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Sábado, 20 de abril de 2024

Diferencia entre revisiones de «Crónica de la Orden de la Merced en América: Prosiguen las misiones y hacen grandes servicios a Su Majestad»

De Enciclopedia Católica

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Primero, éstos lobos carniceros, con las agudas espadas de sus lenguas malditas, quitaron, con oprobios y ultrajes la vida del honor a éste cándido e inmaculado redentor y misionero; después teniéndolo por blanco de sus infernales iras le asestaron sus amargos arcos y, con sus envenenadas saetas le quitaron la vida. Por eso, cuando comieron las carnes de éste glorioso mártir, reventaron con su mismo veneno, depositado en ellas, para su eterno y temporal castigo. Parece que así lo expresan los versos cuarto y quinto del salmo sesenta y tres, de éste mártir y del que se sigue (4). Estos bárbaros, sin temor de Dios, asaetearon de repente, obstinados en su infidelidad inicua, a éste venerable padre, sin querer oír ni firmarse en el sermón saludable y santo que les predicaba; antes, con ciega obstinación, tenazmente, se afirmaron en los inicuos dogmas o sermones de sus gentílicos ritos (5). Parecióles que el reato de éste delito atroz sería oculto, que nadie los había de ver, y los vio la justicia de Dios para su eterno ejemplar castigo, como lo refiere, al margen, su elogio (6).
 
Primero, éstos lobos carniceros, con las agudas espadas de sus lenguas malditas, quitaron, con oprobios y ultrajes la vida del honor a éste cándido e inmaculado redentor y misionero; después teniéndolo por blanco de sus infernales iras le asestaron sus amargos arcos y, con sus envenenadas saetas le quitaron la vida. Por eso, cuando comieron las carnes de éste glorioso mártir, reventaron con su mismo veneno, depositado en ellas, para su eterno y temporal castigo. Parece que así lo expresan los versos cuarto y quinto del salmo sesenta y tres, de éste mártir y del que se sigue (4). Estos bárbaros, sin temor de Dios, asaetearon de repente, obstinados en su infidelidad inicua, a éste venerable padre, sin querer oír ni firmarse en el sermón saludable y santo que les predicaba; antes, con ciega obstinación, tenazmente, se afirmaron en los inicuos dogmas o sermones de sus gentílicos ritos (5). Parecióles que el reato de éste delito atroz sería oculto, que nadie los había de ver, y los vio la justicia de Dios para su eterno ejemplar castigo, como lo refiere, al margen, su elogio (6).
 
 
Con más prodigiosas circunstancias es el martirio  del venerable padre fray Cristóbal Albarrán, misionero de los pueblos de Santa Cruz de la Sierra. Después de haber convertido a la fe a muchos pueblos caminando sus provincias con incansable celo y trabajos inmensos, edificado templos a Dios y monasterios a sus hermanos religiosos, predicaba un día a los bárbaros indios seriamente, reprehendiéndoles su obstinada dureza y, con palabras de fuego, el pecado digno de las llamas del Infierno y otros vicios de incontinencia gentílica. Ellos, por sugestión del demonio y por la ferocidad de bárbaros, disgustados del sermón y del predicador, con ciego y certero furor, lo asaetearon. Y murió el mártir de Cristo con sus flechas y con las del amor de Dios y de esos próximos ingratos. Los indios pusieron el cuerpo en las brazas para comérselo asado. ¡Oh ignorantes y bárbaros! Esas carnes santas, que provecho os han de hacer comidas? Por ventura os quitarán la inhumana iniquidad de esas entrañas de fieras que os gloriáis? Caso prodigioso!: vino de repente del cielo una nube que, entre sus vapores, elevó el cuerpo y lo desapareció de su vista. Con éste milagro, conmovidos, pedían a Dios les perdonase el pecado tan atroz que habían cometido; y con segundo portento, se les apareció vivo en el aire. Traía la Cruz en sus manos y, desde las ultimas palabras que estaba profiriendo cuando le quitaron la vida con sus flechas, tejió su sermón y, gloriosamente, consiguió persuadirlos al laboratorio de la fe y del bautismo y a la penitencia de sus gravísimos pecados. Esta es, a la letra, la memoria y elogio de este mártir, en el Catálogo de nuestros maestros generales, en las palabras del margen (8).
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Con más prodigiosas circunstancias es el martirio  del venerable padre fray Cristóbal Albarrán, misionero de los pueblos de Santa Cruz de la Sierra. Después de haber convertido a la fe a muchos pueblos caminando sus provincias con incansable celo y trabajos inmensos, edificado templos a Dios y monasterios a sus hermanos religiosos, predicaba un día a los bárbaros indios seriamente, reprehendiéndoles su obstinada dureza y, con palabras de fuego, el pecado digno de las llamas del Infierno y otros vicios de incontinencia gentílica. Ellos, por sugestión del demonio y por la ferocidad de bárbaros, disgustados del sermón y del predicador, con ciego y certero furor, lo asaetearon. Y murió el mártir de Cristo con sus flechas y con las del amor de Dios y de esos próximos ingratos. Los indios pusieron el cuerpo en las brazas para comérselo asado. ¡Oh ignorantes y bárbaros! Esas carnes santas, que provecho os han de hacer comidas? Por ventura os quitarán la inhumana iniquidad de esas entrañas de fieras que os gloriáis? Caso prodigioso!: vino de repente del cielo una nube que, entre sus vapores, elevó el cuerpo y lo desapareció de su vista. Con éste milagro, conmovidos, pedían a Dios les perdonase el pecado tan atroz que habían cometido; y con segundo portento, se les apareció vivo en el aire. Traía la Cruz en sus manos y, desde las ultimas palabras que estaba profiriendo cuando le quitaron la vida con sus flechas, tejió su sermón y, gloriosamente, consiguió persuadirlos al laboratorio de la fe y del bautismo y a la penitencia de sus gravísimos pecados. Esta es, a la letra, la memoria y elogio de este mártir, en el Catálogo de nuestros maestros generales, en las palabras del margen (8).
 
 
 
Prodigiosa heroicidad la de uno y de muchos conquistadores militares del real orden de Nuestra Señora de la Merced. Célebre barón en todo género de virtudes fue el padre fray Diego de Porres, comendador de Santa Cruz de la Sierra. Gobernaba las armas en aquella conquista don Lorenzo de Figueroa y, conocido el talento y la gran lealtad de éste Prelado, lo admitió a las conquistas de paz y guerra, asegurando sus aciertos en la conducta y consejos de dicho Padre Comendador, quien hizo oficio de alférez en el encuentro más fiero y peligroso que se vio en aquellas partes. Consternado nuestro ejército español y seguido de una  increíble multitud de bárbaros o valientes; a riesgo de perecer sin remedio y ser inmediatamente inhumano y fiero, bestial alimento de los feroces vencedores, nuestro alférez fray Diego de Porres levantó en el extremo de una pica un Cristo Crucificado, estandarte con que sujetó Dios todas las fuerzas del Infierno, oyendo por reverencia de Cristo el valiente clamor, con que, destilando [sic] lágrimas, el Crucificado le pedía auxilio para alentarlos a la misma súplica y oración y, con ella y sus prodigios, confundir la ciega necedad de los gentiles, como se vió aquí con dos estupendos prodigios (9).
 
Prodigiosa heroicidad la de uno y de muchos conquistadores militares del real orden de Nuestra Señora de la Merced. Célebre barón en todo género de virtudes fue el padre fray Diego de Porres, comendador de Santa Cruz de la Sierra. Gobernaba las armas en aquella conquista don Lorenzo de Figueroa y, conocido el talento y la gran lealtad de éste Prelado, lo admitió a las conquistas de paz y guerra, asegurando sus aciertos en la conducta y consejos de dicho Padre Comendador, quien hizo oficio de alférez en el encuentro más fiero y peligroso que se vio en aquellas partes. Consternado nuestro ejército español y seguido de una  increíble multitud de bárbaros o valientes; a riesgo de perecer sin remedio y ser inmediatamente inhumano y fiero, bestial alimento de los feroces vencedores, nuestro alférez fray Diego de Porres levantó en el extremo de una pica un Cristo Crucificado, estandarte con que sujetó Dios todas las fuerzas del Infierno, oyendo por reverencia de Cristo el valiente clamor, con que, destilando [sic] lágrimas, el Crucificado le pedía auxilio para alentarlos a la misma súplica y oración y, con ella y sus prodigios, confundir la ciega necedad de los gentiles, como se vió aquí con dos estupendos prodigios (9).

Última revisión de 18:43 11 jul 2012

Párrafo XII

Prosiguen las misiones y hacen grandes servicios a Su Majestad

Ya queda dicho que, cuando el marqués don Francisco Pizarro conquistó la gran ciudad del Cuzco, le acompañaron nuestros religiosos, que fueron allí los primeros predicadores de la fe. El padre fray Sebastián de Trujillo, confesor del marqués Pizarro e insuperable compañero suyo, fundó nuestro convento de Huamanga y el del Cuzco, como lo afirma en su crónica Pedro de Cieza Leon [sic]. Los padres fray Sebastián de Castañeda, fray Francisco Ximénez, fray Juan Pérez y fray Juan Antonio de Ávila convirtieron a la fe a los indios Characato, Capachica y Huarina, Indios bravos y bárbaros, que tributaban al Inca cañas de piojos por ser pobres y enemigos del trabajo. En las provincias desde Huamanga hasta Potosí y Porco, hicieron nuestros religiosos grandiosas reducciones y conversiones; las doctrinas que allí sirve la religión son fundaciones y misiones nuestras.

El venerable padre fray Diego Martínez, en todo el reino universalmente tenido por santo, según testifica Carlos Tapia, Verbo monasteria, puesto su cuidado en sólo Dios, salía del Cuzco, a pie con una cruz en la mano y, en la otra, su breviario; entraba por las provincias circunvecinas, predicando con su visita y sermones, que eran apostólicos. Redujo a la fe innumerables indios y, entre otros, al cacique más principal de aquella comarca, siendo motivo de su conversión estar su mujer ya para morir y haberla sanado milagr[osamente], sólo con el tacto de sus benditas manos. Murió con opinión de santo y está enterrado en el Cuzco.

El venerable padre fray Bernardo Bohórquez salía del convento de Lima a misiones. Caminando siempre descalzo por las más rigurosas punas y páramos frigidísimos de ésta región, cumplía a la letra con el precepto de Cristo intimando a los misioneros, no llevando bastimento alguno para su sustento, ni calzado en los pies (1). Y yo discurro que a éstos alienígenas de la Idumea gentil, para sujetarlos al suave yugo de la ley y de la fe de Cristo les arrojaba el cazado para detenerlos en la precipitada carrera de su ciega infidelidad (2).

Llegó el padre Martínez a Castrovirreina, a tiempo que una mortal epidemia acababa con aquella ciudad. Y se encargó de curar los enfermos (misericordia que no ejecutaban los padres con sus hijos). Y habiendo obrado Dios, por su mano, grandiosas maravillas en la salud corporal y espiritual de los apestados, fue herido de la pestilencial dolencia el caritativo médico: murió y le dieron sepultura con tiernas lágrimas de universal sentimiento. Después de algunos años, fue a Castrovirreina el padre maestro fray Juan de Ortiz a traer el cuerpo, para darle sepultura en nuestro convento de Bethlem. La ciudad tuvo noticia y se puso en armas para defender no les privasen de aquel tesoro. Para dar consuelo a dicho padre maestro. Abrieron el sepulcro y se halló el cuerpo entero, limpio, incorrupto y tratable, maravilla que obligó a llevarlo en lugar eminente. De todo dio testimonio un escribano con autoridad de la justicia.

Los conventos, misiones y doctrinas de dicha provincia del Cuzco, se sujetaban al provincial de Lima: hasta el año de mil quinientos sesenta y cuatro, en que se erigió en provincia distinta de la del Cuzco; y fue su primer provincial el padre presentado fray Juan de Vargas, varón ejemplar y apostólico misionero.

De esta provincia de Lima salió, el año de mil quinientos treinta y siete, para el Tucumán y Paraguay, el venerable padre fray Juan de Salazar, insigne en virtud y predicación evangélica. En la ciudad de Asunción, capital de aquel reino, fundó convento, donde el gobernador y regidores se congregaban a sus cabildos, dando lugar, voz y voto a dicho padre y, después de él a todos los sucesores. Consta de muchos testimonios auténticos de dicho cabildo, presentados en el Real Consejo de las Indias.

Este venerable misionero entraba en diversas provincias de bárbaros, les predicaba y convirtió a la fe de Cristo innumerables gentiles. Llegó hasta Los Cupiratis, convirtió a su cacique quien, a devoción del Padre, se llamó don Juan de Salazar Cupirati. Siguiéronle muchos pueblos y, a todos, los redujo a la fe y a la obediencia del señor emperador Carlos Quinto. Es autor de éstas noticias Alvar Núñez Cabeza de Vaca (3); y es tradición innegable en todo aquel reino.

Gloriosas acciones fueron las del venerable padre fray Juan de Salazar en toda su vida; pero fue más gloriosa y bienaventurada su muerte. Predicaba en cierto pueblo del gobierno de la Asunción del Paraguay a los indios, severamente les reprehendía la fealdad de sus vicios [sic]. Estos ciegos infieles, ofendidos de que, con la luz de la razón y con la sobrenatural de las verdades evangélicas les quisiesen abrir los ojos y reducirlos a que, con las aguas del bautismo, lavasen las inmundicias de sus feos y abominables vicios, lo arrojaron del púlpito y, con dardos y flechas, le quitaron la vida. Dio éste mártir misionero, con su propia sangre, testimonio de la fe que predicaba. Los fieros, inhumanos indios, asaron el cuerpo del mártir y, todos los que le comieron instantáneamente reventaron y se fueron a cenar al Infierno, cuando piadosamente pudo creerse que el venerable padre Salazar, asado y comido, se fue al eterno convite de la gloria.

Primero, éstos lobos carniceros, con las agudas espadas de sus lenguas malditas, quitaron, con oprobios y ultrajes la vida del honor a éste cándido e inmaculado redentor y misionero; después teniéndolo por blanco de sus infernales iras le asestaron sus amargos arcos y, con sus envenenadas saetas le quitaron la vida. Por eso, cuando comieron las carnes de éste glorioso mártir, reventaron con su mismo veneno, depositado en ellas, para su eterno y temporal castigo. Parece que así lo expresan los versos cuarto y quinto del salmo sesenta y tres, de éste mártir y del que se sigue (4). Estos bárbaros, sin temor de Dios, asaetearon de repente, obstinados en su infidelidad inicua, a éste venerable padre, sin querer oír ni firmarse en el sermón saludable y santo que les predicaba; antes, con ciega obstinación, tenazmente, se afirmaron en los inicuos dogmas o sermones de sus gentílicos ritos (5). Parecióles que el reato de éste delito atroz sería oculto, que nadie los había de ver, y los vio la justicia de Dios para su eterno ejemplar castigo, como lo refiere, al margen, su elogio (6).

Con más prodigiosas circunstancias es el martirio del venerable padre fray Cristóbal Albarrán, misionero de los pueblos de Santa Cruz de la Sierra. Después de haber convertido a la fe a muchos pueblos caminando sus provincias con incansable celo y trabajos inmensos, edificado templos a Dios y monasterios a sus hermanos religiosos, predicaba un día a los bárbaros indios seriamente, reprehendiéndoles su obstinada dureza y, con palabras de fuego, el pecado digno de las llamas del Infierno y otros vicios de incontinencia gentílica. Ellos, por sugestión del demonio y por la ferocidad de bárbaros, disgustados del sermón y del predicador, con ciego y certero furor, lo asaetearon. Y murió el mártir de Cristo con sus flechas y con las del amor de Dios y de esos próximos ingratos. Los indios pusieron el cuerpo en las brazas para comérselo asado. ¡Oh ignorantes y bárbaros! Esas carnes santas, que provecho os han de hacer comidas? Por ventura os quitarán la inhumana iniquidad de esas entrañas de fieras que os gloriáis? Caso prodigioso!: vino de repente del cielo una nube que, entre sus vapores, elevó el cuerpo y lo desapareció de su vista. Con éste milagro, conmovidos, pedían a Dios les perdonase el pecado tan atroz que habían cometido; y con segundo portento, se les apareció vivo en el aire. Traía la Cruz en sus manos y, desde las ultimas palabras que estaba profiriendo cuando le quitaron la vida con sus flechas, tejió su sermón y, gloriosamente, consiguió persuadirlos al laboratorio de la fe y del bautismo y a la penitencia de sus gravísimos pecados. Esta es, a la letra, la memoria y elogio de este mártir, en el Catálogo de nuestros maestros generales, en las palabras del margen (8).

Prodigiosa heroicidad la de uno y de muchos conquistadores militares del real orden de Nuestra Señora de la Merced. Célebre barón en todo género de virtudes fue el padre fray Diego de Porres, comendador de Santa Cruz de la Sierra. Gobernaba las armas en aquella conquista don Lorenzo de Figueroa y, conocido el talento y la gran lealtad de éste Prelado, lo admitió a las conquistas de paz y guerra, asegurando sus aciertos en la conducta y consejos de dicho Padre Comendador, quien hizo oficio de alférez en el encuentro más fiero y peligroso que se vio en aquellas partes. Consternado nuestro ejército español y seguido de una increíble multitud de bárbaros o valientes; a riesgo de perecer sin remedio y ser inmediatamente inhumano y fiero, bestial alimento de los feroces vencedores, nuestro alférez fray Diego de Porres levantó en el extremo de una pica un Cristo Crucificado, estandarte con que sujetó Dios todas las fuerzas del Infierno, oyendo por reverencia de Cristo el valiente clamor, con que, destilando [sic] lágrimas, el Crucificado le pedía auxilio para alentarlos a la misma súplica y oración y, con ella y sus prodigios, confundir la ciega necedad de los gentiles, como se vió aquí con dos estupendos prodigios (9).

Luego que éste animoso alférez tremoló al aire la bandera de Cristo Crucificado y la vieron éstos sus enemigos y nuestros, fieramente los bárbaros indios acometieron a los españoles con sus flechas; pero en su daño, por que se volvían contra los que las disparaban siendo ellas sus más implacables enemigos y la más cruel plaga de esos miserables, que los hería y, repentinamente, los mataba. El otro prodigio fue que se vieron en el aire innumerables caballeros con escudos de la Merced en los pechos , montados en caballos blancos que, haciendo cruel estrago en los enemigos, consiguieron la victoria. Estos religiosos caballeros o éstas estrella militares, arregladas en su Real Orden de la Merced, que, desde la celeste espera, pelearon y vencieron al bravo Sisara de ésta gentilidad (10) testifican que la religión de la Merced y sus varones ilustres se ven, tal vez, con súplicas fervorosas, arman los ejércitos celestiales en defensa de la fe y de su rey, siendo a un mismo tiempo redentores de almas y conquistadores de reinos. Este prodigio lo refiere nuestro reverendísimo Salmerón y lo acuerda a la posteridad una antigua pintura en nuestro convento de la imperial ciudad del Cuzco.

Dispuso dicho padre fray Diego de Porres un mapa y descripción de aquella provincia y la remitió al rey nuestro señor don Felipe Segundo, quien le hizo merced de obispado de aquel reino; no lo aceptó, porque deseaba servir en puestos más humildes. Y el año de mil quinientos ochenta y cinco, le asignó Su Majestad seiscientos pesos en la Caja Real, que gozó toda su vida. Hace recuerdo nuestra gratitud, que en aquellos tiempos el rey nuestro Señor sustentó todos nuestros conventos de Lima, Cuzco, Quito, Chile, Tucumán y Santa Cruz, de vino para las misas, aceite para las lámparas del Santísimo Sacramento, de medicinas para curar los enfermos religiosos y, en las fundaciones de los conventos, les dio siempre ornamentos, vajillas para los altares, campanas y libros pára el coro. Y a este convento de Lima le hizo merced de la encomienda de Hanac, que gozó hasta que se consumieron los indios. En nuestro archivo está auténtica esta merced.

El padre fray Luis de Valderrama, varón doctísimo en todo género de letras, asistió valerosamente al capitán Zurita en la conquista y descubrimiento del Tucumán. Aprehendió, con grandísimo trabajo y cuidado, la lengua de aquellos indios; enseñóles los misterios de nuestra fe y redujo muchas almas con su celo y apostólica predicación; en cuyo empleo, le sucedieron otros religiosos de nuestra Sagrada Religión, con grandes progresos en la propagación de la fe.

Con lo dicho, aunque sumariamente, se ha demostrado que los religiosos mercedarios fueron los conquistadores de almas para Dios y de vasallos para Su Majestad desde el primer descubrimiento de las islas de Barlovento y de la América, hasta lo último de las provincias del Perú, Chile, Tucumán y Buenos Aires. Con los referidos prodigios, favoreció el cielo las conquistas y misiones de nuestros religiosos, las que el vice Dios en la tierra y sumo pontífice Pío Cuarto aplaudió por su bula, despachada en Roma a treinta de diciembre del año de mil quinientos y sesenta, dirigida a nuestros religiosos que habían pasado a los reinos del Perú. Son honoríficas las palabras del margen (11). Es éste argumento claro de que los servicios hechos a Dios en la predicación del Evangelio y conversión de los indios del Perú, en descargo de la conciencia real, han sido muy calificados y de muy distinguida aprobación, pues han merecido el agrado del vicario de Cristo, que es la última calificación que, después de la de Dios, pueden alcanzar los hombres en la tierra. Estas son expresiones, a la letra del reverendo padre fray Diego de Córdova Salinas; porque si fueran de nuestro cronista general, maestro fray Alonso Remón, que refiere dicha bula, pudieran no apreciarse y parecer el elogio de parte apasionada.

Viendo el enemigo el fruto que se hacía en la mies evangélica y en la conquista de éstos reinos, encendió con diabólico furor, el ánimo del adelantado y mariscal don Diego de Almagro, contra el marqués don Francisco Pizarro, para desunirlos en las voluntades y apararlos de la compañía que tenían celebrada para la conquista de éstos reinos. Don Diego Almagro hizo inflexible dictamen que en los términos de su gobernación se incluía la ciudad del Cuzco; y, con mano armada, entró en ella y le quitó el gobierno a Hernando Pizarro, que lo tenía en quieta y pacífica posesión. Estas disensiones como que fuesen guerras civiles, embarazaron muchísimo el feliz progreso de la conversión de los indios, como así lo ponderan y lamentan todos los piadosos historiadores del Perú. El venerable padre fray Miguel de Orenes, ya nonagenario, pasó al Cuzco, con designios de componer éstos desórdenes tan en perjuicio de la fe y del servicio del Señor emperador Carlos Quinto. No consiguió este venerable padre, acompañado del padre Juan de Vargas, de don Alonso Enríquez y del licenciado Pardo, que surtiesen efectos de paz los santos deseos que tenía del servicio de ambas majestades, por la inflexible dureza de don Diego Almagro, de que le nota los autores desapasionados.

A esta misma diligencia de pacificar y unir en amistad éstos grandes hombres, pasó el señor obispo de Panamá don fray Tomás de Berlanga, que fue despedido sin poderlos concertar. Y teniendo noticia el señor emperador Carlos Quinto que el Mariscal Almagro en nada se sujetaba, ni quería unir en concierto alguno, deliberó Su Majestad Cesárea y la Reina Nuestra Señora, doña Juana, su madre, hacer elección de personas que, con su ingenio, prudencia, actividad y letras, pudiese obligar, de parte de Su Majestad, a don Diego de Almagro para que dejase las armas y se compusiese con el marqués don Francisco Pizarro. Fue elegido el padre maestro fray Francisco de Bobadilla, sujeto de muchas letras, de experiencia y de muy ajustada conciencia, a quien dio Su Majestad el honorífico título de confidente suyo, para que, por éste soberano carácter, fuese ejecutada la resolución de que deliberase, sin resistencia alguna, en orden a componer a éstos caballeros que tanto habían engrandeciendo la monarquía española con su valor y conquistas.

El padre maestro Bobadilla llegó a la Ciudad de los Reyes; informóse de los motivos que tenía don Diego Almagro para retener en los términos de su gobernación la ciudad del Cuzco; y por consentimiento del marqués Pizarro y del dicho Almagro, se acordó que se pusiesen pilotes para partirles los límites y por juez árbitro dicho padre maestro fray Francisco de Bobadilla, que vino de segundo provincial de ésta provincia, el cual fue con los pilotos al pueblo de Mala Cuesta, que está en mitad del camino que va de Los Reyes a la ciudad de Chincha. En él pasaron la altura y, cotejados los grados con las leguas que las provisiones de Su Majestad mandaban tener en su gobernación a cada uno de éstos conquistadores, lo cual visto y bien examinado por el venerable padre, citó las partes, mandando parecer antes [sic] si las personas señaladas por Almagro, y pronunció por su sentencia: que por cuanto la ciudad del Cuzco está dentro de las doscientas y setenta y cinco leguas que Su Majestad da en gobierno a don Francisco Pizarro y el adelantado Almagro, contra derecho, la posee, se la volviese y saliese fuera de sus límites con toda su gente y fuese, con ella, a conquistar la tierra de su gobernación; y que el gobernador don Francisco Pizarro hiciese lo mismo en sus límites. Esta sentencia está auténtica en el archivo del cabildo de ésta Ciudad de los Reyes, y es copia del memorial que se presentó al señor emperador Carlos Quinto.

No quiso el adelantado Almagro consentir en ésta sentencia, pronunciada por un sujeto que traía la confianza, embestidura [sic] y poder del máximo emperador, de quien se escribe que quitó la vida a quinientos mil enemigos de Dios y de la fe. Nuestro maestro Bobadilla, experimentando con grave sentimiento de su corazón las inquietudes de los españoles de ambas parcialidades, los embarazos tan perniciosos a la propagación de la fe y, en ella, la relajación de los indios, por no dar lugar éstas guerras a su buena educación; de manera que consta, por las historias, que se volvieron muchos operarios apostólicos, pareciéndoles que no sería oída la palabra de Dios en tiempo de tan grandes inquietudes, con las [inde]cencias que, contra Dios y nuestro soberano, ejecutaban los españoles, en que los pobres indios, notan los historiadores, llevaba la peor parte. Traspasado, pues [de] éste íntimo dolor, se retiró como religioso cuerdo a su convento de la Ciudad de los Reyes; otros dicen que al convento de la ciudad de Piura, que es allí el único de todas las religiones; aunque vino a morir en la ciudad del Cuzco, quitándole la vida estos pesares. Todo lo dicho es de nuestra Crónica General, de Garcilaso Inca y de los instrumentos remitidos entonces al Consejo Supremo de las Indias.