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Jueves, 18 de abril de 2024

Amuleto

De Enciclopedia Católica

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Un amuleto (griego, phylakterion latín, amuleta) es un objeto generalmente inscrito con fórmulas misteriosas y utilizado por los paganos como protección contra varias enfermedades, así como contra la brujería. El primer autor que menciona los amuletos (veneficiorum amuleta) es Plinio (XXIX, 4, 19). La derivación de la palabra es dudosa, pero probablemente proviene del árabe hamala, “llevar”, ya que los amuletos siempre son portados por alguien. Los pueblos orientales eran especialmente adictos a las prácticas supersticiosas, y con su absorción en el Imperio Romano, el uso de amuletos se volvió igualmente común en Occidente.

Siguiendo el ejemplo de Moisés, quien intentó alejar las mentes de los judíos de los emblemas de la superstición a los que se habían acostumbrado en Egipto, al substituirlos por símbolos de un carácter elevado, la Iglesia, si bien prohíbe el uso de amuletos, permitió el uso de emblemas que les recordasen a sus portadores alguna doctrina del cristianismo. Así, Clemente de Alejandría (Paed. III, 3) recomendaba el uso de tales símbolos como el pez, la paloma y el ancla en sellos y anillos. Una medalla devocional de plomo, atribuida al siglo IV, representa a un mártir extendido sobre una parrilla; una del siglo V o VI lleva el monograma de Cristo y una cruz entre las letras A y Ω; mientras que una tercera representa el sacrificio de Abraham, y en el reverso un padre que ofrece a su hijo ante la confessio (confesión) de un mártir. El Papa Papa San Gregorio Magno envió a Teodolinda, reina de Lombardía, con ocasión del nacimiento de su hijo, dos phylacteria (filacterias), una de las cuales contenía un fragmento de la verdadera Cruz y la otra una frase del Evangelio. San Jerónimo (in Matt. IV,24) y San Juan Crisóstomo (in Matt. Hom. 73) mencionan la costumbre de llevar porciones de las Sagradas Escrituras como filacterias.

Pero, especialmente a partir del siglo IV, cuando el favor imperial atrajo a grandes masas a la Iglesia, los abusos supersticiosos en el uso de emblemas devocionales se volvieron tan comunes que las autoridades eclesiásticas a menudo se vieron obligadas a lanzar invectivas contra el uso de amuletos. El Concilio de Laodicea (segunda mitad del siglo IV) prohibió a los eclesiásticos fabricar amuletos y castigó con excomunión a quien los portase (canon 36). San Juan Crisóstomo, en una predicación en Antioquía, denunció como una especie de idolatría el uso de amuletos, que parece haber sido común entre sus oyentes. San Agustín también denunció a los numerosos charlatanes que vendían talismanes; y una colección de cánones elaborada por San Cesáreo de Arles (m. 542), que anteriormente se suponía eran del Cuarto Concilio de Cartago, imponían la pena de excomunión a quienes patrocinaran los augurios (Canon 89; Cfr. Hefele, Conciliengesch., II, 76). Por uno de los sermones (P.L. XXXIX, 2272) de san Cesáreo parece que la venta de amuletos era una profesión común; cada enfermedad tenía su amuleto apropiado. Esas y otras prácticas supersticiosas similares sobrevivieron en cierta medida, en una forma u otra, a lo largo de la Edad Media, y su supresión siempre ha sido una dificultad con la que la Iglesia ha tenido que enfrentarse.

El amuleto cristiano más antiguo conocido, procedente de Beirut, se atribuye al siglo II. Está hecho de oro y tiene un anillo con el que se colgaba al cuello. La inscripción que se lee en él, que es de interés más que ordinario, dice: "Te exorcizo, Satanás (¡Oh, Cruz, purifícame!) en el nombre del Señor, el Dios viviente, para que nunca abandones tu morada. Pronunciado en la casa de la que yo he ungido". Leclercq ve en esa invocación pruebas "(1) de la creencia en la virtud de la Señal de la Cruz para ahuyentar a los demonios, (2) de la administración de la Extremaunción (3) y del uso de exorcismos", de los cuales esa es una fórmula.

Un amuleto cristiano favorito en Oriente durante los siglos IV y V llevaba en una cara la imagen de Alejandro Magno. San Juan Crisóstomo, en una de sus instrucciones antioquenas (Ad Illumin. Cat. II,5), censura el que los cristianos usen amuletos con la efigie del conquistador macedonio. Varios amuletos de este tipo, en el Gabinete de Medallas de París, muestran por un lado a Alejandro personificando a Hércules, y en el otro a una burra con su pollino, un escorpión y el nombre de Jesucristo. Un amuleto en la Biblioteca Vaticana con la imagen de Alejandro lleva en el reverso el monograma de Nuestro Señor. También se enterraban junto a los muertos clavos mágicos que contenían inscripciones; uno de ellos para uso cristiano tiene la leyenda "ter dico, ter incanto, in signv Deo et signv Salomonis et signv de nostrâ Art(e) mix". Los gnósticos eran particularmente notables por su uso de amuletos; los nombres que se hallaban más a menudo en sus invocaciones eran Adonai, Sebaot, Jao, Miguel, Rafael, Souriel (Uriel) y Gabriel.

Uso y Abuso de Amuletos

El origen de la palabra amuleto no parece haberse establecido definitivamente. Los amuletos han sido usados como una salvaguardia contra la mala suerte, peligros o brujería, e invocados como garantía de éxito en las empresas. Entre los griegos se conocían de diversas maneras bajo las designaciones de phylacterion, periamma y periapton, mientras que para los árabes y persas era familiar como talismán, posiblemente derivado del griego tardío telesma. Los amuletos han tenido una boga bastante generalizada entre todos los pueblos de todas las épocas y se han caracterizado por una variedad desconcertante en cuanto al material, la forma y el modo de usarlos. Han servido para esto las piedras talladas, trozos de metal, figuras de dioses, tiras de papel, o pergamino con frases enigmáticas, bendiciones y maldiciones. Entre los egipcios el escarabajo tenía la primacía entre los amuletos. Este era comúnmente una joya realizada en forma de escarabajo, y curiosamente grabada en un lado con muchos artificios. Entre los griegos y romanos parece que se usaron los amuletos ampliamente como una defensa contra ciertos poderes malignos a los que ellos atribuían una parte considerable en el gobierno y control del mundo.

En cuanto al escape de esta superstición se refiere, los judíos disfrutaban de una ventaja que no poseían los pueblos paganos de la Antigüedad: tenían el conocimiento del Dios verdadero, y la Ley mosaica, que daba instrucciones muy detalladas para el gobierno de su vida social y religiosa, contenía severas prohibiciones contra la magia y la adivinación. A partir de algunos pasajes en el Génesis (31,19; 35,4) se puede deducir razonablemente que, sin embargo, incluso en tiempos patriarcales no estaban totalmente libres de esta contaminación. No hay duda que más tarde, a través de su contacto con los egipcios y babilonios, entre los cuales el uso de amuletos estaba muy extendido, recurriesen a los talismanes de muchas maneras.

A partir de las referencias a ellos en el Pentateuco no se puede determinar si los tephillin, es decir, las pequeñas bolsas de cuero que contenían pasajes de la Ley, y más tarde conocidas como filacterias, eran considerados como amuletos en todo momento. En todo caso, al principio no parecen haber tenido tal propósito; más tarde, sin embargo, indiscutiblemente se usaron como tales, como lo prueba el Tárgum (Cant. 8,3) así como Buxtorf (Synagoga Jud, ed. 1737). No hay duda de que algunos de los ornamentos utilizados en la ropa de las mujeres judías eran realmente amuletos. Esta parece ser la interpretación adecuada de la frase lunetas que aparece en Isaías 3,18, así como en los aretes mencionados en el versículo 20 del mismo capítulo. Esta superstición dominó incluso más fuertemente entre los judíos de los tiempos post-bíblicos, en parte como resultado de su interacción más libre con otros pueblos, y en parte debido al formalismo extremo de su vida religiosa. El Talmud contiene evidencia de esto.

La confianza puesta en los amuletos, como otras formas de superstición, surgió de la ignorancia y el miedo popular; por tanto, con la llegada de la religión cristiana estaba destinada a desaparecer. Sin embargo, habría sido demasiado esperar que la victoria del cristianismo a este respecto hubiese sido una fácil e instantánea. De ahí que es comprensible que en los nuevos conversos del paganismo quedase una disposición, si no a aferrarse a las formas a las que necesariamente habían abjurado, en todo caso, a atribuir a los símbolos cristianos de culto algo del poder y el valor de los amuletos que poseían abundantemente en el paganismo. Desde el principio la Iglesia estuvo en estado de alerta para detectar los primeros signos de este abuso y para oponerse severamente a él. Así, por ejemplo, nos encontramos que el Concilio de Laodicea, en el siglo IV, después de prohibirle al clero la práctica de la hechicería, la magia y la fabricación de amuletos, decidió que los que usasen amuletos serían excomulgados.

Epifanio (Expositio fidei Catholicæ, c. 24) atestigua categóricamente que la Iglesia prohibía el uso de amuletos. En un sentido relativo se veneraban objetos queridos para la piedad cristiana, tales como en los primeros días la representación del Buen Pastor, el Cordero, palmas, reliquias de los mártires; y en días posteriores, pinturas de los santos, medallas, Agnus Deis, etc. En la mente de la Iglesia, de ningún modo se pensaba que tuviesen ningún poder latente o divinidad en ellos, o suponía que, por sí mismos, asegurasen a sus poseedores la protección contra daño o éxito en las empresas.

El Concilio de Trento (Ses. XXV) se esforzó por formular la enseñanza autorizada de la Iglesia respecto al honor tributado a las imágenes de Cristo, la Bendita Virgen María y los santos. No trata ostensiblemente sobre al asunto de los amuletos, pero las palabras en las que expresa su sentir sobre el culto a las imágenes describen con peculiar propiedad la actitud de la Iglesia hacia toda esa variedad de objetos piadosos, aprobados o tolerados por ella, que han sido tan impropiamente estigmatizados como amuletos. “El Santo Sínodo ordena que las imágenes de Cristo, de la Virgen Madre de Dios y de otros santos han de ser mantenidas en las iglesias; y que se les debe rendir honor y veneración; y que no se han de reverenciar porque se crea que en ellos hay cualquier divinidad o virtud; o que se les pueda pedir cualquier cosa; o que se pueda poner en las imágenes alguna confianza como hacían de antiguo los gentiles... sino porque el honor que se les brinda se refiere a los prototipos que ellas representan, etc.” De esta manera se diferencian fuerte y definitivamente de los amuletos y talismanes de la superstición popular, ya sea de la antigüedad o de periodos posteriores.


Bibliografía:

(1) Amuleto: LECLERCQ in Dict. darch. chrét. (París, 1905), I, 1783-1859; KRAUS, Realencyklopädie (Friburgo, 1882), I, 49-51; PLUMPTRE in Dict. Christ. Antiq. (Londres, 1875), I, 78, ssq.; Realencyklopädie für prot. Theologie u. Kirche (Leipzig, 1896), 1, 467-476.

(2) Uso y Abuso de Amuletos: HÜBNER, Amuletorum historia (La Haya, 1710); EMELE, Ueber Amulete (Maguncia, 1827).

Fuentes:

(1) Hassett, Maurice. "Amulet." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1, pág. 443. New York: Robert Appleton Company, 1907. 10 Sept. 2021 <http://www.newadvent.org/cathen/01443a.htm>.

(2) Delany, Joseph. "Use and Abuse of Amulets." The Catholic Encyclopedia. Vol. 1, págs. 443-444. New York: Robert Appleton Company, 1907. 10 Sept. 2021 <http://www.newadvent.org/cathen/01443b.htm>.

Traducido por Javier Algara Cossío. lmhm