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Jueves, 28 de marzo de 2024

Crítica del Padre Bertrand de Margerie, S.J. al libro de Jon Sobrino, S.J. “Jesús en América Latina su significación para la fe y la cristología”

De Enciclopedia Católica

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El autor es uno de los teólogos de la liberación latinoamericanos más conocidos. En el prólogo de este libro - fechado en junio de 1982, escrito en San Salvador y dedicado al Padre Arrupe - Sobrino manifiesta los fines del volumen: responder a ciertas dudas suscitadas por su obra anterior y sobre todo exponer lo que “Jesús de Nazaret significa para la fe y para la vida cristiana en América Latina. Con el correr de las páginas lo precisará un poco más: “la cristología latinoamericana se esfuerza por determinar el lugar del salto de la fe. Para esto, ella no presenta saberes sobre Cristo (obras, conocimiento mesiánico) que podrían hacer razonable la fe en Cristo.... Ella propone encontrar el lugar del salto de la fe en la marcha tras la huellas de Cristo, en tanto que es el lugar que guarda mayor afinidad con Cristo”, escribe el autor.

Jon Sobrino desea ser leído “con una mirada crítica”, de la que da ejemplo en su prólogo. Satisfaremos, aquí, su deseo criticando en su pensamiento lo que él no critica; luego, exponiendo los magníficos horizontes positivos que abre o que invita - al menos implícitamente - a desarrollar, y que se podrían justificar de manera más satisfactoria.

Ofreceremos, primeramente, nuestra parte crítica. La Cristología de Sobrino, tal como ha sido expuesta aquí, sufre de un grave defecto metodológico de donde resultan, a menudo, minimizaciones o negaciones de muchas enseñanzas importantes de la Iglesia Católica.

El autor parece ser tributario, casi exclusivamente, de algunos exegetas y teólogos contemporáneos de lengua holandesa y alemana; sus vistas exegéticas dependen sobre todo de autores no católicos citados sin espíritu crítico.

Es visible que el Magisterio de la Iglesia y la Tradición de los Padres han ejercido poca influencia sobre él; inclusive él mismo sería el primer sorprendido al comparar el número muy limitado de citas que hace de ellos frente al elevado número de referencias tomadas de autores que la Iglesia todavía no ha hecho sus Doctores. Respecto del método, el contraste con Dei Verbum es, por tanto, evidente.

Citemos algunas consecuencias particulares: “no sabemos lo que es Dios más que a partir de Jesús”; Pablo no compartiría, ciertamente, semejante pensamiento; “la comprensión de Dios (por Jesús) se produjo a través de la realidad histórica... Jesús comprendió progresivamente la realidad trascendente de Dios”: el lector promedio verá aquí (lo que por otro lado el Autor parece no excluir) una negación de un conocimiento inmediato del Padre por la inteligencia humana de Jesús.

De igual manera, a pesar de haber asumido globalmente la historicidad de los Evangelios, ésta es presentada en el contexto de la crítica histórica y de ninguna manera en el contexto de las afirmaciones -jamás citadas- de la Iglesia; su visión de la formación de los Evangelios la concede demasiado a las comunidades y muy poco a sus jefes, los Apóstoles.

No sin un manifiesto contrasentido exegético -que hace total abstracción de una serie de datos evangélicos relativos a Lázaro, Zaqueo etc., Sobrino, inspirándose en Cullmann, piensa que “sin duda alguna Jesús considera una injusticia que haya ricos y pobres”. Lógicamente, para él, los ricos deberían renunciar a sus bienes para seguir a Jesús: nos encontramos aquí muy lejos de San Agustín y de las encíclicas pontificias; para decirlo en pocas palabras, nos encontramos en pleno “integrismo anti-ricos”, lo que no es nada sorprendente habida cuenta que los teólogos de la liberación -en su conjunto- son tributarios del plan económico-social del marxismo y poco fieles a la doctrina social de la Iglesia... tal como lo notó con tristeza la primera de las dos instrucciones de la Santa Sede sobre la Teología de la Liberación (X, 4). Por consiguiente no subrayan el deber impuesto a los ricos de invertir útilmente, para el bien de todos, los bienes que no les son necesarios. Del mismo modo, a pesar de Lumen Gentium Sobrino no recocía en la Iglesia sobre la tierra el comienzo del Reino: “la Iglesia no es el Reino de Dios”, “Cristo histórico, piensa Jon Sobrino, no pretendió fundar una Iglesia”.

Hay algo aún más grave: Sobrino hace de Jesús un “ignorante de Dios, un buscador de Dios” cuando escribe frases igualmente incompatibles con la fe católica en la divinidad de Jesús, como esta: “la ignorancia de Jesús en cuanto a los deseos de Dios no son, por tanto, solamente manifestaciones de lo que hay de verdaderamente humano y por tanto de limitado en la experiencia de Jesús como servidor; son igualmente las condiciones que hacen posible la experiencia de Dios en tanto que Dios”.

Para Juan, Jesús es el Verbo y el Verbo es Dios: en tanto que tal, no ignora nada y no busca nada... Sobrino al considerar “la realidad histórica de Jesús como punto de partida de la cristología”, no repara suficientemente en otro punto de partida más importante todavía en el seno de la fe de la Iglesia: el Verbo Eterno.

Todo esto hace un daño inútil y lamentable a las riquezas del libro. Ellas merecen ser retenidas e integradas en una visión cristológica mejor fundada sobre el Magisterio, la Tradición divino-apostólica y en la Escritura leída en y con la Iglesia.

Para Sobrino, “Jesús defiende la causa de los pobres y asume su condición. Jesús es verdaderamente hombre siendo pobre. Se hace hombre universal a partir de lo pequeño”, de lo que hay de “pequeño en este mundo”.

Por consecuencia, “la marcha tras los pasos de Jesús exige una práctica siempre más humana de la justicia... con entrañas de misericordia y en la búsqueda de la reconciliación; exige la lucha contra la pobreza deshumanizante y un proceso de empobrecimiento personal”. De esta manera, “la historia de la salvación se volverá salvación histórica”.

En otros términos, el “Jesús histórico” en el que está interesado la cristología latinoamericana “suscita la historia”; el fin primero del regreso al Jesús de la historia no es la posesión de un saber geográfico, temporal o incluso doctrinal sino la prosecución de su obra, de su “práctica”. Pablo y Juan lucharon contra el gnosticismo corintio y contra el docetismo recordando la crucifixión del Resucitado y su carne: no hay Cristo sin Jesús. Cristo debe ser presentado a partir de Jesús que obra por la vida, defiende a los pobres, en una denuncia que desenmascara a los poderosos.

Las controversias de Jesús con los Fariseos manifiestan la manera en que Jesús ve el plan primitivo de Dios sobre la Ley: Dios quiere la vida de los hombres, en la que está comprendida su base material, primera mediación de Dios. De ahí su lucha hasta la muerte contra las divinidades de la muerte: si la gloria de Dios es el hombre viviente (Ireneo), el reverso de la medalla en la idolatría del poder y del dinero conduce a la muerte del hombre: “vanitas Dei, moriens homo”.

El pensamiento de Jesús sobre el Dios de la vida entra en conflicto con los intereses privados de aquellos que no quieren dar la vida a los otros. Detrás de los conflictos sobre la casuística de la Ley, está la problemática de la vida de los hombres. Jesús desenmascara el uso perverso que se hace de la divinidad para oprimir al hombre y para privarlo de la vida contra la voluntad de Dios. Es en nombre de falsas divinidades -César, la concepción farisaica de la Ley- que Jesús fue muerto.

Destaquemos de pasada que convendría completar y matizar, aquí, al Autor mostrando que estas causas históricas e inmediatas de la muerte de Jesús no impiden en nada la causa más profunda que las domina y que las utiliza: la voluntad del Padre de salvar eternamente al género humano por medio del sacrificio de su Hijo único y bienamado.

En el contexto de su sacrificio pascual, Jesús quiere que la Buena Nueva se traduzca en una buena realidad, por medio de un amor que se convierte en justicia: el amor socio-político.

El autor reúne aquí, sin saberlo -al menos no lo cita- el pensamiento de Pío XII en Quadragesimo Anno, exaltando la “justicia y la caridad sociales” principios superiores “a los que hay que exigir que gobiernen con una severa integridad a las potencias económicas”.

Sobrino une de esta manera al ejercicio de la caridad política, preocupada del bien común, la opción por los pobres y el misterio pascual del Servidor Sufriente: Jesús consuma el derecho sobre la tierra cargando sobre sí el pecado del mundo. “La defensa eficaz del pobre supone que se elimine el pecado real y objetivo que hace de él un pobre; y este pecado no puede ser sacado de raíz sin que se asuma esta misma condición del pobre; no se devuelve al pobre su dignidad sin asumir su indignidad presente”. Observemos aquí, una vez más, que Cristo cuando ofrece a todos el consejo de la pobreza evangélica, no llama a todos los ricos a seguirlo, pero pide a cada uno de ellos estar listos a cumplir todas las exigencias concretas de la justicia social y de la caridad fraterna en favor de la vida de los pobres. Al parecer, Sobrino no ve que muchos ricos colaboraron con Cristo pobre para la salvación temporal y eterna de los pobres (también en América Latina).

Sobrino ve claramente que la lucha contra la muerte del prójimo mediatiza la esperanza de la resurrección personal. A semejanza de Jesús, el Cristo - cuya Resurrección manifiesta no sólo el Poder sino también la Justicia de Dios- triunfante sobre la injusticia. Por el contrario, parece que no subraya suficientemente el rol de los pobres en la salvación de los ricos (por medio de una síntesis de paciencia y noble lucha por la defensa de sus derechos); su contemplación del Servidor Sufriente le abre, sin embargo, la posibilidad de orientarse en ese sentido, a la luz de Col 1, 24 (no citado, al parecer, en estas páginas profundas: 258-261); pero Sobrino cita este versículo un poco más adelante en otro contexto: “este pueblo crucificado, formado por las mayorías pobres que mueren... es aquel que completa históricamente en su carne lo que falta a la pasión de Cristo”: el Autor bien pudo no cortar aquí la cita y agregar: “por su cuerpo que es la Iglesia”.

Sobrino nos invita a todos, de manera explícita, a orientarnos en esta dirección, cuando dice: “hasta en su justa lucha por pasar de su infra-existencia a su existencia, el pueblo crucificado debe mantener su pro-existencia... por la liberación del opresor mismo, para quien se busca igualmente la salvación en la práctica de la liberación”, excluyendo todo odio.

Si el conjunto de los teólogos de la liberación -y especialmente Sobrino- desarrollara y acentuara este tema fundamental, nos sería más fácil decir con él que el centro y aun el comienzo de la dicha teología no es el Éxodo, sino Mt 25: “entre los pobres y los oprimidos se encuentra el rostro oculto de Cristo” liberador incluso y sobre todo cuando se le oprime; es en medio de ellos que se le descubre como tal. ¿Sobrino podrá ser contado entre los teólogos de la liberación que ya han comenzado a liberarse de la esclavitud a la vez liberal (en el palo teológico) y marxista (en el plano socioeconómico)? En todo caso, sus admiradores -yo entre ellos- no pueden sino desear, para una mayor difusión de todas las profundas verdades que expone, verle imitar el ejemplo de libertad, respecto de su pensamiento, que San Agustín nos dejara cuando escribió sus Retractaciones. ¿Cómo se podría, en efecto, marchar hasta el final tras los pasos de Jesús y “continuar su práctica” de manera plenamente eficaz fuera de una perfecta comunión con su Iglesia y sin recibir de ella, en plenitud, Su palabra y Su doctrina?

Bertrand de Margerie, S.J. París

Traducido del francés por José Gálvez Krüger

Nota: la referencia a las páginas corresponde a la traducción francesa de F. Guibal. Jesús en Amérique Latine, Sa signification pour la foi et la christologie, 277 pp. Cerf, París, 1986 , Collection Cogitatio Fidei, 140,