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Jueves, 28 de marzo de 2024

Diferencia entre revisiones de «Credo de Nicea: Creo en Dios Hijo»

De Enciclopedia Católica

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El texto inicial del segundo artículo, hacia el año 170 (?), expresaban, como el conjunto del Símbolo, la fe de la Iglesia frente a las corrientes gnósticas. De ahí la insistencia sobre la carne de Cristo. La persistencia de esas corrientes, en el maniqueísmo siempre vivo en la época de san Juan Damasceno (VIII-IX siglos), permite comprender que el texto recibido haya tenido y a veces enriquecido ese texto inicial.
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[[Archivo:Nativity.jpg|300px|thumb|left|Natividad del Señor]]El texto inicial del segundo artículo, hacia el año 170 (?), expresaban, como el conjunto del Símbolo, la fe de la Iglesia frente a las corrientes gnósticas. De ahí la insistencia sobre la carne de Cristo. La persistencia de esas corrientes, en el maniqueísmo siempre vivo en la época de san Juan Damasceno (VIII-IX siglos), permite comprender que el texto recibido haya tenido y a veces enriquecido ese texto inicial.
  
 
Examinaremos, pues, algunos comentarios griegos (Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuestia, Cirilo de Alejandría) y latinos (Agustino y Rufino), del Símbolo romano y del Credo de Nicea, como las opiniones de nuestros contemporáneos.
 
Examinaremos, pues, algunos comentarios griegos (Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuestia, Cirilo de Alejandría) y latinos (Agustino y Rufino), del Símbolo romano y del Credo de Nicea, como las opiniones de nuestros contemporáneos.

Revisión de 16:12 16 ene 2012

Natividad del Señor
El texto inicial del segundo artículo, hacia el año 170 (?), expresaban, como el conjunto del Símbolo, la fe de la Iglesia frente a las corrientes gnósticas. De ahí la insistencia sobre la carne de Cristo. La persistencia de esas corrientes, en el maniqueísmo siempre vivo en la época de san Juan Damasceno (VIII-IX siglos), permite comprender que el texto recibido haya tenido y a veces enriquecido ese texto inicial.

Examinaremos, pues, algunos comentarios griegos (Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuestia, Cirilo de Alejandría) y latinos (Agustino y Rufino), del Símbolo romano y del Credo de Nicea, como las opiniones de nuestros contemporáneos.

Preámbulo: convergencia del Símbolo romano y del Credo de Nicea-Constantinopla (ver R. Cantalamessa, Credo in spiritum sanctum, I, 104-107): la frase “nacido del Espíritu Santo y de la Virgen María” está presente en esos dos textos, aun cuando el Símbolo de Nicea no contenía todavía esta afirmación. Se encontraba ya en Hipólito y en Cirilo de Jerusalén (cat. IV, 9 y XII, 3) como más tarde en Epifanio de Salamina.

En la literatura cristiana anterior al siglo III, esta afirmación ayuda a los apologistas cristianos a subrayar, frente a los paganos, la divinidad de Jesús, y frente a los judíos, su mesianismo (ver Is. 7,14).

Inicialmente, no se hablaba más que de la Virgen María en este lugar, pero se vino a hablar también del Espíritu Santo, con una finalidad cristológica, para subrayar la divinidad de Jesús al momento en que exaltaba, contra los gnósticos, su humanidad hablando – contra los valentinianos – de su nacimiento, no a través de la Virgen (per virginem) sino de ella (ex Virgine). Sin querer insistir sobre la tercera persona de la Trinidad o sobre María, se quería subrayar, en la prolongación de Ireneo de Lyon y de Melitón de Sardes, el doble nacimiento divino y humano de Jesús, “Hijo de David según la carne, hijo de Dios según el Espíritu” (Ireneo, Demostración § 30). Se operaba así una fusión de muchos textos cristológicos del Nuevo Testamento (Lc. 1,35; Mt. 1,20; Rm. 1,3-4; Jn. 1,14).

El Espíritu Santo no significa aquí una persona (como en el tercer artículo), sino la naturaleza divina (ver Jn. 4,24: “Dios es Espíritu”)

Los griegos

Sección primera Cirilo de Jerusalén, 348

Su texto es - de lejos - el comentario más extendido. Presenta para nosotros, actualmente, una destacable particularidad, pronunciado en Jerusalén, frente a las ruinas del Templo, se preocupa constantemente de los judíos que solicitan el bautismo. Además, el catecismo de 348 nos ayuda hoy a renovarnos en la presentación de los misterios de Navidad y del Viernes Santo, a percibir mejor el alcance de esos dos días para una mejor comprensión de la castidad cristiana y de la penitencia vivida a la imagen del buen ladrón, bajo el signo de la Cruz.

El Hijo eterno

Cirilo toma en cuenta a sus oyentes venidos del arrianismo o tentados por él cuando escribe: “Tengamos, pues, fe en el Hijo de dios, nacido, Dios verdadero, del Padre, porque el verdadero no engendra la mentira. Tampoco dudó, engendró: pero engendró eternamente y más rápidamente que producimos palabras y pensamientos… Nosotros que hablamos en el tiempo, empleamos el tiempo, mientras que para la fuerza divina, la generación traspasa el tiempo” (cat. XI, 16).

Luego, Cirilo nos ofrece un sugestivo comentario de Jn. 10,30: “El Padre y yo somos uno” (cat. XI, 16). Uno por causa de la gloria que conviene a la divinidad: Dios ha engendrado a Dios. Uno por causa de la Realeza: el Padre no tiene unos súbditos y el Hijo otros súbditos, como Absalón oponiéndose a su padre: sino los súbditos del Padre son igualmente los súbditos del Hijo. Uno, puesto que las obras de Cristo no son de clase y de otra las del Padre; no hay sino una creación universal, hecha por el Padre a través del Hijo (tou patros dia huiou pepoièkotos).

Además, contra la tentación moralista, Cirilo precisa: “no es Padre quien se ha encarnado, sino el Hijo… El Padre no sufrió por nosotros sino que el Padre envió a Aquél que sufrió por nosotros”. No se puede excluir aquí una alusión a Orígenes [1] para corregirlo. Así se expresa Cirilo en su onceava catequesis bautismal (17).

El misterio bautismal

En la misma catequesis, el obispo de Jerusalén nos presenta el misterio de Navidad. Condenando anticipadamente falsas interpretaciones posibles del pesebre, subraya que “el Hijo único no comenzó a existir cuando nació en Belén, sino antes de todos los siglos, e insiste además: No te detenga Aquél que nace ahora en Belén sino adora a Aquél que desde toda la eternidad ha nacido del Padre… El Padre es su origen extra-temporal: el origen sin origen del Hijo es el Padre (cat. XI, 20)

Para Cirilo, Navidad, no es inicialmente el nacimiento (del Hijo encarnado) en la pobreza, sino en primer lugar su venida al mundo mediante una Virgen: “si aquel que ejerce dignamente el sacerdocio para Jesús se abstiene de la mujer, ¿cómo atenerse a eso que Jesús mismo vino del hombre y del hombre y de la mujer? “ (cat XII, 25). Destaquémoslo bien, Cirilo no dice; “la concepción virginal de Jesús por medio de María” constituye una indicación a favor del celibato del clero, pero sin negar ese punto – subraya la vista inversa: la práctica del celibato por los sacerdotes nos dispone a creer en la concepción virginal del Salvador.

Una serie de anotaciones conexas nos muestra la similitud de los problemas pastorales y psicológicos afrontados por la Iglesia en el siglo IV y en la actualidad: la naturaleza humana no cambia, la permanencia de la revelación sobrenatural que se dirige a ella le plantea los mismos desafíos.

Así “nosotros, otros hombres no estamos excluidos de la gloria de la castidad” (cat. XII, 33) Corramos la carrera de la castidad, evitando toda impureza. La pureza es la hazaña sobrehumana. Respetemos nuestros cuerpos destinados a brillar como el sol” (Mt 13, 43) No vayamos, por un placer mediocre, a ensuciar nuestro cuerpo tan noble. Pecar no es más que una acción de una hora mientras que la deshonra es eterna. Los artesanos de la castidad son los ángeles que se pasean; las vírgenes tienen su parte con la Virgen María. Que sean eliminados todo vestido de lujo o todo propicio para engendrar la voluptuosidad (nos dice cat. XII, 34).

Cirilo no se apoya sólo sobre el evangelio lucano, sino también sobre el maestro de Lucas, Pablo: Dios ha enviado a su Hijo, dice Pablo, nacido no de un hombre y de una mujer, sino de una Virgen. De una Virgen, en efecto, nació quien virginiza las almas” (cat. XII, 31).

Se ve: para Cirilo de Jerusalén, la doctrina sobre el misterio de Cristo no es separable de la práctica de las virtudes: naciendo de una Virgen, Jesús quiso estimular en sus discípulos el ejercicio de la virtud de castidad y aun, en sus sacerdotes, la renuncia al matrimonio o a su uso.

Todo esto no es sorprendente, si se recuerda que la Navidad está orientada hacia el Viernes Santo, la Encarnación hacia la Cruz.

El triunfo de la Cruz

Para Cirilo, “toda acción”, todos los milagros de su vida pública – y detalla: multiplicación de los panes, resurrección de Lázaro, etc. – son “un orgullo para la Iglesia católica” pero sus beneficios locales, aislados no pueden compararse “a la gloria de las glorias que es la Cruz” porque el triunfo de la Cruz desató a todos aquellos que retenía la culpa, y rescató a toda la humanidad”. Por ese motivo la decimotercia catequesis bautismal – que acabamos de citar (XIII,1) – está totalmente consagrada al misterio de la Cruz.

Cirilo dice sin dudar: “Cristo por elección a su Pasión, feliz de su hazaña, sonriendo a la corona, encantado de salvar a la humanidad – y no avergonzándose de la Cruz porque salvaba la tierra entera. El hombre que abordaba el sufrimiento no era un hombre ordinario, sino un Dios hecho hombre” (XIII,6).

Destaquémoslo de pasada: las liturgias de la Iglesia católica continúan transmitiendo a sus fieles esta visión de la Cruz como victoria, triunfo y por tanto fuente de gozo. Durante los primeros siglos de la historia cristiana, los bautizados reaccionaron contra la tentación de tener vergüenza de la Pasión de Jesús exaltándola; el conjunto de la vida cristiana era considerada como una “exaltación de la Cruz; había ahí un factor dominante de la espiritualidad patrística; siguiendo un término muy usado del teólogo Reginald Garrigou-Lagrange, o.p., la Resurrección era percibida como el “signo visible de la invisible victoria de la Cruz”; actualmente, por el contrario, numerosos cristianos parecieran considerar su cruz cotidiana como una derrota, como un fardo muy pesado para cargar, más que como un yugo ligero para ser llevado en acción de gracias; nada parece pues más urgente que ayudar, apoyándose en los Padres y las liturgias, a los discípulos del Crucificado a retomar conciencia de cuánto, ya antes de la Resurrección que condiciona y merece, la Cruz es victoria. “Cuando tengas que discutir con los incrédulos sobre la Cruz de Cristo no tengas vergüenza, la Cruz es gloria, no un deshonor”

En otros términos, los Padres, en su catequesis sobre la Pasión, nos ayudan a considerar, más allá de las apariencias, los efectos reales de la Pasión en el destino de cada uno y de la humanidad entera. De ahí el interés de Cirilo por el buen ladrón. “Uno de los ladrones se unía a las injurias de los judíos mientras que el otro reprendía al ofensor; para él era el fin de la vida, pero el comienzo de su enderezamiento; entregaba el alma y recibía la salvación. Luego de haber reprendido al otro, dijo “Acuérdate de mí, Señor”, no pongas atención a aquello porque los ojos de su inteligencia están ciegos, sino “acuérdate de mí, tu compañero de ruta, heme aquí tu compañero de ruta hacia la muerte: “acuérdate de mí, tu compañero de viaje; no digo ahora, sino “cuando estés en tu reino”.

Cirilo se vuelve entonces hacia el ladrón: “¿Qué potencia te iluminó, oh ladrón? ¿Quién te enseñó a adorar al ser despreciado y crucificado contigo? ¡Oh Luz eterna que ilumina las tinieblas!”.

Luego Cirilo continua representándose el diálogo de Cristo con el ladrón: “Ten valor, no que tus obras sean capaces de darte valor sino porque aquí está el Rey que te favorece. La pregunta admitía una larga espera, pero la gracia fue rapidísima: “En verdad te digo, hoy día estarás conmigo en el Paraíso”, porque hoy día escuchaste mi voz y no endureciste tu corazón. Estuve presto a condenar a Adán, estoy presto a darte mi favor… Para ti, que hoy obedeciste a la fe, hoy la salvación es tu heredad… ¡Oh gracia inmensa e inexplicable: Abraham, el creyente por excelencia no había entrado todavía, y el ladrón entra, el hombre de la hora undécima… No presto atención a la obra sino que me contenté con acoger la fe (XIII, 31).

Para Cirilo, el buen ladrón se vuelve, pues, un ejemplo elocuente de la doctrina paulina de la justificación por la fe, operante bajo el imperio de la caridad (ver Ga 3, 9; 5, 6). Interpretación aceptable si no se olvida que Lucas, narrador del incidente relativo al buen ladrón, era un discípulo de Pablo.

La contemplación creyente de la Pasión de Jesús hace de Cirilo un apóstol del signo de la Cruz, al menos en dos oportunidades: “No nos ruboricemos de la Cruz de Cristo, aun si otro la esconda, tu márcala visiblemente sobre tu frente con el fin de que los demonios, a la vista de este signo real, huyan lejos, aterrorizados. Traza este signo al momento de comer y de beber, de levantarte, de caminar, en fin, en toda acción. Porque quien fue crucificado aquí está en los cielos… Cuando los demonios ven la cruz, recuerdan al Crucificado. Temen a Aquél que aplastó las cabezas del dragón” (IV, 14; XIII, 36).

En Cirilo, la explicación del Símbolo se convierte en pedagogía con miras a un crecimiento en la fe, como en la caridad hacia el Señor crucificado y sus amigos en humanidad, frente a los cuales hace falta dar testimonio para atraerlos a la fe.

El catequista de Jerusalén suscita en sus oyentes el deseo de ser crucificados con Cristo: “Jesús fue crucificado por ti a pesar de su inocencia, ¿no serás crucificado por Aquél que fue crucificado por ti? No concedes un favor, pagas tu deuda a Aquél que fue crucificado por ti sobre el Gólgota” (XIII, 23). Cirilo menciona, además, la sepultura de Jesús y su descenso a los infiernos (IV, 11: XIII, 35)

La glorificación de Cristo: Resurrección, Ascensión, sentado a la derecha del Padre, segunda venida como Juez de vivos y muertos

Cirilo pasa revista a todos estos artículos del Símbolo. Enumera largamente los testigos de la Resurrección: en la catequesis XIV, nuestro catequista hace desfilar delante de nosotros a los Doce, los quinientos, Santiago, Pablo, las santas Mujeres, los lienzos, los soldados; pero no distingue, al parecer, entre los testigos oficiales que son los apóstoles y los simples testigos de hecho, como las mujeres; el lector (y el oyentes de antaño) presienten oscuramente que Cirilo mira a los testigos particulares en el seno del testimonio de la Iglesia universal que encarna y continua. En suma, fue a través de la Iglesia, que Cirilo, como Agustín, recibió el Evangelio de Cristo y continúa su adhesión.

Su manera de comprender a Cristo sentado a la derecha del padre merece una mayor atención por parte nuestra atención “no suframos a aquellos que afirman erróneamente que el Hijo comenzó a sentarse a la derecha del Padre sólo después de la Cruz, la Resurrección y la Ascensión. No es, en efecto, como consecuencia de un progreso, sino desde que existe – porque es desde siempre engendrado – que se sienta también con su Padre… No entró en posesión de esta dignidad del trono como consecuencia de su venida en la carne, sino antes de todos los siglos [2], Él el Hijo único, engendrado de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, que desde siempre posee el trono a la derecha del Padre” (XIV, 27-30)

Sin impugnar la verdad fundamental de esta afirmación, queda claro que constituye una explicación post-arriana. Sin Arrio, Cirilo, sin duda, no habría tenido la ocasión de afirmar claramente que el Hijo eterno, en tanto que engendrado eternamente por el Padre, esta ya anteriormente a la creación, sentado a la derecha del Padre, en una beatitud infinita, gobernando el mundo con Él en la ocupación-posesión del mismo y único [3] trono y de la misma y única naturaleza divina. Cirilo nos dice así que cree que el Hijo es, con el Padre, el Todopoderoso y Todoteniente que creó y gobierna el cielo y la tierra. Relee el artículo segundo del Credo a la luz del artículo primero. Se comprenderá mejor, bajo este ángulo, que el Hijo sea llamado al principio de este segundo artículo: “Nuestro Señor” y que, Creador de los vivos y los muertos como Hijo eterno, sea proclamado el Juez de cada uno de ellos en tanto que Dios y en tanto que hombre.

En la sorprendente decimoquinta catequesis, Cirilo desarrolla, a la luz de Pablo, una teología del ínterin”, es decir de los signos anunciadores de la segunda venida de Cristo: impostores, guerras, enfriamiento de la caridad (visible especialmente en los conflictos entre obispos), evangelización universal, extensa apostasía, reino del Anticristo, expresada en términos sobre todo negativos en la decimoquinta catequesis, se encontrará completa de manera más positiva en el tercer artículo, sobre el Espíritu Santo.

Para Cirilo, oponiéndose sin nombrarlo, a Marcelo de Ancira (Ankara), el juicio pronunciado por Cristo vencedor, lejos de estar seguido por una disolución moralista del Hijo en una divinidad unipersonal, será, por el contrario, el principio de su reino eterno: poco después de la catequesis de Cirilo, el concilio local de Jerusalén, en 350, integrará en el Credo de esta Iglesia esas palabras lucanas que la Iglesia universal conservará definitivamente: “y su reino no tendrá fin” (Lc. 1,33). Cirilo es aquí vehemente: “¿Entonces, impíos, ustedes las criaturas de Cristo permanecerán, mientras Cristo, por quien existen, lo mismo que todas las cosas, morirá? Esta palabra es una blasfemia”, exclama Cirilo (XV, 30).

El comentario de Cirilo del segundo artículo termina así, en la proclamación de la eternidad de Cristo-Hijo, sin comienzo ni fin: su reino no termina puesto que no ha comenzado, es eterno (XV, 32).

Hacia 385, Gregorio de Niza, en su gran Discurso catequético, a menudo más filosófico que bíblico, reunirá estas afirmaciones de Cirilo sobre la plena y eterna divinidad de Cristo: el nacimiento y la muerte de Cristo que significan el comienzo y el fin de su vida terrestre, sin disminuir en nada su persona eterna de Hijo único (XIII,4).

Sección segunda Teodoro de Mopsuestia

En sus Homilías catequéticas, entre 381 y 392, el obispo Teodoro de Mopsuestia, cuya vocación sacerdotal [4] parece haber sido salvada por Juan Crisóstomo, nos dejó comentarios metódicos del Símbolo de Nicea. Retomemos aquí lo que concierne al artículo segundo, a partir de la tercera homilía [5].

“Creo en un solo Señor, Jesucristo”. El texto, subraya el obispo, quiere enseñarnos a la vez, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo… En otras palabras, nos hace conocer a Dios el Verbo, Hijo verdadero, connatural a su Padre, que con derecho llama Señor, para hacernos comprender que es de la naturaleza divina de Dios Padre. El Padre, en efecto, no es llamado un solo Dios, como si el Hijo no fuese Dios, ni el Hijo es llamado Señor único”.

Aquel que dice: “único es Dios” indica también que el Señor es único… para distinguir las hipóstasis. De cada una de ellas afirma que es única, con el fin de que las dos hipóstasis sean conocidas como siendo una sola naturaleza divina y esta es en verdad Señor y Dios.

Un solo Señor Jesucristo: “es el nombre mismo del hombre del que Dios se revistió, según la palabra del Ángel: será llamado con el nombre Jesús” (Lc. 1,31). Pero agregaron Cristo con el fin de dar a conocer al Espíritu santo: Jesús Nazareno, que Dios ungió con el Espíritu Santo y con su fuerza” (Hch. 10,38).”

Sin ser muy severos por la expresión “se revistió”, que se inclinaba hacia el nestorianismo, que se reprochará más tarde a Teodoro [6], subrayaremos sobre todo la intención del obispo: confesar las dos naturalezas, divina y humana, presentes en el único Señor Jesús.

Teodoro subraya, seguidamente “que no es una sola naturaleza que ellos [los Padres de Nicea] llaman Único y Primogénito de todas las criaturas, ya que no se puede decir estas dos cosas de una sola naturaleza. Hay, en efecto, mucha diferencia entre un Hijo único y un primogénito; porque primogénito se dice de hermanos numerosos, pero único es aquel que no tiene hermanos… el Hijo único [es] aquél que sólo es por generación del Padre y es sólo Hijo y siempre existe con su Padre y es conocido con Él, porque en verdad es Él el Hijo nacido del Padre… Es llamado “primogénito” de todas las criaturas” porque él mismo en primer lugar fue renovado (resurrección de entre los muertos) y enseguida renovó a las criaturas” (hom. III, 9).

“[Los Padres de Nicea] dijeron con todo derecho “único” y a continuación “primogénito” porque convenía que primero nos indicaran que es Aquél que nació en la forma de Dios y por su misericordia asumió nuestra naturaleza y que enseguida nos hablaran de la forma de esclavo asumida para nuestra salvación (hom. III, 10). Nacido de Dios, no fue hecho. Es de la naturaleza de Dios y no es “obra”. Luego, Teodoro subraya e motivo de la Encarnación: por causa de nosotros los hombres y por nuestra salvación, dicen los Padres (de Nicea): no fue sólo por causa de los hombres, sino es el fin de su venida lo que nos enseña: vino para salvar a los hombres, con el fin de que aquellos que estaban perdidos y entregados al mal, por una gracia y una misericordia inefables, los vivificaba y liberaba del mal. He aquí por qué descendió del cielo” (hom.V,3).

“Descendit: no fue desplazándose de un lugar a otro. Porque no nos hace falta pensar que la naturaleza divina, que está en todo lugar, se deslace de un lugar a otro, porque no es posible que la naturaleza divina, siendo incorpórea, esté encerrada en un lugar y que es imposible que se desplace de un lugar a otro lo que está en todo lugar…” Citando Jn. 1,10-11, Teodoro agrega; lo que llama descenso de Dios es la condescendencia de Dio: elevado por encima de todos, condescendió para salvarlos de la tribulación” (hom. V, 4).

Teodoro – contra el apolinarismo – ve en asunción por el Hijo de un alma humana, un aspecto esencial del carácter salvífico del misterio de la Encarnación: No fue [sólo] un cuerpo que [el hijo] debía asumir, sino también un alma inmortal” (hom. V, 10)

Es en este sentido que Teodoro habla de la sunción, por el Verbo, de un hombre perfecto, es decir provisto de un alma racional. El obispo de Mopsuestia cree que el Verbo “asumió todo el hombre para nuestra salvación y por el operó la salvación para nuestra vida” (hm. V, 19).

Destaquemos de pasada que la Iglesia, condenando, después de su muerte algunos pensamientos atribuidos a Teodoro, no expresó ningún juicio negativo sobre sus homilías catequísticas (consideradas en su conjunto) y está permitido pensar, con el cardenal A. Grillmeir, que las formulaciones de Teodoro prepararon las del Concilio de Calcedonia sobre la unión perfecta de las dos naturalezas de Cristo en su única persona [7].

Sección tercera Cirilo de Alejandría (414-423)

En sus Cartas festales – escritas cada año con ocasión de la fiesta de Pascua – Cirilo manifiesta, por su manera de comentar las grandes verdades de la fe, algunas convergencias sorprendentes con Teodoro de Mopsuestia.

Así, en la octava carta vestal, en 420, Cirilo dice: “Cristo es idénticamente monógeno y primogénito entre una multitud de hermanos en tanto que hombre, y, de otro lado Monógeno en tanto que Verbo nacido de Dios Padre” (6). Aquí, Cirilo, como Teodoro, depende de Orígenes (In Jo. 11,50; SC 385, 139).

Como los otros Padres, Cirilo subraya fuertemente, en el contexto del relato “tipológico”, sobre Abraham e Isaac, que “no es el poder humano ni el orgullo de aquellos que le eran hostiles que condujeron a Nuestro señor Jesucristo a la Cruz sino la voluntad del Padre, por así decirlo, la que permitió, según la economía, que sufriese la muerte por todos. He aquí lo que significa de manera simbólica el hijo conducido al sacrificio por su padre” (carta Vª, 417, 7).

Cirilo concluye magníficamente la decimoprima carta vestal, en 423, por una presentación resumida de la fe cristológica de la Iglesia que conviene citar aquí largamente:

Creador de todas las cosas visibles e invisibles, Dios Padre es también, por querer, Padre [8]. Es en este sentido que decimos que todo viene de Dios.

Pero de Aquél que engendra personalmente no es el Creador sino el Padre por naturaleza. Porque engendró verdaderamente no por emanación, cortadura o pasión, como justamente, seguramente, se puede constatar en lo que nos concierne: en efecto, si un cuerpo proviene de un cuerpo, es que ha habido un fraccionamiento; no, Dios no ha engendrado de esta manera porque no es corporal y no está en un lugar, no tiene forma o límites, sino una manera que escapa a la comprensión y al discurso porque es Dios. Porque no se podría admitir que la naturaleza que supera todas las cosas esté afectada por nuestras pasiones.

El Padre, pues, engendró de sí mismo al Hijo, luz nacida de la Luz huella y radiación de su propia hipóstasis, como está escrito.

Entonces, estábamos en la peor de las situaciones: la muerte reinaba, el dragón malo y rebelde ejercía su imperio sobre la tierra, el pecado era más fuerte; se hizo hombre para sustraernos de todos los males que han sido numerados.

Ahora bien, esto se convirtió en verdad y habiendo tomado carne de una mujer, es decir de la Santa Virgen María, conforme a las Escrituras, “Fue visto sobre la tierra y vivió entre los hombres” (Baruch 3, 38). Lo que se veía era un hombre según la naturaleza de la carne y verdaderamente perfecto respecto de la humanidad. Pero era Dios con mayor verdad [9].

Por este motivo, si nuestro pensamiento es ortodoxo, afirmamos que no hay dos hijos, ni mucho menos dos cristos o señores, sino un solo Hijo y Señor, tanto antes de la Encarnación como cuando tuvo la envoltura de la Carne [10].

…El Señor brilló verdaderamente sobre nosotros que marchábamos en la noche de las tinieblas; iluminando por medio de palabras que conducían el corazón de sus oyentes a la piedad, alentaba vivamente a lanzarse sobre Dios, mostrando, por otro lado, por medio de sus prodigios que sobrepasan la razón, que era Dios por naturaleza.

…Él, siendo la vida por naturaleza, aceptó que su carne sufriese la muerte, en razón de la economía a causa de nosotros, para ser el Señor de muertos y vivos (Rm. 14,9).

Descendió en el Hades, anunció la buena nueva a los espíritus que estaban ahí, abrió a los de abajo las puertas que estaban siempre cerradas, vació el antro insaciable de la muerte y resucitó al tercer día, y subió al Padre, con la carne que había asumido como primicias de nuestra naturaleza, Primogénito, nacido de entre los muertos, con el fin de tener, en todo, el primer rango (Col 1,18).

Vendrá nuevamente por nosotros, desde el cielo, como juez, para retribuir a cada uno según sus obras, porque juzgará la tierra con justicia (Sal. 95,13).

En esta profesión de fe, Cirilo de Alejandría prefigura su próximo combate contra Nestorio insistiendo sobre la unidad de Cristo y rechazando explícitamente toda dualidad no unificada en él y afirma tajantemente su “intuición fundamental” [11]: la trascendencia de la naturaleza divina de Cristo sobre la naturaleza humana: no están en pie de igualdad, ya que aquella creó a ésta a partir de la nada.

Comentando con muchos Padres el artículo segundo del Símbolo, argumentando sobre el Hijo, hemos podido constatar que los padres estuvieron condicionados por la necesidad de luchar contra las herejías, es decir contra las falsas interpretaciones del misterio del Hijo encarnado en su doble relación con el Padre y con el mundo. En los griegos, los comentarios subrayan sobre todo la igualdad del hijo con el Padre. La vida terrestre del Hijo – como también en los latinos – está resumida en su nacimiento y su muerte glorificada de futuro Resucitado.

Los Latinos

Sección primera San Agustín

Encontramos en Agustín dos tipos muy diferentes de comentarios del Símbolo: las explicaciones homiléticas y litúrgicas de una parte, las presentaciones doctrinales y teológicas por otra.

Las primeras se sitúan en el contexto de la Semana Santa. Están dirigidas al pueblo, especialmente a los catecúmenos que se preparan al bautismo. Agrupamos aquí los textos en el orden del Símbolo mismo más que en el de los sermones

Concepción y nacimiento de Cristo

En el sermón 214, Agustín profundiza la afirmación: “El Hijo nació del Espíritu Santo y de la Virgen María”. Escuchémosle: “Decimos que nació del Espíritu y de la Virgen María porque, cuando la Virgen santa preguntó al Ángel: “¿y esto cómo puede ser?”, el Ángel le respondió: El Espíritu santo vendrá y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el Santo que nacerá de ti será llamado hijo del Espíritu Santo… Debido a esta concepción santa, en el seno de la Virgen, realizada por consecuencia del fuego de la concupiscencia de la carne, sino en función del fervor de la caridad creyente, se dice Cristo nacido del Espíritu Santo y de la Virgen María, de tal suerte que la naturaleza humana es relativa a aquella que concibe y engendra, la naturaleza divina al Espíritu Santificador: “Santo” viene de la Virgen María; lo mismo que el Hijo de Dios es el Verbo hecho carne. En tanto que Verbo, es igual al Padre; en tanto que hombre, su Padre es más grande” (214,6).

Hay que remarcar muchas cosas aquí. Destaquemos, primeramente el cuidado con el cual Agustín, que -por otro lado sigue la tradición anterior--- [12] quiere mostrar en el evangelio de Lucas el fundamento y el alcance de la afirmación de la fe sobre la concepción virginal del Salvador.

Luego, subrayemos la sutil distinción entre el error rechazado (Cristo, hijo del Espíritu Santo) y la verdad profesada: Cristo nacido del Espíritu, es decir de la acción del Espíritu. Volveremos sobre este punto presentando las vistas de Agustín teólogo.

En otro lugar, en el sermón 215 [13], Agustín evoca también este nacimiento virginal de Cristo por el Espíritu para subrayar que las dos generaciones de Cristo y según la divinidad y según la humanidad son todas objetos de fe, que sobrepasan los alcances de la razón humana. Para Agustín, la fe prodigiosa de María, luego de su diálogo con el Ángel, ilumina y estimula nuestra fe, más fácil, en el misterio del doble nacimiento de Jesús: “Creemos en Nuestro señor Jesucristo, nacido de la Virgen María por la acción del Espíritu, porque la misma bienaventurada María concibió en la fe a aquél que ella engendró en la fe. En efecto, un único modo de engendrar fue conocido por ella, no por experiencia personal, sino aprendido por ella por frecuentar a otras mujeres; es decir, el nacimiento de un ser humano a partir de un hombre y de una mujer; ella recibió la respuesta angélica: “El Espíritu Santo vendrá a ti… El santo que nacerá en ti será llamado Hijo de Dios” (Lc1, 34-35). Frente a estas palabras del Ángel, María, llena de fe, concibió a Cristo en su espíritu antes de concebir en su vientre y respondió al Ángel: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc. 1,38). Es decir: que el Hijo de Dios sea concebido sin simiente viril en una Virgen… María creyó y lo que creyó aconteció en ella “Christum prium mente quem ventre concipiens… credidit Maria et in ea quod credidit factum est”.

San Agustín, como se ve, no se limitó a enraizar la fe de la Iglesia concerniente al nacimiento de Cristo en el evangelio lucano; quiso subrayar más que el consentimiento de María al misterio no sólo había sido libre sino que además había sido dado con plenitud de fe en la Palabra de Dios transmitida por el Ángel Gabriel. Considerando la participación de María, desde la Anunciación, en la obra de salvación, Agustín nos la muestra como una Virgen prudente, creyente y amante.

En Agustín, el artículo cristológico (Jesús nacido del Espíritu santo y de la Virgen María) se vuelve mariológico y eclesial.

Definiendo el nacimiento histórico de Cristo como un nacimiento espiritual (“por obra del Espíritu”) y virginal (de María virgen), el artículo del Símbolo se vuelve, para él y para los Padres posteriores, el fundamento del nacimiento sacramental de Cristo por obra del Espíritu Santo y de la Iglesia virgen y también del nacimiento moral o místico del alma creyente, siempre por obra del mismo Espíritu. Conservando toda su significación cristológica, nuestro artículo – dice R. Cantalamesa (Credo in Spiritum Sanctus, I, 111) – cobra también un sentido mariológico y sobre todo especial. Como Jesús nació de una madre virgen por obra del Espíritu Santo, así los cristianos “han nacido de Dios y del corazón de la madre Iglesia por el Espíritu Santo” (sermón 359, 4). La virginidad de María simboliza la apertura de la Iglesia a la acción del Espíritu.

Pasión, muerte y sepultura de Jesús crucificado

En sus homilías pascuales, el obispo de Hipona nos ofrece también proposiciones sugestivas sobre esta parte central del segundo artículo del Credo.

Agustín nos muestra, primeramente, (sermón 212) el presupuesto común al conjunto de afirmaciones que integran el artículo segundo: la asunción por el Hijo de Dios de la “condición de esclavo” (Flp. 2,7). Es decir de la naturaleza en su condición herida por el pecado [14].

“Por esta condición, el Invisible fue visto… en esta condición de esclavo, el Todopoderoso fue debilitado porque padeció bajo Poncio Pilato. Por esta condición de esclavo, el Inmortal murió: porque fue crucificado y sepultado. En esta condición de esclavo, el rey de los siglos resucitó al tercer día. En esta condición de esclavo, Aquél que es el brazo del Padre se sienta a la diestra del Padre. En esta condición de esclavo, vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos: en ella quiso compartir [la misma suerte de los] muertos, siendo la vida de los vivos”.

Lo que Agustín quiere subrayar, es que la debilidad, la Pasión, la muerte, la crucifixión, la sepultura de Cristo, luego su Resurrección, su Ascensión, su entronización a la derecha del padre su regreso como Juez, conciernen a su naturaleza humana y la presuponen; y sin embargo, cada vez, es el Hijo de Dios, en su humanidad, que es crucificado, sufre, muere, sube al cielo y se sienta a la derecha del Padre y juzgará a los vivos y a los muertos.

En su tercer sermón Guelferbytanus (ed. S. Poque, SC 116, 200-209) sobre la Pasión del Señor, Agustín aborda en profundidad una objeción frecuente en la época patrística: los que nos lanzan como un insulto que honramos un Señor crucificado… no comprenden en lo más mínimo lo que creemos y afirmamos.

Porque nosotros no afirmamos que en Cristo murió lo que era Dios, sino lo que era hombre [quod Deus erat sed quod homo erat]. En efecto, cuando muere, no importa quien, en lo que es esencialmente hombre, es decir lo que los separa de la bestia, el hecho que tiene inteligencia, que discierne lo humano de lo divino, lo temporal de lo eterno, la falso de lo verdadero, es decir, su alma racional, esta alma no sufre la muerte como su cuerpo; sino cuando muere, permanece viva, lo abandona y sin embargo se dice un hombre está muerto.

“¿Por qué no se diría, también: Dios murió, sin que se entienda que pueda morir lo que es Dios, sino la parte mortal que Dios había asumido por los mortales?

“En efecto, cuando un hombre muere, el alma que está en su carne no muere; de la misma manera, cuando Cristo murió, la divinidad que estaba en el hombre no murió.

“…Dios, que es espíritu (Jn. 4,24) pudo unirse con una unión espiritual, no a un cuerpo sin espíritu, sino al hombre que poseía un espíritu.”

Aquí, Agustín recurrió a la imagen antropológica del misterio de la Encarnación: la unión entre alma inmortal y el cuerpo mortal en el ser humano ayuda a comprender la unidad entre la persona divina del Verbo y su humanidad mortal: más precisamente, entre la naturaleza divina (quod Deus erat). Como el alma huma conserva su inmortalidad no muere cuando muere el cuerpo que animaba, así la naturaleza divina conserva su eternidad y no muere cuando Jesús muere. La continuación de nuestra exposición mostrará que Agustín no subrayó demasiado la persona del Verbo.

En el sermón 213, pronunciado con ocasión de la “tradición del Símbolo”, fue introducido un matiz importante: “el hombre fue crucificado, el hombre fue sepultado; en Dios no hubo cambio, a Dios no lo mataron, pero sin embargo murió en tanto que hombre [15]”. En el lenguaje actual de la Iglesia (que desde Éfeso afirmaba claramente que María, Madre de Dios, no es madre de la divinidad), diríamos: la divinidad no está muerte, no estaba crucificada, sino la persona divina del Hijo está muerto en su humanidad. La Iglesia no había aprobado explícitamente, todavía, el adagio de los monjes escitas: “uno solo de la Trinidad fue crucificado.” Agustín parece experimentar cierta incomodidad delante de una admisión perfectamente coherente de “la comunicación de los idiomas” y emplear por turnos formulaciones contradictorias, diciendo tanto que Dios murió, como que no murió. Pero el pensamiento es suficientemente claro.

La incomodidad se explica, en parte, por el recurso a la imagen ambigua de la vestimenta para designar la humanidad del Hijo encarnado, en el mismo sermón [16]: Si alguien escinde tu túnica sin lesionar tu carne, te injuria, pero no gritas una protesta respecto de tu vestido, al punto de decir: “has escindido mi túnica”, dice, más bien, me has rasgado”. Dices la verdad y sin embargo, el que te lesionó nada tomó de tu carne.

“Así, Cristo Señor fue crucificado. Es el Señor, y es único para su Padre. Es nuestro Salvador, es el Señor de gloria (1 Co 2, 8).

“Y sin embargo fue crucificado, pero en la carne sola [sepultus in sola].

“Porque su alma no estaba ahí donde estuvo sepultado y cuando lo fue. Yacía en la sepultura por su carne sola y sin embargo lo confiesas como Jesucristo nuestro Señor, el Hijo único…

“Solo su carne esta en el suelo y ¿tú dices, sin embargo: nuestro Señor?

Te digo con toda claridad: porque veo el vestido, adoro también a Aquél que está revestido [vestem intueor, vestitum adoro]. Esta carne fue su vestido. Tomando la forma de esclavo se revistió con un comportamiento de hombre (Flp. 2,6-7)”.

Lo que Agustín quería decir a sus oyentes se hace más claro en su respuesta a la pregunta 73 entre las 83 cuestiones que lo agitaron entre su conversión y su elevación al episcopado: “La humanidad fue asumida de manera que fuese transformada para mejor y a recibir [del verbo] una formalidad inefablemente más perfecta y más íntima que el hábito revestido por el hombre.

Así pues, por el término habitus el Apóstol destacó suficientemente en qué sentido dijo “habiéndose vuelto semejante a los hombres (Flp. 2,6-7): no por una transformación en hombre sino por lo que se manifestaba, habitu, cuando se revistió de la humanidad para, adjuntándosela y adaptándosela, asociarla a [su] inmortalidad y eternidad… El Verbo no fue alterado por la asunción de la humanidad de la misma manera que los miembros no se alteran cuando se les recubre con hábitos. Sin embargo, esta asunción unió inefablemente lo que estaba unido a lo que lo asumía [17]”.

Se podría resumir las limitaciones de la imagen del hábito para significar la humanidad del Verbo, diciendo que un vestido no es una libertad; ahora bien es la libertad humana asumida por el Verbo divino la que opera el misterio de nuestro rescate, reparando los abusos pecaminosos de las libertades creadas.

En sentido inverso, la ventaja de esta imagen es su fundamentación en el texto griego de la epístola a los Filipenses (2,7), como lo subraya san Agustín: “el texto griego contiene schémati para el cual tenemos habitus en latín.”

Además, la imagen del vestido es más fácilmente inteligible (siempre que estén expuestos los contrasentidos) por los simples, que otras explicaciones que ponen en relieve la misteriosa relación entre libertad divina y libertad humana en Dios hecho hombre.

En el sermón 214 (§7), Agustín insiste en la relación entre la persona divina del Hijo y los diferentes misterios de su vida humana: tristeza de su alma (en el jardín de Getsemaní) crucifixión, sepultura para subrayar en el Dios hecho hombre la unidad y la totalidad. “Como Nuestro Señor Jesucristo es entero, el Hijo único de Dios, Verbo y hombre, y, por decirlo más expresamente: Verbo, cuerpo y alma; a esta totalidad se remite la tristeza de su alma sola hasta la muerte, la crucifixión en su humanidad sola, la sepultura en su sola carne [ad totum refertur quod in sola anima tristis fuit… in solo homine crucifixus est… in sola carne sepultus]”.

Agustín toma una imagen para hacerse comprender mejor: “Decimos en efecto que el único Hijo de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, fue sepultado. Como por ejemplo decimos que el Apóstol Pedro yace hoy en una tumba, mientras que decimos que se regocija reposando en Cristo. Se trata del mismo apóstol; no hay dos apóstoles Pedro, sino uno solo. Es el mismo del que decimos que en su solo cuerpo yace en el sepulcro y que, en su solo espíritu, se regocija en Cristo”.

En el extracto que acabamos de citar, constatamos que Agustín se aproxima al lenguaje que la Iglesia terminará por hacer suyo, asumiendo la fórmula de los monjes escitas, evocada líneas arriba: “uno solo de la Trinidad fue crucificado”. Precisa mejor que los actos realizados por el Verbo encarnado en su naturaleza humana están infinitamente realizados por su persona divina.

Concluye legítimamente; “no tengas vergüenza de la ignominia de la Cruz, que por ti Dios mismo no dudó en recibirla y di con el Apóstol: “que jamás me gloríe sino en la cruz de Nuestro señor Jesucristo” (Ga 6, 14) y el Apóstol mismo te responde: “no he querido saber nada entre ustedes sino Jesucristo crucificado” (1 Co 2, 2)”

La resurrección del Hijo único, su Ascensión, su entronización a la derecha del Padre.

En el sermón 214 (§8), Agustín presenta de esta manera la Resurrección: “El tercer día, Él resucitó en una carne verdadera, que no debía morir jamás. Esto fue verificado por los discípulos, con sus ojos y sus manos; una bondad tan grande nos los habría engañado, ni extraviado tan grande verdad… Estuvo cuarenta días con sus discípulos, temeroso de que el gran misterio de su resurrección, si se hubiese sustraído a sus ojos inmediatamente, no fuese considerado una mistificación [ludificatio].”

Frente a una posible duda, Agustín reaccionó en el sermón 216 (§6), en estos términos: Cuando se te ha dicho, creo que Jesús nació, sufrió, fue crucificado, muerto, sepultado, creíste más fácilmente, como si se tratara de un hombre; ahora, porque se te dice, el tercer día resucitó de entre los muertos, ¿dudas, oh hombre? Considera a Dios, piensa en su omnipotencia y no dudes más. Entonces, ¿si pudo, a ti que no existías, hacerte a partir de la nada, ¿por qué no pudo despertar de entre los muertos a su hombre (hominum suum [18]) que ya tenía hecho? Crean pues, mis hermanos… es esta fe la única que distingue y separa a los cristianos de los otros hombres. Porque, y lo Paganos creen hoy, y los Judíos entonces vieron que Jesús murió y fue sepultado; pero que haya resucitado de los muertos el tercer día ni el Pagano ni el Judío lo admiten… Creamos pues, hermanos míos, y eso que creemos sucedido en Cristo, esperemos que nos suceda. En efecto, Dios que ha prometido, no engaña nunca”.

Destaquemos aquí que el Símbolo romano antiguo – a diferencia del de Nicea – no decía nada explícito sobre la finalidad salvífica de la muerte de Cristo; es cierto, sin embargo, que en el sermón 215 (4, sub fine), Agustín recuerda que el Señor “se hizo hombre para los servidores impíos y pecadores” y agrega incluso un poco más lejos: Dios amó de tal manera a los hombres pecadores que murió por amor a ellos”. Agustín cita a Pablo: “Cristo murió por los impíos… Entonces, como éramos pecadores, Cristo murió por nosotros… Fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo (Rm. 5,6.8.10; sermón 215, 5)”.

Agustín sabía, pues, y creía que la integralidad del misterio pascual – no sólo la Resurrección, sino también la Pasión ofrecida como sacrificio – constituía el objeto de la de distintiva de los cristianos, separándolos del saber solamente histórico de los paganos y de los judíos a propósito de Jesús Crucificado. Los cristianos no sólo saben con los paganos y los judíos, sino creen que hizo de su muerte un sacrificio de expiación del pecado del mundo. Desde este punto de vista, la fe en la ofrenda sacrificial de Jesús sobre la Cruz a su padre a favor del mundo es todo, tanto como la certidumbre de su Resurrección un elemento esencial de las convicciones cristianas. Incluso se podría decir también: la muerte de Jesús, en tanto que implica un sufrimiento ofrecido por amor, es un objeto de fe cristiana más específica, tal vez, que la Resurrección; incluso habría que ayudar que es la muerte de Aquel que debía resucitar, para aplicarnos los méritos de su Pasión.

A los ojos de Agustín, como de los Padres en general, la fe en Cristo resucitado permite comprender mejor la primera parte del artículo segundo: el nacimiento virginal de Jesús. En el Sermón 215, 4 el predicador de Hipona decía: “Nació en esta carne [de María] con el fin de salir pequeñito a través de las entrañas cerradas, carne en la cual, resucitado y grande, entraría en las puertas del infierno” [per clausa viscera parvu exiret… resuscitatus per clausa ostia magnus intraret]”. El carácter sobrenatural y milagroso del mundo de la Resurrección de Jesús, entrando en el Cenáculo cuyas puertas estaban cerradas, hacía inteligible el carácter milagroso del mundo de su nacimiento, saliendo del seno cerrado de su madre sin violar su virginidad [19].

Uno no puede –sea dicho de paso- no quedar sorprendido por la virtuosidad con la que los Padres en general, Agustín en particular, subrayan las conexiones internas entre los diferentes artículos del símbolo de los apóstoles e incluso entre los diferentes elementos del mismo artículo. Entre la omnipotencia creadora del Hijo – idéntica a la de su Padre- y su nacimiento virginal por una parte, su Resurrección corporal por otra, entre estas dos últimas, finalmente.

En su sermón 214 (§8), Agustín nos revela el sentido de la entronización a la derecha del Padre. Simboliza para él la habitación en la alturas inefables en la que él dijo dominar (habitatio in excelsa et ineffabili beatitudine). La derecha de Dios nos indica (en el lenguaje bíblico) una indecible elevación de honor y de felicidad.

Sensible a las transiciones, Agustín nos sugiere (sermón 215, 7) que la fe en esta beatitud del Resucitado-Subido al cielo debe prepararnos a esperar su regreso como Juez: “presta atención, teme que Aquél, en cuya Resurrección no quieres creer, venga como juez y tengas que resentirlo [vide nequem non vis credere, sentias vindicantem]. Aquel que no cree ya está juzgado (Jn. 3,18). Porque Aquél que domina ahora a la derecha del Padre, como abogado por nosotros, debe venir de allí para juzgar a los vivos y a los muertos. Creamos, pues, con el fin de pertenecer al Señor, sea durante la vid, sea a la hora de la muerte.”

Pensamiento magníficamente desarrollado en otra homilía para la “tradición del Símbolo” (213, 5.5): “Confesemos al Salvador para no temer al Juez; aquel que cree ahora en él cumple los preceptos, y el alma no temerá su venida para juzgar a los vivos y a los muertos; no sólo no la temerá, sino deseará su venida; ¿qué puede hacernos más dichosos que la venida de Aquél que deseamos; que la venida de Aquél que amamos?

“Pero temamos porque será nuestro juez. Aquél que ahora es nuestro abogado – será entonces – nuestro juez. Si tenías una causa que defender delante de algún juez, y llevabas un abogado, eras apoyado por este abogado que te defendería tu causa con todo su poder; y si no la llevaba a término, y tomabas conocimiento que este mismo abogado vendría como juez, ¡cómo te alegrarías de que tu juez podría ser aquel, que poco antes, era tu abogado! Y ahora esa misma ruega por nosotros. Le tenemos por abogado y ¿le temeremos como juez? Porque lo enviamos sin inquietud delante de nosotros, pongamos nuestra esperanza en Él, nuestro juicio futuro”

En todo este parágrafo, Agustín lee el fin del segundo artículo del Credo a luz de la primera carta (explícitamente citada) de san Juan (1 Jn. 1,8 - 2,2): “si alguien tiene un pecado, tenemos como abogado delante del Padre a Jesucristo, el justo.” Sintetiza dos imágenes jurídicas (distintas pero complementarias) de la misión de Cristo: Para los sinópticos y para Pablo, Jesús volverá como Juez, para San Juan esta proposición se complementa mediante la presentación de Cristo como Abogado, misión actual que prepara su visión futura.

He aquí como Agustín comentaba el Credo romano para el pueblo africano. Agreguemos ahora las perspectivas que desarrolló delante de los intelectuales luego del concilio de Hipona, e 393 y en el manual sobre la fe, la esperanza y la caridad, mucho tiempo después, hacia 420, a propósito de este mismo artículo segundo del Credo.

En su discurso de 393, Agustín exalta la humildad de Cristo “modelo para nuestra vida, vía segura para llegar a Dios. No podíamos, en efecto regresar a Él sino por la humildad, desde que caímos por orgullo (Gn. 3,5). N, Nuestro Salvador se dignó dar ejemplo de esta humildad, Él que se “anonadó tomando la forma de esclavo” (Flp. 2,6-7)… Él, en tanto que hijo único no tuvo hermanos, pero en tanto que primer nacido quiso de buen grado dar el nombre de hermanos (He 2,11) a los que, seguidamente y mediante su prioridad (Col 1, 18), renacen en la gracia de Dios que los adopta como sus hijos (Ga 3,5). Así, el hijo natural de Dios, nacido de la sustancia paterna, es única; Él es lo que es el Padre, Dios [salido] de Dios, Luz [salida] de la Luz. En cuanto a nosotros, no somos la luz por naturaleza; somos iluminados por esta luz [del Verbo], con el fin de poder brillar por la sabiduría” (De fide et símbolo IV,6).

Encontramos acá, bajo la pluma de Agustín, las distinciones y nexos ya observados en Orígenes, Cirilo de Jerusalén y Cirilo de Alejandría. Agustín también puso lo suyo: la insistencia sobre la humildad, Cristo y el cristianismo; una humildad que condiciona la orientación hacia la salvación eterna. Al tiempo de decir – y encontraremos este aspecto poco después – que el artículo segundo está orientado por Agustín (y por los Padres en general) hacia su consumación escatológica esbozada en el artículo tercero, con el don del Espíritu.

San Agustín tratará de profundizar, un cuarto de siglo más tarde, la naturaleza de esta humildad del salvador, en su manual: “El género humano estaba afectado por una justa condenación, todos eran hijos de la cólera (ver Ep 2, 3): “éramos, por naturaleza, hijos de la cólera como los otros. Todos los hombres estaban condenados a esta cólera por el pecado original de una manera tanto más grave y más funesta, pecados a los que habían agregado otros más pesados y numerosos; le hacía falta un mediador; es decir un reconciliador que apaciguara esta cólera mediante la ofrenda del sacrificio único, frente al cual todos los sacrificios de la Ley y los Profetas eran sombras”.

La humildad del Verbo encarnado, que culmina (ver Flp. 2,6-10) en su obediencia hasta la muerte de la Cruz, es, pues, vista por San Agustín como un elemento esencial de su sacrificio de reconciliador y mediador. Prosigue diciendo:” Si aun cuando éramos enemigos, nos reconciliamos con Dios por la muerte de su hijo, con mayor razón, una vez reconciliados en su Sangre, seremos salvados de su cólera por Él (Rm. 5,9-10). “Cuando, por otro lado, Dios monta en cólera, no se trata de una perturbación tal que agite el corazón de un hombre irritado: en virtud de una metáfora orientada a las pasiones humanas, damos el nombre de cólera a su justicia vindicativa” (X, 33)[20].

Subrayando que el Cristo es a la vez el Dios reconciliador y el Mediador, el Sacerdote hombre que opera la reconciliación mediante su sacrificio, Agustín se preocupa mucho de no causar perjuicio a la unidad de Cristo: Hay un solo Hijo de Dios, no hay dos Hijos de Dios, Dios y el hombre, pero un solo hijo de Dios, Dios y el hombre, Dios sin comienzo, hombre desde su comienzo determinado, Nuestro señor Jesucristo” (X,35)

Sección segunda: Rufino de Aquilea

Hacia el año 400, este antiguo compañero (en Egipto) de Dídimo el Ciego y (en Jerusalén) de Jerónimo compuso un comentario del Símbolo, en parte tributario del de Cirilo de Jerusalén.

Su Credo deriva a su vez de la formula romana y del Credo oriental comentada por Cirilo de Jerusalén [21]. Retendremos los comentarios más significativos referidos al artículo segundo.

Rufino no ignora que, a los ojos del paganismo y especialmente de los gnósticos es indigno de Dios tener contacto con la carne humana. Bajo la influencia de Agustín, responde: ¿reprocharás a un salvador por haberse ensuciado retirando del barro a un niño que agonizaba? Por lo demás, Dios no se ensucia, no más que el sol iluminando las basuras o el fuego consumiéndolas [22]. O, entonces habría que decir que “Dios se ensució creando al mundo [23]”.

Estas reflexiones de Rufino no parecen deberle nada a Cirilo de Jerusalén. Hemos evocado, líneas arriba, las respuestas de Cirilo a las objeciones contra la Encarnación virginal del Hijo de Dios. Cosa sorprendente, éste no hacía ninguna alusión (salvo error de mi parte) a la pretendida inconveniencia de una asunción de la carne humana por el Creador; sus dificultades eran sobretodo relativas a la concepción virginal. Problemática diferente.

La diferencia radica, sin duda, en parte, en el hecho que Cirilo era sobre todo sensible – en el contexto del lugar en que hablaba, Jerusalén – a las objeciones de los judíos, mientras que Rufino, siguiendo a Agustín, estaba más inclinado a considerar las dificultades opuestas por los maniqueos. Destaquemos, de pasada, a propósito de la Encarnación en el seno virginal de María, tan claramente afirmada tanto por el Símbolo romano como por el de Nicea, un hecho importante: si la maternidad divina de María se encontraba implícitamente proclamada, ninguno de los dos símbolos lo confesaba explícitamente. Así se hizo posible el nestorianismo (Vicente de Lérins, en su Commonitorium, cap. XV, ver capítulo XIII) precisaba, en 434, poco después de Éfeso, en el sentido del artículo segundo del Credo: “debemos proclamar a María la Theotokos, la Madre de Dios, no en el sentido en que lo emplea una herejía impía que sostiene que no es un simple título, porque engendró un hombre que después se convirtió en Dios, de la misma manera que decimos la madre de un sacerdote o la madre de un obispo o la madre de un obispo; ahora bien, esas mujeres no trajeron al mundo más que hombres que después se convirtieron sacerdotes u obispos. No, no es así como Santa María es Madre de Dios. Sino como ya lo dije, porque en su seno sagrado se realizó este misterio sacrosanto, y que en razón de esta unidad particular y única de persona el Verbo es carne en la carne y el hombre es Dios en Dios” (RJ 2171).

Entonces, si Rufino no sintió la necesidad de dejarnos un comentario sobre la maternidad divina, estamos más sorprendidos de ver con qué insistencia se explica sobre la virginidad de María, no sólo en la concepción, sino también de su nacimiento. Haciéndolo, preparaba los matices de la fórmula galicana que habría de retener, definitivamente, el textus receptus debido del Símbolo romano: “concebido del Espíritu Santo, nacido de la Virgen María”. Citemos, pues, esas afirmaciones tan firmes que engloban numerosos textos anteriores y posteriores de los Padres: “No hay ninguna corrupción en la concepción de la virgen. Una concepción nueva fue ofrecida este siglo, y no sin razón. Aquél que en el cielo es Hijo único, y por consiguiente, incluso en la tierra, único, nació de una manera única”. Después de haber citado Is. 7,14, nuestro Rufino prosigue “nombrando a María de una manera figurada, la ‘puerta del Señor’, por la cual el Señor entró en el mundo”, la puerta anunciada con antelación por el profeta Ezequiel, indicando, de esta manera “el modo admirable de esta concepción: ‘la puerta exterior del santuario estaba cerrada… Yahvé me dijo. Esta puerta será cerrada, porque el Dios de Israel pasó por ahí. Así es como será cerrada’ (Ezequiel 44, 1-2 [24]).”

Rufino insiste en este tema: “esta puerta de la virginidad fue cerrada, a través de ellas entró el Señor Dios de Israel, a través de ella pasó del seno de la Virgen en este mundo y la puerta de la Virgen permanece eternamente cerrada, la virginidad salvada”.

Naturalmente, se puede discutir la exégesis de Ezequiel brindada por Rufino siguiendo a Ambrosio de Milán; no implica, pensamos, y no pretende indicar el sentido literal del texto profético, pero no su sentido tipológico, y constituye una bella imagen que esclarece una convicción ya existente de la Iglesia universal, en su comprensión de los alcances de Is. 7,14. Ambrosio y Rufino elaboran un razonamiento por analogía: creyendo con la Iglesia que María fue virgen durante la concepción con una virginidad distinta de aquella que ejercía en la concepción de Cristo, encuentran que el texto de Ezequiel ilustra admirablemente este artículo de fe.

Para Rufino, el relato lucano de la Anunciación afirmaría la cooperación de las tres personas divinas en el cumplimiento del misterio de la Encarnación; Rufino reunía así una exégesis clásica [25] durante los primeros siglos, y según la cual el hijo de Dios proponía, a través del Ángel Gabriel, su propia Encarnación: “Se nos dice que el Espíritu Santo desciende sobre la Virgen y que la virtud del Altísimo la cubre con su sombra. ¿Cuál es esta Virtud del Altísimo, sino Cristo mismo, Virtud de Dios y Sabiduría de Dios (1 Co 1, 24)? ¿Y de quién es la virtud? Del Altísimo. Así pues, el Altísimo está presente, y la Virtud del Altísimo [26] y el Espíritu Santo. Es la Trinidad oculta en todos lados y siempre presente en todo, la Trinidad distinta en nombres y en personas, pero inseparable por la sustancia de la Deidad; sólo nace el Hijo, pero el Padre está presente y también el Espíritu Santo, para santificar la concepción de la Virgen y también su nacimiento [27]”.

En otros términos, Rufino (y otros) interpretan el relato lucano a la luz de los relatos del bautismo como la Transfiguración de Cristo, y de la cristología paulina de la primera carta a los Corintios: Cristo es el Poder y la Sabiduría de Dios”.

Aun si no la identificación no está contenida en el relato de la Anunciación, entre Virtud-Poder el Altísimo y Cristo, sigue siendo verdad que es en nombre de la Trinidad que el Ángel habla a María para proponer la Encarnación: esto basta `para afirmar que habla en nombre del Hijo. A través del ángel, el Hijo se anuncia.

Rufino, a propósito de Cristo Juez de los vivos y de los muertos, nos presenta una interpretación que no es más usual: “Cristo juzgará simultáneamente la salmas y los cuerpos”; porque el Símbolo califica “de vivos a las almas y de muertos a los cuerpos y no quiere decir que algunos llegaran vivos al juicio mientras que otros serán juzgados después de sus muertes”. Es posible que Rufino dependa aquí de la exégesis de Isidoro de Pelusa (cartas I, 222; MG 78, 322) interpretando 2 TM 4, 1; en todo caso, piensa que su inteligencia de Cristo “juez de vivos y de muertos” está en armonía con el lenguaje de Jesús en el Evangelio (Mt 10, 28): no teman nada de aquellos que matan el cuerpo, pero que podrán matar el alma” (sobreentendido: que se puede matar a sí misma por el pecado). Sea lo que fuere, en este pasaje, (Comentario del Símbolo 33; ML 21, 369) Rufino parece adherirse a San Agustín (De la fe y del Símbolo VIII, 15: “creemos que Cristo juzgará a los vivos y a los muertos; esos términos pueden significar los justos y los pecadores”).

Agustín, sin embargo, admite también que podría tratarse “de los vivos encontrados en la tierra [por Cristo Juez] antes de su deceso y de los muertos que resucitarán el día de la llegada” de Cristo (ibid.) [28]. San Pablo no había variado en su enseñanza: la última generación de los justos será revestida de inmortalidad sin pasar por la muerte. “No morimos todos, pero todos nosotros seremos transformados” (1 Co 15, 51). La Tradición patrística griega (Teodoreto, Epifanio, Gregorio de Niza) y latina (Tertuliano, Jerónimo) comprendió bien a Pablo. Pero un error de traducción de la antigua versión latina seguida por la Vulgata causó la confusión. Ella duró muchos siglos.

Pablo nunca dice: “todos los justos resucitarán”. Pero subraya tres verdades; esto es lo que escribe a los Tesalonicenses (1 Th 4, 15-17): a) los justos muertos en estado de gracia resucitarán e primer lugar. B) los muertos resucitados y los vivos sobrevivientes serán arrebatados por los aires, al encuentro de Cristo; c) todos los justos, muertos resucitados y vivos sobrevivientes, estarán por siempre con el Señor (t. II, 443 s).

El Apóstol nada dice sobre los pecadores, vivos o muertos; no se ocupa sino de los justos y de los justos vivos de la parusía. El “misterio” develado a los Corintios (1 Co 15, 51-53) consiste en esto: aun los justos perdonados por la muerte deben ser transformados (afirmación repetida). Jerónimo (Epis. 57 ad Marcellam) lo había comprendido perfectamente: “los santos, sorprendidos en sus cuerpos por la venida del Salvador, irán a su encuentro con este mismo cuerpo, luego no obstante que haya sufrido la transformación gloriosa y que de corruptible y mortal, se habrá revestido de la incorrupción y la inmortalidad”.

Transformación física que acompaña una transformación espiritual de la libertad, incapaz, en delante de realizar un acto meritorio o de demérito: se puede decir que este límite marca la entrada del alma inmortal en su estado definitivo.

Siguiendo, pero con menos precisión, las huellas de Cirilo de Jerusalén, y de una manera más sintética y resumida, Rufino previene a su fieles respecto del regreso de Cristo: “debemos saber que el enemigo (Satán) se esfuerza por imitar mediante una falsedad pérfida este acontecimiento salvador de Cristo para engañar a los creyentes; y en lugar del Hijo del hombre, cuya venida es esperada en la majestad de su Padre, prepara a los hijos de la perdición por medio de prodigios y de signos mentirosos con miras a introducir en lugar de Cristo, al Anticristo, respecto del cual el Señor predijo en el Evangelio : vine en nombre de mi Padre y no me recibieron; otro vendrá en nombre propio y lo recibirán” (Jn. 5,43). Aquí, retomando a Cirilo de Jerusalén (cat. XI, 2), Rufino nos propone una interpretación del evangelio de Juan a la que no estamos habituados actualmente; “el otro” es el impostor. El Anticristo. De ahí, una alerta, que pide a los cristianos no equivocarse creyendo como advenimiento de Cristo lo que en verdad es el del Anticristo (ver Mt 24,4).

En otros términos, la insistencia sobre el retorno y la segunda venida de Cristo quiere preservarnos del Anticristo preparado por Satán: por eso Rufino cita extensamente al Apóstol Pablo en su segunda carta a los Tesalonicenses (2, 3-9).

Terminemos estas indicaciones sobre el artículo segundo en los comentarios latinos del Símbolo evocando las respuestas de san Pedro Crisólogo a una objeción ya mencionada: “El nacimiento de Cristo fue honor, no ultraje, misterio del amor y no degradación de la divinidad. Restauró la salvación de los hombres sin menoscabar la sustancia divina. Que Dios sea encontrado en la carne no es un deshonor para el Creador, sino un honor para la criatura… Oh hombre, ¿por qué eres tan vil a tus propios ojos, cuando eres tan precioso a los ojos de Dios [29]?”

Resumamos: los autores latinos, en sus formas de comentar el Credo, fueron influenciados por sus predecesores griegos, y como se podía esperar, la originalidad de Agustín de Hipona fue única.

Prolongaciones modernas: Barth, el catecismo de la Iglesia Católica

Kart Barth se expresa, aquí, de manera particularmente sorprendente: “El segundo artículo comienza designando a un hombre, Jesús, como objeto del Credo: llama Cristo a este hombre para identificarlo con el profeta, el sacrificador y el rey del fin de los tiempos, aquel que esperaba el pueblo de Israel; luego, lo califica de Hijo único de Dios. El primer artículo nos hablaba del Dios escondido; aquí, nos dice que posee una forma determinada. Nos dice que Dios es el Creador: nos declara, aquí, que es al mismo tiempo criatura. No es sólo el amo de nuestra existencia; la comparte con nosotros aquí abajo [30].”

“La confesión de fe no juzgó necesario que precediera a la cristología una doctrina del pecado y de la muerte, destinada a ser, a la vez, su fundamento y explicación. Jesucristo es la Luz que ilumina la miseria y la desesperación humanas y no a la inversa. Es necesario que la gracia sea primera para que el pecado se nos muestre como pecado y la muerte como muerte. Nuestra miseria y nuestra culpabilidad se nos muestran en Cristo”.

Barth dice incluso: “solamente”. El Antiguo Testamento desmiente semejante exageración. Pero permanece cierto que la transmisión hereditaria del pecado original no fue revelada sino después de su expiación en y por la Sangre del nuevo y segundo Adán (sin duda, por eso el Credo del pueblo de Dios, pronunciado por Pablo VI en 1968, no habla de aquello hasta después de haber confesado la justicia original y a Cristo crucificado [31]).

“Nunca se cuestionó, verdaderamente, en la Iglesia el nombre de Señor concedido a Jesucristo, prosigue Barth. Ser Señor, en el sentido en que Pablo lo dice de Cristo (1 Co 8, 6), es decir Creador con el mismo título que el Padre: ver Flp. 2,10 s.: toda lengua debe confesar que Jesucristo es el Señor. Esto sobrepasa claramente el sentido que podía tener el epíteto de Señor concedido a la divinidad por los fieles de las religiones helenísticas o al Emperador romano por el Imperio. El Señorío de Jesucristo significa su divinidad. [32]”

Las palabras “Jesucristo nuestro Señor” definen el contenido del término Credo como el reconocimiento de una decisión que Dios tomó, concerniente a la existencia del hombre, pero le dan también la forma de una decisión religiosa, moral, incluso política del hombre que declara simplemente: Credo… La Encarnación de la Palabra de Dios depende de la decisión divina que da a la vez su contenido y hace posible, al mismo tiempo una decisión humana [33].

La palabra “nuestro” afirma que la soberanía de Cristo no es una relación individual entre Cristo y el creyente, sino más bien el reino de Cristo en su Iglesia. Es en la asamblea de aquellos que son llamados a la fe cristiana, y nada más que en ella, que Cristo es reconocido y honrado como el Señor; que es reconocido individualmente por ellos… No puedo tener un Evangelio para mí solo [34]. Una sola vez, por todos, el verdadero se hizo verdadero hombre en Jesucristo… El hombre no subió hacia Dios, sino Dios descendió hacia el hombre: tal es el sentido de la Encarnación.

“Padeció bajo Poncio Pilatos”: cuando habla de la muerte de Cristo, Pablo sobreentiende también en un resumen expresivo, el resto de su vida. Esto vuelve a aparecer con claridad en Flp. 2,6 s. No hablando únicamente de la crucifixión y de la muerte de Jesucristo, sino mencionando ante todo su Pasión, el Símbolo no omite el resto de la historia de la vida de Jesús: remite al tiempo en que vivía sobre la tierra y lo menciona en su conjunto como un tiempo de sufrimiento [35].”

Estos comentarios de Barth presentan, a nuestros ojos, la ventaja de explicar lo que parecía implícito en los Padres, estando profundamente en la línea de su pensamiento. En efecto, no conozco textos patrísticos que subrayen tan claramente la importancia del señorío colectivo y eclesial de Cristo Jesús, ni el carácter redentor de toda la vida del Salvador. Especialmente Cirilo de Jerusalén parece saltar de la Encarnación a la Cruz. Es probable, sin embargo, que Agustín haya precedido a Barth en esta presentación de la vida oculta y pública de Jesús como vida sufriente.

Barth subraya también el sentido del “descenso a los infiernos” que menciona el Símbolo de Nicea: anuncia que Jesús “predicó a los espíritus en prisión” (1p 3, 19). No se reduce pues, pura y simplemente a la sepultura, como parece decirlo Rufino de Aquilea (Comentario del Símbolo 18). Implica la idea de una sociedad de los muertos en la cual Cristo, en su alma, se insertó al punto de poder ofrecerle la Buena Nueva de la salvación (IX, 120).

Luego, Barth nos presenta el “milagro único de la Resurrección… reside en dos hechos conexos que no pueden explicarse, según todos los testigos neotestamentarios, ni con un engaño, ni mediante una ilusión, ni mediante una simple visión: la tumba de Jesús se encontró vacía al tercer día y Jesús mismo se apreció a sus discípulos como una persona viva que se puede ver, escuchar y tocar. Verdaderamente resucitó y por verdaderamente se debe entender corporalmente. Así, el don que Dios hizo de sí mismo a la naturaleza y al destino humanos realmente llegó a su culminación, es decir como la soberanía de Dios sobre esta naturaleza y sobre este destino” (X, 131 s.).

Para Barth, la Ascensión es una “transición natural entre la Resurrección de Cristo y el lugar que ocupa a la derecha de Dios”. Nos invita a “buscar en este conjunto la razón de su mención entre los artículos principales de la fe cristiana” (XI, 138). “Nuestra fórmula expresa mediante una imagen una verdad invisible naturalmente: la identidad en poder, en soberanía de Dios y de Aquél que, verdadero Dios, se hizo hombre y murió sobre la cruz”. Imagen simbólica, la expresión “Jesucristo está sentado ‘designa’ la duración, la permanencia de esta función: no es un acontecimiento del pasado, es un estado que permanece: el reino de Dios es también el de Cristo… La Confesión de fe subraya así que el hecho que la gloria, el poder y la fuerza que atribuye a Cristo son verdaderos, eternos y únicos. La soberanía de Jesucristo se ejercerá con los plenos poderes del dios Creador (Mt 28, 18)” (XI, 138-139).

Adhiriéndose, sin citarlo, a Santo Tomas de Aquino, Barth dice magníficamente: Jesucristo, Hijo eterno de Dios, no recibió este poder al momento de su Resurrección solamente o al momento de su Ascensión, porque Dios mismo, no dejó un solo instante, en su Encarnación, en su Pasión, en su muerte, de estar sentado a la derecha de Dios Padre […] Es en tanto que hombre, solidario con nuestra raza y con nuestra naturaleza, compañero de nuestro destino, que Cristo está sentado a la derecha de Dios […]. La manifestación de su elevación se realiza en su Resurrección entre los muertos […]. Es la omnipotencia de Dios Padre y del Hijo […]. En aquello que Dios hace, vemos lo que Dios quiere y mediante esto lo que Dios puede; vemos la totalidad de su poder. Aquí, y sólo aquí, vemos lo que Dios puede, quiere y hace en tanto que Creador: poder de salvación, Omnipotencia divina” (XI, 139-140).

El Catecismo de la Iglesia católica nos ofrece, igualmente, comentarios riquísimos y variados del artículo segundo del Símbolo: sobre la cooperación de la Virgen con el espíritu, el sacrificio pascual del Hijo único, su descenso al infierno, su asiento a la diestra del Padre.

A propósito del Hijo único “concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen María”, el CEC (485) subraya que “la misión del Espíritu Santo va siempre unida y ordenada a la del Hijo (Jn. 16,14-15). Desde las primeras formulaciones de la fe, la Iglesia confesó que Jesús fue concebido por el solo poder del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, afirmando así el aspecto corporal de este acontecimiento. Los padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios venido en una humanidad como la nuestra. Los relatos evangélicos entienden la concepción virginal como el cumplimiento de la promesa divina dada por el profeta Isaías, a partir de la traducción griega de Mt 1, 23” (CEC 496-497).

Comentando la cristología del Símbolo de Nicea, el documento del Consejo ecuménico de las Iglesias observa: la aproximación nicena es doxológica y confesional…

“Desde los principios, la aproximación adoptada por los Padres seguía la tendencia confesional. Se la encuentra ya en los himnos del Nuevo Testamento. Los Padres aceptaron la historia de Jesús tal como la atestiguan los evangelios y os otros libros del Nuevo Testamento, leyéndola, particularmente, en la óptica del evangelio de Juan. El marco de referencia [del Símbolo de Nicea] es el prólogo joánico.

“La aproximación moderna [exégesis histórico crítica] no excluye, como es lógico, la aproximación patrística confesional.

Estados dos aproximaciones son compatibles y pueden enriquecerse mutuamente, en la medida en que no aleja la posibilidad de que ya haya estado presente, de manera implícita desde los inicios de la tradición, que no fue sino formulada por la sucesión. El Hijo y el Verbo eterno de Dios no hacían sino uno con la realidad humana de Jesús desde el comienzo” (CFC 107-109, poco antes [106] el texto decía: “la divinidad” de Jesús y su preexistencia” son consideradas por la exégesis histórico crítica como expresiones de la importancia de la persona humana de Jesús de Nazaret”).

La expresión subrayada podría chocar a aquellos que están adscritos a la perspectiva evangélica, patrística y confesional que reconoce en Cristo una única persona divina; La Santa Sede, especialmente, en una declaración de 1972, rechaza la idea según la cual el “misterio de Jesucristo consistiría en el hecho de que el Dios que se revela estaría soberanamente presente en (La Documentation catholique 69, 1972, 309).

Sin embargo, la expresión “persona humana” de Jesús fue empleada en un contexto de fe ortodoxa por muchos Padres y Doctores de la Iglesia: Agustín (Contra Maximinum II, 10, 2; ML 52, 765) y sobre todo León Magno, en su carta dogmática al patriarca Flaviano (§ 18; DS 295): en este documento solemne, el papa hablaba de la existencia en Cristo de una sola persona divina y humana (in Christo una Persona Dei et hominis), es decir: hay en Cristo un solo sujeto y de la naturaleza divina y de la naturaleza humana (donde, si prefiere, una sola persona teándrica). En otros términos, la misma persona es a la vez divina y humana, pero no es humana sino porque preexiste como divina. Recordemos aquí que Jn. 8,58 (“antes que Abraham fuera yo Soy”) implica la exclusión de un yo creado en Cristo, de una persona a la vez humana y creada.

A los ojos de un católico, hay pues una cierta ambigüedad en la manera de expresarse del documento CFC; pero una explicación que satisfaga la ortodoxia católica y a las Iglesias ortodoxas greco-rusas sigue siendo posible.

El documento del Consejo ecuménico distingue en seguida tres interpretaciones del misterio de la muerte de Cristo y de su Pasión que encuentra compatibles: la muerte victoria liberadora, la muerte ofrenda expiadora, la muerte de fiel obediencia a la misión (143). Se podría hablar de una expiación fiel, obediente y victoriosa. Un poco más adelante, “la explicación ecuménica de la fe apostólica” subtítulo del documento) dice: “el sacrificio de sufrimiento y de muerte ofrecido por Jesús, que se sustituyó a los otros por amor a ellos, se convirtió en salvación del mundo por fue de esta manera que Dios reconciliaba al mundo con Él” (145).

De ahí la importante conclusión: “el sufrimiento y la muerte de Cristo son la Buena Nueva para nosotros… Especialmente para aquellos que sufren” (152-153).

¿Es decir, que no hace falta luchar contra el sufrimiento? El documento no lo cree: “En el sufrimiento y la cruz de Jesús… Dios manifestó su solidaridad con los seres humanos y su compasión por sus sufrimientos… particularmente cuando su sufrimiento no tiene razón aparente… La solidaridad de Dios los ayuda a luchar contra el sufrimiento y la muerte bajo todas sus formas. Cuando los humanos son víctimas de la opresión, tienen la seguridad que Dios vela sobre los derechos de los oprimidos. Se podría, tal vez conciliar estas dos orientaciones contrastantes (por un lado el sufrimiento de Cristo por nosotros es “buena nueva”, por otra parte hay que luchar contra el sufrimiento) diciendo: Dios quiere que luchemos contra los sufrimientos que no forman parte de su plan y que ofrezcamos aquellos que si lo son, con obediencia y compasión a favor de los prójimos (ver Col 1, 24; 1 Co 10, 13).

El Catecismo de la Iglesia católica nos ofrece, igualmente, comentarios riquísimos y variados del artículo segundo del Símbolo; sobre la cooperación de la Virgen con el Espíritu, el sacrificio pascual del Hijo único, su descenso a los infiernos, entronización a la diestra del Padre.

A propósito del Hijo único “concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María”, el CIC (485) subraya que “la misión del Espíritu Santo es siempre conjunta y ordenada a la del Hijo” (Jn. 15,14-15). Desde la primeras formulaciones de la fe, la Iglesia confesó que Jesús fue concebido por el solo poder del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María, afirmando, también, el aspecto corporal de este acontecimiento. Los Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios venido en una humanidad como la nuestra. Los relatos evangélicos comprenden la concepción virginal como una obra divina que sobrepasa toda posibilidad y toda comprensión humana (Mt 1, 20), y la Iglesia ve en ella el cumplimiento de la promesa divina dada por el profeta Isaías, a partir de la traducción griega de Mt 1, 23 (CIC 496-497).

La pasión: si el Símbolo de los Apóstoles no dice explícitamente que Jesús sufrió por nosotros, el Símbolo de Nicea recordaba claramente que este elemento capital del Nuevo Testamento, que en su momento, el CIC evoca extensamente. Quiere, de esta manera, responder a muchas objeciones de nuestros contemporáneos. Menos sensibles que los Antiguos a los aspectos ignominiosos de la Pasión, tienen mayor dificultad en admitir que forma parte del designio eterno del Padre sin dejar de ser el fruto de la malicia de los hombres: “La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en un conjunto desafortunado de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios… Los que entregaron a Dios no fueron ejecutantes pasivos, “sino que Dios” permitió los actos emanados de su enceguecimiento con miras a realizar su designio de salvación” (CIC 599-600). El designio divino de la salvación mediante la muerte del Servidor Justo” es, también, un designio de amor bienaventurado (respecto de nosotros) que precede todo mérito de nuestra parte (601-604); pero, contrariamente al pensamiento de algunos protestantes del siglo XVI y de los católicos posteriores, “Jesús no conoció la reprobación como si hubiese pecado. Sino en el amor redentor que lo unía siempre al Padre, nos asumió en el extravío de nuestro pecado respecto de Dios al punto de poder decir en nombre nuestro, sobre la Cruz: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” (Mc. 15,34; Sal. 22,1; CIC 602).

Subrayando que Jesús retomaba la palabra de un salmista en nuestro nombre y en el amor que lo unía al Padre, el CIC quiere rechazar toda idea de desesperación en el Cristo moribundo que, por el contrario, “quiso humanamente en la obediencia a su Padre todo lo que decidió divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación” (475). La muerte de Cristo es “el sacrificio pascual de la nueva Alianza”, un “don de Dios Padre que entrega a su hijo para reconciliarnos con Él, y “la ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre mediante el Espíritu Santo para reparar nuestra desobediencia” (CEC 613-614).

Cristo descendió a los infiernos: las frecuentes afirmaciones del Nuevo Testamento según las cuales Jesús resucitó de entre los muertos presuponen, previamente a la Resurrección, que Jesús permaneció en la estancia de los muertos. Jesús no descendió a los infiernos para liberar a los condenados. Aquellos que allí se encuentran están privados de la visión de Dios (Seol, Hades). Jesús no descendió a los infiernos para liberar a los condenados ni para destruir el infierno de la condenación, sino para liberar a los justos que los habían precedido: descendió como Salvador, proclamando la Buena Nueva a los espíritus que estaban detenidos. La Buena Nueva fue igualmente anunciada a los muertos (1 p 4, 6). El descenso a los infiernos es el cumplimiento, hasta la plenitud, del anuncio evangélico de la salvación. Última fase de la misión mesiánica de Jesús, está concentrada en el tiempo, pero inmensamente vasta en su significación real de extensión de la obra redentora a todos aquellos que fueron salvados, que fueron hechos partícipes de la Redención” (CIC 632-634).

El CIC quiso responder, de esta manera, en parte, a los asuntos concernientes a la salvación eterna de los seres humanos muertos sin conocimiento explícito del misterio de Cristo. Adivinando una dificultad frecuente en el nivel del vocabulario, recuerda que el descenso a los infiernos, parte integrante del misterio pascual, debe ser cuidadosamente distinguido de todo descenso al infierno de los condenados. En suma, siguiendo al CIC (636-637), la expresión “Jesús descendió a los infiernos” significa que: Jesús murió realmente; mediante su muerte, por nosotros, venció a la muerte y al diablo (He 2, 14); muerto, descendió, en su alma unida a su persona divina, a la estancia de los muertos, hacia los lugares interesados, hacia los seres en espera de su pleno cumplimiento; abrió a los justos anteriores las puertas del cielo.

La fe en la resurrección tiene por objeto un acontecimiento histórico atestiguado por los discípulos que se reencontraron con el Resucitado, y misteriosamente trascendente en tanto que entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios, en la vida más allá del tiempo y del espacio. Acontecimiento histórico constatable por el signo de la tumba vacía y por la realidad de los reencuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, la Resurrección sobrepasa la historia; es objeto de fe en tanto que es una intervención trascendente de Dios mismo en la creación y en la historia (CEC 656, 647, 648), Cristo, primogénito entre los muertos (Col 1, 18) es “el príncipe de nuestra propia resurrección, desde ahora por la justificación de nuestra alma, más tarde por la vivificación de nuestro cuerpo” (658).

Ningún ser humano “fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo se produjo físicamente”, según el CIC 647. En este caso también, sobrepasa la historia.

“Jesús sentado a la derecha del Padre, de donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos” Por derecha del Padre, entendemos, con Juan Damasceno (Fe ortodoxa IV, 2), “la gloria y el honor de la divinidad en la que existía antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre se sienta corporalmente después de su Encarnación y de la glorificación de su carne” (CIC 663). Estar sentado a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, el cumplimiento de la visión del profeta Daniel concerniente al Hijo del Hombre (7, 14), Cristo reina ya por la Iglesia. Presente en su Iglesia, el reino de Cristo, sin embargo, no ha sido todavía concluido. El tiempo presente, marcado por la angustia, es un tiempo de espera y vigila.

El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio último. Siguiendo a los profetas y a Juan el Bautista, Jesús anunció en su predicación el Juicio del último día. Viniendo a juzgar a los vivos y a los muertos al final de los tiempos, Cristo glorioso revelará la disposición secreta de los corazones y retribuirá a cada hombre según sus obras y según su acogida o rechazo de su gracia. “Por el rechazo de la gracia en esta vida, cada uno se juzga a sí mismo, recibe según sus obras y puede incluso condenarse por la eternidad rechazando al Espíritu de Amor” (CEC 679)


NOTAS:

[1] Orígenes, Hom. Sobre Ezequiel VI, 6: “el Padre tiene piedad y compasión. Sufre una pasión de amor”. Sin embargo, por otro lado, Orígenes enuncia el dogma de la impasibilidad divina (ver H. de Lubac, Histoire et Esprit, París, 1950, 241-243).

[2] Ver santo Tomás de Aquino, Suma Teológica III, 58: el Hijo está sentado a la derecha del Padre en tanto que Dios y en tanto que hombre.

[3] Ver Ap. 3,31.

[4] Juan Crisóstomo, Carta a Teodoro; SC 117.

[5] Teodoro de Mopsuestia, Homélies catéchétiques, éd. Tonneau-Devresse, Vaticano, 1949, coll. “Studi e Testi”, 145.

[6] Desde el segundo concilio de Constantinopla (DS 424-426 y 434); sin embargo santo Tomás de Aquino reconoce la presentación de la humanidad de Cristo como vestimenta (Suma Teológica, III, 2, 6 y ad Im) “en el sentido que el Verbo se hace visible por medio de la naturaleza humana a la manera en que el cuerpo de un hombre se nos muestra por su vestido y también en el sentido en que la naturaleza se encuentra ennoblecida por el Verbo de Dios, de la misma manera que el vestido se adhiere al cuerpo sin cambiarlo” a la vez que se rechaza toda idea de unión accidental entre el Verbo y su humanidad. Remite a San Agustín, q. 73 (83 questiones).

[7] Para el cardenal Grillmeir, Teodoro de Mopsuestia preparó la doctrina de Calcedonia sobre las dos naturalezas de Cristo, Logos-hombre y no sólo Logos-carne: Das Konzil von Chalkedon, I, 1951, 129-1962, t. III, 585.

[8] Parece que se tratara aquí de la paternidad adoptiva con relación a los Hijos adoptivos, y no a la paternidad de naturaleza respecto del Hijo único, ver DS 71 y 526 (9). Esta interpretación está confirmada por otros textos de Cirilo, citados por RJ 2066 y 2106.

[9] Ver G. Jouassard, Revue des études byzantine 11 (1953), 175-186; Melanges M. Jugie y B. de Margerie, Introducción a l’histoire de l’exégèse, Paris, 1981, t. I, Les Pères grecs, cap. X, 283 s.

[10] Ver p. 67, n.1.

[11] Ver p. 69, n.1.

[12] La fórmula natus de Spiritu Sancto ex Maria Virgine figura ya (según la recensión latina del Credo) en la Tradición apostólica de Hipólito hacia 215-217.

[13] ML 38, 1073. La cita siguiente ha sido extraída del mismo sermón, § 4 Siguiendo a M. Villain (RSR, 1945, 142, n. 3) la idea de Agustín según la cual María habría, primeramente, concebido a Cristo por la fe antes de concebirlo corporalmente, sería inspirada por Orígenes, De principiis II, 6, 3: el alma de María sería mediadora entre la naturaleza divina del Verbo y su cuerpo humano. Sobre el hecho que Cristo nació del Espíritu Santo sin ser su Hijo, ver Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles IV, 46-47. La filiación supone una comunidad de sustancia natural. Hace falta aquí: la naturaleza humana de Cristo es distinta de la naturaleza divina del Espíritu; la primera es creada por el Espíritu pero no engendrada por él.

[14] Utilizamos la traducción de S. Poque, Sermons de Saint Agustin sur la Pâque (SC 116).

[15] Es decir, Dios murió en tanto que había asumido una naturaleza y en ella.

[16] Imagen ambigua, porque, cuando estoy desnudo despojado de vestido, mi cuerpo siempre forma parte de mi ser; pero Pablo, sin embargo, parece recurrir a ella (2 Cor. 5,4-8).

[17] Utilizamos la traducción contenida en BA 10: Mélanges doctrinaux, 325.

[18] Destaquemos esta cristología arcaica que no elimina suficientemente nestoriana, dualista. Agustín habla, además, a menudo de la humanidad de Cristo como de un vestido tomado por el Verbo; pero entiende esta expresión de manera ortodoxa, como indicando una unión, no accidental y exterior sino substancial e íntima; ver “Mélanges doctrinaux, 745-746, n. 89. En la encíclica “Sempiternus Rex”, en 1951, Pío XII subrayó con claridad el peligro que hay que evitar: “admitir dis individuos en Cristo, de tal suerte que junto al Verbo esté colocado un homo assumptus que goza de una entera economía” (DC, 1951, 1227; DS 3905).

[19] Ver el Apéndice.

[20] Agustín, Enchiridion X, 33; ver santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles I,1, sub fine.

[21] Ver J. Quasten, Initiation aux Pères de l’Eglise, t. IV, Les pères latins, 322-329, con bibl. (Paris, 1986); M. Villain, “Rufin d’Aquilée, commentateur du Symbole des Apôtres”, RSR 31 (1944), 129-156.

[22] Rufino, Commentaire du Symbole, ML 21, 351 A, B; chap. 12 (CCL 20, 149).

[23] Ibid.

[24] Se adivina aquí la influencia de San Ambrosio (de institutione virginis 8, 52; RJ 1327).

[25] Ver J.A. de Aldama, María en la patrística, Madrid, BAC, 1970, 140-146 (Justino).

[26] En Lc. 1,35, parece que Cristo es llamado Hijo de Dios en el sentido soteriológico de una manera directa; pero el sentido ontológico (filiación eterna) está en un segundo plano

[27] Rufino, Commentaire du Symbol 9; ML 21, 349 D-350 A: CCL 20, 146-147.

[28] Se sabe que San Pablo afirma en varios lugares que los justos, testigos de la parusía no morirán sino serán transformados (1Th 4, 15-17; 1 Co 15, 51-53; ver Prat, La Théologie de S. Paul, París, 1923, t. 90-92 y t. II, 443 s.) Prat dice: el texto de Rufino es tan oscuro que no se puede sacar nada de él. En lugar de buscar en los muertos y los vivos, los pecadores y los justos, se entiende simplemente (hoy día) por muertos y vivos, los muertos y los vivos que la llegada del Juez supremo encontrará sobre la tierra. El artículo séptimo del Símbolo tomado de 2 Tm 4, 1 o de P 4, 5 era uno de los puntos fundamentales de la predicación apostólica” (Ac 10, 42). Todas las formas del Símbolo, tanto griego como latino, contienen este artículo, que pasó más tarde al Símbolo de Nicea”, agrega Prat (t.I, 92).

[29] San Pedro Crisólogo, Sermón 148; ML 52, 596.598.

[30] K. Barth, Credo V, 58.

[31] Pablo VI, Credo del pueblo de Dios, 1988, § 12 y 16

[32] K. Barth, Credo VI, 70.

[33] Ibid, VII, 83.; sin duda Barth, mediante estas palabras, quiere aludir al aspecto voluntario del acto de fe.

[34] Ibid. VII, 81.

[35] Ibid. VIII, 99.

Bertrand de Margerie S.J.

Traducido del francés por José M. Gálvez Krüger