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Jueves, 28 de marzo de 2024

Diferencia entre revisiones de «Abandono en el Estoicismo y Budismo»

De Enciclopedia Católica

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(ELEMENTOS DE UNA ESPIRITUALIDAD DE ABANDONO EN EL BUDISMO AMIDISTA)
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Sin embargo, nosotros querríamos mostrar aquí, en el budismo de la China y del Japón, a nivel de la experiencia concreta de la oración, actitudes de confianza en un Dios eterno e infinito parcialmente paralelas al abandono cristiano al punto de constituir “preparaciones evangélicas” a este abandono.
 
Sin embargo, nosotros querríamos mostrar aquí, en el budismo de la China y del Japón, a nivel de la experiencia concreta de la oración, actitudes de confianza en un Dios eterno e infinito parcialmente paralelas al abandono cristiano al punto de constituir “preparaciones evangélicas” a este abandono.
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Revisión de 05:35 28 sep 2016

¿Abandono en el estoicismo y el budismo?

Filósofo estoico epicteto
Epicteto y el budismo amidista presentan parecidos en sus enseñanzas con la visión cristiana del abandono al Dios salvador, pero también presentan diferencias. Ambos son posteriores a Cristo Jesús en el orden histórico. Se puede ver en ellos, también, las disposiciones de la Providencia de Cristo sobre la historia de la humanidad; la preparación al anuncio y a la aceptación de su Evangelio.

A pesar de la diferencia de tiempos, de lugares y de contexto cultural que los separa, uno y otro se distinguen por tendencias panteístas, e inclusive idolátricas. Esas orientaciones no suprimen, sin embargo, el rol que pueden jugar, por la iluminación del Verbo concedida a todo hombre que viene al mundo, para preparar de lejos el acto de fe en su misión de salvación. De ahí, la posibilidad de reunir en un mismo capítulo estas dos escuelas de pensamiento y de acción espiritual

Esclavo y filósofo, este maestro espiritual no cristiano vivió bajo la era cristiana entre 50 y 130 años después de Cristo. Como Jesús, Epicteto no escribió nada, pero nos ha dejado - gracias a la diligencia de uno de sus discípulos, Arriano - sus Conversaciones y su Manual. Aunque conoció a los cristianos, por lo demás poco favorablemente, nada indica un rol del cristianismo en el génesis conceptual de su pensamiento, al mismo tiempo que todo mueve a ver en la gracia de Cristo la fuente primera e inmediata de su extraordinario abandono a la Providencia.

En nuestro siglo, varios autores[1] han analizado y admirado este abandono, reacción de la persona humana frente a un Dios que no lo abandona pero que exige que estemos listos a volvernos “indiferentes frente a las cosas indiferentes”. Ningún otro autor no bíblico ha ejercido semejante influencia sobre ciertos aspectos del abandono cristiano tales como se manifiestan desde el Renacimiento. Se ha reconocido que Epicteto había propuesto Ejercicios éticos que maduraron en los Ejercicios espirituales (y sacramentales) de Ignacio de Loyola.

Siguiendo el pensamiento de Epicteto sobre la Providencia, abandono e indiferencia, nos dispondremos - admirando siempre su magnitud - a percibir por contraste la Mediación de Cristo en el abandono cristiano.

El Dios de Epicteto le confiere la “experiencia” de su “trascendente” filantropía

Epicteto1.JPG
Partiendo de una visión estoica común, Epicteto la supera en su manera de aproximarse a lo divino. Superficialmente politeísta, se alza sin cesar hacia un Dios supremo. “Si usa indiferentemente el singular y el plural para designar la divinidad, y esto en una misma frase, el singular es sin embargo más frecuente. Su monoteísmo es cósmico: cree en un Dios único inmanente al mundo, los dioses del panteón popular no son más que sus diversos nombres, gusta de llamar Zeus a este Dios.[2]

De ahí la siguiente enseñanza: “La primera cosa que hay que aprender es: hay un Dios y ejerce su Providencia sobre el universo. Es imposible ocultarle no solamente sus acciones sino inclusive sus intenciones y sus pensamientos”[3]

El hombre debe ser un “imitador de Dios”, el imitador de la fidelidad divina, libre, benefactora y generosa.”[4]

La virtud consiste esencialmente en la adhesión al orden del mundo, expresión de la voluntad divina. La verdadera fuente de la espiritualidad de Epicteto brota de su creencia en la racionalidad del mundo y en la Providencia divina.

Este Dios Providente se inclina de alguna manera hacia los hombres y dispone todas las cosas en su favor. Las pruebas de la bondad de Dios abundan y basta para descubrirlas una inteligencia penetrante y un corazón agradecido: “Con ocasión de los diversos sucesos que se producen en el mundo, es fácil alabar a la Providencia si se posee la facultad de comprender lo que acontece a cada uno y el sentimiento de la gratitud”[5] Sus sufrimientos de esclavo no conducen, en Epicteto, a una negación de la bondad y de la providencia de Dios, sino todo lo contrario.

Por otro lado, nada hay en la concepción que Epicteto tenía de la libertad y de su libertad, que le impidiese complacerse en su condición de esclavo: “No tenemos el poder de sustraernos al destino, al curso fatal de las cosas, pero teniendo la libertad del juicio, de tomar las cosas como vienen, en lugar de sublevarnos contra ellas, tenemos el poder de preservarnos de la aflicción, de asegurar nuestro contento.”[6] Es necesario, sin duda, ir más lejos: Epicteto sabía que no debía su talento sino su desarrollo filosófico a la generosidad de su amo Epafrodito, que le permitió seguir las lecciones del filósofo estoico Musonio Rufus, antes de libertarlo.

Tendríamos que preguntarnos cómo Epicteto sintetizaba su fatalismo y el ejercicio de su libertad en el abandono a la Providencia; pero fluye de los textos citados que hay un problema que se plantea más inmediatamente: si para él hay identidad entre Dios y el alma racional,[7] si el hombre es un fragmento de Dios,[8] - en armonía con el estoicismo interior- ¿cómo puede decirnos (y en varias ocasiones) que “Dios nos ha creado para nuestra felicidad”[9] e insinuar así una trascendencia del Ser divino con relación al nuestro?.

En realidad, y los intérpretes lo reconocen, nuestro filósofo no era un metafísico, sino un moralista preocupado por enseñarnos a vivir. Él es y quiere ser un maestro de sabiduría y de beatitud. Lagrange comprendió bien, en este horizonte, la importancia de las convicciones religiosas de Epicteto: “El mal no puede nada contra la Providencia, es vencido por el sabio”: ¿qué puedo yo, nos dice Epicteto, viejo y cojo si no es alabar a Dios? Si fuese ruiseñor, cantaría como un ruiseñor: puesto que soy un ser racional, debo cantar a Dios”.[10]

Alabando siempre a este Dios que lo ha hecho, a este Dios “grande que nos ha dado las manos” y la razón, el hombre deviene sabio y se vuelve dichoso.

No se puede decir, entonces, que nuestro filósofo esclavo, libre y liberto haya reconocido de manera especulativa y clara la trascendencia de Dios, sino que practicó concretamente respecto de Él una fe que la reconocía en la práctica de la oración personal y del abandono, como lo veremos poco a poco. En un sentido, su inteligencia se muestra relegada respecto de su libertad.

En suma, en este estoico de la época imperial que es Epicteto, el racionalismo panteístico se muda en providencialismo religioso, mostrando un Dios personal[11]; pero hay que agregar sin dejar de ser racionalista y panteísta, porque Epicteto ve a la razón divina distribuirse entre los hombres en mónadas independientes (los diferentes fragmentos de la divinidad que son los individuos humanos); a sus ojos, es posible hablar a la vez de Dios único y de los dioses, porque los dioses, para él, “eran sin duda las grandes fuerzas de la naturaleza; si se refiere a los dioses, citando a los más ilustres (Démeter, Koré, Plutón), Zeus solo permanece y domina todo, pero Zeus es identificado con Dios, y él es Dios solo.”[12]

Ahora bien---y es este es el punto capital en la investigación que nos ocupa---este Dios está en nosotros y con nosotros. Este Dios no nos abandona:

“Una vez que cierren sus puertas[13], y se hagan las tinieblas en su interior, recuerden no decir nunca que están solos. No lo están, en efecto, sino Dios está al interior de ustedes (...) ¡Desdichado, llevas en ti a un dios y no lo sabes!”.[14]

Puesto que nunca estamos solos, puesto que Dios está siempre con nosotros, resulta de esto que “un dios se sienta a la mesa contigo, me mete a la cama, toma parte en la conversación, va al gimnasio” porque hay “comunidad de naturaleza” entre este Dios y cada uno de nosotros. Epicteto llega a decir: “un dios te nutre... tu nutres a un dios”[15] .

Entonces, si las relaciones con este dios parecen situarse casi sobre un pie de igualdad, si inclusive - en su caso personal[16] - Epicteto parece inconsciente de todo pecado frente a este dios, es mucho decir que no sufre de un sentimiento de abandono de su parte. Epicteto, el esclavo liberado, es el ser privilegiado que su dios no ha abandonando nunca: su dios lo ha hecho, vela por él, lo nutre, permanece en él, le manifiesta sin cesar de diferentes maneras su bondad. Epicteto es el no abandonado, el sabio en aquel y en el que su dios manifiesta su sabiduría. ¿Cómo podría quejarse?

Tentado de quejarse, Epicteto el sabio rehúsa toda queja

Zeus.jpg
De los primeros estoicos, sus predecesores, Epicteto hereda su concepción de la libertad a la que ya hemos hecho alusión aquí. Honor o deshonor, riqueza y pobreza, salud y enfermedad, vida y muerte no son en sí mismos ni bienes ni males; hay un buen uso de la enfermedad como un mal uso de la riqueza. Las cosas exteriores son en sí mismas indiferentes.

Epicteto, renueva los alcances de estos pensamientos tradicionales, observando que si miramos las cosas exteriores como bienes y males, no seremos libres porque nuestra voluntad no se hará. El único medio que tenemos se ser libres y felices es no desear nada que no dependa de nosotros; de esta manera nuestra voluntad se cumplirá siempre.

Epicteto traduce, entonces, por un lado la tradicional oposición estoica entre cosas exteriores, e indiferentes, y por otro acciones voluntarias - solo buenas o malas -, por la distinción entre las cosas que dependen de nosotros y las que no; para él esta distinción condiciona la primera etapa en el camino de la sabiduría, permite la liberación de la voluntad[17] y disfrutar de la felicidad:

“Dependen de nuestros juicios, voluntad, deseo, aversión; en una palabra todo lo que es nuestra obra. No dependen de nosotros cuerpo, riquezas honores, poder: dicho de otro modo, todo lo que no es obra nuestra.

Recuerda, entonces, que si tienes por propiedad las cosas que te son extrañas, te verás estorbado, lleno de tristeza y de turbación, te quejarás de los dioses y de los hombres

Si al contrario, no miras como tuyas las cosas que te pertenecen, nadie podrá nunca contradecirte, ni ponerte trabas; no te quejarás de nadie; a nadie reprocharás; no harás nada contra tu voluntad; no tendrás motivo de fastidio, nadie podrá hacerte daño, porque no podrás sufrir daño alguno.”[18]

Se podría, evidentemente, impugnar la verdad objetiva de tal afirmación. Así, ¿es cierto que nuestros cuerpos no dependen de nosotros? Epicteto, yendo contra la experiencia, no parece reconocer como suyo a su cuerpo. Sin duda bajo una influencia platónica. Sin embargo, también aquí, es necesario considerar no tanto lo que dice sino lo que quiere decir: la salud e inclusive la vida de nuestro cuerpo no dependen, en primer lugar, de nosotros, sino del Autor de la vida, de la salud y del cuerpo.

Es lo que Epicteto afirma en otro lado: ¿Te he hecho reproches alguna vez? ¿He censurado tu gobierno? He estado enfermo cuando lo quisiste. Otras veces también, pero acepté de buen grado la enfermedad. He sido pobre por mandato tuyo, y lo he sido con alegría. No he estado nunca en afanes porque no lo has querido; jamás he deseado una dignidad. ¿Me has visto por esto más triste? ¿No me he presentado siempre ante ti radiante, no esperando más que una orden, un signo tuyo?”[19]

Se ve: lo que es tan a menudo, para muchos, ocasión de quejas, reproches, revueltas y blasfemias, deviene, para Epicteto, a causa de su fe en la Providencia de Dios, operante en las cosas que no dependen de nosotros, en materia de un cántico de aceptación en la alegría y la acción de gracias: “Te doy gracias de haberme permitido ver tus obras y asociarme a tu gobierno siguiendo tus órdenes”[20]

En otros términos, la doctrina de Epicteto sobre Dios y sobre su propia libertad como sobre sus límites han hecho de él, bajo la acción de la gracia divina, un hombre equilibrado y dichoso, en la unión con Dios y los hombres: “Cuando Marco Aurelio acepta el sufrimiento, puesto que ella entra en el plano del universo, Epicteto es totalmente feliz, el sufrimiento no existe para él”, dice - no sin una manifiesta exageración - el padre Lagrange: sería mejor decir que Epicteto encontró en su doctrina y en el ejercicio de su voluntad sobrenaturalmente asistida, en la ausencia voluntaria de toda perturbación, el secreto de la felicidad en medio del sufrimiento, el secreto del gozo espiritual en medio del sufrimiento físico y psicológico.

Esta interpretación nos es confirmada por estas líneas: ¿Piensan ustedes que seré inmortal? ¿Eternamente joven, exento de enfermedad? No, pero si muero divinamente, estaría enfermo divinamente”.[21] ¿Cómo comprender este grito sorprendente? A la luz de lo que ha sido dicho más arriba: consciente de una inmanencia mutua entre el autor de su existencia y él mismo, Epicteto parece decirnos: “muero en Dios, Dios muere en mí”; “muero en la dicha a imagen de mi vida; mi muerte manifestará la divinidad”; y el lector cristiano no puede no pensar que sólo el Hijo de Dios podía, en el sentido pleno del término, morir divinamente en su humanidad, morir manifestando perfectamente en su humanidad la Persona divina, al punto de provocar la declaración del centurión romano: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”, porque ningún hombre ha muerto como este hombre (Cf. Mc 15,40).

Estar enfermo y morir sin queja y sin reproche es estar enfermo y morir divinamente. Subrayando la importancia de la enfermedad y sobre todo de la muerte como ocasión de un progreso en la dicha, Epicteto nos insinúa que las otras realidades que no dependen de nosotros - pobreza, deshonores - constituyen una anticipación de la muerte. Aceptando aquellas, acogeremos anticipadamente a ésta.

Inversamente, la aceptación de la muerte implica lógicamente y contiene implícitamente aquellas de las enfermedades, de la pobreza, de los deshonores y de los insultos. Ahora bien, si las aceptamos, renunciamos por ese mismo hecho a quejarnos, renunciamos a los reproches dirigidos a Dios y a los hombres. Todas estas privaciones no dependen de nosotros, podemos ser y, volvernos dichosos sufriéndolas.

De lo que Epicteto está profundamente convencido, es de que “nuestra dicha o nuestra desdicha depende de nuestras representaciones, de la forma en que acogemos los acontecimientos, de esta facultad de acordar o de negar el asentimiento que está en nuestro poder” Para este maestro de sabiduría todo no depende de nosotros, pero lo que hay de más importante para nosotros depende de nosotros[22]. Escuchémosle nuevamente:

“Llorando y gimiendo incriminan a los dioses (...) Y sin embargo Dios no sólo nos ha dado facultades que nos permiten soportar todos los acontecimientos sin ser quebrados y humillados por él, sino buen rey, verdadero padre, las ha puesto bajo nuestra entera dependencia (...) Amos de estas facultades libres, ustedes no se sirven de ellas; ustedes no sienten qué bienes han recibido y de qué, inertes sien embargo, lloran y gimen, los unos completamente ciegos sobre los beneficios del donador mismo e ignorando a su benefactor, los otros dejándose arrastrar por la cobardía a quejas y reproches hacia Dios. Y sin embargo, mediante la magnanimidad y el coraje, puedo mostrarte que tienes recursos y que estás equipado, y en tanto, ¿qué recursos tienes para justificar tus reproches y tus censuras?, muéstramelos.”[23]

Dicho de otra manera, para Epicteto, el ser humano, equipado para la felicidad, tentado por la desdicha, debe elegir entre la blasfemia irracional por la cual se vuelve desgraciado y la alabanza racional a Dios, en acción de gracias, camino de felicidad.

No es necesario subrayar extensamente que tenemos en estos ejercicios éticos el origen lejano de muchos de los más fundamentales Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola.[24] Tendremos ocasión de volver sobre este punto. De momento nos basta constatar que Ignacio insertó la exigencia de la indiferencia frente a las cosas indiferentes y de una amplia gratitud hacia Dios, en el seno de una reflexión sobre la salvación eterna de las almas inmortales; Epicteto, ignoraba el destino a la vez personal y eterno del ser humano y no conocía ni pecado ni contrición, ni salvación; si la muerte no es a sus ojos un anonadamiento, es una descomposición[25]; o si se prefiere, una desintegración; como ignoraba la reintegración de la resurrección, admiramos tanto más su rechazo a la revuelta, su opción por una felicidad, tan transitoria, en la sumisión amante y dichosa a la Providencia terrestre de Dios.

El rechazo opuesto por Epicteto a toda diferencia hecha entre las realidades exteriores, unido a una actitud interiorizante de un libre “deseo de la voluntad”[26] da origen en él, a pesar del ordinario rechazo estoico de la oración, a algunas elevaciones reservadas a circunstancias excepcionales, especialmente a la vista de la muerte.

En varias ocasiones, Epicteto practica y aconseja el abandono

Atenas
La meditación mediante la cual, de manera constante, Epicteto se prepara para la muerte lo lleva a formular actos explícitos de abandono. Jagu llega a decir: “las Conversaciones están llenas de actos de abandono y de asentimiento a la voluntad divina”.[27] Reunamos y presentemos aquí algunos de estos actos de abandono, no sin recordar primero los dos actos de no abandono que cada uno de ellos supone.

En primer lugar, Epicteto se abandona a la sabiduría divina rehusando abandonar el puesto que le confía durante su breve vida terrestre: “Soy un ser racional, debo cantar a Dios, he ahí mi obra, la cumplo y no abandonaré mi puesto en tanto me sea permitido”.[28] Abandonar su puesto sería para Epicteto abandonar la bondad divina que lo ha colmado de beneficios. Es probable, en el contexto, que la expresión manifieste el rechazo al suicidio (que sin embargo Epicteto no condena de manera absoluta). Y justamente, para permanecer al servicio de Dios en la vida terrestre, Epicteto necesita abandonarse a Dios en lugar de abandonarlo.

En segundo lugar, Epicteto rehúsa ligarse a los bienes exteriores, porque sabe que esta ligadura irracional lo llevaría, en su ausencia, a creerse “abandonado de los dioses”, a rebelarse y a abandonarlos: “si se me causa daño y si soy desgraciado, es porque Zeus no me escucha (...) me pongo entonces a odiarlo”.[29] En una lógica rigurosa, Epicteto percibe que el rechazo del abandono a Dios lleva aparejado el riesgo de llevar al no abandonado a odiar a su autor.

Estamos ya preparados para comprender la profundidad del abandono que estalla en el acto siguiente:

El hombre de bien, acordándose de lo que es, de dónde ha venido y por quién ha sido creado, no se preocupa más que de una sola cosa: cómo ocupará el puesto con disciplina y sumisión a Dios: ¿Quieres que continúe viviendo? Viviré como un hombre libre (...) porque tú me has creado libre de todo apremio en todo lo que me pertenece. ¿No tienes necesidad de mí? Como quieras. Es por ti que hasta hoy día me he quedado, por ningún otro, y al presente te obedezco, me voy - ¿Cómo? - También como lo has querido, como un hombre libre, como tu servidor, como un hombre que tiene conciencia de tus mandamientos y de tus prohibiciones (...) En cualquier puesto que puedas asignarme, como dice Sócrates, moriría tal vez mil veces antes que abandonarlo. ¿En dónde quieres que viva? ¿En Roma, en Atenas, en Tebas? Sólo te pido una cosa: ahí lejos, acuérdate de mí. Si me envías a un lugar donde es imposible a los hombres vivir según la naturaleza, dejaré esta vida, no por desobediencia sino porque habrás tocado para mí la retirada. Yo no te abandono. ¡Jamás! Pero comprendo que tú no necesitas de mí”[30]

Epicteto quiere servir, cantar y alabar a Dios, no abandonar el puesto que a sus ojos constituye su razón de ser. Es a Dios mismo a quien no abandona rehusando abandonar su puesto. Antes la muerte. Destaquémoslo una vez más: la fidelidad en el abandono a Dios y en la negativa a abandonar a Dios se sitúa en el horizonte de la muerte prevista, arriesgada, aceptada.

Conviene subrayar la extrema importancia que nuestro Epicteto confiere a este acto de indiferencia y de no abandono del puesto al interior del abandono a Dios: porque, inmediatamente después,[31] agrega: “Conserva sus pensamientos a tu disposición de noche y de día, ponlos por escrito, conviértelos en tu lectura, que sean el objeto de tu conversación contigo mismo o con otro: “¿Puedes venir en mi auxilio en esta circunstancia?” Y de nuevo encuentra otro hombre y otro más”. El acto de indiferencia y de abandono se socializa de esta manera. Epicteto cuenta con otro para abandonarse perfectamente y quiere ayudar a los otros a abandonarse; convertirse en el apóstol del abandono.

En otra parte introduce nuevos matices en esta “elevación de abajamiento” delante de Dios y delante de su voluntad que estaba tan enraizada en su espíritu: “He sometido a Dios la propensión de mi voluntad”. ¿Quiere que tenga fiebre? Yo también lo quiero. ¿Quiere que mis pensamientos se dirijan hacia tal objeto? Yo lo quiero, también. ¿Quiere que tenga tal deseo? Yo también lo quiero. ¿Quiere que obtenga tal cosa? Yo también lo deseo. ¿No lo quiere? Yo tampoco lo deseo. Entonces, es mi voluntad morir, es mi voluntad ser torturado. ¿Quién puede todavía obligarme? Imposible como contradecir a Zeus.”[32]

Pasaje destacable: la voluntad a la sumisión divina se extiende no sólo a los acontecimientos exteriores, sino también a los de la vida interior y psicológica.

Epicteto mismo resumió su pensamiento en estos términos: “Si tú lo quieres, eres libre. Si lo quieres no condenarás a nadie, no te quejarás de nadie, todo llegará. A la vez, según tu voluntad y según la de Dios.”[33]

Algunos objetan que, según la tradición estoica, Epicteto no recomienda al sabio la oración. Se puede responder con Jagu, que no solamente la recomienda explícitamente al aprendiz filosófico[34], pero practicando también la alabanza, la acción de gracias y el abandono, ruega a Dios y reconoce su trascendencia.[35]

El no reconocimiento explícito de la necesidad en que se encuentra el sabio, de la oración de petición no significa, a la luz de todos los textos citados aquí, la no admisión de la dependencia en que se encuentra el sabio con relación a la sabiduría divina.

Pascal manifestó, entonces, una severidad injusta respecto de Epicteto cuando habla de una “soberbia diabólica” en él: pero no se equivocó en “considerar a Epicteto, como el filósofo más exacto en determinar, la conversión, siguiendo la expresión de J. Moreau.[36]

Todos aquellos que han leído a Epicteto no tienen otra opción que suscribir esta apreciación de Pascal en su Conversación con M. De Saci: “encuentro en Epicteto un arte incomparable para turbar el reposo de aquellos que lo buscan en las cosas exteriores y para forzarlos a reconocer que son verdaderos esclavos y miserables ciegos; que es imposible que encuentren otra cosa que el error y el dolor del que huyen, si no se entregan sin reserva a Dios solo.”[37] Es decir, precisamente, si no se abandonan a Él.

Conclusión: ¿Habría elaborado Epicteto la primera espiritualidad no bíblica del abandono a la Providencia?

El lector de Epicteto, particularmente el lector cristiano, el lector ya ejercitado en el abandono en el sentido de San Francisco de Sales, experimenta en sí mismo un profundo sentimiento de admiración por este maestro de abandono orante y pagano como es Epicteto, siendo sensible a las numerosas paradojas que subtienden su doctrina. Especialmente si se la compara a aquella de otros maestros de pensamiento en el seno del paganismo o de otros profesionales (judíos, musulmanes, cristianos) del abandono

El abandono de Epicteto parece ignorar el sufrimiento de la contrición delante de la constatación del pecado personal pasado, la queja de la rebelión delante de la prueba presente, e inclusive, ordinariamente, la oración que pide el auxilio divino y que sumerge el futuro en la sabia misericordia del Creador. La resignación de esclavo liberado ignora aparentemente las tensiones y los dramas que debió soportar un Job para ponerse en las manos divinas.

Preocupado por servir a la Ciudad universal[38] e inclusive por construirla, Epicteto no parece pensar - a diferencia de los místicos cristianos - en poner las pasiones humanas al servicio de semejante edificación: muy al contrario, las rechaza siempre como peligrosas en tanto que ligadas al cuerpo, vistas como exteriores a él mismo y como factores de decadencia. Su abandono ignora la piedad y la compasión íntima.

El abandono de Epicteto no es el de un alma inmortal consciente de ser el objeto de un Amor eterno deseoso de unírsele para siempre, sino más bien el de un ser que cree ser fundamentalmente fuego y materia, gobernado por una divinidad no menos corporal, por un dios materia.[39]

El suyo no es un abandono a una libertad infinita, sino a una necesidad soberana.[40] El abandono de una libertad consciente por sí misma de la fatalidad. El asentimiento[41] al orden universal. Asentimiento impasible, “apatía.”[42]

Un abandono sin una desesperación subjetiva, pero sin ninguna esperanza objetiva. Su horizonte no es del todo el de una última zambullida en la nada, sino de un retorno - sin fin - a la materia universal. Abandono no solamente espiritualista y platónico, sino materialista.[43]

La doctrina de Epicteto no es una doctrina de salvación universal sino de liberación[44] temporal y psicológica al seno de un mantenimiento de servidumbres.

No se trata entonces de un abandono salvífico a un Dios salvador con miras a la salvación eterna[45] , sino de un abandono (libre, pacificador y limitado) de sí mismo a Sí mismo, si puede decirse así, en el seno de un gran Todo impersonal[46] . Un abandono sin el ejemplo y el auxilio de un Mediador, sin la confortación de oír una Palabra trascendente (y bajo este respecto muy diferente de aquel que cultivará nueve siglos después un Bahya Ibn Paquda).

Así se presenta, en plano conceptual, el abandono de Epicteto en la medida en que es el discípulo y el continuador de los primeros maestros del pensamiento estoico.

Todos sus intérpretes reconocen sin embargo que se encuentra en sus Conversaciones y en su Manual las palabras y los acentos de una religión personal, hacia un Dios personal, mediante la cual Epicteto, sin renegar de sus maestros, los supera.

Muchos factores inclinarían al historiador a dar una respuesta positiva a la pregunta planteada, y a pensar que Epicteto elaboró verdaderamente una espiritualidad no bíblica del abandono a la Providencia, e inclusive una espiritualidad estructurada de este abandono: esclavo convertido en maestro, Epicteto reconocía en su Dios al autor de su vida, al testigo de sus pensamientos, al gobernador de su existencia e inclusive a aquél que le confía una misión. Se podría decir: una misión en favor del abandono de todo y especialmente de sí mismo a Dios.

Epicteto reconoce todas las implicaciones de su misión de sabio: se sabe enviado de Dios[47], su ministro, su portavoz, su explorador encargado de misiones especiales [48], su soldado[49] , su testigo[50]

Por esta razón puede afrontar - en el abandono - todas las pruebas; es el primero en realizar el programa que propone a sus discípulos: “Por ti, preocúpate de morir, de ser encadenado, torturado, exilado. Y todo esto con seguridad, con la confianza en aquel que te ha juzgado digno de esta situación en la que te encuentras ubicado, en la que mostrarás cuál es el poder del principio racional que sabe resistir a las fuerzas ajenas a la voluntad libre”.[51]

Estas últimas palabras nos ofrecen una clave con miras a una mejor inteligencia del tipo de abandono a la Providencia del que Epicteto es el practicante y el modelo: se trataría más bien de un abandono racional a la Razón suprema que gobierna el orden natural del mundo (e inclusive, según Epicteto, se identifica con él...) Experimentar inclusive un abandono al Todo a la vez personal e impersonal que envuelve a cada persona humana.[52]

Este género de abandono no pude haber tenido como primer elaborador a Epicteto; en efecto, no se excluye que se pueda encontrar en los autores hindúes o budistas, otras estructuras espirituales de abandono al Todo, pareciéndose a la síntesis que nos ofrece Epicteto entre panteísmo, politeísmo y monoteísmo.[53]

En todo caso, conviene aquí que no nos contentemos con destacar algunas semejanzas entre el abandono estoico de Epicteto y el abandono cristiano; es necesario, sobre todo, subrayar sus profundas diferencias: el abandono en Cristo, con Él, por Él y para Él implica en el abandonado la conciencia de estar siendo creado sin cesar a partir de la nada, ex nihilo, por un Ser puramente espiritual, irreductiblemente distinto del universo, y aquella de ser en su parte superior totalmente inmaterial, llamado a contemplar después de la muerte (¡nunca suicida!) la suprema Bondad organizadora del universo

Desde cierto punto de vista, hay que reconocer que es difícil hablar, a propósito de Epicteto, de una espiritualidad del abandono, puesto que, lo hemos dicho, el piensa que es pura materia, ¡dirigiéndose a un Dios totalmente material!

Pero la realidad es más importante que los pensamientos que nos la representan; nos alegramos de reconocer que, inclusive sin tener conciencia de ello, el alma inmortal y espiritual de Epicteto se abandona profundamente al Espíritu Creador suscitando en ella un crecimiento espiritual.

A través de las enseñanzas y actos de abandono de Epicteto, la Providencia del Verbo encarnado preparaba, al parecer, un aspecto de la espiritualidad cristiana de abandono que vemos casi prefigurada en el primer Testamento confiado al pueblo judío: el rechazo a toda queja, heredada de Epicteto por San Francisco de Sales y (a través de él) por San Juan de la Cruz; veremos, en un capítulo posterior, que esta actitud es propia de la Nueva alianza, propia de Cristo Crucificado. Hay ahí una gracia específica de la Alianza cristiana, incluso cuando es ofrecida en un contexto no cristiano.[54]

Elemetos de una espiritualidad de abandono en el budismo amidista

El monje Kuya repitiendo seis veces el nombre del Buda Amida, obra de Kosho. Siglo XIII. Templo de Rokuharamitsuji, Kyoto.
En la medida en que se piense que el budismo no es en estricto sentido una religión sino más bien un camino hacia una iluminación liberadora, puede parecer vano buscar en ella una orientación hacia el abandono,

Sin embargo, nosotros querríamos mostrar aquí, en el budismo de la China y del Japón, a nivel de la experiencia concreta de la oración, actitudes de confianza en un Dios eterno e infinito parcialmente paralelas al abandono cristiano al punto de constituir “preparaciones evangélicas” a este abandono.

En efecto, encontramos desapego, teísmo práctico, la consciencia de una realidad propia y personal, que manifiesta en la oración una confianza absoluta de obtener la salvación, paz y serenidad; a pesar de los diferentes límites que pueden oponerse a estas diversas tendencias, sobre todo a nivel del pensamiento teórico, la vida interior de muchos budistas amidistas en el curso de los siglos bien parece presuponer una adhesión personal a un Absoluto personal. Tales son los diferentes puntos que precisaremos ayudándonos de los trabajos de cuatro jesuitas del siglo XX: los padres Wieger, de Lubac, Quiles et Masson.[55]

No pretendemos entonces que todas las formas del budismo evoquen algunos aspectos del abandono cristiano y concentraremos nuestra atención al rededor del autor de la Amida.

1. Para el monje budista, no existe la verdadera dicha en este mundo, no hay más que dolores, los cuales se sucederán en tanto dure el cuerpo, que no es real, que no es sino nada. Es preciso, entonces no apegarse a nada, no amar nada, no desear nada. Ver en espíritu el propio cadáver, devorado por los gusanos: he ahí lo que queda finalmente de un hombre después de una vida pasada en las ignorancias, los errores, los sufrimientos y las vejaciones de este mundo.[56]

El desapego con relación al propio cuerpo no constituye sin embargo más que una semejanza superficial con el abandono cristiano, inseparable de la Encarnación en un cuerpo real y de su resurrección. Este pensamiento idealista (en el plano filosófico), sin embargo, no impide al budista repetir sin cesar la experiencia de su propio cuerpo.

A partir del Siglo III se desarrolla en la China, luego en el Japón, un budismo popular e individualista al rededor del culto de Amida: culto del Buda de “Vida infinita” o de “Luz infinita”, inspirado probablemente por las religiones iraníes. El fiel es absorbido en al amor de Buda y espera una supervivencia indefinida en su presencia bienaventurada, en su paraíso occidental, la “Tierra pura”.

En 1141, en el Japón, un niño pequeño recibe de su padre mortalmente herido por un guerrillero el testamento espiritual siguiente: “Busca el bien moral por amor a tu padre asesinado y por amor a los asesinos”. El adolescente - Honen es su nombre póstumo - escribía en 1175 un ensayo titulado La Elección donde declaraba que en esos desventurados tiempos, hacía falta ponerse enteramente en la gracia de Amida. El hombre no puede realizar su salvación por sus propias fuerzas, hace falta salvar su alma por los méritos de otro, es decir, de Amida.[57]

Sin embargo, la persona de Amida es concebida como de origen temporal y terrestre. Antes de convertirse en Buda, Amida se llamaba Dharmakara. Ya había recorrido una multitud de existencias. Es en el tiempo y no desde toda la eternidad que alcanzó la gloria que posee, por una progresión de méritos. Él es uno de los budas múltiples.[58]

Honen es el primer monje budista en elegir como medio de salvación la confianza total en la misericordia de Amida, rechazando así la iluminación por la vía de la disciplina y del esfuerzo de sí mismo[59]. Declaraba con toda simplicidad en su lecho de muerte: “Desde hace diez años, vivo en la contemplación continua de la gloria de la Tierra Pura”, del Paraíso. La última palabra de este moribundo fue: “Su luz penetra los mundos en todas las direcciones. Su favor no abandona a aquel que le invoca.”[60]

El amidista nos pone, así, en presencia de un budismo animista y teísta. Animista porque, para sus adeptos, el alma es substancial, espiritual y responsable. Teísta porque el buda chino y japonés del amidismo es tan deshumanizado, tan aureolado de atributos divinos que se confunde con el Dios de la conciencia. En las religiones asiáticas, es necesario distinguir siempre entre teoría y creencia popular. De buenas almas se hace una práctica casi correcta, gracias a la luz de lo Alto, aun cuando ellas lo llamen Buda o Amida.

Ciertamente, la teoría de la participación de Amida en una misma budeidad infinita es panteísta, pero solamente para los teóricos; ahora bien, éstos son pocos numerosos. Los simples (30 millones en 1953, en la China y en el Japón) esperan de Amida ser librados fuera de las rueda de las metempsicosis, en una región de paz y felicidad, con la sola condición de haberle invocado, cuando menos una vez.[61]

Esta piedad amidista alaba con himnos magníficos “al Señor que baja su mirada”:

¡“Oh Amitâbha, luz sin igual, esplendor infinito,
Tan pura y calma, tan dulce y tan consoladora,
Cuánto deseamos renacer en ti.
Locamente, durante innumerables vidas
Hemos renovado el karma[62] que nos ata a la tierra,
Guárdanos en adelante, dulce luz,
Para que no perdamos más la sabiduría del corazón (...)
Te ofrecemos todo nuestro ser y poseer.
A ti salvación, oh Esplendor insondable.
Con un corazón confiado, nos prosternamos delante de Ti !” [63]

Algunos fieles de Amida, piensa L. Wieger,[64] creen en la existencia de un Ser netamente personal, a sus ojos sin origen conocido, sin definición, sin historia, poderoso al punto de poder suspender la ley general del talión y bueno al punto de interesarse hasta en la más pobre y pequeña de las almas. Se llama Pureza absoluta, gran Misericordia, tanto como otros atributos que convienen al verdadero Dios. Amida libera e instruye al alma, se le descubre, la acaricia. Por esto último el amidista ferviente vive en el abrazo de Amida, esperando obtener su visión. Comienza sus oraciones por estas palabras: “¡Oh Padre misericordiosísimo, Salvador del mundo!” Nunca nada se ha parecido tanto a la oración cristiana como las oraciones de estas almas, rebaño que no pertenecen todavía al redil.[65]

Si es cierto que a los ojos de muchos el fiel de Amida puede salvarse sin más esfuerzo que una simple invocación, no es menos cierto que el amidista se ve aconsejado por retiros de siete días; debe pensar a menudo en la muerte (rogando a Amida que entonces acoja a su alma), vivir castamente, depreciando el lujo y el placer y esforzarse en obtener de los enfermos y de los moribundos el acto supremo de la donación de sí.[66]

Muchas objeciones a la teoría amidista son dignas de ser consideradas, sin cambiar, sin embargo, el valor subjetivo de la piedad amidista.

Así, la gracia y la salvación ofrecidas por Amida significan - subrayésmoslo - que los méritos anteriores de su fiel llegan a madurar lo suficiente para obtener su salvación; la misericordia de Amida se enfila sobre este hecho, en el que no puede modificar nada; la idea amidista de la gracia se mantendría sin llegar hasta la iniciativa infinitamente libre de Dios. Algunos textos parecen indicar una despersonalización: Mis cuidados son como nieve en primavera, se funden una vez que caen sobre el suelo[67] ; no hacer nada, no hacer nada”.[68]

Otros, como Quiles, consideran que el creyente amidista tiene consciencia de su propia realidad integrada en la realidad universal[69] (sin olvidar, por otra parte, que inclusive los místicos cristianos como San Juan de la Cruz admiten una pérdida de la consciencia individual en el éxtasis místico)[70]. Pero el amidista, inclusive queriéndolo no podría destruir su propia personalidad.

Además, - y el amidista Suzuki lo subraya - Amida es visto bajo dos aspectos. Primero Amida es la encarnación de la infinita misericordia y sabiduría obtenidas de acuerdo con la ley moral de la causalidad perfeccionada por la disciplina, realizando todo aquello que es requerido del hombre como ser moral. En segundo lugar, Amida es concebido como una persona que encarna la verdad absoluta en su forma suprema, que realizamos también en diversos grados”.[71]

Si el budismo teórico admite un absoluto impersonal, el budismo vivido practica la oración de un absoluto personal, de un Buda divinizado.

Para hacernos comprender la orientación teórica hacia el absoluto impersonal, Quiles evoca un paralelo, en la filosofía occidental, de lo que constituye a los ojos de los metafísicos budistas la última realidad, la verdadera esencia y el principio constitutivo de todos los seres, a saber: el ser en tanto que ser. Quiles distingue el ser en tanto que ser abstracto de aquel que es concreto, el ser real que existe en todos los seres concretos, que los constituye dándoles su “mismidad”, es decir, de ser tal cual son. Es en este ser en tanto que ser, pero concreto, que piensan los presocráticos, Platón. Aristóteles y Plotino.[72] Él es el que nos da el sentimiento de la unidad real de todos los seres. Siendo esencialmente determinado fuera de la realidad misma, de la cual es el último constitutivo. Tal es, según Quiles, el absoluto impersonal, pero que suscita las experiencias religiosas y místicas descritas en las enseñanzas búdicas.[73]

Pero en la vida de los budistas, no sólo de la secta de Amida sino además de otras, en el Japón, en la China, en Vietnam, en Tailandia o en los templos históricos de la India, es imposible sustraerse a la impresión de la adoración por sus files de un Ser absoluto e impersonal.[74]

En suma, los budistas dan la impresión de oscilar entre estas dos concepciones (personal e impersonal) del absoluto. Cuando se ha captado que el absoluto impersonal de los budistas es el ser concreto en tanto que ser, se puede admitir que los budistas encierran un aspecto verdadero, pero parcial de la experiencia humana total. Se hace manifiesto entonces que el propio dinamismo del pensamiento búdico lo conduce a completar su teoría del absoluto impersonal a través de elementos que imponen la razón y la experiencia humanas a propósito de la realidad de un absoluto personal.[75]

Con este panorama, nos es más fácil apreciar el valor y los límites de lo que podría llamarse el abandono budista, a través de los confiados actos de deseo de eterna felicidad realizados por los fieles de Amida.

Citemos dos formulaciones.

La primera expresa un acto de arrepentimiento. Quien preside el servicio dice: “Reunidos para adorar e implorar, confesamos que, durante nuestras innumerables existencias anteriores, hemos podido cometer, quizá, grandes crímenes, amasando una pesada deuda que expiar. Te pedimos que nuestros pecados sean destruidos, que no quede nada. Todos nos damos a Amida. Te ofrecemos nuestro arrepentimiento y nuestro deseo. Esperamos que te nos aparezcas a la hora de nuestra muerte, dirigiendo nuestro espíritu para que no vacile más. Podamos, purificados por la Aparición de tu esplendor, renacer en tu reino de santidad y de felicidad”.[76]

Para el lector cristiano, este texto evoca el abandono perfecto incluido en la contrición perfecta, el acto terrestre de abandono que espera con confianza, que desea y espera la asunción de toda la personalidad en la visión beatífica

Otra formulación fue reportada por Frois, misionero jesuita en el Japón durante el Siglo XVI: una mujer, perseguida a muerte por sus enemigos, declaraba que había merecido morir, pero que su alma estaba en una gran calma, porque no dudaba que todo había sido decidido por Amida en su clemencia infinita con el fin de que llegase lo antes posible a los gozos del Paraíso y al disfrute perpetuo de su visión.”[77]. Aquí el lector cristiano percibe una analogía con el abandono a la voluntad salvífica de Dios (cf. I Tim 2, 4).

Pero todo lo que hemos dicho hasta aquí permite captar también los límites del paralelismo. El abandono budista se muestra sobre todo pasivo, no vuelve a unir al Creador como tal, supone el fondo de existencia de una mediación a la vez descendente y ascendente entre el que se abandona y Aquél a quien se abandona. Precisemos.

Muchos autores sin negar los consejos dados por sus maestros a los amidistas (consejos evocados anteriormente), creen poder subrayar la laxitud reinante entre ellos. Así, el texto más frecuentemente comentado en el amidismo está constituido por este pensamiento: “A quien haya pensado, aunque sea una sola vez, en el Buda Amida, sus pecados sea cual fuere su número, le serán quitados”. El Padre Frois, citado más arriba, escribía que, abusando de este espíritu, “el común del pueblo en su veneración de los textos sobre Amida, se vuelve dichoso y confiado, pero se pone a cometer pecados graves.”[78] No se ve más en el Amidismo, a pesar de los consejos dados por los maestros, la presentación de una indispensable voluntad de sumisión total a Dios para obtener la salvación. Pensar en el Buda Amida - inclusive si se cree en su divinidad - no es idéntico a someterse a los mandamientos que habría (?) dado. A primera vista, henos aquí lejos del abandono activo predicado por los Doctores de la Iglesia: Francisco de Sales y Alfonso María Ligorio.

No hay por qué extrañarse: el budismo ignora la doctrina de la creación del universo por un Dios trascendente a partir de la nada. Por consecuencia, el budismo no está llamado a subrayar el dominio soberano del ser divino sobre los otros, ni sus designios respecto de los mortales. Lo que facilita la admisión del mito de las existencias anteriores en reencarnaciones sucesivas.

De ahí el complejo de indefinida culpabilidad que favorece el recurso al Buda Amida. Desde este punto de vista, el abandono budista termina fácilmente en una confusión y en una despersonalización del yo personal y substancial, devenido indistinto de numerosos elementos del mundo con los cuales está identificado en su pasado o se identificará en el porvenir. Este reencarnacionismo entraña la disolución de la persona individual en el cosmos como la desaparición paulatina de un pasado y de un futuro realmente ligados al presente. El abandono budista se cambia así en alienación. Por lo menos puede ser que ante la luz y el esplendor de Amida, su devoto se abandone a las tinieblas de un universo impersonal en el cual cree encerrado su pasado. En su acto de abandono, el amidista pierde su unidad.

¿Conoce una mediación entre la luz de Amida y sus propias tinieblas ? A primera vista sí. Los fieles de Amida, observaba el jesuita F. Cabral (1533-1609),[79] afirman: “es injuriar a Amida pensar en salvarse sólo mediante las obras, puesto que Amida, por las penitencias que hizo para salvar al género humano, adquirió tantos méritos que no se necesita de ninguna satisfacción por no importa que crimen, por más grande que sea. Amida se presenta así a la vez como una divinidad de refugio para el porvenir de sus fieles, y como una persona de pasado humano temporal y terrestre, como lo hemos visto.

¿Hay parecido con el Verbo encarnado ? Solamente en apariencia. Porque el Verbo al cual y con el cual se abandona el cristiano es un Dios devenido en hombre; un mediador descendente que lo arrebata en su ascenso; en tanto que Amida se parece a la imagen que los Fariseos se hacían de Jesús : un hombre convertido en Dios, un Darmakara convertido en Buda.

A nivel de la teoría, un abismo separa y opone estas dos formas de abandono. Hace falta decir, igualmente, en armonía con el pensamiento de San Pablo retomado por los misioneros del Siglo XVI[80] que el culto de Amida, en tanto que es ofrecido a un falso dios se dirige objetivamente al demonio.

Abandonarse al Buda Amida sería, entonces, una manera de abandonarse al príncipe de este mundo de tinieblas.

Subjetivamente, y en el orden existencial, - como lo hemos subrayado varias veces - el amidista puede, sin embargo, abandonarse al verdadero Dios llamando Buda. En sus elementos de verdad, el budismo puede preparar a Cristo. Aunque, de hecho, es bien sabido que los creyentes amidistas se convierten muy difícilmente a Cristo y a su Iglesia.[81]

El progreso del abandono amidista hacia el abandono cristiano permanece entonces teóricamente posible. La piedad búdica puede preparar para la religión cristiana. Una oración dirigida a Amida puede convertirse en adoración al Verbo-Luz. Citemos este ejemplo:

“Señor de ojos claros, Señor de mirada amable
Tú que disciernes la sabiduría y la ciencia,
Tú cuyos ojos están llenos de piedad y de benevolencia,
(...) Señor puro, cuyo esplendor es radiante e inmaculado,
cuyo conocimiento no conoce en absoluto la oscuridad,
Tú que brillas como el sol, incomparable,
Resplandeciente como el Fuego,
En tu caminar, derramaste tu esplendor sobre el mundo”.[82]

Se puede decir, entonces, con J Masson: “A pesar de su debilidad metafísica, el amidismo, doctrina admirablemente ardiente, reintrodujo en muchas almas una piedad verdadera. Los valores de fe, de confianza y de amor hacia un Ser todopoderoso y todo bueno fueron puestos por encima de otros. Amida, figura de Esplendor, si no tiene, ciertamente, la solidez de la historia verdadera; revela al menos la intensidad del deseo de aquellos que la crearon”[83]

Cualquier monje budista de nuestros días, interrogado sobre la naturaleza del Nirvana, no respondería más que con una sola palabra: “Felicidad”

Si un hombre se sabe y se siente dichoso, es que ha llegado, inclusive sin haberse dado cuenta, a las fuentes del Ser; ha encontrado un Ser Supremo de faz velada pero luminosa.[84]

Esta dos vistas prolongan las declaraciones del Concilio Vaticano II: “En el budismo, según sus varias formas, se reconoce la insuficiencia radical de este mundo mudable y se enseña el camino por el que los hombres, con espíritu devoto y confiado, puedan adquirir, ya sea el estado de perfecta liberación, ya sea la suprema iluminación, por sus propios esfuerzos o apoyados en un auxilio superior”.[85]

El corazón del budista amidista está confiado en el auxilio del Altísimo; al él se aplica también lo que el mismo concilio declaraba inmediatamente antes sobre el hinduismo, origen histórico parcial del budismo: “En el hinduismo los hombres buscan la liberación de las angustias de nuestra condición ya sea mediante las modalidades de la vida ascética, ya sea a través de profunda meditación, ya sea buscando refugio en Dios con amor y confianza.”[86].

Estas actitudes convergen largamente con el abandono cristiano al Padre, por el Hijo, en el Espíritu, y lo preparan al menos objetivamente.

El cristiano venido del budismo amidista no podrá olvidar nunca que “El Hijo es otro respecto del Padre (...) El hecho que exista una alteridad no es un mal sino más bien el más grande de los bienes (...) Hay alteridad en Dios y hay alteridad entre Dios y la criatura, que son por naturaleza diferentes (...) Cristo nos hace partícipes de su naturaleza divina sin suprimir por eso nuestra naturaleza creada, en la cual Él mismo participa con su encarnación (...) sin que por eso el yo personal y su carácter de criatura deban ser anuladas y desaparecer en el Océano del absoluto (...) Dios es Amor ( 1 Jn 4, 8) : esta afirmación puede conciliar la unión perfecta con la alteridad entre el ser que ama y el ser amado, con el eterno intercambio y el eterno diálogo” (Carta fechada el 15 de octubre de 1989, de la Congregación de la Doctrina de la fe sobre la oración cristiana, § 14 y 15, DC 1990, pp. 18-19).

NOTAS

1. Entre ellos citemos sobre todo a Armand Jagu, art. Épictète, DSAM IV. 1 (1960) 822-830; sobre la espiritualidad y la religión de Epicteto, ver además J. Moreau, Épictète ou le secret de la liberté, Paris, 1964, (sigla: Moreau) ; M. J. Lagrange, La philosophie religieuse d´É. et le christianisme, RB 1912 ; G :Germain, Épictète et la spiritualité stoïcienne, Paris, 1964 ; P. Hadot, Exercices spirituels et philosophie antique, Paris, 1981 ; Th. Colardeau, Étude sur Épictète, Paris, 1903 (sigle: Colardeau)

2. Jagu, col. 823.

3. Épicteto, Entretiens (sigle: É.) II. 14. 11

4. É., II. 14. 13

5. É., I.6.1.

6. Es de esta manera que J. Moreau (p.44) resume el pensamiento de É., I.6.

7. Moreau, p. 76.

8. E., I. 14.6

9. É., III.24.19 y 63; Epicteto emplea en verbo kataskeuazo, que se encuentra en la Biblia griega para significar "crear" (Is. 40,28; 43,7; Hb. 3,4b)

10. Lagrange, RB, 1912, p. 195 citando É., I.16.17 ss.

11. Moreau, p.81

12. Lagrange, RB, 1912, p. 198.

13. Entendamos: los sentidos.

14. É.,II.8.13-14; .

15. É., II.8.11-12 seguimos aquí la traducción de J. Souilhé, París, 1962

16. É., II.5.8-12.

17. Moreau, p. 40-41

18. Épictète, Manuel., I, 1-4

19. É., III.5.8 ss.

20. Ibid. ; cf Lagrange, art.elogiado p. 10

21. É., II.8.28.

22. Moreau, 44 ; cf Hadot, op. Cit., pp. 138 ss: El A. comenta largamente los tres topoi filosóficos según Epicteto; estos tres lugares corresponden a las tres partes de la filosofía estoica, consideradas, en su sentido profundo, como ejercicios espirituales: física que transforma la mirada puesta sobre el mundo, ética que se ejerce en la justicia, en la acción, lógica que produce la vigilancia y la crítica de las representaciones. Ver É., III,2,1.

23. É., I,6, 40-43.

24. En su meditación fundamental y en su contemplación Ad Amorem, Ignacio puso los ejercicios éticos y racionales recibidos - a través del pensamiento medieval - de Epicteto al servicio de sus Ejercicios espirituales y sacramentales. La primera retoma el ejercicio estoico de la indiferencia voluntaria frente a la riqueza y la pobreza, del honor y de la ignominia, de la salud o de la enfermedad, de la vida y de la muerte; en la segunda parece retomar É., IV, 10, 14-18 “Te doy gracias por lo que me has dado, vuelve a tomar tus dones, todos eran tuyos, fuiste tú quien me los diste” (Comparar con los ¬¬ § 234 ss de los ejercicios ignacianos) Como lo dice J. Souilhé (Épictete, Entretiens, livre I, éd. Budé, Paris, 1962, p. LX): son bastante numerosos los trazos de estoicismo en los Ejercicios (...) Ignacio estudió en la Universidad de París en el siglo XVI, cuando la influencia de Epicteto predominaba en la enseñanza y las doctrinas filosóficas”

25. Colardeau. 273 y 275.

26. Expresión de J.F. Mattei, art. Épictète, Dictionnaire des philosophes, Paris, 1964, t. I.

27. Jagu, art. Cité, DSAM, col. 825 ; el A. Agrega: (estos actos son del todo análogos a aquellos que encontramos en nuestros místicos).

28. É., I.16.19-21.

29. É., I.22, 16-16

30. É., III. 24, 95-103. Jagu (Épictète et Platon, Paris, 1946, p. 127, n.2) siguiendo a Bonhoeffer (Epiktet und die Stoa, 1890) entrega una lista de dos series de textos donde Epicteto legitima el suicidio, sea como acto de perfecto desapego respecto de los bienes terrestre y de obediencia a un llamado divino, sea como medio de salvaguardar su dignidad personal. Hay ahí, sin duda, una referencia el ejemplo de Sócrates. Ver también Moreau, pp 66-68.

31. É., II.24.103.

32. 32., IV, 1,89-90.

33. É., I, 17, 28.

34. É., II,18, 19-20; I, 1, 13; Jagu DSAM, 826

35. Jagu, ibid.

36. Moreau, p.81.

37. Pascal, Entretien avec M. De Saci

38. Cf. É., I,13,3-4; Jagu, DSAM, col 825; Moreau, 66-67.

39. A.J. Festugière, L’ Ideal religieux des Grecs et l’ Evangile, Paris, 1932, p.71. 40. ibid.

40. Ibid.

41. En griego: prosthesis; cf. Hadot, op. Cit., 138-146.

42. Para Epicteto, las pasiones son malas, no sabrían ponerse al servicio de la virtud.

43. Festugière, op. Cit., 72: “cuando un Epicteto, un Marco Aurelio, tienden a lo divino, siguen el movimiento de su corazón. Si razonan este movimiento, helos ahí devueltos a una realidad desecante. Su Dios no puede ser un Dios personal. El fuego primordial no es más que materia. Ellos mismos no son más que materia”.

44. E. Bosshard, Épictète, Revue de théologie et de philosophie, Lausanne, 17(1929) 204.

45. En tanto que para San Ignacio de Loyola, “la mediación fundamental está esencialmente orientada hacia la salvación eterna del alma inmortal: Ejercicios, § 23. Tal es la diferencia capital que separa el texto ignaciano de un texto que se podría construir a partir de las Conversaciones de Epicteto y que le sería casi idéntico

46. É., II.8, 11-12, cf. El ya mencionado n.7.

47. É., III,22,45.

48. É., III, 22, 69.

49. É., I, 29,29: el soldado colocado en un puesto debe guardarlo fielmente hasta que el general toque retirada

50. É., III, 22,2; el sabio no debe lanzarse a la ligera en este rol de testigo, se expondría a la cólera de Dios. Sobre estas diferentes misiones del sabio, ver A. Jagu, DSAM, art. Épictète, col. 827-828.

51. É., III, 1, 38-39.

52. Cf. É., I,9, 4: “de todas las cosas, la más importante, la más universal, la principal es el sistema compuesto de Dios y de los hobres”.

53. A. Jagu, Ëpictète et Platon, p. 119, n. 1, llama nuestra atención sobre esta observación de D. Bonhoeffer, Ethik, p.82.

54. Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I. II. 106.1.3: aquelllos a quienes ha sido dada la ley de gracia pertenecen a la Nueva Alianza (“quibuscumque fuit lex gratiæ indita ad Novum Testamentum pertinebant”).

[55] Precisemos: L. Wieger, DSAM t.2 (1953): art. Chine (Bouddhisme en Chine et au Japon; sigla LW; H. De Lubac, Amida, Paris 1955) ; Ismael Quiles, Filosofía budista, Buenos Aires, 1973 ; J. Masson, Le Bouddhisme, chemin de libération, Musæum Lessianum, section missiologique, DDB, 1975. Siglas : JMB. Agreguemos además el Dictionnaire des Religions, editado por el cardenal Poupard (sigla : DR) y l’ Histoire générale des Religions, (sigla : HGR), Paris, 1960, t. II : J. Bruhot, Le Japon. Siglas de las obras del P. De Lubac : HLA y del P. Quiles : FB.

[56] LW, col. 856 bajo.

[57] Buhot, HGR, 392.

[58] JMB, 206.

[59] J. Van Bragt, DR, art. Honen,

[60] JMB, 205.

[61] LW, col. 864.

[62] El karma es una noción hinduísta aceptada por el budismo; designa la marca moral de la acción, la sanción que acarrea, la ley de causalidad retribuyente que, a partir de tal acción, produce tal efecto en una vida ulterior (JMB, 280).

[63] JMB, 205.

[64] LW, 864

[65] LW, 865 ; cf : Jn 10, 16.

[66] LW, 865.

[67] JMB, 207.

[68] JMB, 208.

[69] Cf. FB, 328-329.

[70] FB, 297-299 ; le P. Quiles interpreta la Subida del Carmelo, II, 14

[71] FB, 461.

[72] FB, 484.

[73] FB, 485.

[74] FB, 486.

[75] FB, 487.

[76] LW, 487.

[77] HLA, 321, citando una carta del P. Frois, de agosto de 1565.

[78] HLA, citando otra carta del P. Frois, de marzo de 1565

[79] HLA, 322, citando una carta de Cabral, fechada el 9 de setiembre de 1576.

[80] Cf. I Cor, 10, 20 ; HLA, 321. El Concilio Vaticano II hacía alusión, sin duda, al texto citado de Pablo y a otros análogos proclamando que “la actividad de la Iglesia no tiene más que un fin: todo lo que lo bueno que se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y culturas de estos pueblos, no sólo no desaparezca, sino que se purifique, se leve y se perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre” (Lumen Gentium, 17).

[81] Como lo recuerda el padre de Lubac.

[82] JMB, 201.

[83] Ibid., 209.

[84] Ibid., 211.

[85] Concilio Vaticano II, Decreto Nostra Ætate sobre las relaciones con las relaciones no cristianas, § 2.

[86] Ibid.

Contenido del libro

Abandono en el Estoicismo y Budismo

Abandono en Francisco de Sales

Abandono en San Juan Eudes

Abandono en las Dos Alianzas

Abandono en la espiritualidad de San Agustín

Abandono en la teología musulmana

Abandono en el seno del Judaísmo

Abandono en Teresa de Lisieux

Abandono y espiritualidad ignaciana