hombres en su nacimiento y los que surgían después.

Las primeras herejías---sabelianismo, arrianismo, y el resto---fueron sólo intentos de hacer del cristianismo una entre el total de filosofías; los intentos fallaron, pero las verdades dispersas que esas filosofías contenían, con el correr del tiempo, existieron y hallaron su cumplimiento también en el cristianismo. “La Iglesia”, dice Newman, “ha estado siempre ‘sentada entre los doctores tanto oyendo como haciéndole preguntas’; reclamando para ella lo que ellos digan correctamente, corrigiendo sus errores, supliendo sus defectos, completando sus comienzos, expandiendo sus conjeturas, y así gradualmente por medio de ellos expandiendo el alcance y refinando el sentido de su enseñanza (Desarrollo de la Doctrina, VIII).

En la misma sección Newman resume así la batalla y el triunfo: “…tal era el conflicto del cristianismo con el antiguo paganismo establecido, el cual estaba casi muerto antes de que el cristianismo apareciera; con los Misterios Orientales revoloteando ampliamente de un lado a otro como espectros; con los gnósticos, que hicieron el conocimiento en general, despreciaban a los muchos, y llamaban a los católicos meros niños en la Verdad; con los neoplatónicos, hombres de literatura, pedantes, visionarios o cortesanos; con los maniqueos, que profesaban buscar la verdad por la razón, no por la fe; con los fluctuantes maestros de la escuela de Antioquía, los oportunistas eusebianos, y los atrevidamente versátiles arrianos; con los fanáticos montanistas y ásperos novacianos, quienes se apartaron de la doctrina católica, sin poder para propagar la suya propia. Estas sectas no tenían soporte ni consistencia, aun así contenían elementos de verdad en medio de sus errores, y si el cristianismo hubiese sido como el de ellos, se hubiese reducido a ellos; pero tenía ese dominio de la verdad que le dio a su enseñanza una gravedad, una rectitud, una consistencia, una severidad, y una fuerza ante los cuales sus rivales, en su mayoría, eran extraños.” (ibid, VIII).

Elementos Esenciales del Cristianismo

Las enseñanzas de Cristo

Las enseñanzas de los Apóstoles

Propósito Divino del Cristianismo

La universalidad incluye tanto espacio como tiempo

El cristianismo está destinado a ser una religión perfecta

Dios se propuso, en tercer lugar, que el cristianismo fuese una organización visible

Bibliografía: El cristianismo se estudia mejor en las Escrituras del Nuevo Testamento, y es autenticado e interpretado por la Iglesia de Cristo. Sólo se puede dar una pequeña selección de la literatura no inspirada.

Católicos: A. WEISS, Apologie des Christenthums (3ra ed., Friburgo, 1894-8) (también en una trad. al francés); COURBET, Introduction scientifique â la foi chrétienne; Superiorité du Christianisme (París, 1902); DE BROGLIE, Problemes et conclusions de l'histoire des religions (4ta ed., París, 1904); LINGENS, Die innere Schönheit des Christenthums (Friburgo, 1895); TURMEL, Histoire de la théologie positive (París, 1904); SCHANZ, Una Apología Cristiana (Eng., tr., Dublin, 1891-2); NEWMAN, Gramática del Asent.; IDEM, Desarrollo de la Doctrina Cristiana; DUCHESNE, Histoire ancienne de l'Eglise (París, 1906); LILLY, Los Reclamos del Cristianismo (London, 1894); DEVAS, La Llave al Progreso del Mundo (Londres, 1906); HETTINGER, Apologie des Chrisenthums (9na ed., Friburgo, 1906); SEMERIA, Dogma, Gerarchia e Culto nella Chiesa primitiva (Roma, 1902); CHATEAUBRIAND, Génie du Christianisme (Eng. Tr., Baltimore, 1856); C. PESCH, Articles in Stimmen aus Maria-Laach, Vol. LX, 1901.

No Católicos: HARNACK, Das Wesen des Christenthums (Eng. Tr., Londres, 1901); IDEM, La Historia del Dogma; PFLEIDERER, Orígenes Cristianos (Londres, 1906); PULLAN, Historia del Cristianismo Primitivo (Londres, 1898); W. M. RAMSAY, La Iglesia en el Imperio Romano (Londres y Nueva York, 1893); LOWRIE, La Iglesia y su Organización; la Época Primitiva (Londres, 1904); WEIZACKER, La Era Apostólica (Londres, 1897); JOSEPH BUTLER, Analogia de la Religión en Función, Vol. I, ed. GLADSTONE (Oxford, 1896); WACE, Cristianismo y Agnosticismo (Londres, 1904).

Fuente: Keating, Joseph. "Christianity." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/03712a.htm>.

Traducido por Luz María Hernández Medina