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Jueves, 28 de marzo de 2024

Cister: Historia V

De Enciclopedia Católica

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Cruzadas y misiones

A todo lo largo del siglo XII, siguió aumentando la actividad de la Curia Romana en los múltiples asuntos religiosos y políticos; el Papado, sin embargo, no contaba en ella con un grupo suficientemente calificado que le sirviera de apoyo cuando surgían nuevas necesidades o emergencias. Por esta razón, las autoridades eclesiásticas recibieron con beneplácito la asistencia de san Bernardo y sus monjes y continuaron llamando en su auxilio a los cistercienses, en primer término, por lo menos hasta la aparición de los mendicantes al comienzo del siglo XIII. Es muy evidente, que este papel no era fácilmente compatible con los ideales del Cister primitivo; por otro lado, la trabazón institucional, la presencia ubicua y el número desbordante de miembros, entre los cuales se encontraban algunas de las personalidades más activas y mejor dotadas de la centuria, predestinaba a los cistercienses a dar un paso para llenar ese vacío y asumir variadas obligaciones externas. El papel desempeñado por los cistercienses en la organización y dirección de las cruzadas constituyó la primera y más espectacular de dichas actividades. Ya en 1124, hubo un intento serio por extender el radio de acción de la Orden en Tierra Santa. Arnoldo, el primer abad de Morimundo desertó de su puesto sin la autorización del Capítulo General, y llevando consigo a lo más granado de sus monjes estuvo firmemente resuelto a fundar un monasterio en Palestina; sólo su muerte prematura evitó que llevara a cabo sus planes. Aunque san Bernardo se opuso terminantemente a este arriesgado plan, animó a los premostratenses a un esfuerzo similar. Apoyó con entusiasmo a los Caballeros del Temple y les dedicó su famoso tratado titulado: Alabanza de la nueva milicia (De laude novae militiae). La iniciación de la Segunda Cruzada fue su aportación personal a la causa, y se conocen muy pocos cistercienses que lo hayan secundado en Alemania. Entre ellos se cuentan el Abad Adam de Ebrach, activo propagandista en Regensburg, y Gerlach, abad de Rein, que desempeñó un papel similar en Austria. Cierto monje francés llamado Rodolfo, que comenzó a predicar sin autorización y levantó a la plebe contra los judíos en Renania fue silenciado por la enérgica intervención de san Bernardo. No obstante los cistercienses no acompañaron a las tropas cruzadas, aunque dos obispos de esta Orden, Godofredo de Langres y el famoso historiador Otto de Freising se ofrecieron como voluntarios. A pesar del fracaso final de la campaña, el ejemplo de san Bernardo permaneció vivo y animó a otros cistercienses a alistarse en las cruzadas siguientes. El destino de Tierra Santa y los acontecimientos de la Tercera y Cuarta Cruzadas tuvieron un eco significativo dentro de la Orden. Aunque el Capítulo General prohibió repetidas veces a los miembros de la Orden la peregrinación a los Santos Lugares, los prelados cistercienses tomaron a su cargo la organización de la Tercera Cruzada (1184-1192), contando con el respaldo de todos sus hermanos de religión. En Italia, el Arzobispo de Ravena, Gerardo, un cisterciense, fue nombrado legado papal con el encargo de la predicación y el reclutamiento. Enrique de Marcy, cardenal obispo de Albano, que previamente había actuado como abad de Claraval, y Garnier, por entonces abad de dicho monasterio, asumían idénticas funciones en Francia y Alemania, al mismo tiempo que Balduino, arzobispo de Canterbury, anteriormente abad de Ford, hacía lo mismo en Inglaterra. Cierto número de abades y monjes siguieron a las fuerzas hacia el este. El arzobispo Gerardo cayó en la batalla frente a los muros de San Juan de Acre, y el arzobispo Balduino y Enrique, obispo de Basilea, enfermaron y murieron. El rescate de Ricardo Corazón de León cautivo en Alemania, fue negociado por dos abades cistercienses, Roberto de Boxley y Guillermo de Robertsbridge; y para su pago, las casas inglesas situadas en la zona lanera contribuyeron con la esquila de un año. La intervención de la Orden en la Cuarta Cruzada fue aún más intensa. Presionado por Inocencio III (1198-1216), el Capítulo General relevó a cierto número de abades y monjes para que sirvieran a tal fin y contribuyó con sumas considerables destinadas al sostén de las tropas. En Italia, el agente papal que obtuvo mayor éxito fue el abad Lucas de Sambucina, quien recibió la orden de predicar las cruzadas en 1198. En 1200, otros seis abades emprendieron tareas similares obedeciendo la orden de Inocencio, y al año siguiente algunos más fueron autorizados a hacer lo mismo. Cuando los cruzados se desviaron a Zara y luego a Constantinopla, la mayoría de los cistercienses se hicieron eco de las advertencias del Papa. El abad Pedro de Locedio fue el portador de la protesta papal al ejército reunido en Zara, y Guido, abad de Vaux-de-Cernay la leyó ante la asamblea de caballeros la víspera del ataque contra la ciudad. Sin embargo, algunos abades permanecieron con los cruzados y los acompañaron en la toma de Constantinopla. El abad Martín, de Pairis (Alsacia), aunque rechazó compartir el botín general, se enriqueció con las reliquias encontradas en la iglesia del Pantocrator y llevó triunfalmente esos tesoros a su abadía en 1205. Pedro de Locedio permaneció en la ciudad conquistada, participando en la elección de Balduino de Flandes como primer emperador latino y, durante algunos años, tomó parte activamente en la pacificación de la Grecia conquistada. Como fruto visible de la conquista, la Orden adquirió o estableció entre 1204 y 1276 doce casas dentro de los límites del Imperio, incluyendo dos conventos para monjas. Muchos de esos monasterios habían sido habitados anteriormente por comunidades de rito oriental. Pocas de esas fundaciones sobrevivieron al colapso del poder latino. Una de ellas fue Daphni, que anteriormente había sido un monasterio griego entre Atenas y Eleusis, y probablemente otras dos casas más en Creta. En 1217, Daphni estaba afiliada a la abadía francesa de Bellevaux. Cuando su abad llegó a Cister para el Capítulo General de 1263 causó gran revuelo entre los padres: traía un brazo de San Juan Bautista, que ofreció como regalo a la casa madre de la Orden. En agradecimiento, los padres capitulares lo eximieron de concurrir al Capítulo General los próximos siete años. La toma de Constantinopla por los turcos selló el destino de la comunidad cisterciense de Daphni (1458), aunque los monjes ortodoxos reconquistaron su antigua propiedad, y la retuvieron hasta el siglo XVII. Como una estela de las cruzadas se establecieron varias casas cistercienses en Siria, pero son inciertos los detalles de su historia. La mejor conocida y que logró más éxito fue Belmont, al sudeste de Trípoli en las montañas del Líbano, poblada en 1157 por monjes de Morimundo. Poco después, Morimundo fundó otra casa, en la misma zona, llamada Salvatio, pero es dudosa su ubicación exacta y sus datos históricos. Belmont fue responsable de dos casas más, una puesta bajo la advocación de san Juan (1169), y otra bajo la Santísima Trinidad; las dos situadas probablemente dentro del distrito de Trípoli. En 1214, el Capítulo General incorporó un monasterio que previamente había sido benedictino, San Jorge de Jubino, en la Montaña Negra, que fue considerado como hija de La Ferté. Mientras tanto, las monjas cistercienses poblaban dos conventos, uno en Acre, y otro en Trípoli, ambos con el mismo nombre de Santa María Magdalena. El destino de todas estas fundaciones no podía diferir de los estados regidos por los cruzados; cuando se acercaron los musulmanes, fueron evacuadas y abandonadas. En la actualidad, queda únicamente el antiguo claustro de Belmont (Dayr Balamand) alojando a monjes ortodoxos orientales. Previniendo lo inevitable, Belmont fundó Beaulieu como un refugio en Chipre, fuera de los muros de Nicosia. Después de la caída de Trípoli en 1289, toda la comunidad de Belmont huyó a Chipre, donde sobrevivió hasta finales del siglo XV. En 1567, los venecianos demolieron los restos de Beaulieu, y usaron sus piedras para construir las fortificaciones de Nicosia. Mientras que únicamente los abades y prelados más eminentes de la Orden estaban ocupados, de vez en cuando, en la actividad política y el apoyo a las cruzadas, la herencia de las misiones emprendidas por san Bernardo entre los herejes del sur de Francia, se convertía en un elemento integrante de la vocación cisterciense. El gran Abad de Claraval emprendió el viaje al sur en 1145 respondiendo a una petición del legado papal Alberico, cardenal obispo de Ostia, que anteriormente había sido monje de Cluny. La gira resultó más espectacular que fructífera, y en 1177, el conde Raimundo V de Tolosa se dirigió nuevamente al Capítulo General cisterciense pidiendo ayuda. Sin embargo, no entraron en acción hasta que Alejandro III confió una misión con tal fin a Pedro, cardenal de San Crisógono, conjuntamente con dos cistercienses, Garín, arzobispo de Bourges, primitivamente abad de Pontigny, y Enrique, abad de Claraval. Este último, que por ese entonces, 1179, era nombrado cardenal obispo de Albano, tomó la dirección de toda la misión, militar y apostólica a la vez. Rápidamente, organizó una cruzada, y en 1181 ocupó Lavaur, ciudad dominada por los herejes. Después de su muerte, en 1198, crea Inocencio III otra comisión cisterciense encabezada por dos monjes de Cister: Rainiero de Ponza, su propio confesor, y Guido. Debido a la enfermedad de Rainiero, el papa lo reemplazó por el maestro Pedro de Castelnau, arcediano de Maguellone, quien casi inmediatamente hizo su profesión en el monasterio cisterciense de Fontfroide, cerca de Narbona. En 1203, Pedro fue nombrado legado de la Santa Sede con la asistencia de otro monje de Fontfroide, Raúl. Por último, en 1224, para recalcar que la empresa estaba confiada a toda la Orden, el papa confirió la dirección suprema de la misión contra los albigenses a Arnaldo Amaury, abad de Cister, quien se convirtió de este modo en líder espiritual de la próxima cruzada de Simón de Montfort. Después de realizar esfuerzos parecidos en distintos lugares, Amaury, con doce abades cistercienses de su séquito, sostuvo un debate con los herejes en 1207, que duró quince días, en Montreal y luego en Pamiers, sin resultados. Uno de los participantes más activos fue el ya mencionado abad Guido de Vaux-de-Cernay, tío de Pedro, monje de la misma abadía y famoso cronista de la cruzada contra los albigenses. Las enormes dificultades con que tropezó la empresa entre la plebe rebelada, la nobleza recelosa y los tibios prelados parece que agotaron las energías de Pedro, quien pidió al papa le permitiera retirarse a la soledad de Fontfroide. La petición fue denegada. Inocencio le escribió: «permanece donde estás; en este momento, la acción es mejor que la contemplación». Sin embargo, comprendiendo que necesitaba colaboración, el Pontífice instruyó a Diego, obispo de Osma, y a su joven canónigo, Domingo de Guzmán, para que ayudaran a los cistercienses. Antes de unirse a ellos, los dos españoles visitaron Cister, estudiaron la posibilidad de entrar en la Orden, y vistieron el hábito, aunque sólo simbólicamente. Después de algún tiempo cambiaron de idea, pero mientras estuvo en compañía de los tenaces cistercienses, Domingo concibió el plan de formar una organización específicamente destinada a este propósito: la Orden de los Predicadores. Por el año 1207, el número de cistercienses «que predicaba a Jesucristo» había alcanzado a cuarenta, pero al comienzo del año siguiente un desdichado incidente convirtió la pacífica misión en una cruzada armada. El 14 de enero de 1208, fue asesinado Pedro de Castelnau, y la opinión pública atribuyó la responsabilidad del crimen al conde Raimundo VI de Tolosa, principal promotor de la causa albigense. No podemos detallar aquí la larga y sangrienta guerra (1209-1219) que prosiguió bajo Simón de Montfort, pero merece destacarse que la mayoría de las sedes episcopales del sur conquistado fueron ocupadas por cistercienses. Arnaldo Amaury ocupó ese puesto en la ciudad clave de Narbona desde 1212 hasta su muerte en 1225; en 1205, un monje de Grandselve, el extrovador Folquet de Marsella, fue instalado en el corazón de la resistencia, como obispo de Tolosa. Este mismo Folquet (o Fulk) cooperó en 1205 en la fundación de la primera casa dominicana en dicha ciudad, y continuó siendo el resto de su vida promotor de la nueva Orden. En 1210, ofrecieron el recién reconquistado obispado de Carcasona a otro cisterciense: Guido, abad de Vaux-de-Cernay. Arnaldo Amaury fue el más sobresaliente e, inevitablemente, el más controvertido de todos los pintorescos personajes cistercienses que intervinieron en la cruzada. ¿Fue un intrépido campeón de la fe, o un típico sureño, violento, ambicioso, fanático como muchos de los que lucharon en esa guerra? Es característico que su nombre estuviera unido a una de las anécdotas apócrifas más perdurables de la historia medieval. Se supone, que cuando cayó Beziers (1209), plaza fuerte de los albigenses, los cruzados vencedores dudaban cómo castigar justicieramente a los habitantes, porque era imposible distinguir a los fieles de los herejes. «Mátenlos a todos», decidió Amaury, «el Señor conoce a los suyos». Estas palabras son un eco de la 2ª Epístola a Timoteo (II, 19), pero la historia parece estar tomada del Dialogus miraculorum del cisterciense alemán Cesáreo de Heisterbach, quien compuso esa recopilación de anécdotas edificantes entre 1219 y 1223. La naturaleza del Diálogo debería ser para el lector crédulo advertencia suficiente, más aún, el mismo autor relata honestamente el incidente como puro rumor (fertur dixisse): empero pocos historiadores perdieron la oportunidad de volverlo a contar. En la Península Ibérica, el espíritu cruzado de los cistercienses se manifestó organizando e inspirando un cierto número de órdenes de caballeros, todas ellas dedicadas a la Reconquista. La primera y más significativa fue la Orden de los Caballeros de Calatrava. En 1157, se temía que los moros atacaran Calatrava, fortaleza clave para la defensa de Toledo. Los Caballeros del Temple a cargo de la primera ciudad, reconociendo su incapacidad para hacer frente a tal emergencia, pidieron ayuda al rey Sancho III de Castilla. Se dio la coincidencia de que el abad Raimundo de Fitero visitaba Toledo y, entre los monjes de su séquito, estaba Diego Velázquez, ex-caballero, amigo de infancia del rey Sancho. A instancias de este monje, el abad Raimundo ofreció su ayuda para organizar la fuerza defensiva de Calatrava, después de lo cual, en 1158, el rey le otorgó la fortaleza para que la «poseyera y defendiera a perpetuidad». El ataque moro no llegó a materializarse, pero un gran número de defensores voluntarios vistieron el hábito cisterciense y se sometieron a Raimundo. Después de su muerte, acaecida alrededor de 1163, los caballeros eligieron a su primer maestre Don García, quien se dirigió al Capítulo General cisterciense, para que les diera una regla de vida y se les reconociera como rama de la Orden. El Capítulo reunido en 1164, se manifestó favorablemente, pero la incorporación formal no tuvo lugar hasta 1187, cuando la nueva Orden de Caballeros fue puesta bajo la autoridad del abad de Morimundo. Sus derechos incluían la visita anual, el nombramiento del prior y la confirmación de la elección de maestre. Este último, conocido posteriormente como «gran maestre» estaba a cargo de los caballeros y las operaciones militares; el prior, que pronto se transformó en «gran prior» mitrado, fue siempre un monje francés de la filiación de Morimundo, y era responsable de los sacerdotes y hermanos que cuidaban de las necesidades materiales y espirituales de los caballeros. Calatrava cayó en manos de los moros en 1195, pero fue recuperada en 1212 y, de allí en adelante, los caballeros influyeron en la reconquista de Andalucía. Hacia fines del siglo XV, dividida en ochenta y cuatro encomiendas, acumularon los caballeros inmensas posesiones, incluyendo setenta y dos iglesias, con unas 200.000 personas bajo la jurisdicción de la Orden. Dada su riqueza, estuvo desde 1485 bajo control real, y en 1523 el título de «gran maestre de Calatrava» estaba unido a la Corona española. Después de finalizada la guerra de Reconquista, la Orden perdió su carácter militar y aun religioso, aunque se ha conservado la organización como una asociación honorífica de la nobleza española. Más o menos por la misma época, surgieron los Caballeros de Alcántara, debido al tesón de dos hermanos salmantinos, Suárez y Gómez, quienes fueron respaldados en 1158 por un ex-cisterciense, el obispo Odón de Salamanca, que asumió el cargo de primer prior de los caballeros. Su centro de actividades fue la fortaleza de San Julián de Pereyro, y ellos mismos usaron ese nombre por más de seis décadas. Su regla, similar a la de Calatrava, fue aprobada por Alejandro III en 1177, pero sólo en 1221 comenzó una asociación más profunda con los cistercienses, cuando los de Calatrava les confiaron la defensa de Alcántara, Cáceres, sobre el Tajo, cerca de Portugal. A partir de este momento las dos órdenes siguieron estrechamente unidas, y también Alcántara fue aceptada por el Capítulo General cisterciense y puesta bajo el control de Morimundo. Alcántara y Calatrava tuvieron idénticos destinos. Los Caballeros de Montesa heredaron en 1312 los bienes que pertenecieron a los templarios en Valencia. En 1317 fueron organizados por componentes de Calatrava, razón por la cual Montesa se convirtió en otro miembro de las Ordenes asociadas bajo la tutela de Morimundo. En Portugal se planteó una situación similar cuando el rey Dionís organizó la Orden de Cristo reemplazando al Temple, en 1319. También ellos fueron adiestrados en la observancia de Calatrava por diez caballeros españoles enviados a Portugal con ese propósito. Sin embargo, la Orden de Cristo estuvo sujeta a la jurisdicción de Alcobaça. Todavía hubo otra orden más de caballeros portugueses afiliada a Cister: la de Aviz. Después de oscuros comienzos, retuvieron Évora (1176) y tomaron el nombre de la fortaleza. Luego, en 1211, recibieron Aviz del rey Alfonso II. Siguieron las pautas ya establecidas de adoptar las costumbres de Calatrava conjuntamente con la tutela de Morimundo. En 1551, se unieron las Ordenes de Cristo y Aviz con la corona portuguesa, perdiendo entonces su carácter religioso. El nordeste de Europa, en especial Prusia y los estados del Báltico, fue otro territorio donde los cistercienses desarrollaron por largo tiempo una combinación de actividades misioneras y cruzadas. Como sucedió con los albigenses, la prédica constituyó sólo una parte de la tarea, porque la conversión de las tribus hostiles y guerreras requería además una diplomacia inteligente y a veces una competente dirección militar. El obispo Eskil de Lund hizo las primeras tentativas en ese sentido. En una de sus visitas a Francia, en 1164, consagró en la catedral de Sens y en presencia de Alejandro III al cisterciense Esteban de Alvastra, el primer arzobispo de Upsala. Poco después, consagró a Fulco, un monje cisterciense francés, como obispo de Estonia, por ese entonces pagana. Accediendo a una petición de Fulco, Alejandro III convocó una cruzada para someter a los estonios, pero si algo se hizo, no tuvo efectos duraderos. Después de 1180, desapareció el nombre de Fulco de las crónicas oficiales. Tuvo más éxito la misión que encabezó en Livonia su primer obispo, San Meinhard († 1196), que fuera canónigo agustino. Es muy probable que haya reclutado a ese extraordinario misionero cisterciense un monje de Loccum llamado Dietrich (Teodorico) de Thoreida (Treiden). No sólo sirvió fielmente a Meinhard, sino también a su sucesor, Bertoldo, su abad primitivo en Loccum, hasta que éste cayera en el combate contra los conversos reticentes. Sin embargo, fue el nuevo obispo, Alberto de Buchovden († 1221), hombre celoso y capaz, ex canónigo de Bremen y fundador de la sede episcopal de Riga, quien proporcionó a Dietrich la gran oportunidad. Éste a su vez llegó a ser su consejero de mayor confianza, al mismo tiempo que un coordinador efectivo con la curia papal. Por lo menos, visitó seis veces Roma, donde informó a Inocencio III sobre todo lo relativo a las misiones en el norte; luego, como Obispo de Estonia, participó en el IV Concilio de Letrán, en 1215. Pero, mucho antes de esa época, sugirió la posibilidad de un estado independiente gobernado desde Riga por las autoridades eclesiásticas, bajo los auspicios papales. Se movilizaron todos los recursos de la diplomacia papal para realizar este proyecto, que, si bien nunca se materializó, se convirtió en punto de partida de múltiples actividades cruzadas y misioneras en los años venideros. Por desgracia, después de la muerte del emperador Enrique VI (1197), Alemania cayó en el caos político. A pesar de los repetidos requerimientos papales no se pudieron organizar cruzadas efectivas. El movimiento, sin embargo, dio notoriedad a uno de los personajes más llenos de vida en esa época turbulenta, Bernardo de Lippe († 1224), poderoso vasallo y camarada de armas de Enrique el León, duque de Baviera. La Crónica de Enrique de Livonia da una vívida descripción de su «conversión»: «cuando el conde Bernardo vivía en sus heredades, había tomado parte en muchas guerras, incendios y asaltos. El Señor lo castigó enviándole una enfermedad debilitante que le atacó los pies; y así, lisiado, tuvo que ser conducido en una litera durante varios días. Purificado por la enfermedad, fue recibido en la Orden Cisterciense y, después de aprender letras y religión durante algunos años, el papa le dio autoridad para predicar la Palabra de Dios y venir a Livonia. Contaba con frecuencia que, después de aceptar la cruz de ir a la tierra de la Santísima Virgen, sus miembros se robustecieron y sus pies se sanaron». En 1185, Bernardo contribuyó a la fundación de la abadía cisterciense de Marienfeld, y pronto entró de monje en la misma. Pocos años después, vistió nuevamente su vieja armadura y dirigió una cruzada, y por último apareció como abad de Dünamünde (1211-1218), una fundación cisterciense pionera, que logró mucho éxito. Estimulado por el obispo Alberto de Riga, el viejo guerrero aceptó otra labor misionera como obispo de Semgallia (en Lituania), después de haber sido consagrado por su propio hijo, el obispo Otto de Utrecht. Sin duda alguna, alcanzó el pináculo de su larga carrera en 1219 cuando, ya casi octogenario, consagró a su segundo hijo, Gerardo, como arzobispo de Bremen. Después de la muerte del obispo Alberto de Riga se produjo una elección episcopal reñida (1229) que hizo salir de la obscuridad a una personalidad cisterciense enigmática. Los partidos en pugna se dirigieron al Papa, Gregorio IX, quien envió al Cardenal Otto. Durante su viaje a Riga, alistó en su comitiva a Balduino, un monje cisterciense de Aulne, una gran abadía de la baja Lorena. Mientras el cardenal se demoraba en Dinamarca, Balduino tomó la iniciativa y, aprovechando la oportunidad, reivindicó la idea de formar un estado sujeto a la autoridad del papa, que cubriría todo el área al este del Báltico. En 1232, después de lograr cierto apoyo local, se trasladó a Italia y persuadió al papa de las posibilidades de poner en práctica su plan; después de lo cual Gregorio lo consagró obispo de Semgallia y Curlandia y le nombró legado papal para todo el territorio en cuestión. Balduino sentó su cuartel general en Riga, pero su ambicioso plan provocó la resistencia militar de los Caballeros de la Espada, que poseían ya muchas de las tierras reclamadas por Balduino. Las tropas del obispo, organizadas con apresuramiento, fueron vencidas por los Caballeros en la batalla de Reval (1233), terminando con el proyecto y haciendo caer en descrédito al autor, quien perdió además su condición de legado papal. Después de vivir cierto tiempo en Aulne, el cariacontecido Balduino se unió a la corte del emperador Balduino II de Constantinopla, quien lo recompensó con la sede metropolitana de Verissa, donde murió en 1243. Las órdenes de caballería, organizadas sobre el modelo de las existentes en la Península Ibérica, sobresalen entre las realizaciones cistercienses más estables. La idea original corresponde a Dietrich de Thoreida y fue calurosamente respaldada por el obispo Alberto de Riga en 1202. La bula de 1204 de Inocencio III pidiendo una cruzada, mencionaba a un grupo de caballeros que «vivían como los templarios», y ya por esa época había una casa en Riga habitada por tales personas, que eran conocidos popularmente como los Caballeros de la Espada o «Hermanos de la Espada» (Frates Militiae Christi de Livonia). Sus filas incluían caballeros, sacerdotes y servidores. Dirigidos por un maestre, vivían en estricta pobreza, bajo reglas similares a las de los templarios. Deben el nombre a su manto blanco decorado con una espada roja. En 1210, Inocencio III les prometía un tercio de las tierras que conquistaran a los paganos, que sería retenida como feudo del Obispo de Riga. Los caballeros extendieron sus dominios rápidamente en Livonia, Estonia y Curlandia y, alrededor de 1230, poseían un estado virtualmente autónomo, administrado desde seis castillos estratégicamente colocados (Ascheraden, Riga, Segewold, Wenden, Fellin y Reval), cada uno bajo un maestre provincial. El número de caballeros nunca sobrepasó los 200, pero con los servidores y vasallos, la Orden podía movilizar un ejército de 2.000 hombres en pie de guerra. Había algunos cistercienses entre los treinta sacerdotes que contaba la organización. Después de su aplastante derrota por mano de los lituanos en 1236, en Curlandia, los sobrevivientes de los Caballeros de la Espada se unieron a los Caballeros Teutónicos, por entonces en franca expansión. Motivos semejantes originaron en Prusia una organización similar. La iniciativa de desarrollar una actividad misionera en territorios todavía paganos pertenece al abad Godofredo de Lekno, monasterio cisterciense situado en Polonia, que albergaba personal alemán. Contando con la bendición de Inocencio III, comenzó su prédica en 1206, y al año siguiente se le unió uno de sus monjes, Felipe. Dos años más tarde, salió a la lid Cristián († 1245), cuyo éxito rotundo justificó que se le diera el título de «apóstol de los prusianos». En 1215, viajó a Roma conjuntamente con dos príncipes de ese lugar, recién convertidos, y el papa Inocencio lo consagró y nombró obispo de Prusia. Sin embargo, pronto se dejó sentir la reacción pagana. Felipe fue asesinado y Cristián necesitaba defensa armada. Siguiendo el ejemplo de Dietrich de Thoreida fundó la Orden de los Caballeros de Dobrin, nombre de una fortaleza sobre el Vístula. Cristián invitó a algunos caballeros de Calatrava, que vinieron de España para adiestrar a los nuevos reclutas. Los caballeros comenzaron a actuar después de 1222, recibiendo un fuerte apoyo de otro cisterciense, el obispo Brunward de Schwerin, originariamente monje de Amelunxborn. El potencial bélico de la nueva Orden siempre fue modesto y, finalmente, esta organización fue absorbida por los Caballeros Teutónicos, aunque algunas unidades de los Caballeros de Dobrin permanecieron activas en Rusia hasta alrededor de 1240. Al comienzo, la tarea en las misiones bálticas recaía sobre cierto número de abadías cistercienses alemanas, pero pronto se hizo una nueva fundación en la desembocadura del Duna, cerca de Riga, sirviendo de base para tales actividades. Dünamünde, fundada en 1205 por Dietrich de Thoreida, su primer abad, fue poblada por monjes alemanes de Marienfeld. Dietrich quedó como abad hasta 1213, cuando ese monje infatigable fue designado obispo de la todavía pagana Estonia. En 1218, con el respaldo de Honorio III y la ayuda material del rey Waldemar II de Dinamarca, inició una cruzada contra los feroces súbditos que se le resistían, quienes lo mataron en una emboscada en 1219 confundiéndolo, por una ironía del destino, con el rey Waldemar. Aunque Dünamünde estaba poderosamente fortificada, fue saqueada en 1228 por los paganos, y sus habitantes masacrados. Los intrépidos cistercienses reconstruyeron las ruinas y, en competencia constante con los Caballeros Teutónicos, expandieron sus posesiones en todas las direcciones. Sin embargo, la ubicación estratégica de la abadía hacía que la Orden Teutónica no pudiera operar con éxito sin ella. En 1305, ante una presión cada vez más fuerte, los cistercienses se vieron forzados a vender Dünamünde a los Caballeros, con la condición de que podrían permanecer en la fortaleza trece monjes y siete sirvientes. Folkenau (1234), cerca de Dorpat, fue otra fundación similar, emprendida por Pforta, y el puesto más oriental con que contaban los cistercienses. Resistió victoriosamente a los ambiciosos Caballeros Teutónicos, para ser destruida en el siglo XVI por el avance de los rusos. La última fundación en Estonia fue Padis, establecida en 1317 por monjes obligados a abandonar Dünamünde. Aunque fue destruida por los estonios en 1343, quienes mataron a 28 monjes, la comunidad se mantuvo con vida y floreció durante otro siglo. Los monjes tenían posesiones y derechos sobre la pesca hasta las costas del sur de Finlandia. Padis, blanco constante de los ataques de rusos y suecos, fue secularizado en 1559. Para terminar, debemos mencionar en este punto que también las monjas cistercienses se vieron involucradas en la vigorosa expansión de la Orden operada en esta región. Establecieron conventos en Riga, Leal, Dorpat, Lemsal y Reval, todos los cuales desaparecían durante el siglo XVI. No hay forma posible de dar una estimación exacta del número de cistercienses ocupados en actividades misioneras o cruzadas, pero en las crónicas de los Capítulos Generales abundan las medidas punitivas o restrictivas contra monjes «vagabundos», o predicadores sin autorización. Esto parece indicar que, mientras los elementos de menor rango respondían voluntariamente al desafío de las nuevas situaciones, muchos de los abades miraban con recelo cualquier intento de sacar a los monjes de sus claustros. En uno de sus sermones, Cesáreo de Heisterbach expresó elocuentemente la perplejidad existente en muchas mentes de los cistercienses: «Como saben, en estos días por orden del papa muchos monjes y abades fueron retirados de sus celdas y claustros, contra su voluntad y deseos, para predicar la Cruz; sin embargo, dado que consideran útil su remoción, no se resisten a la llamada de recoger la cosecha del Señor». El Capítulo aceptó de mala gana el relevo de algunos para desempeñar tareas misionales, siempre bajo presión papal, particularmente durante el pontificado de Inocencio III. También, respondiendo a la insistencia papal, ordenó en 1211 al Abad de Cister que tomara contacto con ese papa y le pidiera que excusase por lo menos a los priores, subpriores y mayordomos de realizar comisiones exteriores. Ante la negativa papal, el Capítulo nombró en 1212 al Abad de Morimundo para que investigara la situación y llegara a un arreglo satisfactorio que respondiera a los deseos del Pontífice y salvaguardara a la vez los intereses de la Orden. Alrededor del año 1220, Honorio III impartía instrucciones a los obispos del nordeste europeo, indicándoles que debían buscar ayuda para sus trabajos misionales «tanto entre los cistercienses como entre otros grupos». Sólo cedió la presión sobre los monjes blancos, cuando alcanzaron pleno desarrollo las órdenes mendicantes, particularmente los dominicos. Una resolución de Capítulo General cisterciense de 1245 puede ser considerada, en la práctica, como el final de las misiones cistercienses: los monjes de la Orden debían recitar los siete Salmos Penitenciales y siete Padrenuestros por el éxito de las misiones dominicas y franciscanas. Mientras que es incuestionable la importancia de los cistercienses en la difusión del Evangelio, el papel de sus abadías bálticas y prusianas en la germanización de esas regiones ha sido con frecuencia mal interpretado. Es verdad, que muchos monasterios mantenían su carácter alemán en el nuevo ambiente, y preferían admitir novicios alemanes y afincar labradores alemanes en sus posesiones, pero sería totalmente anacrónico suponer que tales prácticas estuvieran motivadas por un nacionalismo consciente. El medio circundante poco favorable ofrece una explicación mucho más simple y realista: ante la falta de vocaciones locales, las abadías se vieron obligadas a asegurar supervivencia por medio de una ininterrumpida comunicación con las casas madres, y viviendo en un mundo frecuentemente hostil, debían buscar seguridad rodeándose de colonos amigos. El respeto medieval por la piedra y la integridad impulsaron a muchos otros miembros importantes de la Orden, en su mayoría abades, a actuar como mediadores y pacificadores en beneficio de la diplomacia real o papal. En 1138, Ricardo, el primer abad de Fountains, se unió al cluniacense Alberico, legado papal, en su viaje de visita por Inglaterra. En la disputada elección del arzobispo de York en 1140, desempeñó un papel muy activo un ardiente discípulo de san Bernardo, Guillermo de Rievaulx, y terminó en la sede episcopal un austero asceta cisterciense: Enrique Murdac. San Elredo de Rievaulx debió abandonar su abadía para responder a consultas, casi con la misma frecuencia que san Bernardo. Persuadió a Enrique II para que apoyara a Alejandro III contra un antipapa, arbitró disputas entre abadías, concurrió a sínodos y fue útil en muchas ocasiones similares. En la generación siguiente, el abad de Ford, Balduino, se convirtió sin duda alguna en el prelado más ocupado de Inglaterra. Eminente canonista y adicto incondicional de Tomás Becket, ingresó en Ford en 1169, y aunque lo eligieron abad en 1175, continuó siendo el brazo derecho del Papa Alejandro en Inglaterra. Balduino fue promovido a la sede episcopal de Worcester en 1180, y en 1184 a la de Canterbury, pero siguió estando a disposición del papa Lucio III para varias misiones delicadas. Ya se ha mencionado su papel en la Tercera Cruzada y su muerte en Acre (1190). Guillermo, abad de Fountains, recibió de Roma tantas comisiones difíciles que sus monjes, indignados, dirigieron sus quejas a Lucio III. El Papa, en una carta llena de caridad, fechada en 1185, expresaba su comprensión tanto para con los monjes como para con Guillermo, y aseguraba a este último «por testimonio de este documento, …que, con la ayuda de Dios, tendremos cuidado de no asignarle responsabilidades, a menos que por casualidad surgiera algún otro problema que pensamos no pueda solucionarse sin Vos». Entre 1170 y 1196, un número grande de abades cistercienses, entre los cuales se encontraban los de Rieval, Vaudey, Bruern, Thame, Combe, Stoneleigh, Roxley, Buckfast, Kirkstall y Warden, actuaron en Inglaterra como delegados papales en una gran variedad de asuntos legales. En el siglo XIII un número considerable de abades cistercienses, fueron invitados a participar en el Parlamento. Simón de Montfort llamó a diecisiete cistercienses en 1265; y durante el reinado de Eduardo I (1272-1307), cuarenta y cuatro abades cistercienses desarrollaron tales tareas. En la disputa entre el emperador Federico Barbarroja y el papa Alejandro III (1159-1181), Pedro, arzobispo de Tarentaise, anteriormente abad de Tamié, tomó partido por Alejandro, elegido legalmente, frente a los antipapas de Barbarroja. Durante esas dos décadas turbulentas, el Capítulo General conjuntamente con los abades más influyentes trabajaron por lograr un acuerdo aceptable para ambas partes, mientras que las negociaciones finales fueron llevadas a cabo por dos cistercienses, el obispo Ponce de Clermont y el abad Hugo de Bonnevaux. El Papa agradeció el excelente servicio prestado por la Orden, canonizando solemnemente a san Bernardo de Claraval el 18 de enero de 1174. Bajo Federico II (1215-1258), se renovaron las diferencias entre papa y emperador, y en ese entonces sirvieron al papa Honorio III y a su sucesor Gregorio IX tres cardenales cistercienses, Conrado de Urach, Jaime de Pecoraria y Rainiero de Viterbo. La Orden Cisterciense se vio involucrada asimismo en el conflicto entre el papa Bonifacio VIII (1294-1303) Felipe el Hermoso, rey de Francia. El papa y Juan de Pontoise, abad de Cister, lucharon codo a codo contra la violencia real. Como recompensa el papa confirió al abad el uso del sello pontifical blanco con su retrato en posición sentada; le explicó que «sólo tú estuviste a mi lado. Así pues, solamente tú tienes el privilegio de sentarte a mi lado». Por desgracia, su férrea resistencia no dio otro resultado esta vez que la muerte prematura del pontífice y la prisión del abad Juan. Si el número de cardenales y obispos cistercienses fuera un testigo evidente del alto desarrollo de la Orden y de su influencia en la Iglesia a través de los siglos, no cabría ninguna duda sobre el prestigio de la misma: en los anales cistercienses se pueden identificar cuarenta y cuatro cardenales y casi seiscientos obispos.

Bibliografía

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L.J. Lekai, Los Cistercienses Ideales y realidad, Abadia de Poblet Tarragona , 1987. © Abadia de Poblet