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Viernes, 29 de marzo de 2024

Censura de libros

De Enciclopedia Católica

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Censura Librorum.

Definición y división

En general, censura de libros es una supervisión de la prensa para prevenir cualquier abuso. En este sentido, cualquier autoridad legal, cuyo deber sea proteger a sus súbditos de los daños de una prensa perniciosa, tiene el derecho de ejercer la censura de libros. Esta censura puede ser eclesiástica o civil, según que sea ejercida por la autoridad espiritual o secular y se puede ejercer de dos maneras: antes de la impresión o publicación de una obra, examinándola (censura prævia); y después de la impresión o publicación, reprimiéndola o prohibiéndola (censura repressiva). Este es el doble significado de la clásica palabra censura, especialmente como se usa en la legislación de la Iglesia Romana. Más tarde, sin embargo, en la ley civil, censura denotó casi exclusivamente censura prævia. Cuando se habla de la abolición de la censura en los siglos pasados sólo se trata de la última.

El reverso de censura el la libertad de prensa. En las naciones civilizadas, sin embargo, que han abolido la censura prævia, la libertad de prensa no es en absoluto ilimitada. El abuso puede, en los casos peores, ser condenado y castigado de acuerdo con la ley común y la antigua censura ha sido sustituida en casi todos los lugares por unas leyes de prensa más severas. Aunque la censura de libros (en el sentido más amplio) no comenzó precisamente con la invención y difusión de la imprenta, sin embargo, en nuestra definición sólo se habla de producciones de la prensa. En primer lugar, la censura ahora, como en los siglos pasados, se ocupa solo de los libros impresos, y en segundo lugar, en un sentid más reducido, (censura prævia), ha tomado una forma definida, que se expresa como “censura de libros”, solo tras el invento de la prensa. Al explicar el desarrollo histórico de la censura, debemos comenzar en un periodo anterior porque tratamos aquí de ello como se ha ejercido en la Iglesia Universal de Roma. Desde le principio y en todos los tiempos la Iglesia se adhirió a la censura, aunque con el curso del tiempo la aplicación se modificó de acuerdo con la condiciones y circunstancias. La censura de libros, de la misma manera que las leyes de prensa de los Estados o comunidades eclesiales distintas de la católica, se puede mencionar aquí sólo con el propósito de comparar.

Desarrollo histórico

Tan pronto como existieron libros o escritos de cualquier clase, la difusión de la lectura de lo que era altamente dañoso para el público, las autoridades competentes estaban obligadas a tomar medidas contra ellas.

Mucho antes de la Era Cristiana, por consiguiente, vemos que tanto paganos como judíos habían creado regulaciones para la supresión de libros peligrosos y la prevención de de lectura corruptora. De numerosas ilustraciones de Zaccaria (pp. 248-256) es evidente que la mayoría de los escritos condenados o destruidos ofendían a la religión y la moral. Por todas partes se arrojaban al fuego los libros declarados peligrosos – la forma más simple y más natural de ejercer la censura. Cuando como consecuencia de las predicaciones de Pablo en Éfeso los paganos se convertían, levantaron delante de los ojos del Apóstol de los Gentiles una pila para quemar los numeroso libros de supersticiones ( Hechos 19:19). Sin duda, los nuevos cristianos movidos por la gracia de la palabra apostólica lo hicieron espontáneamente pero su acción fue aprobada por el mismo S. Pablo que lo convierte en ejemplo digno de imitación, como hace constar el autor de los Hechos.

De esta quema de libros en Éfeso así como de la segunda Epístola de S. pedro y las Epístolas de S. Pablo a Timoteo y Tito, aparece claramente que los Apóstoles juzgaban a los libros perniciosos y co querías que se tratase el asunto. En concordancia con el Apóstol de los gentiles (Tit., iii, 10).S. Juan exhortaba muy enfáticamente a rechazar a los maestros heréticos. Para los discípulos de los Apóstoles era una cosa natural conectar esa advertencia no sólo con las personas de tales maestros, sino con sus doctrinas y escritos. Así, en los primeros siglos cristianos, los llamados apócrifos sobre todos otro libro aparecían ante los fieles como libri non recipiendi, libros que no debían usarse. El establecimiento del Canon de la Sagrada Escritura era pues al mismo tiempo, una eliminación y censura de los apócrifos. Los dos documentos que se refieren a esto, ambos de la última parte del siglo segundo, son el Canon Muratoriano y las Constituciones Apostólicas (ver Hauler Didascaliæ Apostolorum fragments, Leipzig, 1900, p. 4).

Cuando a la Iglesia, tras la era de las persecuciones, se le dio gran libertad , aparece más claramente una censura de libros. El primer Concilio Ecuménico de Nicea (325) condenó a Arrio no solamente en su persona sino también su libro titulado "Thalia" y Constantino ordenó que los escritos de Arrio y de sus amigos se entregaran en todas partes para se quemados, condenando a la pena de muerte a quien los ocultara. Los siglos siguientes, cuando y donde las herejías surgían , los papas de Roma y los concilios ecuménicos así como los sínodos particulares de África, Asia y Europa, condenaban conjuntamente con las falsas doctrinas los libros y escritos que las contenían (Cf. Hilgers, Die Bücherverbote in Papstbriefen.). Estos eran condenados al fuego y la conservación ilegal se trataba como una ofensa ociosa y criminal. Las autoridades intentaban imposibilitar su lectura. El papa S. Inocencio I enumerando en una carta del 405 algunos escritos apócrifos los rechaza non solum repudianda sed etiam damnanda. Es el primer intento de catalogar libros prohibidos. El llamado "Decretum Gelasianum" contiene muchos más no sólo apócrifos sino heréticos o otra clase de libros con criticables.. No sin razón se ha llamado a este decreto el primer “Índice Romano” de libros prohibidos. Los libros en cuestión no eran examinados infrecuentemente en sesiones públicas de los concilios. Hay casos en los que los mismos papas (e.g., Innocent I y Gregory the Great) leían y examinaban un libro que les era enviado y finalmente lo condenaban. Con respecto a la clase de contenidos de los libros prohibidos en tiempos antiguos, encontramos entre ellos además de libros apócrifos y heréticos, Actas falsos de los mártires, penitenciarios espurios y escritos supersticiosos. En tiempos antiguos, se enviaba a Roma desde oriente o desde occidente información sobre libros cuestionados para que pudieran ser examinados y si fuera necesario, prohibidos por la Sede Apostólica. Así, desde el principio del Medievo, con todo lo esencial requerido, aunque sin cláusulas específicas, existió una prohibición y censura de libros por todo la iglesia Católica.

Papas y Concilios, obispos no menos que los sínodos, la consideraban su más sagrado deber salvaguardar la pureza de la fe y proteger las almas de los fieles condenando y prohibiendo cualquier libro peligroso. Durante la época medieval la prohibición de libros fue mucho más numerosa que en tiempos antiguos. Su historia está principalmente e conectada con los nombres de los herejes medievales como Berengario de Tours, Abelardo, John Wicleff y Juan Hus. Sin embargo, especialmente en los siglos trece y catorce, también se emitieron prohibiciones contra varias clase se escritos supersticiosos, entre ellos el Talmud y otros libros judíos. También se emitieron en este período los primeros decretos acerca de la lectura de las varias traducciones de la Biblia por los abusos de Valdenses y Albigeneses. Lo que estos decretos (e.g., del sínodo de Toulouse en 1129, Tarragona en 1234, Oxford en 1408) trataban de conseguir era la restricción de la lectura de la Biblia en lengua vernácula.

Nunca existió una prohibición general. Durante los primeros siglos cristianos y hasta tarde en la Edad media, existían, comparando con otros tiempo, muy pocos libros. Al irse multiplicando por la escritura manual solamente, el número de copias era pequeño además de que solo unos pocos podían leerlos. Por estas razones no fue necesaria la censura previa hasta que tras la invención de la imprenta y la subsiguiente amplia circulación de libros impresos, el daño hecho por libros perniciosos aumentó de manera desconocida hasta entonces. Sin embargo un examen previo de libros no era desconocido en tiempos más remotos y en la Edad Media hasta se prescribió en algunos lugares. S. Ambrosio envió algunos de sus escritos a Sabino, obispo ce Piacenza, para que pudiera emitir su opinión sobre ellos y corregirlos antes de que fueran publicados.(P.L., XVI, 1151). En el siglo quinto Gennadius envió su obra "De Scriptoribus Ecclesiaticus" al papa Gelasio con el mismo propósito. El cronista Godofredo de Viterbo, apeló a Urbano III (1186) para el examen y aprobación de su "Pantheon" que dedicó al papa.. Estos son, naturalmente meros ejemplos de una censura preventiva privada, aunque en el más floreciente período de la Edad Media se encuentra censura de esa establecida por la ley para los mismos centros de la vida científica. De acuerdo con los estatutos papales para la universidad de París (1324) los profesores no estaban autorizados a entregar ninguna obra a los vendedores de libros antes de que hubieran sido examinados por los cancilleres y profesores de teología. (En el siglo anterior los vendedores de libros estaban obligados por juramente a vender solamente obras genuina y corregidas) Una censura similar se da en el siglo catorce en todas las universidades. En tiempos más recientes, los libros prohibidos se quitaban de en medio de la forma más sencilla, destruyéndolos o confiscándolos. Vale la pena notar que cuando el sínodo romano de 745 ordenó la quema de los libros supersticiosos enviados por S. Bonifacio a la Sede Apostólica, pero el papa Zacarías ordenó que se preservasen en los archivos pontificios (Mansi, XII, 380). Mientras tanto, mientras que el sínodo provincial de París (121) prohibió estrictamente ciertas obras de Aristóteles como se encontraban en la edición árabe errónea, el papa Gregorio IX (1231) simplemente suspendió el uso de estos escritos hasta que fueran minuciosamente examinados y libres de sospecha. (Du Plessis d'Argentré, Collectio judiciorum, I, 1, 133; Denifle, Charularium Universitatis Parisiensis, I, 70, 138). La expurgación en romana de los libros sospechosos, que con tanta frecuencia goza injustamente de tan mala fama, tuvo por consiguiente unos principios no tan ignominiosos bajo este gran legislador eclesiástico últimamente nombrado.


En general se puede decir que en el examen y prohibición de libros, Roma fue desplegó una sabia moderación y verdadera justicia puesto que sólo pretendía mantener impolutas la fe y la moral Con el invento y extensión de la tipografía comienza un nuevo período en la censura de libros. Estaba en la naturaleza de las cosas que los descubrimientos y tendencias, al fin del siglo quinto y principios del dieciséis se utilizara el “divino arte” de la imprenta para la multiplicación y diseminación de toda clase de libros perniciosos. Aun no había comenzado la separación de Alemania, cuando Roma tomo medidas de precaución insistiendo en la censura previa de obras impresas. El principio de la censura de la que hablamos no se relaciona aún con la Curia de Roma sino con Colonia donde la vemos establecida en la universidad guante el reinado de Sixto IV. En un Breve del 18 de marzo de 14, éste pontífice concede el más grande poder de censura a la universidad y la alaba por haber comprobado hasta entonces con tanto celo la impresión y venta de libros religiosos.

En 1482 el obispo de Würzburg aplicó la ley de censura a su diócesis; en 1845 y 1846 el arzobispo de Maguncia hizo lo mismo para su provincia eclesiástica. Así se fue preparando el camino para la Bula de Inocencio VIII (17 nov., 1487), que prescribía la censura de libros en todos los sitios y confiaba a los obispos su ejecución. Sin embargo este primer edicto papal de mandato universal censuro permaneció sin aplicación. Sólo vemos que fuera promulgado por Herman IV, Arzobispo de Colonia. Más tarde, en Venecia, el delegado papal, Nicolò Franco, editó en 1491 una orden de censura para su república. Pero ya en 1480 encontramos libros publicados con la aprobación del Patriarca de Venecia. El decreto de 1491 ordenaba la censura de los libros teológicos y religiosos solamente. El 1 de junio de 1501 siguió la Bula de Alejandro VI, una copia exacta de la de Inocencia VIII, pero emitida sólo para las provincias eclesiásticas de Colonia, Maguncia, Tréveris y Magdeburgo. Finalmente, durante el Concilio de Letrán, León X promulgó, el 3 de mayo de 1515, la Bula "Inter sollicitudines", que es el primer decreto censor papal para toda la iglesia que fue aceptado universalmente. Todos los escritos sin excepción fueron sometidos a censura. El examen se confiaba a los obispos o a los censores nombrados por ellos y al inquisidor, mientras en Roma pertenecía al cardenal-vicario y al Magister Sacri Palatii. Los impresores que no cumplían la ley incurrían en penas de excomunión y se les podía imponer una multa y ver sus libros destruidos por el fuego.

Después del examen, la aprobación debía darse libre de cargas y sin demora y esto bajo pena de excomunión. Mientras, la prohibición de libros había sido mantenida por el papa y los obispos . En 1482 los obispos de Würzburg y Basilea prohibieron ciertas obras impresas en su diócesis y por la Bula del 4 de agosto de 1493, Inocencio VIII prohibió las novecientas tesis de Pico de la Mirandola, impresas en Roma en diciembre de 1486. Esta prohibición fue ratificada por Alejandro VI en 1493. En Alemania había mucha excitación en vísperas de la Reforma. Un libro que defendía los principios del Humanismo, la "Epistolæ obscurorum virorum," fue suprimida por un breve de León X , el 15 de marzo de 1517. El caso de “Reuchlin "Augenspiegel" llevaba mucho tiempo pendiente en Roma y se acababa de prohibir el 23 de junio de 1520. Unos días antes (15 de junio de 1520) León X publicó la Bula "Exsurge Domine," por la que todos los escritos de Lutero, hasta los futuros, se prohibían bajo pena de Excomunión. Adriano VI volvió a prohibirlas en diversas cartas del año 1522 y en 1524, Clemente VII introdujo en la Bula "Consueverunt" (in coena domini) una cláusula que proscribía bajo pena de excomunión todos los escritos heréticos, sobre todo los de Lutero. Después de ser reorganizada por Pablo III ( Bula de 21 Julio 1542), la Inquisición General se encargó de la supervisión de los libros, principalmente en Roma e Italia. Tras la proclamación del 12 de julio de 1543, imponiendo con especial énfasis la supresión y censura de libros, este tribunal compuso un catálogo de libros prohibidos que junto con un decreto demasiado riguroso ( 30 dic.1558) y otro que lo mitigaba, fue promulgado en el reinado de Pablo IV, algunos días tras la fecha que acabamos de citar. Catálogos similares han sido publicados desde entonces desde los años veinte del siglo dieciséis por las autoridades políticas y eclesiásticas, particularmente en Inglaterra, los Países Bajos, Francia, Alemania e Italia (Venecia, Milán, Lucca).

Pero el Catálogo de la Inquisición de 1559 fue la primera lista romana que se hizo para todo el mundo y fue la primera que llevaba el título de “Index”. Esta catálogo romano, como todos los demás publicados hasta entonces, contenías casi exclusivamente obras claramente heréticas o sospechosas de herejía y como se consideraba que ya habían sido condenadas y prohibidas, especialmente por la Bula "In Coena Domini,", el catálogo parecía ser simplemente una lista detallada o un registro, en resumen “un índice” de los libros prohibidos. Este Índice de Paulo IV, sin embargo, una disposición particularmente rigurosa: que todos los libros - publicados o que se fueran a publicar – de los escritores mencionados en el catálogo (de los llamados primera clase). Todos los libros de segunda y tercera clase y hasta los libros publicados en delante por impresores de obras heréticas se declaraban prohibidos bajo las mismas severísimas penas. No se contenía en esta edición ninguna otra disposición o regulaciones de censura. Ediciones posteriores del Índice imitaron a esta primera sólo en el nombre. El Índice típico de los decretos romanos de esta especie apareció muy poco después y abolió el muy riguroso de Paulo IV .

Durante la cuarta sesión(1546) del Concilio de Trento los Padres conciliares insistieron expresamente, al tratar de del canon de las Sagradas Escrituras, en la censura de libros, tal como había sido universalmente proscrito por el Concilio luterano y en las sanciones decretadas allí, especialmente respecto a los libros y escritos que trataban de temas religiosos , o en sus mismas palabras de rebus sacris. Para los miembros de las órdenes religiosas que querían publicar obras de este asunto se prescribía examen y aprobación por parte de sus superiores, además de la aprobación del ordinario. Al final del concilio se discutió con más detalle la reorganización de la censura y prohibición de libros. El resultado fue lo que se llama "Index Tridentinus," que sin embargo no se publicó hasta 1564, por orden del concilio, al mismo tiempo que el breve de Pio IV por lo que también se le llama "Índice de Pio IV." Además de un catálogo revisado de libros prohibidos, este índice contenía, como modificación más importante, diez reglas generales compuestas por el concilio, desde entonces conocidas como las “Reglas Tridentinas”.

Primero, estas diez reglas contiene prohibiciones:

• de todo escrito herético o supersticioso.

• de todo libro inmoral (obsceno), exceptuando los clásicos antiguos solamente, que no han de ser utilizados en la enseñanza de los jóvenes.

• de toda traducción Latina del Nuevo Testamento de procedencia herética. Se hace un a afirmación particular respecto a los heresiarcas o cabezas de sectas nacidas desde 1515, suyos nombres se mencionan en el llamado índice de primera clase. Todos sus libros, hasta los que estaban libres de objeciones, i.e., que no tratan de cuestiones religiosas, así como publicaciones futuras, han de considerarse prohibidas. Segundo, las reglas contienen prohibiciones condicionales, i.e., libros publicados por herejes, o aún por católicos que en lo principal son buenos y útiles, pero no del todo libres de pasajes peligrosos, son prohibidos hasta que se corrijan por las autoridades legales. A estos pertenecen los que se citan en el mismo índice que necesitan correcciones.

Tercero, bajo ciertas condiciones, y tras pedro permiso especial, se concede autorización para leer los traducciones latinas del Antiguo Testamento editadas por herejes, y para el uso de versiones bíblicas en lengua vernacular, escritas por católicos Cuarto Se insiste en la censura preventiva y aprobación , como se describen el la bula de León X (1515) . La pena de excomunión se extiende también al autor que impreso su libro sin loa aprobación necesaria. Una copia del manuscrito examinado y aprobado ha de permanece con el censor. Más aún, se prohíbe a los impresores y vendedores de libros ofrecer a la venta libros prohibidos y vender condicionalmente obras en entredicho a nadie que no tenga permiso y se les ordena tener una lista exacta de los escritos que tiene en existencias. Al mismo tiempo se urge a obispos e inquisidores que supervisen las impresiones y tiendas de libros y hacer que se inspeccionen

Finalmente, las reglas inflingen penas de excomunión a quienes lean y posean libros prohibidos heréticos o sospechosos de herejía. Cualquier persona que lea o guarde un libro prohibido por otras razones comete un pecado grave y ha de ser castigada a discreción del obispo Las diez reglas permanecieron activas hasta que León XIII las abrogó en "Officiorum ac Munerum" (25 enero., 1897) y las remplazó por nuevos decretos. Con el curso del tiempo las reglas no sólo recibieron algunas ampliaciones, especialmente cuando se publicaba un nuevo índice sino que también por la costumbre contraria fueron perdiendo gradualmente fuerza respecto a ciertas regulaciones. El suceso más importante con respecto a la administración de la censura después del Concilio de Trento fu la institución de una congregación especial, la Congregatio Indicis Librorum Prohibitorum (ver Congregaciones romanas.)

La primera tarea de este cuerpo de cardenales iba a ser la promulgación de nuevos índices así como la expurgación de libros que necesitaban corrección. Pronto se encargó el examen y prohibición de nuevos escritos peligrosos, junto con la supervisión y gerencia de todo lo pertinente a la producción y distribución de libros. La Congregación del Índice comenzó a existir con Pío V, en marzo de 1571, formal y solemnemente confirmada por la bula de Gregorio XIII "Ut pestiferarum" (13 sept., 1572), y sus derechos definidos por Sixto V en la bula "Immensa Æterni Patris" (22 enero, 1588), con los de otras congregaciones de cardenales. Sixto V intentó remplazar en su nuevo índice (impreso en 1590) las 10 reglas tridentinas por otras 22 nuevas. Este índice, sin embargo, nunca pasó a ser legal porque Sixto murió y los siguientes papas detuvieron su publicación.

En el siguiente Índice Romano se reinstauraron las diez reglas en vez de las 22 de Sixto V. El nuevo Índice, publicado por Clemente VIII (1596) contenía, además de adiciones al catálogo de libros prohibidos, no sólo las diez reglas , directamente tras ellas, las instrucciones sobre la prohibición, expurgación e impresión de libros, algunos comentarios sobre las reglas cuarta y quinta y sobre algunos libros prohibidos. La instrucción recuerda a los obispos e inquisidores tanto de sus derechos como de sus deberes respecto a la prohibición de libros. Fuera de Italia, se les ordena a ellos, así como a las universidades que elaboren y promulguen índices de libros prohibidos para sus respectivos distritos, enviando copias a Roma. Respecto a la expurgación de libros la instrucción detalla quien está autorizado a realizarla, como ha de practicarse en los distintos casos y qué ha de quitarse. Después de completar las correcciones los obispos e inquisidores han de publicar un "Codex expurgatorius," según el cual los libros en cuestión han de ser expurgados. Prácticamente ninguna de las partes de la instrucción tuvo muchas consecuencias. Fuera de Italia, aparte e España y Portugal, Polonia y Bohemia, los índices particulares fueron casi desconocidos. Poco tiempo después se prohibió hacer esto son permiso especial de la Congregación del Índice. Respecto a la expurgación, sólo en Roma, aparte de España, Portugal y Bélgica, se publicó en 1607 un "Index expurgatorius" (un volumen). El autor fue el Magister Sacri Palatii de entonces. Pero no fue legalmente vinculante.

La tercera parte de la instrucción establece exactamente las reglas que han de observarse (1) al examinar un libro antes de ser impreso; (2) cuando se aprueba y (3) cuando se imprime. En conjunto es una especificación más detallada del decreto del Concilio de Latrán así como de las instrucciones de la regla número diez del Tridentino. Las instrucciones del apéndice de la instrucción se refieren principalmente, por un aparte, al permiso de lectura de traducciones de la Biblia y por otra a la prohibición de obras astrológicas, del Talmud y otros libros judíos. En la primera parte del siglo diecisiete tanto la Congregación del Índice como el Magister Sacri Palatii publicaron en Roma, cada cierto tiempo, decretos que contenían nuevas prohibiciones de libros. Estos decretos se recogieron en pequeños índices considerados añadidos al de Clemente VIII y en 1632 el entonces secretario de la Congregación del Índice editó (privadamente) una lista completa alfabética de todos los libros prohibidos hasta aquel momento. Pero no fue hasta 1664, bajo Alejandro VII, y por orden de la Congregación se publicó un nuevo índice oficial que difería de todas las anteriores en forma y en la preparación de los temas. Respecto a los contenidos, la única diferencia era que se incluyeron todas las prohibiciones de 1596 a 1664. Lo mismo ha de decirse de la edición resumida del índice de Alejandro VII que se publicó al año siguiente (1665). En el Breve introductoria “Speculatores” este papa decretó que en la prohibición de libros sólo debían mantenerse activas las penas fijadas en la décima regla y el la bula "In Coena Domini,". En la segunda mitad del siglo diecisiete y la primera del dieciocho muchos libros (principalmente jansenistas) fueron condenados por la congregación del Índice, la Inquisición Romana y las bulas y breves papales. Las obras en entredicho por las cartas apostólicas, eran en general, prohibidas bajo pena de excomunión.

Durante este tiempo no era inusual que además de libros singulares, se condenase escritos de clase similar, como se había hecho antes, particularmente con las cartas apostólicas. Originalmente estas clases de libros se incluían en las listas alfabéticas sobre todo bajo la palabra libri hasta que el Índice fue reformado por Benedicto XIV. Este nuevo Índice (1758) sobrepasa a todos los anteriores por la corrección de los errores tipográficos e imprecisiones que se encontraban en ediciones anteriores, de manera que es, en todos los sentidos, la mejor edición anterior a 1900. También era notable por la nueva distribución según la que las clases de obras arriba mencionadas se registraban expresamente, al comienzo del catálogo de obras prohibidas, en cuatro párrafos titulados “Decretos sobre los libros prohibidos no mencionados individualmente en el Índice”. Entre las obras enumeradas encontramos escritos sobre ciertas cuestiones disputadas tales como la Inmaculada Concepción, la teoría de la Gracia, los Ritos malabar y chino.

La adición más importante a este índice fue la Bula "Sollicita ac Provida" (9 julio, 1753), que regulaba uniformemente y establecía el método completo para llevar los casos de las producciones literarias para ambas congregaciones de la Inquisición y del Índice. Benedicto XIV dice que los motivos para publicar esta constitución, las muchas quejas injustas contra la prohibición de libros así como contra el Índice. Todas esas quejas son refutadas en esta bula. En el siglo siguiente no la censura ni el Índice sufrieron cambios sustanciales. Sin embargo, de una forma espontánea la ley hizo que dejaran de enviarse a la censura eclesiástica todos los libros y escritos y solo se enviaran los escritos religiosos y teológicos, lo que primero ase asintió tácitamente y después indirectamente por otras actuaciones eclesiásticas y más tarde por la bula "Apostolicæ Sedis" (12 oct. 1869) Pio IX reorganizó las censuras eclesiásticas (leyes penales de la iglesia) y abolió el castigo de excomunión que tanto el índice tridentino (1564) como el clementito (1596) infligía a los impresores así como a los autores que no sometían sus obras a la censura eclesiástica. Desde la publicación de le bula sólo quedaban tres casos definidos bajo pena de excomunión (ver abajo).

Durante el Concilio Vaticano I, se ejercieron presiones, sobre todo por parte de Alemania y Francia, para inducir a los Padres del concilio a mitigar las leyes de la censura (Cf. Coll. Lacens. Concil., VII, 1075), pero antes de que se pudiera discutir este tema, el concilio se clausuró. León XIII decidió ocuparse de de reorganizar la legislación eclesiástica a este respecto y lo hizo con la constitución "Officiorem ac Munerum" (25 enero, 1897) y la reforma del Índice, publicada en 1900. Desde ese momento para todos los asuntos literarios, no había otras leyes o reglas que las contenidas en el nuevo índice de León XIII. De todo lo anterior sólo se conservó la bula "Sollicita ac Provida" que junto con la nueva bula "Officiorem ac Munerum" forma la primera parte del Código Leonino. Mientras que la segunda y más grande pero no por eso más importante comprende el catálogo especial en orden alfabético de los libros prohibidos por decretos particulares desde 1600. Pío X, en 1905, dio ordenes respecto a la impresión y publicación de los cantos litúrgicos y melodías y en la encíclica "Pascendi dominici gregis" (8 sept., 1907), reunió muy urgentemente todas las prohibiciones sobre censura de libros.

Leyes eclesiásticas en vigor desde 1900

La finalidad de la iglesia fundada por Cristo es la propagación y promulgación de las enseñanzas de Cristo y una vida según estas enseñanzas. Uno de los peligros más formidables que amenazan la pureza de la moral entre los miembros de la Iglesia surge por los libros y escritos perniciosos. Por esta misma razón, la iglesia ha tomado desde el principio y en todos los tiempos tales precauciones contra la mala literatura las medidas que considera apropiadas para las distintas épocas y el carácter peculiar del peligro. Si la Iglesia hubiera sido negligente haciendo esto hubiera fallado en un de sus más importantes y solemnes deberes. En nuestros días el peligro causado por los malos libros ha llegado a un nivel nunca semejante antes.

La inteligencia y la voluntad sin restricciones es la causa real de este aumento. La llamada libertad de prensa, o la abolición de la censura pública es en gran parte responsable de este desasosiego. La iglesia está más que nunca obligada a poner fin al mal con leyes sabias y justas. La más alta autoridad eclesiástica, el mismo León XIII lo hizo en la más solemne de las ocasiones, con la bula "Officiorum ac Munerum" (23 Jan., 1897) que obliga muy estrictamente a todos los fieles. Esta constitución papal contiene los decretos general legales (decreta generalia) arreglados bajo dos directivas de 10 y 15 capítulos respectivamente, en 45 párrafos o artículos. Los 45 párrafos muestran no sólo la prohibición de ciertas clases de libros, junto con las indicaciones de censura preventiva para otras clases, sino también detalladas regulas sobre la aplicación y sanción de toda la ley.

El primer párrafo decreta que los libros mencionados en índices anteriores y prohibidos antes de 1600, permaneces prohibidos aunque no sean enumerados individualmente en el nuevo índice de León XIII – a no ser que sean autorizados por los párrafos generales. A esta clase, sin embargo, pertenecen casi exclusivamente los libros heréticos y unos pocos más prohibidos por los decretos generales siguientes. Hay que notar que las obras heréticas de tiempos antiguos, o hasta de los tiempos medievales ya no se mantienen prohibidas, de manera que las palabras del primer párrafo parecen referirse exclusivamente al siglo dieciséis. De acuerdo con la primera finalidad de la ley, el párrafo 2 prohíbe los libros de apostatas, herejes, cismáticos y en general de escritores que defienden la herejía o el cisma o atacan a los fundamentos de la religión; el párrafo 11 prohíbe los libros que falsifiquen la noción del “Inspiración de la Sagrada Escritura”. El párrafo 14 condena los escritos que defienden el duelo, el suicidio, divorcio o que presenta como inocuos para la iglesia y el Estado la Masonería y otras sociedades secretas o que mantienen errores especificados por la sede Apostólica (por ejemplo, los mencionados en el Syllabus de Pío X (1907), párrafo 12, prohíbe los escritos supersticiosos con las siguientes palabra: Se prohíbe publicar, leer o guardar libro que enseñen o recomienden la brujería, predicciones, magia, espiritismo o supersticiones similares; el párrafo 9 dice lo siguiente: se prohíben estrictamente libros que discuten sistemáticamente (ex professo) , relatan o enseñan cosas obscenas e inmorales; el párrafo 21 dice: Las publicaciones diarias y periódicas cuya finalidad es destruir la religión y la moralidad se prohíben no sol por la ley natural sino también por la prohibición eclesiástica.

Todos los libros prohibidos en los párrafos anteriores pueden reunirse en un grupo: escritos irreligiosos, heréticos, supersticiosos e inmorales. Se entiende con facilidad que esos libros son un peligro para la fe a la moral y consiguientemente deben ser prohibidos por la Iglesia. Sin embargo, los libros escritos por autores heterodoxos, según el párrafo 3 y 4, no prohibidos aunque traten de religión, siempre que no contengan nada serio contra la fe católica El párrafo 10 autoriza el uso de los clásicos antiguos y modernos aunque no estén libres de inmoralidad, en consideración a la elegancia y pureza del estilo. Esta excepción se hace en beneficio de los que tiene por oficio o sus obligaciones educativas lo requieren. Para el estudio, solo hay que dar a los estudiantes ediciones cuidadosamente expurgadas.

Respecto a los periódicos prohibidos en el párrafo 21, se recuerda especialmente a los obispos que desanimen a los fieles de tales lecturas; y en el párrafo 22 se recomienda calurosamente a todos los católicos y en particular al clero, que no publiquen en diarios y escritos de ese estilos excepto por razones justas y sensibles.

Un segundo grupo de libros prohibidos comprende todos los escritos insultantes dirigidos contra Dios y la Iglesia. El párrafo 11 dice sobre esto: Se prohíben todos los libros que insulten a Dios a o a la Virgen María, a los santos, a la Iglesia católica y sus ritos, a los sacramentos o a la sede apostólica De igual manera se prohíben todos los libros dirigidos a la difamación de la jerarquía eclesiástica, del clero o de los religiosos.

Es obvio por otra parte que un trabajo histórico imparcial, por ejemplo, sobre un individuo miembro de la jerarquía o una orden religiosa, o de una orden particular que han sido infieles a su llamada a la Iglesia, no están incluidos en el párrafo 11. También hay que incluir en este segundo grupo, de las obras prohibidas por los párrafos 15 y 16, todos los cuadros nuevos de tema religioso que se desvían del espíritu y de los decretos de la Iglesia, así como todas las obras sobre las indulgencias que contengan afirmaciones espurias o falsas.

El grupo tercero y último también contiene varias clases de libros prohibidos. A estos pertenecen, en primer lugar, todas las ediciones y versiones de la Sagrada Escritura no aprobadas por las autoridades eclesiásticas competentes. Por los párrafos 5,6 y 8, permite, a los que se ocupan de los estudios teológicos o bíblicos, usar ediciones y versiones publicadas por no-católicos, siempre que no ataquen a los dogmas católicos ya en el prefacio o en las anotaciones. Y por el párrafo 7, todas las versiones vernaculares, hasta las preparadas por los autores católicos, están prohibidas si no están aprobadas por la Sede Apostólica o no llevan tomadas de los Padres y eruditos autores católicos y van acompañadas de la aprobación episcopal.

En segundo lugar, según el párrafo 18, pertenecen al segundo grupo de libros prohibidos, los libros litúrgicos, como misales, breviarios y similares en caso de que se haga en ellos algún cambio son una sanción especial de la Sede Apostólica. Por decreto de Pío X (1905), todas las ediciones del canto litúrgico eclesiástico que difieran de la edición pontifical, quedan prohibidas.

Tercero, por el párrafo 20, se prohíben los libros de oraciones o devocionales o folletos, catecismos y libros de instrucción religiosa, libros y folletos de ética, ascética y mística u otros de la misma clase si se publican sin el permiso de las autoridades religiosas competentes.

Cuarto, las obras condenadas por el párrafo 13 deben ser mencionadas, es decir, libros y escritos que contengan nuevas apariciones, revelaciones, visiones, profecías, milagros o los que tratan de introducir devociones nuevas, públicas o privadas, en case de que aparezcan sin la aprobación eclesiástica legítima

Estas cuatro clases de obras prohibidas se reúnen aquí en el tercer grupo porque todas ellas están condenadas condicionalmente, es decir, solo en case de que sea necesaria la aprobación eclesiástica previa. Es precisamente estas clases de libros que pueden ser peligrosos, particularmente para la gente piadosa, a no ser que un examen y aprobación previos garanticen suficientemente la ausencia de algo contra la fe cristiana de ola Iglesia. Era pues apropiado prohibirlos. Además de los tres grupos que acabamos de mencionar, la constitución "Officiorum ac Munerum" no prohíbe ninguna otra clase de libros. Los libros individualmente mencionados en el Índice y cuya prohibición aun se mantiene, pertenecen de una u otra manera a uno de estos grupos y por esa razón se han puesto en el Índice.

El Índice de Libros prohibidos es una ley general que obliga estrictamente a todos, incluidos los intelectualmente y esto aunque en un caso particular no se incurriera en gran riesgo por parte del lector o dueño del libro prohibido. La obligación se refiere a la lectura así como a la posesión del libro en cuestión. En si misma es una grave obligación por la importancia del asunto, puesto que la salvaguardia y protección de la fe y de la moral están en juego. Esto es aparente también por la existencia de la constitución y por su texto. Sin embargo es autosuficiente que no solo por razones subjetivas, sino también por objetivas, que las transgresiones ligeras y pecados veniales puedan ser cometidos cuando do se ofende la prohibición de los libros. Solo en le caso de ofensas más serias, en dos casos particulares, los castigos eclesiásticos más graves son inflingidos por la ley. Según el párrafo 47, se incurre en excomunión especialmente reservada (speciali modo) al papa todos los que a pesar de ser conscientes de la pena legal, leen o guardan o imprimen o defienden libros de maestros heréticos o apóstatas que mantiene herejías. Con la misma pena y de igual manera están condenados por el párrafo 47 los libros condenados individualmente por carta apostólica, en caso de que dicha carta aun mantenga su fuerza y condena la lectura del libro condenado con excomunión reservada al papa. La pena de dicho párrafo se aplica solamente a libros, no a panfletos o escritos de cualquier clase.

Los párrafos 23 a 26 tratan del permiso para leer y guardar libros prohibidos. Quien desee tal permiso puede obtenerlo de las autoridades eclesiásticas competentes a las que les pertenece juzgar la necesidad del permiso requerido. Es evidente que el permiso concedido por la iglesia puede eximir solo de la ley eclesiástica, Por consiguiente, a pesar de la dispensa especial, la licencia no daría libertad para leer libros que por la misma u otra razón le causen grave daño en la fe y la moral. Permanece intacta para él también, la ley natural como antes de concederle la licencia.

Puesto que la prohibición de libros concierne a todos, cualquiera que desee usar libros prohibidos está obligado a conseguir una dispensa ya de la sede apostólica o de la persona especialmente autorizada por el papa (párrafo 23). Con el párrafo 24 se dan plenos poderes a la congregación de índice así como a la del santo oficio y también a la congregación para la propagación de la fe para los países que están bajo ella y al Magister Sacri Palatii Apostolici con referencia a Roma. Obispo y prelados con jurisdicción apostólica tiene ese poder, según el párrafo 25, por virtud de su oficio, solo en casos urgentes para libros individuales; pero están investidos con todo el poder, ya directamente por la sede apostólica a través de la congregación del índice o de Propaganda.

Las dispensas hay que concederlas con prudencia y solo sobre bases razonables. La autoridad general dada a los obispos directamente por el papa en las llamadas facultades quinquenales, pueden ser delegadas por ellos ha otros por el decreto de 14 de diciembre de 1898 (Acta S. Sedis, XXXI, 384). Los obispos de Inglaterra tienen este poder de la congregación de propaganda y hacen uso de él delegándolo a sus sacerdotes, los cuales pueden, sin más formalidades, dar permiso (por ejemplo a sus penitentes) para leer libros prohibidos. Pero el confesor o el obispo que prevé que la lectura de escritos prohibidos podría exponer a quien lo pide a un gran riesgo respecto a la fe o la moral, no sería libre para dar el la dispensa deseada; pero si a pesar de todo la obtiene, no está autorizado a hacer uso de ella, puesto que en todo momento está sometido a la ley natural. Quien tiene permiso para usar libros prohibidos puede no leer obras distintamente prohibidas por el obispo para su propia diócesis a no ser que la dispensa se refiera expresamente “a todos los libros prohibidos por quienquiera que sea”; de otra manera debe pedir permiso especial de su obispo. Además, el párrafo 24 añade que cualquiera que haya obtenido dispensa esta estrictamente obligado a guardar los libros prohibidos de tal manera que se evite que caiga en manos de otros. Es, naturalmente, completamente imposible que el papa o la congregación del índice vigilen la prensa de todos los países para suprimir inmediatamente todos y cada uno de los escritos perniciosos

Tampoco es necesario, después de las clases mencionadas arribas han sido señaladas y consiguientemente prohibidas. Porque, respecto a las peores y más perniciosas obras, hasta quienes no tienen conocimientos especiales en estas cosas, percibirán que son estrictamente prohibidas por la iglesia a través de los decretos generales del Índice, aunque no hayan sido condenadas individualmente ni puestas en el Índice. Suceden en todos los tiempos y en todas lo lugares algunos casos en los que los escritos de celebrados eruditos y hasta de distinguidos teólogos católicos, contiene doctrinas erróneas. Cuanto más conocido es el autor como teólogos católico ortodoxo, cuanto más grande sea su reputación como autor, más fácilmente influirá su obra y desviará a los que no lo sospechan. En estos y similares casos, aunque el sabio haya actuado de buena fe y escrito su libro con las mejores intenciones, la Iglesia como guardián nombrado por dios debe proteger al fiel que está en peligro.

Si el libro en cuestión se lee y circula solo en pequeños distritos, será suficiente que el obispo competente, después de un cuidadoso examen, lo prohíba para su diócesis. Pero si la obra en cuestión constituye un peligro para todo un país debe ser denunciado cuanto antes a la santa sede, sobre todo por el obispo responsable, para que el libro pueda ser examinado en Roma y prohibido, si es necesario, a todos los católicos. Este es un deber sagrado obvio de todos los obispos; sin embargo la ley eclesiástica se lo recuerda especialmente por medio del párrafo 29. Las diferentes cuatro clases de obras prohibidas se reúnen aquí en el tercer grupo porque todas ellas están condenadas condicionalmente, es decir, solo en case de que sea necesaria la aprobación eclesiástica previa. Es precisamente estas clases de libros que pueden ser peligrosos, particularmente para la gente piadosa, a no ser que un examen y aprobación previos garanticen suficientemente la ausencia de algo contra la fe cristiana de ola Iglesia. Era pues apropiado prohibirlos.

Además de los tres grupos que acabamos de mencionar, la constitución "Officiorum ac Munerum" no prohíbe ninguna otra clase de libros. Los libros individualmente mencionados en el Índice y cuya prohibición aun se mantiene, pertenecen de una u otra manera a uno de estos grupos y por esa razón se han puesto en el Índice. El Índice de Libros prohibidos es una ley general que obliga estrictamente a todos, incluidos los intelectualmente y esto aunque en un caso particular no se incurriera en gran riesgo por parte del lector o dueño del libro prohibido. La obligación se refiere a la lectura así como a la posesión del libro en cuestión. En si misma es una grave obligación por la importancia del asunto, puesto que la salvaguardia y protección de la fe y de la moral están en juego. Esto es aparente también por la existencia de la constitución y por su texto. Sin embargo es autosuficiente que no solo por razones subjetivas, sino también por objetivas, que las transgresiones ligeras y pecados veniales puedan ser cometidos cuando do se ofende la prohibición de los libros. Solo en le caso de ofensas más serias, en dos casos particulares, los castigos eclesiásticos más graves son inflingidos por la ley. Según el párrafo 47, se incurre en excomunión especialmente reservada (speciali modo) al papa todos los que a pesar de ser conscientes de la pena legal, leen o guardan o imprimen o defienden libros de maestros heréticos o apóstatas que mantiene herejías. Con la misma pena y de igual manera están condenados por el párrafo 47 los libros condenados individualmente por carta apostólica, en caso de que dicha carta aun mantenga su fuerza y condena la lectura del libro condenado con excomunión reservada al papa. La pena de dicho párrafo se aplica solamente a libros, no a panfletos o escritos de cualquier clase.

Los párrafos 23 a 26 tratan del permiso para leer y guardar libros prohibidos. Quien desee tal permiso puede obtenerlo de las autoridades eclesiásticas competentes a las que les pertenece juzgar la necesidad del permiso requerido. Es evidente que el permiso concedido por la iglesia puede eximir solo de la ley eclesiástica, Por consiguiente, a pesar de la dispensa especial, la licencia no daría libertad para leer libros que por la misma u otra razón le causen grave daño en la fe y la moral. Permanece intacta para él también, la ley natural como antes de concederle la licencia.

Puesto que la prohibición de libros concierne a todos, cualquiera que desee usar libros prohibidos está obligado a conseguir una dispensa ya de la sede apostólica o de la persona especialmente autorizada por el papa (párrafo 23). Con el párrafo 24 se dan plenos poderes a la congregación de índice así como a la del santo oficio y también a la congregación para la propagación de la fe para los países que están bajo ella y al Magister Sacri Palatii Apostolici con referencia a Roma. Obispo y prelados con jurisdicción apostólica tiene ese poder, según el párrafo 25, por virtud de su oficio, solo en casos urgentes para libros individuales; pero están investidos con todo el poder, ya directamente por la sede apostólica a través de la congregación del índice o de Propaganda. Las dispensas hay que concederlas con prudencia y solo sobre bases razonables. La autoridad general dada a los obispos directamente por el papa en las llamadas facultades quinquenales, pueden ser delegadas por ellos ha otros por el decreto de 14 de diciembre de 1898 (Acta S. Sedis, XXXI, 384).

Los obispos de Inglaterra tienen este poder de la congregación de propaganda y hacen uso de él delegándolo a sus sacerdotes, los cuales pueden, sin más formalidades, dar permiso (por ejemplo a sus penitentes) para leer libros prohibidos. Pero el confesor o el obispo que prevé que la lectura de escritos prohibidos podría exponer a quien lo pide a un gran riesgo respecto a la fe o la moral, no sería libre para dar el la dispensa deseada; pero si a pesar de todo la obtiene, no está autorizado a hacer uso de ella, puesto que en todo momento está sometido a la ley natural. Quien tiene permiso para usar libros prohibidos puede no leer obras distintamente prohibidas por el obispo para su propia diócesis a no ser que la dispensa se refiera expresamente “a todos los libros prohibidos por quienquiera que sea”; de otra manera debe pedir permiso especial de su obispo. Además, el párrafo 24 añade que cualquiera que haya obtenido dispensa esta estrictamente obligado a guardar los libros prohibidos de tal manera que se evite que caiga en manos de otros. Es, naturalmente, completamente imposible que el papa o la congregación del índice vigilen la prensa de todos los países para suprimir inmediatamente todos y cada uno de los escritos perniciosos países y diócesis los obispos son los guardianes de la fe y la moral nombrados. De ahí que las más altas autoridades eclesiásticas de Roma no dan ningún paso hasta que ha sido denunciado por ellos. Y por esta razón la ley contiene tres párrafos, del 27 al 29, sobre la obligación de proporcionar información sobre los libros malos. El tenor del párrafo 29 ya se ha declarado arriba: los dos siguientes dicen lo siguiente:

Aunque concierne a todos los católicos y en particular a los educados dar noticias de los libros perniciosos a los obispos o a la sede apostólica, es sobre todo la obligación oficial de los nuncios, los delegados apostólicos, los ordinarios (el obispo) y de los rectores de las universidades de gran reputación científica.

Es deseable que quien da información contra libros malos, mencione no solo el título del libro, sino hasta donde sea posible, la razón por la que piensa que el libro merece ser condenado. Y aquellos a los que se da la información, tienen el sagrado deber de mantener en privado los nombres de los informadores.

Enseguida se verá en estas regulaciones claras que las llamadas “denuncias” , de las que se ha abusado tanto, no tienen nada de malo en sí sino que por el contrario, como en los casos de los fiscales públicos, es parte de los deberes oficiales más indispensables, por ejemplo de un obispo. Así en la constitución de León XIII respecto a la prohibición de libros. Además contiene las regulaciones exactas respecto al examen preliminar, la llamada “censura previa”. De esto trata en cinco capítulos, de la censura de libros en el sentido propio, el segundo título de la bula "Officiorum ac Munerum”. Desde la noción y propósito de la censura, es evidente que pertenece exclusivamente al papa y a los obispos, no a comunidad alguna de sabios ni a ninguna universidad. El papa, naturalmente tiene el derecho de censura para toda la Iglesia. En los decretos generales de los que hemos hablado aquí (por los párrafos 7 y 30) ha reservado para sí el examen y aprobación de todas las ediciones vernáculas de la Biblia, si van a aparecer sin anotaciones. De el párrafo 18 se deduce que las auténticas ediciones del misal , breviario y ritual , ceremonial de los obispos, pontifical romano y otros libros litúrgicos (incluidos las obras sobre canto litúrgico), requieren la aprobación de la sede apostólica (ver arriba).

Un libro prohibido para toda la iglesia no puede ser reimpreso, por regla general. Pero si en algún caso esto fuera necesario o deseable solo se ha de hacer con permiso de , y bajo las condiciones que ponga la congregación del índice (párrafo 31). Lo mismo debe decirse de cualquier obra prohibida no absolutamente sino con la cláusula donec corrigatur (es decir hasta que sea corregida). El párrafo 32 prescribe que los escritos sobre asuntos que pertenecen a un proceso de beatificación o canonización aun pendiente, requieren la aprobación de la congregación de ritos. Hablando en general, las colecciones de los decretos de las congregaciones romanas pueden publicarse únicamente con el permiso explicito de la congregación responsable (párrafo 33).

Respecto a ala censura y aprobación de concesiones de indulgencias, ver INDULGENCIAS. Puesto que los vicarios apostólicos y los misioneros están directamente bajo la congregación de propaganda, deben, según el párrafo 34, observar las reglas de dicha congregación respecto a la censura de libros. Aparte de los casos particulares mencionados arriba, en los que la censura está reservada al papa o a una de loas congregaciones romanas, en general pertenece al obispo del lugar en le que aparece el libro (párrafo 35). Sin embargo esto no implica que dicho obispo no pueda simplemente estar de acuerdo con la censura de otro obispo, es decir el obispo del autor. El párrafo 36 advierte a los regulares, es decir a los miembros de órdenes religiosas con votos solemnes, que más allá del imprimatur del obispo necesitan , según las regulaciones de Trento - al menos para los libros de rebus sacris la aprobación su propio superior. Finalmente, el párrafo 37 afirma que un escritor que viva en Roma, aunque trate de publicar en otra parte, no necesita más que la aprobación del cardenal-vicario y del Magister Sacri Palatii Apostolici.

Después de este primer capítulo (párrafo 30 al 37) el segundo instruye a los obispos (párrafo 38) para que nombren censores a hombres de conciencia y capaces. El siguiente párrafo (39) recomienda a los censores mismos , calurosamente y sobre todo, el ejercicio de justicia imparcial. Cuando examinen los libros deben tener ante sus ojos únicamente los dogmas de la Iglesia y la doctrina universal católica como se contiene en los decretos de los concilios ecuménicos, las constituciones de los romanos pontífices y la enseñanza unánime de los teólogos.

El último párrafo (40) prescribe que los obispos , si después del examen no tiene nada que decir contra la publicación del libro , debieran garantizar al autor el permiso requerido por escrito y de forma gratuita. El imprimatur e ha de imprimir al principio o al final del libro. Pío X en la encíclica "Pascendi Dominici gregis" del 8 de septiembre 1907 (Acta S. Sedis, XL, 645), ordena expresamente a todos los obispos que nombren como censores a teólogos cualificados , a los que la censura del libros les viene de oficio. En Roma se han de nombrar de la misma forma. El censor oficial ha de presentar un escrito a los obispos con un veredicto sobre cada libro que haya examinado. En caso de la que la decisión sea favorable al libro , el obispo dará la aprobación usando la fórmula Imprimatur, a la que de preceder el Nihil obstat, junto con el nombre del censor. Si después del examen el obispo rehúsa la aprobación , porque piensa que el libro se puede mejorar, debe hacer saber al autor los párrafos que se han de corregir.

El párrafo 41 del tercer capítulo menciona más exactamente qué libros han de ser sometidos a censura previa. Todos los fieles han de someter la censura previa al menos al menos los libros que tratan de la sagrada biblia , teología, historia de la iglesia , ley canónica, teología natural , ética y otras ramas de la religión o la moral y en general todos los escritos que hagan referencia especial a la religión y a la moralidad. También pertenecen a esta clase los periódicos más importantes que traten de asuntos religiosos o teológicos , en cuanto sean equivalentes a libros y no publicaciones de menor extensión, folletos o papeles que discutan los mismos tópicos. Publicaciones de este tipo han de enviarse a la censura solo cuando, por razones especiales, en consideración de circunstancias o del momento, el examen o aprobación parezca necesaria. En el primer título (párrafo 19) se prescribe expresamente la aprobación episcopal para todas las letanías nuevas. Las letanías de los santos , de la virgen, del sagrado nombre, del sagrado corazón de Jesús han sido explícitamente aprobadas por la sede apostólica o la congregación de ritos. El párrafo 42 exige de los sacerdotes seculares que en prueba de sumisión , consulten con sus obispos ,hasta para los libros que están exentos de la censura. También han de obtener el permiso de su obispo si desean ser editores de un periódico o revista. Suponiendo que el periódico o revista en cuestión, el obispo puede, naturalmente nombra como censor al editor aprobado por él. En ese caso la censura de un periódico publicado frecuentemente no debería tener dificultades especiales.

El capítulo cuarto, que tiene cuatro párrafos está destinado sobre todo a los impresores y publicistas católicos. El párrafo 43 dice que ningún libro sometido a censura eclesiástica puede ser publicado son poner al principio y nombre y apellido tanto del autor como del publicista; más aún, también deben mencionarse lugar y año de la publicación. Si en algunos casos, por buenas razones, se aconsejable suprimir el nombre del autor , el ordinario pude dar permiso para que se haga así. E párrafo 44 recuerda a los impresores y publicistas que para cada nueva edición , así como traducción de una obra ya aprobada, se requiere una aprobación nueva. Los libros condenados por la sede apostólica, según el párrafo 45, han de ser considerados como prohibidos en todas partes y en cualquier traducción. El último párrafo (46) prohíbe a los vendedores de libros vender, prestar o almacenar libros que tratan explícitamente de asuntos obscenos. Para poner a la venta otros libros prohibidos deben tener el permiso de su obispo. Pero tampoco han de venderlos a cualquiera persona a no ser que supongan razonablemente que están cualificados para usar dicha literatura.

El quinto y último capítulo trata de las penas en las que incurren los que no obedecen la regla general. El primer párrafo (47) ha sido mencionado arriba, pues fija el castigo por leer etc. Clases especiales de libros prohibidos. El siguiente (48) infringe excomunión “ reservada a nadie” a cualquier persona que imprima o haga que se imprima, sin aprobación del ordinario, libros de la Biblia, sin anotaciones o comentarios sobre ellos. El párrafo final (49) declara que es obligación de los obispos vigilar que se observe la ley y que empleen , a discreción, advertencias y hasta castigos en caso de incumplimientos no provistos por los párrafos 47 y 48.

Los cuarenta y nueve párrafos mencionados --Decreta generalia, los llama bula – muestran la apropiada ley eclesiástica que regula las prohibiciones y censuras de libros. Queda ahora por aclarar la importancia total y la fuerza obligatoria de estos decretos generales. Esto se ve mejor citando las palabras pertinentes de la constitución "Officiorum ac Munerum": Después de maduras consideraciones sobre el asunto y después de haber consultado con los cardenales de la congregación del índice, hemos decidido publicar los decretos generales incorporados en esta constitución . El tribunal de la mencionada congregación se guiará en adelante solamente por estos decretos, a los que, por Dios, los católicos de todo el mundo deben someterse. Es nuestra voluntad que los citados decretos tengan fuerza legal y abrogamos las reglas publicadas por orden del concilio de Trento junto con los comentarios que les acompañan, así como las instrucciones de nuestros predecesores, decretos, advertencias y toda orden o promulgación que se refiera a este asunto, con al sola excepción de la constitución de Benedicto XIV , "Solicita ac provida," que ha mantenido toda su fuerza hasta ahora y permanecerá así en el futuro.

La encíclica de Pío X "Pascendi Dominici Gregis" (Acta S. Sedis, XL, 593 ss.) no solo confirma los decretos generales de León XIII sino que pone especial énfasis en los párrafos que tratan de la censura previa. El papa exige a todos los obispos la más estricta vigilancia sobre las obras que están a punto de publicarse y les recomienda calurosamente que tomen, si es necesario, medidas contra los escritos peligrosos. Ordena expresamente que se instituya en todas las diócesis un consejo de miembros que han de vigilar de manera especial las enseñanzas de los innovadores (Modernistas) para asistir al obispo a combatir sus libros y escritos


Los motivos de las leyes eclesiásticas que regulan la censura

Cada ley es de una u otra manera una restricción de la libertad humana. En el dominio del pensamiento sobre todo, la humanidad se resiente de tal interferencia por parte de la autoridad humana. Es más fácil someterse el precepto del ayuno que a una orden de censura de libros. Así que aparte de toda la difamación en contra y las malas interpretaciones de la misma, las leyes eclesiásticas que regulan la censura, aparte también de todas las deficiencias que se puedan encontrar en ellas y en otras leyes, es fácilmente entendible que la orgullosa naturaleza humanas se oponga desde el principio a todo lo que estas leyes prescriben. Y esto se acentúa aun más hasta para la gente bien formada cuanto las palabras de prohibición se expresan más estricta, inequívoca y universalmente aplicadas. Hay, naturalmente, libros prohibidos al hombre por la mera naturaleza humana. Pero hasta en esos casos el hombre prefiere guiarse por su propio juicio, por los dictados de su propia conciencia. Mientras que respecto a las leyes eclesiásticas se ve dependiente de ellas, restringido por una autoridad humana. Más aún, como la legislación eclesiástica está dirigida a todos, contiene no solo prohibiciones sino órdenes positivas, y hasta en sus prohibiciones va , a veces , más allá de los límites de la ley natural. Porque la ley humana es universal en sus provisiones y obliga hasta cuando, por razones subjetivas, la ley natural no fuerza al individuo. Hay que añadir que en los siglos pasados sobre todo la censura del Estado se hizo con frecuencia impopular y que su odio fue transferido con demasiada facilidad pero sin razón a la censura de la Iglesia.

Lo dicho explica hasta cierto punto por qué las leyes eclesiásticas que se refieren a los libros y al índice se ven con tanto desagrado. Sin embargo estas leyes constituyen una guía perfectamente razonable para la voluntad humana. Por consiguiente son buenas leyes y para el fiel tomadas en su conjunto son moralmente necesarias y extremadamente útiles hasta en el presente. Se concede generalmente que en nuestros días no hay peligro mayor para la fe y la moral que el que podemos llamar peligro literario. Debido a la grandeza y a lo indispensable que es el bien que está en juego se sigue la oportunidad y hasta la necesidad de tomar medidas preventivas que obliguen estrictamente. En otras palabras, el objetivo que contempla la ley, la salvaguardia y mantenimiento de la religión y moralidad puras, es absolutamente necesario; pero este objetivo corre en estos tiempos más peligro que nunca debido a la mala prensa; por consiguiente , las autoridades cuyo principal función es proteger la fe y la moral de sus súbditos, deben tomar las provisiones correspondientes contra esa prensa. De ahí la necesidad moral de dichas leyes. La ley natural da poder al padre de apartar a su hijo de las malas y corruptas compañías; las más altas autoridades públicas están obligadas a proteger con duras medidas, si son necesarias, a sus comunidades de las epidemias y enfermedades infecciosas. El Estado y la policía permiten con razón la venta de veneno y cosas parecidas solo bajo estricta supervisión.. De la misma forma las autoridades eclesiásticas competentes reclaman justamente en su esfera el derecho a proteger a los fieles con las medidas apropiadas contra el veneno, el peligro de infección y la corrupción que brotan de los malos libros y escritos.

La fe y la moral en un sentido muy especial son el dominio de la iglesia; dentro de sus límites debe tener poder independiente y soberano para poder llevar a cabo con autonomía sus obligaciones más sagradas. Debiera estar claro, también, sin necesidad de pruebas especiales, al menos para los católicos ortodoxos que leyes tan necesarias moralmente emitidas por la Iglesia a de Cristo no pueden ser de otra manera que sustancialmente buenas y razonables. Más aún, considerando que la materia en cuestión es una legislación que es tan antigua como la misma Iglesia, que fue aplicada según las circunstancias por León Magno, Gregorio magno así como Benedicto XIV y León XIII y que en su forma presente viene de tales legisladores como los papas nombrados --todos deben admitir que la sabiduría y oportunidad de las regulaciones están completamente garantizadas. Mientras estas leyes, que son de naturaleza estrictamente disciplinar, no puede haber ninguna cuestión de infalibilidad, sin embargo siguen siendo estrictamente preceptos que guían a la iglesia de Cristo bajo la dirección del Espíritu Santo. Como el origen y el propósito de la ley, también sus provisiones muestran su racionabilidad y oportunidad. Se han hecho alusiones a esto en la historia general de la censura y más detalladamente en el resumen de las leyes leoninas.

Del arreglo previamente mencionado de todos los libros prohibidos en tres grupos Se sigue claramente que la iglesia no solo se mantiene dentro de los límites de su derecho, sino que también prohíbe todo lo que tiene que prohibir por su oficio de maestro y guía de los fieles. Ella suprime de hecho solo aquellos libros que ponen en peligro a todos, los escritos que cualquier hombre de sentido común debiera clasificar como destructores de la fe y de la moralidad. Así solamente se controlan los peligros reales y la libre expresión sin restricciones. Además, los párrafos que establecen penas no son de un rigor intolerable, puesto que las penas eclesiásticas solo se establecen para las ofensas más graves. Y respecto a la venta de libros inmorales u obscenos la iglesia no es más exigente que la ley natural; y respecto a la venta de otros libros prohibidos es más indulgente que cualquier gobierno bien organizado respecto a los vendedores de veneno o explosivos peligrosos.

Hay casos, como en las leyes generales, en los que un individuo necesita una dispensa. Y para estos casos precisamente la ley hace provisión estableciendo exactamente como y donde se debe obtener el permiso requerido, que se ha concedido liberalmente en los últimos tiempos. Igualmente, en el asunto de la censura previa, la Iglesia se limita a lo que es absolutamente requerido, sometiendo a examen sólo escritos teológicos o religiosos, es decir aquellos que más probablemente ponen en peligro a la verdadera cristiandad y a la religión. Debe admitirse que la iglesia de Cristo es la maestra de todos los creyentes, hasta de los profundos especialistas, y está divinamente dotada con el poder de llegar a todos, y en verdad la investigación libre y el estudio científico no están obstaculizados por la censura previa – no más , que la ciencia profana está entorpecida por los más cualificados y renombrados representantes de las universidades. En las leyes de la censura misma, se requiere a los jueces y censores absoluta imparcialidad y justicia. Ellos saben por sus términos que es su obligación más solemne ejercer sus funciones solo en conformidad con los dogmas y las enseñanzas universales de la iglesia católica pero nunca siguiendo prejuicioso privados o la doctrina de ninguna escuela particular.

Por esto es por lo que la censura de la iglesia católica difiere de toda otra censura eclesiástica o política y por lo que se ha librado no solo de las desviaciones injustas y del rigor arbitrario e inconstancia conflictiva. Estos defectos ,por otra parte, caracterizan a la censura no-católica, particularmente la de las sectas protestantes con sus continuas variaciones doctrinales en Gran Bretaña, Holanda , los reinos del norte y Alemania. Estos mismos defectos hicieron desgraciada la censura política de los siglos pasados y llevaron directamente al final a los errores de la censura galicana, del josefinismo, napoleónica y prusiana.

Esto no es una prueba de las objeciones a la censura en si, sino mera evidencia de su realización defectuosa. Se puede añadir que la prohibición de libros y las medidas preventivas contra la mala prensa son indispensables, hasta donde, en apariencia, y de acuerdo con la letra de la ley, existe la libertad total de prensa. La verdad de todo esto está establecida en la historia política del siglo diecinueve no menos que en su legislación civil. En las últimas décadas de dicho siglo la libertad de prensa, sancionada por la ley, ha degenerado en tantos lugares en una falta total de ley, de manera que en todas partes y ha surgido una demanda de protección legal. La iglesia católica se vio obligada a aferrarse con más firmeza a su sistema, aunque en su aplicación práctica pudo introducir muchas mitigaciones oportunas. Respecto a la censura de la que aquí se trata, todos los factores de importancia concurren para demostrar su utilidad y aun su necesidad tal como se practica en la iglesia de Cristo, es decir la eminente importancia para el tiempo y para la eternidad de las doctrinas que han de ser salvaguardadas; la base confiable de la verdad revelada y de la doctrina católica universal en la que se basa el examen previo; la garantía de censores imparciales. Al mismo tiempo el desarrollo histórico de la censura católica por una parte, de la protestante y de la política por otra proporciona la mejor ilustración el comentario más lucido sobre el tema. Respecto a las prueba históricas ver Hilgers, "Der Index der verboten Bücher," (ver INDEX OF PROHIBITED BOOKS; MODERNISM.)


Bibliogrfía: Zaccaria, Storia polemica delle proibizioni de'libri (Roma, 1777); Fessler, Sammlung vermischter Schriften (Friburgo, 1869), s.v. Censur und Index, 125-214; Reusch (Old Catholic), Der Index der verboten Bücher (Bonn, 1883-1885); Taunton, The Law of the Church (Londres, 1906), s.v. Censorship of Books; Vermeersch, De prohibitione et censuræ librorum (Roma, 1906). For historical evidence, see Hilgers, Der Index der verboten Bücher (Friburgo, 1904); Idem, Die Bücherverbote in Papstbriefen (Friburgo, 1907).

Fuente: Hilgers, Joseph. "Censorship of Books." The Catholic Encyclopedia. Vol. 3. New York: Robert Appleton Company, 1908. <http://www.newadvent.org/cathen/03519d.htm>.

Traducido por Pedro Royo.