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Jueves, 28 de marzo de 2024

Canon del Antiguo Testamento

De Enciclopedia Católica

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I. Canon del Antiguo Testamento


A. El canon de los judíos palestinos B. El canon entre los judíos de Alejandria


II. El canon del Antiguo Testamento en la Iglesia Católica

A. El canon Antiguo Testamento (Incluyendo los Deuteros) en el Nuevo Testamento B. El Canon del Antiguo Testamento en la Iglesia de los tres primeros siglos C. El canon del Antiguo Testamento durante el siglo cuarto y la primera mitad del quinto D. El canon del Antiguo Testamento desde la mitad del siglo quinto al fin del siglo séptimo E. El canon del Antiguo Testamento durante la Edad Media F. El canon del Antiguo Testamento y los concilios generales

III. El canon del Antiguo Testamento fuera de la iglesia


A. Entre los ortodoxos orientales B. Entre los protestantes

I. Canon del Antiguo Testamento

La forma como se ha aplicado la palabra canon a las Escrituras ha tenido desde hace mucho un significado especial y sagrado. En su sentido más amplio significa la lista autorizada o el número definido de los escritos compuestos bajo inspiración divina y destinados al bienestar de la Iglesia, utilizando esta última palabra en el sentido amplio de la sociedad teocrática que empezó con la revelación que hizo Dios de si mismo al pueblo de Israel y que encuentra su madurez y perfección en el organismo católico. El canon bíblico total, por tanto, consiste del Antiguo y del Nuevo Testamentos. La palabra griega kanon significa primariamente una caña o vara de medición. Por analogía esa palabra fue usada por los escritores de la antigüedad, tanto profanos como religiosos, para denotar una regla o medida. Encontramos la primera aplicación del sustantivo en la Escritura Sagrada, hecha por San Atanasio, en el siglo IV. A causa de sus derivaciones, el Concilio de La odisea, en el mismo período, habla de kanonika biblia. Atanasio usa las palabras biblia kanonizomena. La última frase prueba que el sentido pasivo de canon- colección definida y reglamentada- ya estaba en uso entonces y que es esa connotación de la palabra la que ha prevalecido en la literatura eclesiástica.

Los términos protocanónico y deuterocanónico, de uso frecuente entre los teólogos y exegetas católicos, piden una palabra de advertencia. Dichas palabras no son gratuitas ni se puede inferir de ellas que la Iglesia ha poseído dos cánones bíblicos distintos en forma sucesiva. Sólo se puede hablar de un primer y un segundo canon en forma parcial y restringida. “Protocanónico” (de protos, primero) es una palabra convencional que señala aquellos escritos que han sido siempre aceptados sin discusión. por el cristianismo. Los libros protocanónicos del Antiguo Testamento corresponden a los de la Biblia hebrea y al Antiguo Testamento reconocido por los protestantes. Los deuterocanónicos (deuteros, segundo) son aquellos cuya autenticidad fue debatida por alguna razón, pero que desde hace mucho tiempo ganaron un lugar seguro en la Biblia de la Iglesia Católica, aunque los protestantes consideran “apócrifos” los que quedaron incluidos en el Antiguo Testamento. Esos libros son siete: Tobías, Judit, Baruc, Eclesiástico, Sabiduría, I y II de Macabeos. También algunas adiciones a los libros de Ester y Daniel.

Se debe hacer notar que protocanónico y deuterocanónico son términos modernos que no fueron usados sino hasta el siglo XVI. Dado que son palabras muy largas, la última de ellas (usada con mayor frecuencia) se abreviará en su forma deutero en el presente trabajo. El objeto de un artículo respecto al canon sagrado se puede ver ahora convenientemente delimitado al proceso de

lo que se puede afirmar sobre el proceso de recopilar los escritos sagrados en cuerpos o grupos tales que, desde su inicio mismo, han sido objeto de un cierto grado de veneración;

las circunstancias y formas en que dichas recopilaciones fueron canonizadas o juzgadas como poseedoras de una calidad singularmente divina y autoritativa;

las vicisitudes que ciertas composiciones sufrieron en la opinión de personas o localidades antes de que se estableciera universalmente su carácter escriturístico.

De ese modo podemos concluir que la canonicidad es algo correlativo a la inspiración, al constituir la dignidad extrínseca que pertenece a los escritos que han sido declarados oficialmente como poseedores de origen y autoridad divinos. Es muy probable que cada libro pasaba a formar parte de una colección sagrada y alcanzaba una posición canónica de acuerdo a la fecha temprana o tardía en que era escrito. De ahí parten las apreciaciones tradicionalistas o críticas (sin querer con ello implicar que los tradicionalistas no puedan ser críticos) respecto al paralelismo del canon, que igualmente reciben influencia de sus respectivas hipótesis acerca del origen de los elementos que lo componen.

A. El canon de los judíos palestinos

(Los libros protocanónicos)

Ya se insinuó que existen un Antiguo Testamento menor, o incompleto, y uno mayor, o completo. Ambos nos fueron transmitidos por los judíos. El primero, por los judíos palestinos; el segundo, por los alejandrinos o helenistas.

La actual Biblia judía está compuesta por tres divisiones, cuyos títulos combinados forman el nombre completo de las escrituras del judaísmo: Hat-Torah, Nebiim, wa-Kethubim, o sea la Ley, los Profetas y los Escritos. Esta es una tríada muy antigua; se cree que fue establecida hace mucho en la Mishnah, o código judío de leyes sagradas no escritas y que fue escrita finalmente alrededor del año 200 d.C. Un agrupamiento semejante es mencionado en las palabras del mismo Cristo en el Nuevo Testamento, en Lc. 24,44: “Todas las cosas que fueron dichas respecto de mí deben ser cumplidas, las que se encuentran escritas en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos”. Si vamos al prólogo del Eclesiástico, que fue fijado en éste cerca del año 132 a.C., encontramos que se mencionan “la Ley, los Profetas y otros que los han sucedido”. La Torah, o ley, consiste de los cinco libros mosaicos: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio. Los Profetas fueron subdivididos por los judíos en Profetas Anteriores (i.e. los libros profético-históricos: Josué, Jueces, Samuel, [Reyes I y II], y Reyes [Reyes III y IV], y Profetas Posteriores (Isaías, Jeremías, Ezequiel y los doce profetas menores, a los que los hebreos cuentan como un solo libro). Los Escritos, mejor conocidos por un título prestado de los Padres Griegos, Hagiographa (escritos sagrados), abarcan todos los libros restantes de la Biblia hebrea. Nombrados en el orden en el que aparecen en el texto hebreo actual, son: Salmos, Proverbios, Job, Cantar de los Cantares, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés, Ester, Daniel, Esdras, Nehemías, o Esdras II, Paralipomenon.

Postura tradicional del canon de los judíos palestinos.

Proto-canon.

Opuestos a las visiones más recientes de algunos estudiosos, los conservadores no admiten que los Profetas y los Hagiographa representen dos etapas sucesivas de la formación del canon palestino. Según la vieja escuela, el principio rector de la separación entre los Profetas y los Hagiographa no era de naturaleza cronológica, sino algo que se encuentra en la naturaleza misma de las respectivas composiciones sagradas. Esa literatura quedó agrupada en los Ké-thubim, o Hagiographa, ninguno de los cuales era producción directa del orden profético, o sea, de los personajes comprendidos en los Profetas Posteriores, ni tampoco contenía la historia de Israel interpretada por los mismos maestros profetas: narraciones clasificadas como Profetas Anteriores. El profeta Daniel fue relegado a los Hagiographa como si fuera solamente una obra del don de profecía, pero no como la obra del oficio permanente de profeta. Los mismos estudiosos conservadores del canon- hoy día con escasa representación fuera de la Iglesia- defienden, en lo que toca a la inclusión en la literatura israelita de los documentos que conforman esos grupos, fechas muy anteriores a las admitidas generalmente por los críticos. Para ellos, la terminación práctica, no la formal, del canon palestino se ubica en la era de Esdras (Ezra) y Nehemías, a mediados del siglo V a. C., aunque por otra parte, siempre fieles a la autoría mosaica del Pentateuco, insisten en que la canonización de los cinco libros sucedió poco después de su composición.

Habida cuenta que los tradicionalistas infieren la autoría mosaica del Pentatecuco a partir de otras fuentes, pueden encontrar prueba de una colección más temprana de esos libros en Deuteronomio 31, 9-13, 24-26, donde se trata acerca de un cierto libro de la ley, entregado por Moisés a los sacerdotes con el mandato de guardarlo en el Arca y de leerlo al pueblo en la fiesta de los Tabernáculos. Pero el esfuerzo por identificar este libro con el Pentateuco entero no convence a quienes se oponen a la autoría mosaica.

El resto del canon Palestino-judío

Sin estar totalmente seguros del tema, quienes abogan por las posturas antiguas consideran muy posible que se hayan hecho varias adiciones al repertorio sagrado en el período que va de la canonización de la Torah mosaica, descrita más arriba, al exilio (598 a.C.). Para ello citan, especialmente, a Isaías, 34,16; II Paralipómenos, 29,1; Daniel, 9,2. Respecto al período que siguió al exilio babilónico, los conservadores arguyen con más seguridad. Se trata de una era de construcción, un parte aguas en la historia de Israel. La terminación del canon judío, mediante la adición de los Profetas y de los Hagiographa como cuerpos de la Ley, se atribuye a conservadores como Esdras, el sacerdote-escriba y líder religioso de ese período, apoyado por Nehemías, el gobernador civil, o al menos a la escuela de escribas fundada por el primero. (Cf. II Esdras, 8-10; II Macabeos, 2, 13, en el original griego). Favorece mucho más claramente la formulación hecha por Esdras de la Biblia Hebrea el famoso pasaje de Josefo, “Contra Apionem”, I, 8, en el que el historiador judío, quien escribe en el año 100 d. C., deja sentada su convicción, y de sus correligionarios- probablemente basada en la tradición-, de que las escrituras de los hebreos palestinos formaban una colección cerrada y sagrada que data de los días del rey persa Artajerjes Longiamanus (465-425 a.C.), un contemporáneo de Esdras. Josefo es el más antiguo escritor que numera los libros de la Biblia Judía. Su ordenamiento actual contiene 40; Josefo llegó artificialmente a 22, para coincidir con el número de letras del alfabeto hebreo, a través de combinaciones tomadas parcialmente de los Setenta. Los exegetas conservadores encontraron un argumento confirmativo en una afirmación del apócrifo libro IV de Esdras (XIV, 18-47), bajo cuyo legendaria cobertura ellos ven una verdad histórica. Ven otra más en una referencia encontrada en el texto Baba Bathra del Talmud babilónico sobre la actividad hagiográfica de los “hombres de la Gran Sinagoga”, y de Esdras y Nehemías.

Pero los escrituristas católicos que admiten un canon esdriano están lejos de admitir que Esdras y sus colegas pretendían cerrar la biblioteca sagrada para impedir cualquier futura intromisión. El Espíritu de Dios pudo, y de hecho lo hizo, soplar en los escritos posteriores, y la presencia de los libros deutero en el canon de la Iglesia responde a los teólogos protestantes de la generación anterior, quienes aseguraban que Esdras fue un agente divino elegido para determinar y sellar inviolablemente el Antiguo Testamento. Al menos en este punto los escritores católicos difieren del cauce del testimonio de Josefo. Y aunque existe lo que se podría llamar un consenso de los exegetas católicos del tipo conservador acerca de la formulación esdriana o cuasi esdriana del canon en la medida que el material existente lo permitía, no se trata de un acuerdo total. Kaulen y Danko, postulando una compilación posterior, son las excepciones entre los académicos mencionados.

Visiones críticas de la formación del canon palestino.

La Ley, los Profetas y los Hagiographa, sus tres cuerpos constitutivos, representan un grado de crecimiento y corresponden a tres períodos más o menos extensos. Los Hagiographa se encuentran separados de los Profetas por causas puramente cronológicas. La única división señalada por razones intrínsecas es el elemento legal del Antiguo Testamento, o sea, el Pentateuco.

La Torah, o Ley

Dicen los exegetas críticos que hasta el reinado de Josías y el descubrimiento del “libro de la Ley” en el templo, hecho que hizo época (621 a.C.), no había en Israel ningún códice legal escrito, ni ninguna otra obra que fuese reconocida universalmente como procedente de la suprema autoridad divina. Ese “libro de la Ley” era prácticamente idéntico al Deuteronomio, y su reconocimiento y canonización consistieron en el pacto solemne echo por Josías y el pueblo de Judá, según se describe en el IV libro de los Reyes, 23. Quedó demostrado por la evidencia negativa de los profetas anteriores y por la ausencia de factores debidos a la reforma religiosa decidida por Exequias (Hezekiah), que en Israel no se conocía previamente ninguna Torah sagrada escrita, mientras que ésta sí constituyó el motor principal de la reforma que realizó Josías. Finalmente, también lo demostró la sorpresa y consternación de este último gobernante al encontrar tal obra. Este argumento, de hecho, es el pivote del actual sistema de crítica del Pentateuco. Además, el tema va a ser desarrollado con mayor detalle en el artículo referente al Pentateuco. Como lo será, igualmente, la tesis que ataca la autoría mosaica y la promulgación de ese último libro en su totalidad. La publicación de todo el código mosaico, según la hipótesis dominante, no ocurrió sino hasta los días de Esdras, y está narrada en los capítulos VIII-X del segundo libro que lleva ese nombre. En ese contexto, debe mencionarse el argumento del Pentateuco samaritano para dejar establecido que el canon esdriano no adoptó nada fuera del Hexateuco, i.e., el Pentateuco más Josué. (Vea PENTATEUCO; SAMARITANOS.)

Los Nebiim o Profetas

No hay forma de aclarar directamente el tiempo o modo en que se terminó la segunda etapa del Canon Hebreo. La creación del mencionado Canon Samaritano (c. 432 a.C.) puede proporcionar un terminus a quo. Quizás un mejor punto de referencia sea la fecha de la terminación de la profecía cerca del fin del siglo quinto antes de Cristo. Para el otro terminus la fecha inferior es la del prólogo del Eclesiástico (c. 123 a.C.), que habla de la “Ley” y los “Profetas y los demás que los han seguido”. Pero compárese el mismo Eclesiástico, capítulos 46-49 para ver una fecha anterior.

Los Kéthubim, o Hagiographa, completan el Canon Judío.

Las opiniones de los críticos referentes a su fecha de redacción varían desde el año 165 a.C. a la mitad del siglo segundo de nuestra era (Wildeboer). Los estudiosos católicos Jahn, Movers, Nickes, Danko, Haneberg, Aicher, sin compartir las opiniones de los exegetas más avanzados, consideran que los Hagiographa hebreos no quedaron definitivamente terminados sino hasta después de Cristo. Es algo indiscutible que el carácter sagrado de ciertas partes de la Biblia palestina (Ester, Eclesiatés, Cantar de los Cantares) aún era puesto en duda por algunos rabíes en fecha tan tardía como el siglo segundo de la era cristiana (Mishna, Yadaim, III,5; Talmud Babilonio, Megilla, fol. 7). A pesar de las diferencias de fechas, los críticos concuerdan en que la distinción entre los Hagiographa y el Canon Profético es esencialmente cronológica. Se debe a que los Profetas ya habían formado una colección cerrada a la que no tenían acceso Rut, Lamentaciones y Daniel, aunque pertenecieran naturalmente a ellos y, consecuentemente, tuvieron que aceptar un lugar en la formación más nueva, los Kéthubim.

Los Libros Protocanónicos y el Nuevo Testamento

La ausencia de citas de Ester, Eclesiastés y Cántico se puede explicar razonablemente por su poca utilidad en los objetivos del Nuevo Testamento, y se justifica más por la ausencia de los dos libros de Esdras. Abdías, Nahum y Sofonías, aunque no son honrados directamente, quedaron incluidos en las citas de los otros profetas menores gracias a la unidad tradicional de esa colección. Por otro lado, términos muy frecuentes como “la Escritura”, las “Escrituras”, “las Sagradas Escrituras”, aplicadas en el Nuevo Testamento a otros escritos sagrados, nos pudieran hacer pensar que éstos ya formaban una colección fija. Pero, por su parte, la referencia en San Lucas a “la Ley, los Profetas y los Salmos”, aunque demuestra la fijación del Torah y de los Profetas como grupos sagrados, no nos garantiza la misma fijación para la tercera división, los Hagiographa judeo-palestinos. Si, como parece ser la verdad, el contenido exacto del catálogo amplio de las Escrituras del Antiguo Testamento (el que abarcaba los libros deutero), no puede ser establecido desde el Nuevo Testamento, no existe razón a fortiori para esperar que reflejase la extensión del canon judío, de menor amplitud. Estamos seguros que todos los Hagiographa fueron en algún momento, antes de la muerte del último apóstol, entregados en forma divina a la Iglesia como escrituras sagradas. Claro que esto lo sabemos como verdad de fe, por deducción teológica, no por la evidencia documental del Nuevo Testamento. Este hecho tiene fuerza en contra de la postura protestante que afirma que Jesús aprobó y transmitió en bloc la ya previamente definida Biblia de la sinagoga Palestina.

Autores y estándares de canonicidad entre los judíos

Aunque el Antiguo Testamento no revela noción formal alguna de inspiración, los judíos de los tiempos posteriores deben por lo menos haber poseído una idea semejante (cf. II Tim, 3,16; II Pe. 1,21). Se menciona el caso en el que un doctor talmúdico que distinguía entre una composición “entregada por la sabiduría del Espíritu Santo” y otra, presumiblemente creada por la simple sabiduría humana. Pero en lo tocante a nuestro claro concepto de canonicidad debemos decir que es un concepto moderno, del que ni siquiera el Talmud tiene evidencia alguna. Con el fin de definir un libro que no tenía lugar reconocido en la biblioteca divina, los rabíes hablaban de él como “manchas en las manos”, un término técnico muy curioso procedente quizás del deseo de impedir cualquier tocamiento profano del rollo sagrado. Sin embargo, a pesar de que entre los judíos no existía la idea formal de canonicidad, sí se daba el hecho. En cuanto a la fuente de canonicidad entre los antiguos hebreos, nos vemos forzados a asumir una analogía. Existen razones tanto psicológicas como históricas para rechazar la suposición de que el canon del Antiguo Testamento nació espontáneamente de una especie de reconocimiento público de los libros inspirados. Cierto, parece razonable pensar que el oficio profético en Israel contaba con sus propias credenciales, y que éstas se extendían en gran medida a sus composiciones escritas. El problema es que existían muchos seudo profetas en el país, lo que hacía necesario que hubiese alguna autoridad para separar los escritos proféticos genuinos de los falsos. Del mismo modo se hacía necesario un tribunal final que pusiese su sello sobre la variadísima y confusa literatura comprendida en los Hagiographa. La tradición judía, según lo describen los mencionados Josefo, Baba Bathra y los datos del seudo Esdras, indica la existencia una autoridad que funcionaba como árbitro final de qué era escriturístico y qué no. Se dice que el así llamado Concilio de Jamnia (c. 90 d.C.) había ya resuelto la disputa que existía entre las escuelas rabínicas rivales en torno a la canonicidad del Cántico. De modo que, mientras la intuición y la cada vez más reverente conciencia del elemento de la fe de Israel podía dar- y probablemente daba- un impulso general y una dirección a la autoridad, debemos concluir que fue la voz de la autoridad oficial la que realmente fijó los límites del canon hebreo, y aquí, hablando en forma muy general, los exégetas conservadores y los avanzados encontraban un terreno común. Sea como haya sido en el caso de los Profetas, la evidencia favorece mayoritariamente un período posterior para el caso del cierre de los Hagiographa. Un período en el que el cuerpo de los escribas dominaban el judaísmo, sentados sobre la “cátedra de Moisés”, y detentaban solitariamente la autoridad y el prestigio de tal actividad. El término “cuerpo de los escribas” ha sido utilizado en forma precautoria, bajo la sospecha grave y, a veces, el rechazo total de los académicos contemporáneos, para señalar la “Gran Sinagoga” de la tradición rabínica, pero este asunto cae fuera de la jurisdicción del Sanedrín. La clave para discriminar las obras canónicas de las no canónicas estaba influenciada por la Ley del Pentateuco. Este fue siempre el canon par excellence de los israelitas. Para los judíos de la Edad Media la Torah era el santuario más íntimo, el Santo de los Santos, mientras que los Profetas eran el Lugar Santo y los Kéthubim constituían únicamente el patio exterior del templo bíblico, y esta concepción medieval encontraba su fundamento en la preeminencia que los rabíes de la época talmúdica daban a la Ley. Desde el tiempo de Esdras la Ley, en cuanto era la parte más antigua del canon y la expresión formal de los mandatos de Dios, recibió el mayor grado de veneración. Los cabalistas del siglo segundo después de Cristo, y otras escuelas posteriores, veían en la otra parte del Antiguo Testamento una mera expansión e interpretación del Pentateuco. Por ello podemos estar seguros que la prueba mayor de canonicidad, al menos para el caso de los Hagiographa, era su conformidad con el canon par excellence, el Pentateuco. Es algo evidente, además, que ningún libro que no hubiese sido compuesto en hebreo, y que no poseyese las características de antigüedad y prestigio de la edad clásica, o algo de renombre por lo menos, no era admitido. Tales criterios son negativos y exclusivos, más que directivos. El empuje del sentimiento religioso y del uso litúrgico deben haber sido el factor decisivo en la decisión. Pero los criterios negativos eran parcialmente arbitrarios y la simple intuición no puede ser prueba definitiva de certificación divina. No fue sino mucho después que la Voz infalible habló, y fue para declarar que el canon de la sinagoga, aunque permanecía sin adulterar, estaba incompleto.

B. El canon entre los judíos de Alejandria

(Los libros deutorocanónicos)

La diferencia más notable entre las Biblias católica y protestante es la presencia en aquélla de ciertos escritos que faltan tanto en ésta como en la Biblia hebrea, la cual se convirtió en el Antiguo Testamento del protestantismo. Dichos escritos son siete: Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc, I y II de Macabeos y tres documentos añadidos a los libros protocanónicos. Éstos son: el suplemento de Ester, del versículo 4 del capítulo 10 al final, el Cántico de los Tres Jóvenes en Daniel, 3, y las historias de Susana y los ancianos y de Bel y el dragón, que forman los capítulos finales de la versión católica de dicho libro. De esas obras, Tobías y Judit fueron escritos originalmente en arameo, quizás en hebreo; Baruc y Macabeos I, en hebreo; Sabiduría y Macabeos II fueron definitivamente compuestos en griego. Las probabilidades favorecen al hebreo como lengua original de la adición de Ester, y al griego como lengua del añadido de Daniel.

El viejo Antiguo Testamento griego conocido como los Setenta fue el vehículo que llevó esas escrituras adicionales a la Iglesia Católica. La versión de los Setenta era la Biblia de los judíos de habla griega, o helenistas, cuyo centro literario e intelectual se encontraba en Alejandría (vea SETENTA). De entre las copias existentes de esa versión las más antiguas datan de los siglos IV y V de nuestra era, lo cual nos dice que fueron elaboradas por manos cristianas. Sin embargo, los investigadores generalmente admiten que tales copias representan fielmente el Antiguo Testamento de acuerdo a como éste era conocido entre los helenistas o judíos alejandrinos de la era inmediatamente anterior a Cristo. Los venerables manuscritos de los Setenta varían un poco con respecto al canon palestino, mostrando con ello que en el círculo de los judíos alejandrinos el número admisible de libros extra no estaba determinado puntualmente por la tradición o la autoridad. Si bien los Macabeos están ausentes en el Codex Vaticanus (la copia más antigua del Antiguo Testamento griego), todos los manuscritos enteros contienen todos los escritos deutero. Donde los manuscritos de los Setenta muestran diferencias entre si, con la excepción ya mencionada, es en ciertos excesos que van más allá de los libros deutero. No deja de ser significativo que en todas las Biblias alejandrinas el orden hebreo tradicional es roto por la inserción de la literatura adicional entre los otros libros, en forma ilegal, con lo que aseguran a los escritos extra una importante igualdad de rango y privilegio. Conviene preguntarse acerca de los motivos que llevaron a los judíos helenistas a canonizar, virtualmenet al menos, esta considerable cantidad de literatura. Alguna de ella es muy reciente y se separa muy radicalmente del canon palestino. Algunos opinan que no fueron los alejandrinos sino los palestinos quienes se separaron de la tradición bíblica. Los escritores católicos Nickes, Movers, Danko y, más recientemente, Kaulen y Mullen, han defendido la posición de que originalmente el canon judío contenía todos los libros deuterocanónicos y que así se mantuvo hasta el tiempo de los apóstoles (Kaulen, c. 100 d.C.) cuando, a consecuencia de que los Setenta habían llegado a ser el Antiguo Testamento de la Iglesia, fue prohibido por los escribas de Jerusalén, movidos por su hostilidad a la generosidad helenista (según Kaulen, especialmente) y por la redacción griega de nuestros libros deuterocanónicos. Esos exégetas dan mucho realce a la afirmación de San Justino Mártir acerca de que los judíos habían mutilado la Sagrada Escritura. Tal afirmación no descansa sobre evidencia positiva. Aducen que ciertos libros deutero siempre han sido citados por doctores palestinos y babilonios con veneración e incluso como si fueran parte de las Escrituras. Pero las aseveraciones particulares de algunos rabíes no pueden pesar más que la constante tradición hebrea del canon, atestiguada por Josefo- aunque él se inclinaba al helenismo, y por el autor judeo-alejandrino del IV libro de Esdras. Nos vemos forzados a admitir que los líderes del judaísmo alejandrino mostraron una clara independencia de la tradición y autoridad de Jerusalén al permitir la ruptura de los límites sagrados del canon, fijado ya por los Profetas, al insertar un libro de Daniel ampliado y la epístola de Baruc. Si se asume que los límites de los Hagiographa palestinos permanecieron sin definir hasta una fecha relativamente tardía, entonces hubo mucho menos innovación al adicionar los otros libros, pero la eliminación de las líneas de la triple división revela que los helenistas estaban preparados para ampliar el canon hebreo o para crear ellos uno nuevo.

Estas innovaciones pueden explicarse humanamente a causa del espíritu libre de los judíos helenistas. Bajo la influencia del pensamiento griego ellos habían concebido una visión mucho más amplia de la inspiración divina que sus hermanos palestinos y se rehusaban a restringir las manifestaciones literarias del Espíritu Santo a un límite de tiempo y a la forma hebrea de lenguaje. El libro de la Sabiduría, decididamente helenista en su carácter, nos presenta una Sabiduría divina que fluye de generación en generación santificando a las almas y a los profetas. (7,27, en su versión griega). Filón, un pensador típicamente judeo-alejandrino, tiene incluso una noción exagerada de la difusión de la inspiración (Quis rerum divinarum hæres, 52; ed. Lips., III, 57; De migratione Abrahæ, 11,299; ed. Lips. II, 334). Pero aún Filón, aunque denota cierta familiaridad con la literatura deutero, nunca la cita en sus voluminosos escritos. Cierto que son varios los libros del canon hebreo que él no utiliza, pero se puede suponer naturalmente que si él hubiese considerado las obras adicionales como si estuvieran en el mismo plano que las otras, no hubiera dejado de citar una obra tan estimulante y agradable como es el libro de la Sabiduría. No sólo eso, sino que, como lo han hecho notar varias autoridades en la materia, el espíritu independiente de los helenistas no podía haber llegado tan lejos como a establecer un canon oficial distinto del de Jerusalén sin haber dejado huella de ello en la historia. Así que, de los datos con los que contamos, podemos concluir en justicia que aunque los deuterocanónicos fueron admitidos como libros sagrados por los judíos alejandrinos, siempre tuvieron un grado inferior de santidad y autoridad que los que habían sido aceptados desde antes, i.e., los Hagiographa y los profetas palestinos, que era inferiores, a su vez, que la Ley.

II. El canon del Antiguo Testamento en la Iglesia Católica

La definición más explícita del canon católico es la que dio el Concilio de Trento, en su sesión IV, en 1546. Su catálogo del Antiguo Testamento es como sigue:

Los cinco libros de Moisés (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio), Josué, Jueces, Rut, los cuatro libros de los Reyes, dos de los Paralipómenos, Esdras I y II (que después se llamó Nehemías), Tobías, Judit, Ester, Job, el salterio de David (que tiene 150 salmos), Proverbios, Esclesiatés, El Cantar de los Cantares, Sabiduría, Eclesiástico, Isaías, Jeremías, con Baruc, Ezequiel, Daniel, los doce profetas menores (Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías), dos libros de los Macabeos, el I y el II.

El orden de los libros sigue el del Concilio de Florencia, de 1442, y el plan general de los Setenta. La divergencia de los títulos respecto a los que se encuentran en las versiones protestantes se debe al hecho que la Vulgata Latina oficial retuvo las formas de los Setenta.

A. El canon Antiguo Testamento (Incluyendo los Deuteros) en el Nuevo Testamento

Los decretos tridentinos de los que se obtuvo la lista mencionada arriba constituyeron el primer pronunciamiento infalible y efectivo que se promulgó del canon dirigido a la Iglesia universal. Siendo de carácter dogmático, implica que los apóstoles transmitieron el mismo canon a la Iglesia como parte del depositum fidei. Pero ello no se llevó a cabo a base de tomar una decisión formal. Será en vano que se busque señal de tal acción en las páginas del Nuevo Testamento. El canon amplio del Antiguo Testamento pasó tácitamente a través de las manos de los apóstoles hacia la Iglesia a partir de su uso y de la actitud general de los fieles respecto a sus componentes. Fue una actitud que se revela en el Nuevo Testamento, en el caso de la mayor parte de los escritos sagrados del Antiguo Testamento, y en el caso del resto, se debe haber manifestado en expresiones orales o en la aprobación tácita de la reverencia especial de los fieles. Si se reflexiona a partir del estado en el que encontramos los libros deutero en las etapas más tempranas del cristianismo post-apostólico, se puede afirmar correctamente que tal estado de cosas sugiere la aprobación apostólica que, a su vez, debe haber descansado sobre la revelación, ya sea la de Cristo, ya la del Espíritu Santo. A causa de la complejidad e inadecuación de los datos proporcionados por el Nuevo Testamento, debemos recurrir a este argumento prescriptivo legítimo por lo menos en relación con los deuterocanónicos. Todos los libros del Antiguo Testamento hebreo están citados en el Nuevo, excepto aquellos que han sido apropiadamente llamados antilegomena del Antiguo Testamento, a saber: Ester, Eclesiastés y Cantar. Más aún, Esdras y Nehemías tampoco se utilizan. La conocida ausencia de cualquier cita explícita de los escritos deuterocanónicos no prueba, por tanto, que deban ser vistos como inferiores a las obras arriba mencionadas para los personajes y autores del Nuevo Testamento. La literatura deuterocanónica generalmente no se adaptaba a sus objetivos. Se debe recordar, incluso, que ni siquiera en su lugar de origen, Alejandría, era dicha literatura muy citada por los autores judíos, como ya se vio en el caso de Filón. El argumento negativo que se obtiene de la carencia de citas de los deutero en el Nuevo Testamento se minimiza por el uso indirecto que sí hace de ellos el mismo testamento. Este uso toma forma de alusiones y reminiscencias y muestra de forma clara que los apóstoles y evangelistas estaban familiarizados con el incremento alejandrino, consideraban sus obras como fuentes merecedoras al menos de respeto y escribieron bajo cierta influencia de ellos. Si se compara el capítulo 11 de la carta a los Hebreos con los capítulos 6 y 7 del II Libro de Macabeos, se manifiesta una inconfundible referencia a éste último al hablar el primero de los mártires glorificados. Hay mucha afinidad de pensamiento, e incluso de formas de lenguaje, entre I Pe. 1, 6-7 y Sab. 3,5-6; Heb. 1,3 y Sab.7,26-27; I Cor. 10,9-10 y Jud. 8, 24-25; I Cor. 6,13 y Ecco. 36,20. Sin embargo, la fuerza del uso directo e indirecto del Antiguo Testamento en el Nuevo se ve ligeramente disminuida por la desconcertante verdad que al menos uno de los autores del Nuevo Testamento explícitamente cita el “Libro de Enoch”, reconocido desde tiempo atrás como apócrifo. Vea el versículo 14. Y en el versículo 9 cita de otra narración apócrifa, la “Asunción de Moisés”. Las menciones que hace el Nuevo Testamento del Antiguo se caracterizan por cierta libertad y elasticidad en la forma y en la fuente, lo que tiende a disminuir aún más su poder probatorio respecto a su canonicidad. Pero por lo menos en lo que concierne a la gran mayoría de los Hagiographa palestinos- y a fortiori, el Pentateuco y los Profetas-, cualquier falta de conclusividad existente en el Nuevo Testamento queda superada por la abundancia de sustento sobre su estatura canónica que existe en las fuentes judías, para citar sólo unas. Estas comienzan con el Mishnah, pasando por Josefo y Filón, y llegando a la traducción de dichos libros por los griegos helenistas. En cuanto a la literatura deuterocanónica, solamente el último testimonio sirve como confirmación judía. Hay signos, empero, que la versión griega no era vista por sus lectores como una Biblia concluida, de sacralidad definida en todas sus partes, sino como algo que en sus variables contenidos perdía brillantez gradualmente a los ojos de los helenistas y pasaban desde la Ley, eminentemente sagrada, hasta obras de cuestionable divinidad, como el III Libro de los Macabeos. Este factor debe ser sopesado al considerar cierto argumento. Un gran número de autoridades católicas percibe una canonización de los deuterocanónicos en una supuesta aprobación masiva, por parte de los Apóstoles, del Antiguo Testamento griego, de mayor extensión evidentemente. No le falta fuerza al argumento. El Nuevo Testamento muestra cierta preferencia por los Setenta: de los 350 textos sacados del Antiguo Testamento, 300 prefieren el lenguaje de la versión griega al de la hebrea. Con todo, hay consideraciones que nos invitan a dudar antes de admitir la adopción apostólica de los Setenta en bloc. Como ya se señaló arriba, hay razones para creer que no se trataba de una cantidad fija en ese tiempo. Los manuscritos más antiguos y representativos que existen no son totalmente idénticos en los libros que contienen. Más aún, debe recordarse que al inicio de nuestra era, y durante un tiempo posterior, era muy raro encontrar en forma manuscrita colecciones tan voluminosas como los Setenta. Esta versión debe haberse encontrado más comúnmente en libros separados o grupos de libros, lo cual favorecía una cierta variación en la brújula. De modo que ni unos Setenta fluctuantes, ni un Nuevo Testamento poco explícito nos pueden dar la exacta extensión de la Biblia pre-cristiana que fue transmitida por los apóstoles a la Iglesia Primitiva. Es más sostenible concluir que hubo un proceso selectivo bajo la guía del Espíritu Santo, y que tal proceso fue terminado en una fecha tan tardía de la edad apostólica que el Nuevo Testamento no puede reflejar su fruto maduro respecto al número o a la santidad de los libros admitidos de fuera de Palestina. Para poder entender históricamente el canon apostólico de Antiguo Testamento debemos interrogar a otros libros posteriores aunque menos sagrados, que expresan más claramente la fe de las primeras épocas del cristianismo.

B. El Canon del Antiguo Testamento en la Iglesia de los tres primeros siglos

Los escritos subapostólicos de Clemente, Policarpo, el autor de la Epístola de Barnabás, de las homilías seudo-clementinas y el “Pastor” de Hermas, contienen citas implíctas o alusiones de todos los deutero, excepto Baruch (que antiguamente se encontraba con frecuencia unido a Jeremías), el I Libro de los Macabeos y las adiciones a David. No se puede obtener ningún argumento en contra a partir del carácter implícito, suelto, de esas citas ya que los Padres Apostólicos citan las escrituras deuterocanóncas exactamente de la misma manera.

Bajando a la siguiente época, la de los apologetas, encontramos a Baruc citado como profeta por Atenágoras. San Justino Mártir fue el primero en darse cuenta que la Iglesia poseía una versión de las escrituras del Antiguo Testamento que diferían de las de los judíos. Fue también el primero en insinuar el principio, que luego fue promulgado por escritores posteriores, de la autosuficiencia de la Iglesia para establecer el canon; su independencia de la sinagoga respecto a ese asunto. La plena comprensión de esta verdad tomó tiempo en madurar, por lo menos en Oriente, donde no faltan indicaciones de que por largo tiempo en algunos frentes no se pudo evitar la influencia de la tradición judeo-palestina. San Melitón, obispo de Sardes, fue quien primero hizo la lista de los libros canónicos del Antiguo Testamento. Dice él que en esa tarea, aunque mantuvo el orden familiar de los Setenta, verificó su catálogo a base de interrogar a los judíos. Para ese tiempo, los judíos habían ya descartado en casi todas partes los libros alejandrinos, así que el canon de Melitón consiste exclusivamente de los protocanónicos minus Ester. Debe subrayarse, sin embargo, que el documento al que se le antepuso ese catálogo se pudo haber interpretado como orientado a la polémica antijudía, en cuyo caso se entendería bajo otra luz lo del canon restringido. San Ireneo, testigo de primera categoría dado su amplio conocimiento de la tradición eclesiástica, afirma que Baruc fue juzgado con el mismo criterio que Jeremías, y que las narraciones de Susana y de Bel y el dragón se le atribuyeron a Daniel. La tradición alejandrina queda representada por el enorme peso de Orígenes. Éste, influenciado sin duda por el uso de los judíos alejandrinos de aceptar en la práctica los escritos extra mientras sostenían en teoría el canon menor de Palestina, tiene un catálogo de las escrituras del Antiguo Testamento que únicamente contiene los libros protocanónicos, aunque sigue el orden de los Setenta. Con todo, Orígenes utiliza todos los libros deutero como Sagrada Escritura, y en su carta a Julio Africano defiende el carácter sagrado de Tobías, Judith y los fragmentos de Daniel. Afirma implícitamente, además, la autonomía de la Iglesia para determinar el canon (vea las referencias en Cornely). En su edición Hexapla del Antiguo Testamento encuentran lugar todos los libros deutero. El manuscrito bíblico conocido como “Codex Claromontanus”, del siglo VI, contiene un catálogo al que ambos, Harnack y Zahn, le atribuyen un origen alejandrino, casi contemporáneo de Orígenes. Ese documento por lo menos data del período que estamos examinando y comprende todos los libros deutero, incluyendo el IV de los Macabeos. San Hipólito (m. 236) puede bien ser considerado el representante de la tradición romana primitiva. Él comenta sobre el capítulo de Susana, cita frecuentemente la Sabiduría considerándola obra de Salomón y utiliza a Baruc y a los Macabeos como Sagrada Escritura. En la Iglesia del África occidental existen dos testigos fuertes del canon mayor: Tertuliano y San Cipriano. Las obras de estos padres manejan bíblicamente a todos los deutero excepto a Tobías, Judit y la adición a Ester. (En relación al empleo de escritos apócrifos en ese tiempo vea APOCRIFOS).

C. El canon del Antiguo Testamento durante el siglo cuarto y la primera mitad del quinto

En ese período no está tan segura la posición de la literatura deuterocanónica como en la época primitiva. Las dudas que se presentaron pueden ser atribuidas mayormente a la reacción en contra de los apócrifos o de los escritos seudo-bíblicos con los que habían inundado el Oriente los herejes y otros escritores. Por otro lado, la situación se hizo posible debido precisamente a la falta de una definición apostólica o eclesiástica del canon. El trabajo de definir en forma inalterable las fuentes sagradas, como es el caso de todas las doctrinas católicas, se le dejó a la economía divina, para que lo llevara a cabo gradualmente bajo el estímulo de preguntas y oposición. Con sus escrituras flexibles, Alejandría había sido desde el principio un campo fecundo para la literatura apócrifa, y San Atanasio, el vigilante pastor de ese rebaño, queriendo proteger a éste de influencias perniciosas, elaboró un catálogo de libros señalando en él los valores que se le habían de dar a cada uno. Primero, el canon estricto y fuente autorizada de verdad es el Antiguo Testamento judío, excluido el libro de Ester. Hay, además, ciertos libros a los que los Padres señalaron como fuente de edificación e instrucción para los catecúmenos. Ellos son: la Sabiduría de Salomón, la Sabiduría de Sirac (Eclesiástico), Ester, Judit, Tobías, el Didaché o Doctrina de los Apóstoles y el Pastor de Hermas. Todos los demás son apócrifos e invenciones de los herejes (Epístola Festal, para 367). Siguiendo el precedente de Orígenes y de la tradición alejandrina, el santo doctor no reconoció más canon formal del Antiguo Testamento que el hebreo. Empero, fiel a la misma tradición, en la práctica admitió para los libros deuterocanónicos una dignidad escriturística, como puede verse en la forma como los utiliza. En Jerusalén se daba entonces un renacimiento, o quizás una sobrevivencia, de las ideas judías, cuya tendencia era claramente desfavorable para los deuterocanónicos. Desde la misma sede episcopal, San Cirilo, quien defiende el derecho de la Iglesia de fijar el canon, ubica estos últimos entre los apócrifos, y prohíbe igualmente la lectura privada de cualquier libro que no sea leído en el templo. La actitud era un poco más favorable en Antioquia y Siria. San Epifanio no muestra duda alguna acerca del rango de los deutero: los estima, pero a sus ojos no ocupan el mismo nivel que los libros hebreos. El historiador Eusebio atestigua la amplitud con la que se habían extendido las dudas en su tiempo. Él clasifica los deuterocanónicos entre los antilegomena, o libros en disputa, y a la par de Atanasio los coloca en una categoría intermedia entre los libros aceptados por todos y los apócrifos. El canon número 59 (ó 60) del concilio provincial de Laodicea (cuya autenticidad es a veces objeto de debate) propone un catálogo de la Escrituras que es totalmente acorde con las ideas de San Cirilo de Jerusalén. Por otro lado, las versiones orientales y los manuscritos griegos de ese período son más liberales. Los que aún existen contienen todos los deuterocanónicos y, en algunos casos, a ciertos apócrifos. La influencia del canon estrecho de Orígenes y de Atanasio se extendió naturalmente al Occidente. San Hilario de Poitiers y Rufino siguieron sus huellas al excluir teóricamente del rango canónico a los deuteros, aunque los admitiesen en la práctica. El último de ellos los llama “libros eclesiásticos”, aunque de menor autoridad que el resto de las Escrituras. San Jerónimo echó su considerable peso hacia el lado desfavorable a los libros discutidos. Al evaluar su actitud debemos recordar que Jerónimo vivió por mucho tempo en Palestina, en un ambiente en el que todo lo que no fuera parte del canon hebreo era automáticamente objeto de suspicacia y que, además, sentía él una reverencia exagerada hacia el texto hebreo, la “hebraica veritas”, como la llamaba él. En su famoso “Prologus Galeatus”, o prefacio de su traducción de Samuel y de Reyes, él declara que todo lo que no sea hebreo debe ser clasificado entre los apócrifos. Explícitamente afirma que Sabiduría, Eclesiástico, Tobías y Judit no pertenecen al canon. Añade que esos libros se leen en los templos para la edificación de los fieles pero no para confirmar la doctrina revelada. Si se analizan cuidadosamente las expresiones de Jerónimo, en sus cartas y prefacios, acerca de los deutero, podemos ver los siguientes resultados: primero, duda seriamente de su inspiración divina; segundo, el hecho de que ocasionalmente los cite y que haya traducido algunos de ellos como concesión a la tradición eclesiástica, es un testimonio involuntario de su parte al elevado reconocimiento que gozaban en la Iglesia en general, y a la fuerza de la tradición práctica que prescribía su uso en el culto público. Obviamente, el rango inferior al que autoridades como Orígens, Atanasio y Jerónimo los relegaban se debían a una concepción muy rígida de canonicidad, que exigía que un libro, para ser elevado a esa dignidad suprema, debería ser reconocido por todos, tener la sanción de la antigüedad judía y ser apto no sólo para edificar sino para “confirmar la doctrina de la Iglesia”, para utilizar una frase de Jerónimo.

Pero mientras eminentes estudiosos y teoréticos continuaban despreciando los escritos adicionales, la actitud oficial de la Iglesia Latina, siempre a favor de ellos, conservó el tenor majestuoso de su posición. Dos documentos de importancia capital en la historia del canon constituyen el primer pronunciamiento de autoridad papal al respecto. El primero es el así llamado “Decretales de Gelasio”, De recipiendis et non recipiendis libris, cuya parte esencial se atribuye hoy día al sínodo convocado por el Papa Dámaso en el año 382. El otro es el canon de Inocencio I, enviado en 405 a un obispo gálico como respuesta a una solicitud de información. Ambos documentos contienen a todos los deuterocanónicos, sin distinción alguna, y son idénticos al catálogo de Trento. La Iglesia africana, que siempre fue entusiasta defensora de los libros disputados, se encontró en completo acuerdo con Roma en lo tocante a esa cuestión. Su versión antigua, Vetus latina (o, menos correctamente, la Itala), había admitido todas las escrituras del Antiguo Testamento. San Agustín parece reconocer teóricamente varios grados de inspiración, pero en la práctica emplea los protos y los deuteros sin discriminación alguna. En su “De doctrina Christiana” él enumera los componentes del Antiguo Testamento completo. El sínodo de Hipona (393) y los tres de Cartago (393,397 y 419), en los cuales Agustín indiscutiblemente fue el espíritu lider, hallaron necesario tratar explícitamente del problema del canon, y elaboraron listas idénticas, sin excluir libro sagrado alguno. Dichos concilios basaron sus cánones en la tradición y el uso litúrgico. Se encuentra valioso testimonio acerca de la cuestión en la Iglesia española en la obra del hereje Prisciliano, “Liber de fide et apocryphis”. Esta obra supone una línea divisoria bien definida entre los trabajos canónicos y los no canónicos, y que el canon acepta a todos los deuteros.

D. El canon del Antiguo Testamento desde la mitad del siglo quinto al fin del siglo séptimo

Esta época deja ver un curioso intercambio de opiniones entre el Este y el Oeste, al tiempo que el uso eclesiástico no sufría modificaciones, al menos en la Iglesia Latina. Durante esta edad intermedia se divulgó mucho en Occidente el uso de la nueva versión del Antiguo Testamento de San Jerónimo (la Vulgata). Junto con el texto se incluían los prefacios de Jerónimo en los que criticaba los deutero, y bajo la influencia de su autoridad esa parte del mundo comenzó a desconfiar de ellos y a mostrar los primeros síntomas de una corriente hostil a su canonicidad. Por otro lado, la Iglesia Oriental importó una autoridad occidental que había canonizado los libros disputados, a saber, el decreto de Cartago, y desde entonces se inició una tendencia cada vez mayor entre los griegos de colocar los deuteros en el mismo nivel que los demás. Esta tendencia, sin embargo, se debió más al olvido de la antigua distinción que a una concesión hacia el concilio de Cartago.

E. El canon del Antiguo Testamento durante la Edad Media

La Iglesia griega.

El resultado de esa tendencia entre los griegos fue que cerca del inicio del siglo XII ellos poseían un canon idéntico al latino, con la única diferencia que ellos sí aceptaron el apócrifo libro III de Macabeos. El “Syntagma Canonum” de Focio señala que, en la era del cisma del siglo IX todos los deuterocanónicos estaban reconocidos litúrgicamente en la Iglesia griega.

La Iglesia latina

A través de toda la Edad Media encontramos en la Iglesia latina evidencia de dudas sobre el carácter de los deutero. Hay una corriente amigable en su favor y otra claramente desfavorable a su autoridad y carácter sagrado, y en medio de las dos hay un número de escritores cuya veneración por esos libros se modera a causa de la incertidumbre respecto a su verdadera posición. Entre ellos destacamos a Santo Tomás de Aquino. Hay pocos que reconozcan su canonicidad en forma inequívoca. La autoridad prevalente de los autores medievales de Occidente es básicamente la de los Padres griegos. La causa principal de ese fenómeno debe encontrarse en la influencia, directa e indirecta, del crítico Prologus de San Jerónimo. La compilación “Glossa Ordinaria” era ampliamente leída y sumamente estimada como tesoro de conocimientos sagrados en la Edad Media y encarnaba los prefacios en los que el Doctor de Belén había escrito de los deuteros en términos peyorativos; con ello perpetuaba y difundía su poco amistosa opinión. Empero, tales dudas deben ser vistas como algo más o menos académico. Las incontables copias manuscritas de la Vulgata que se produjeron en ese tiempo, con una excepción, muy leve, quizás accidental, abarcan uniformemente el uso eclesiástico del Antiguo Testamento y la tradición romana se mantuvo firme en torno a la igualdad canónica de todas las partes del Antiguo Testamento. Hay suficiente evidencia de que durante este largo período los textos deutero se leían en los templos del cristianismo occidental. En lo tocante a la autoridad romana, el catálogo de Inocencio I aparece en la colección de cánones eclesiásticos enviados por el Papa Adrián I a Carlomagno en el Imperio Franco. Nicolás I, en un escrito de 865 a los obispos de Francia, acude al mismo decreto de Inocencio como campo en el que todos los libros sagrados han de ser aceptados.

F. El canon del Antiguo Testamento y los concilios generales

El Concilio de Florencia (1442)

En 1442, durante la vida, y con la aprobación, de este concilio, Eugenio IV escribió varias bulas, o decretos, con el objeto de traer los grupos cismáticos orientales a la comunión con Roma. Y según la enseñanza común de los teólogos, tales documentos constituyen doctrina infalible. El “Decretum pro Jacobitis” contiene una lista completa de los libros que la Iglesia reconoce como inspirados, pero omite, quizás, deliberadamente, los términos canon y canónico. El Concilio de Florencia, por lo tanto, enseñó acerca de la inspiración de todas las escrituras pero no tocó formalmente el punto de su canonicidad.

La definición de canon elaborada por el Concilio de Trento (1546)

Fue la exigencia de la controversia lo que primero llevó a Lutero a trazar una línea divisoria entre los libros del canon hebreo y los escritos alejandrinos. En su disputa con Eck en Leipzig, en 1519, cuando su oponente defendió que el bien conocido texto del II libro de los Macabeos era prueba de la doctrina del purgatorio, Lutero respondió que el pasaje no tenía autoridad puesto que ese libro estaba fuera del canon. En la primera edición de la Biblia de Lutero, 1543, los deuteros quedaron relegados, como apócrifos, a un lugar entre los dos testamentos. Para hacer frente a esta ruptura radical de los protestantes, así como para definir claramente las fuentes inspiradas de las que la Iglesia Católica toma su postura, entre los primeros actos del concilio de Trento estuvo la solemne declaración, “como sagrados y canónicos”, de todos los libros del Antiguo y Nuevo Testamentos “con todas sus partes, tal como han sido utilizados para ser leídos en los templos, y como se encuentran en la vieja edición vulgata”. Durante las deliberaciones del concilio nunca se disputó seriamente la recepción de la escritura tradicional. Tampoco- y esto es verdaderamente notable- hubo duda seria alguna durante los trabajos del concilio acerca de la canonicidad de los escritos disputados. En la mente de los Padres tridentinos esos textos ya habían sido virtualmente canonizados por el mismo decreto de Florencia, y los mismos padres se sentían particularmente vinculados por la acción del sínodo ecuménico precedente. El concilio de Trento no entró al estudio de las fluctuaciones en la historia del canon. Tampoco se cuestionó acerca de la autoría o carácter de los contenidos. De acuerdo al genio práctico de la Iglesia Latina, basó sus decisiones en la tradición inmemorial que se manifestaba en los decretos de anteriores concilios y papas, y en la lectura litúrgica, apoyándose en la enseñanza tradicional y en la costumbre para determinar una cuestión de tradición. Ya se dio arriba el catálogo tridentino.

El Primer Concilio Vaticano (1870)

El gran constructor que fue el sínodo de Trento había puesto ya para siempre fuera de la permisibilidad de la duda de los católicos la sacralidad y la canonicidad de toda la Biblia tradicional. Por su misma implicación había definido también la plena inspiración de esa Biblia. El Primer Concilio Vaticano aprovechó un reciente error acerca de la inspiración para quitar cualquier sombra de incertidumbre que pudiese haber quedado. Formalmente ratificó la acción de Trento y explícitamente definió la inspiración divina de todos los libros y sus partes.

III. El canon del Antiguo Testamento fuera de la iglesia

A. Entre los ortodoxos orientales

La Iglesia Ortodoxa Griega preservó su antiguo canon en la práctica y en la teoría hasta tempos recientes, en los que, bajo la influencia dominante de su ramificación rusa, está cambiando su actitud respecto a las escrituras deuterocanónicas. El rechazo de esos libros por los teólogos y autoridades rusas es un desliz que comenzó temprano en el siglo XVIII. Los monofisistas, nestorianos, jacobitas, armenios y coptos, aunque en realidad se interesan poco por el canon, admiten el catálogo completo y además varios apócrifos.

B. Entre los protestantes

Las iglesias protestantes continúan excluyendo de sus cánones los escritos deuteros, clasificándolos de “apócrifos”. En general, los presbiterianos y calvinistas, en especial desde el sínodo de Westminster en 1648, han sido los enemigos más reacios de cualquier reconocimiento y, a causa de la influencia de la Sociedad Británica y Extranjera de la Biblia, decidieron en 1826 rehusarse a distribuir biblias que contuvieran los apócrifos. Desde ese entonces ha prácticamente cesado en los países de habla inglesa la publicación de los deutero como apéndices de las biblias protestantes. Dichos libros aún son materiales de lectura en la liturgia de la Iglesia de Inglaterra, pero su número ha disminuido a causa de la hostilidad. Existe un apéndice de apócrifos en la versión británica revisada, en volumen separado. Los deuteros aún forman parte de apéndices en las biblias alemanas que se imprimen bajo el patrocinio de los luteranos ortodoxos.

GEORGE J. REID Transcrito por Ernie Stefanik Traducido por Javier Algara Cossío