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Lunes, 25 de noviembre de 2024

Divorcio (en Teología Moral)

De Enciclopedia Católica

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Introducción

El término divorcio (divortium, de divertere, divortere, “separar”) fue empleado en la Roma pagana para la separación mutua de la gente casada. Etimológicamente, la palabra no indica si esta separación mutua incluía la disolución de los vínculos matrimoniales, y, de hecho, la palabra se utiliza en la Iglesia y en la ley eclesiástica con este significado neutral. De ahí que se haga la distinción entre el divortium plenum o perfectum (divorcio absoluto), el cual implica la disolución del vínculo matrimonial, y el divortium imperfectum (divorcio limitado), que deja intacto el vínculo matrimonial e implica únicamente el cese de la vida en común (separación de cama, o, adicionalmente, separación del lugar de vivienda). En la ley civil el divorcio implica disolución del vínculo matrimonial; el divortium imperfectum es llamado separación (séparation de corps).

La doctrina católica sobre el divorcio podría resumirse en las siguientes proposiciones:

En el matrimonio cristiano, el cual implica la restauración del matrimonio, por Cristo Mismo, a su indisolubilidad original, nunca puede haber un divorcio absoluto, al menos después de que el matrimonio ha sido consumado;

El matrimonio no cristiano puede disolverse por medio del divorcio absoluto bajo ciertas circunstancias en favor de la Fe;

Los matrimonios cristianos antes de la consumación pueden disolverse al profesar solemnemente en una orden religiosa, o por un acto de autoridad papal;

La separación (divortium imperfectum) se permite en diferentes casos, especialmente en el caso de adulterio, infidelidad o herejía de parte del marido o la mujer.

Explicaremos en detalle estas proposiciones.

No Divorcio Absoluto en el Matrimonio Cristiano

1. La Indisolubilidad Original del Matrimonio y Su Restauración por Cristo

La improcedencia del divorcio absoluto fue ordenada por Cristo Mismo, de acuerdo con el testimonio de los Apóstoles y Evangelistas: “Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio” (Marcos, x, 11, 12 – Cf. Mateo, xix, 9; Lucas, xvi, 18). De la misma manera, san Pablo dice: “En cuanto a los casados, les ordeno, no yo sino el Señor, que la mujer no se separe del marido, mas en el caso de separarse, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido, y que el marido no despida a su mujer” (1 Cor., vii, 10, 11). Con estas palabras, Cristo restaura la indisolubilidad original del matrimonio como había sido ordenada por Dios en la Creación y fue inculcada en la naturaleza humana. Eso es declarado expresamente por Él contra los fariseos, quienes argumentaban la separación permitida por Moisés: “Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así (Mat., xix, 8); “¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos se harán una sola carne? De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mat., xix, 4-6). La indisolubilidad de todo matrimonio, no solamente del matrimonio cristiano, se afirma aquí. La permanencia del matrimonio para toda la raza humana de acuerdo con la ley natural se confirma aquí y es ratificada por una orden Divina positiva.

Los no católicos pueden dudar que aún de acuerdo con la ley natural del matrimonio hay en él un cierto sentido de indisolubilidad. La siguiente proposición es condenada en el Syllabus de Pio IX (Proposición LXVII): “De acuerdo a la ley natural, el vínculo matrimonial no es indisoluble, y en ciertos casos una autoridad civil puede sancionar el divorcio en el sentido estricto”. El significado de esta condenación es claro en el documento de donde ha sido tomada. Este es el Resumen papal (“Ad apostolicæ sedis fastigium”, 22 de agosto, 1851), en el cual, varios trabajos del profesor de Turín, J. N., y una serie de proposiciones defendidas por él fueron condenados, como está expresamente dicho, "deApostolicæ potestatis plenitudine".

Sin embargo, debe admitirse una cierta disolubilidad del matrimonio contraído de cualquier manera, aún de acuerdo con la ley natural, al menos en el sentido de que el matrimonio, al contrario de otros contratos, podría no ser disuelto al antojo de las partes contrayentes. Tal disolubilidad podría estar en directa contradicción con el propósito esencial del matrimonio, la adecuada propagación de la raza humana, y la educación de los niños. Que en casos excepcionales, en los cuales la cohabitación continuada podría nulificar el propósito esencial del matrimonio, la disolubilidad puede, sin embargo, no ser permitida, es difícil de probar como postulado por la ley natural desde el propósito primario del matrimonio. Sin embargo, aún tal disolubilidad podría no estar en concordancia con los propósitos secundarios del matrimonio, y es de esta manera considerado por santo Tomas (IV Sent., dist. xxxiii, Q, ii, a. 1) y la mayoría de los eruditos católicos como en contra de las demandas secundarias de la ley natural. En este sentido, el matrimonio, considerado meramente de acuerdo a la ley natural, es intrínsecamente indisoluble. Que es también extrínsecamente indisoluble, es decir, que no puede ser disuelto por ninguna autoridad más alta que las partes contrayentes, no pude afirmarse sin excepción. La autoridad civil, de hecho, aun de acuerdo a la ley natural, no tiene tal derecho de disolver el matrimonio. Las malas consecuencias que fácilmente podrían seguir, a causa del poder de la pasión, en el caso de que el poder civil pudiera disolver el matrimonio, parecen excluir tal poder; está ciertamente excluido por la ley Divina positiva original: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mat., xix, 6).

Sin embargo, aquella parte de la proposición condenada por Pío IX, en la cual se afirma: “Y en ciertos casos el divorcio en el sentido estricto puede ser sancionado por una autoridad civil”, no necesariamente debe ser entendido del matrimonio de acuerdo a la ley natural pura, ya que Nuytz, cuya doctrina fue condenada, afirmó que el Estado tenía esta autoridad en relación con los matrimonios cristianos, y porque la sección correspondiente del Syllabus trata de los errores acerca del matrimonio cristiano. (Cf. Schrader, Der Papst und die modernen Ideen, II (Vienna, 1865), p. 77.)

2. El Divorcio Entre los Israelitas

A pesar de la ley Divina sobre la indisolubilidad del matrimonio, con el paso del tiempo el divorcio, en el sentido de la completa disolución del matrimonio, se hizo extensivo en pequeña o gran escala a todas las naciones. Moisés encontró esta costumbre aún entre el pueblo de Israel. Como legislador, ordenó en el nombre de Dios (Dt., xxiv, 1) “Si un hombre toma a una mujer y se casa con ella, y resulta que esta mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desagrada, le redactará un libelo de repudio, se lo pondrá en su mano y la despedirá de su casa”. El resto del pasaje muestra que este divorcio fue entendido como una justificación para que la mujer se case con otro hombre, y por esto, como completa anulación del primer matrimonio. Algunos lo relacionan solamente como una liberación del castigo, de esta manera el nuevo matrimonio de la mujer divorciada no estaba permitido, y era adulterio, porque el vínculo del primer matrimonio no se había disuelto. Esta opinión fue mantenida por el Maestro de las Sentencias, Peter Lombard (IV Sent., dist. xxxiii, 3), san Buenaventura (IV Sent., dist. xxxiii, art. 3, Q, I) y otros. Algunos, sin embargo, creen que había una verdadera autorización, una dispensa garantizada por Dios, de otra manera la práctica sancionada en la ley podría ser culpada como pecadora en algunas partes del Antiguo Testamento. Más aún, Cristo (loc. cit.) parece haber dejado ilícito lo que era ilícito desde el principio, pero que había sido permitido en realidad más tarde, aun si había sido permitido “por la dureza de sus corazones” (St. Thomas, III, Supplem., Q. lxvii, a. 3; Bellarmine, "Controvers. de matrim.", I, xvii; Sanchez, " De matrim.", X, disp. i. n. 7; Palmieri, "De matrimonio christ.", Rome, 1880, 133 sqq.; Wernz, "Jus decretalium", IV, n. 696, not. 12; etc).

Esta segunda opinión mantiene y debe mantener que la expresión “por algo que le desagrada” no significa cualquier causa pequeña, sino una mancha seria, algo vergonzoso dirigido contra el propósito del matrimonio o de la fidelidad matrimonial. Una separación a voluntad, por razones simples, por placer del esposo, está en contra del principio primario de la ley natural moral, y no es sujeto de dispensa Divina de tal manera que pudiera hacerse lícito en cada caso. Esto, de hecho, no corresponde completamente con los propósitos secundarios del matrimonio, pero en ese sentido es sujeto de dispensa Divina, ya que la inconveniencia de temer de tal separación puede corregirse o evitarse por la Divina Providencia. En los tiempos de Cristo, había una aguda controversia entre la reciente, laxa escuela de Hillel y la estricta y conservativa escuela de Schammai acerca del significado de la frase hebrea. De ahí la pregunta con la cual los fariseos tentaron a Nuestro Señor: “¿Es legítimo… para cualquier causa? El repudio de la mujer por razones frívolas ha sido agudamente condenado por Dios a través de los profetas Miqueas (ii, 9) y Malaquías (ii, 14), pero más tarde se hizo corriente. Cristo abolió por completo el permiso que Moisés había dado, aunque este permiso estaba estrictamente limitado; Él permitió una causa similar a “algo que le desagrada” como una razón para repudiar a la mujer, pero no para la disolución del vínculo matrimonial.

3. La Bases Dogmáticas y la Aplicación Práctica de la Completa Disolubilidad del Matrimonio Consumado dentro de la Iglesia Católica.

(a) Sus fundamentos en las Escrituras – La exclusión completa del divorcio absoluto (divortium perfectum) en el matrimonio cristiano está expresada en las palabras citadas arriba (Marcos, x: Lucas, xvi; I Cor., vii). Las palabras en el Evangelio de san Mateo (xix, 9), “no por fornicación”, sin embargo, han levantado la duda de si el repudiar a la mujer y disolver los vínculos matrimoniales no estaban permitidos a causa del adulterio. La Iglesia Católica y la teología católica han sostenido siempre que con tal explicación, san Mateo podría estar contradiciendo a los santos Marcos, Lucas y Pablo, y los conversos instruidos por este último podrían haber sido llevados al error con relación a la verdadera doctrina de Cristo. Ya que esto es consistente tanto con la infalibilidad de la enseñanza apostólica y de la Sagrada Escritura, la cláusula en Mateo debe explicarse como el puro despido de la mujer infiel sin la disolución del vínculo matrimonial. Tal repudio no está excluido por los textos paralelos en Marcos y Lucas, mientras Pablo (I Cor., vii, 11) claramente señala la posibilidad de tal repudio: “mas en el caso de separarse, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido”. Gramáticamente, la cláusula en san Mateo puede modificar un miembro de la frase (aquel que se refiere al repudio de la mujer) sin aplicarse al siguiente miembro (el que el otro pueda volver a casarse), sin embargo, debemos admitir que la construcción es un poco difícil. Si significa, “Cualquiera que repudie a su mujer, no por fornicación, y se case con otra, comete adulterio”, entonces, en caso de infidelidad marital, la mujer puede ser repudiada; pero en ese caso, el que el adulterio no se comete al casarse de nuevo no se puede concluir de estas palabras. La siguiente frase, “Y aquel que se case con la mujer repudiada” – así mismo la mujer que es repudiada por adulterio – “comete adulterio”, dice lo contrario, ya que suponen la permanencia del primer matrimonio. Más aún, la brevedad de la expresión en Mateo, xix, 9, que nos parece difícil, es explicable, ya que el evangelista ha dado previamente una explicación del mismo tema, y ha establecido exactamente lo que estaba justificado por motivos de la fornicación: “Todo el que repudia a su mujer, excepto el caso de fornicación, la hace ser adúltera; y el que se case con una repudiada, comete adulterio”. (Mateo, v, 32).

Aquí se excluye toda excusa para volverse a casar o para la disolución del primer matrimonio. Aún el simple despido de la mujer, si se hace injustamente, la expone al peligro de adulterio y es así atribuido al marido que la ha despedido – “la hace ser adúltera”. Es solamente en el caso de infidelidad marital que el repudio total está justificado – “excepto por fornicación”. En este caso es ella, no el marido, quien ha sido legalmente repudiada, es la ocasión, y de esta manera será ella la responsable si llegase a cometer un nuevo pecado. Debe hacerse énfasis también en que aún para Mateo, xix, 9, hay una lectura variante apoyada por importantes códices, la cual tiene “la hace cometer adulterio” en vez de la expresión “comete adulterio”. Esta lectura responde más claramente a la dificultad. (Cf. Knabenbauer, "Comment, in Matt.", II, 144).

La exégesis católica es unánime al excluir el carácter legítimo del divorcio absoluto a partir de Mateo 19, pero la explicación exacta de las expresiones, “excepto por fornicación” y “excepto por la causa de fornicación”, han dado origen a diferentes opiniones. ¿Significa la violación de la infidelidad marital, o un crimen cometido antes del matrimonio, o un impedimento dirimente? (Ver Palmieri, "De matrim. Christ.", 178 sqq.; Sasse, "De sacramentis", II, 418 sqq.). Que el divorcio absoluto nunca sea permitido es claro desde las Escrituras, pero el argumento es válido solamente para un matrimonio consumado. Ya que Cristo fundamentó Su ley en las palabras: “serán una sola carne”, las cuales son verificadas únicamente en un matrimonio consumado. Qué tanto se excluye el divorcio, o puede ser permitido antes de la consumación del matrimonio debe derivarse de otra fuente. (b) La Tradición y el Desarrollo Histórico de la Doctrina y la Práctica – La Doctrina de la Escritura acerca de la ilegalidad del divorcio está completamente confirmada por la tradición constante de la Iglesia. Los testimonios de los Padres y los concilios no nos han dejado lugar a dudas. En varios lugares han dejado la enseñanza de que ni aún en el caso de adulterio puede disolverse el vínculo matrimonial o la parte inocente pasar a un nuevo matrimonio. Prefieren insistir en que la parte inocente debe permanecer sin casarse después del despido de la culpable, y sólo puede volver a casarse en el caso de que intervenga la muerte. Leemos en Hermas (cerca del año 150), “Pastor”, mand. IV, I, 6: “Déjenlo repudiarla (a la esposa adúltera) y que el esposo permanezca solo; pero si después de repudiar a su mujer, él se casa con otra, de esta manera cometerá adulterio” (ed. Funk, 1901). La expresión en el verso 8: “Por el arrepentimiento de ella, por lo tanto, el esposo no debería casarse”, no debilita la orden absoluta, pero le da la presunta razón de este gran mandamiento. San Justino Mártir (d. 176) dice (Apolog., I, xv, P.G., VI, 349), simplemente y sin excepción: “Aquel que se case con la que ha sido repudiada por otro hombre comete adulterio”.

De la misma manera Atenágoras (cerca del 177/ en su “Legatio pro Christ”, xxxiii (P.G., VI, 965): “Cualquiera que repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio”; Tertuliano (d. 247), “De monogamia”, c, ix (P.L., II, 991): “Entran en uniones adúlteras aún cuando no repudian a sus mujeres, no se nos permite casarnos aunque hayamos repudiado nuestras mujeres”; Clemente de Alejandría (d. 217), “Strom”, II, xxiii (P.G., VIII, 1096), menciona la ordenanza de la Sagrada Escritura con las siguientes palabras: “No se debe repudiar a la mujer, excepto por fornicación, y (la Sagrada Escritura) considera como adulterio el volver a casarse mientras la otra persona separada sobrevive”. Expresiones similares se encuentran en el curso de las siguientes centurias, tanto en los Padres griegos como en los latinos, por ejemplo, san Basilio de Cesárea, “Epist. Can”, ii, “Ad Amphilochium", can. xlviii (P.G., XXXII, 732); san Juan Crisóstomo, "De libello repud." (P.G., LI, 218); Teodoreto, sobre I Cor., vii, 39, 40 (P.G., LXXXII, 275); san Ambrosio, "in Luc.", VIII, v, 18 sqq. (P.L., XV, 1855); san Jerónimo, Epist, lx (ad Amand.), n. 3 (P.L., XXII, 562); san Agustín, "De adulterinis conjugiis", II, iv (P.L., XL, 473), etc., etc. Las coincidencias en los pasajes de algunos de los Padres, aún entre los acabados de citar, las cuales tratan al marido con más suavidad en caso de adulterio, o parecen permitirle un nuevo matrimonio después de la infidelidad de su esposa, no prueban que estas expresiones deben entenderse como la autorización para un nuevo matrimonio, sino como de menor penitencia canónica y como excluido de castigo por la ley civil. O si ellos se refieren a un mandamiento de parte de la Iglesia, el nuevo matrimonio se supone que debería tener lugar después de la muerte de la esposa que ha sido repudiada. Esta autorización fue mencionada, no sin razón, como una concesión para la parte inocente, ya que en ciertos periodos las leyes de la Iglesia con relación a la parte culpable prohibían por siempre cualquier matrimonio posterior (cf. can. vii del Concilio de Compiègne, 757).

Es bien sabido que la ley civil, aún la de los emperadores cristianos, permitía en muchos casos un nuevo matrimonio después de la separación de la mujer. De ahí que, sin contradecirse a sí mismo, san Basilio pudiera decir del esposo: “Él no está condenado”, y “Es considerado excusable” (ep. clxxxviii, can. ix, y Ep. cxcix, can. xxi, en P.G., XXXII, 678, 721), porque está hablando claramente del tratamiento más suave del esposo que de la esposa con relación a la penitencia canónica impuesta por adulterio. San Epifanio, quien es especialmente crítico con la enseñanza de que el esposo que ha repudiado a su mujer a causa de adulterio u otro crimen pudiera, por ley Divina, casarse con otra (Hæres, lix, 4, en P.G., XLI, 1024), está hablando en realidad de un segundo matrimonio después de la muerte de la esposa divorciada, y mientras declara en general que tal matrimonio está permitido, pero es menos honorable, todavía hace la excepción con relación a esta última parte a favor de quien ha estado separado por largo tiempo de su primera esposa. Los otros Padres de los siglos siguientes, en cuyos trabajos se pueden encontrar expresiones confusas y ambiguas, tienen que ser explicados de la misma manera.

La práctica de los fieles no estuvo siempre, de hecho, en perfecta concordancia con la doctrina de la Iglesia. A causa de una moral defectuosa, se pueden encontrar regulaciones de sínodos particulares, las cuales permitían concesiones injustificadas. Sin embargo, los sínodos de todos las centurias, y más claramente los decretos de los papas, han declarado constantemente que el divorcio que anula el matrimonio y permite volver a casarse nunca fue permitido. El Sínodo de Elvira (300 D. C.) mantiene sin la más mínima ambigüedad la permanencia del vínculo matrimonial, aún en el caso de adulterio. El Canon ix establece: “Una mujer fiel que ha dejado a su esposo adúltero y se casa con otro que es fiel, queda prohibida de casarse; se ella se ha casado, queda impedida para recibir la comunión hasta que el hombre que ella ha dejado muera, a menos que la enfermedad lo convierta en una necesidad imperativa” (Labbe, "Concilia", II, 7). El Sínodo de Arles (314) habla, de hecho, de apoyar lo más posible el que los hombres jóvenes que has repudiado a sus mujeres por adulterio no deberían volver a casarse (ut, in quantum possil, consilium eis detur); pero declara al mismo tiempo el carácter ilícito del segundo matrimonio, ya que dice de estos esposos: “Tienen prohibido casarse” (prohibentur nubere, Labbe, II, 472). La misma declaración se puede encontrar en el Segundo Concilio de Mileve (416) canon xvii (Labbe, IV, 331); el Concilio de Hereford (673), canon x (Labbe, VII, 554); el Concilio de Friuli (Forum Julii), en el norte de Italia (791), canon x (Labbe, IX, 46); todos ellos enseñan claramente que el vínculo matrimonial permanece aún en caso de repudio por adulterio, y que el nuevo matrimonio está por lo tanto prohibido.

Las siguientes decisiones de los papas a este respecto merecen mención especial: Inocencio I, “Epist ad Exsuper”, c. vi, n. 12 (P.L., XX, 500): “Su diligencia ha preguntado acerca de aquellos, también, que, por medio de un acto de separación, han contraído otro matrimonio. Es claro que ellos son adúlteros por ambos lados”. Compárese también con "Epist. ad Vict. Rothom.", xiii, 15, (P.L., XX, 479): “Con relación a todos los casos la regla que se mantiene es que quienquiera que se case con otro hombre, mientras su esposo aún está vivo, debe considerarse como adúltera, y debe mantenerse sin poder hacer penitencia a menos que uno de los hombres muera”. La imposibilidad de divorcio absoluto durante toda la vida de las personas casadas no podría expresarse con mayor fuerza que al declarar que el permiso para efectuar penitencia pública debe serle rechazado a las mujeres que se vuelvan a casar, como a un pecador público, porque esta penitencia presupone la terminación del pecado, y permanecer en un segundo matrimonio es permanecer en el pecado. Además del adulterio de una de las partes casadas, las leyes del imperio reconocen otras razones por la cuales el matrimonio podría disolverse y se autorizaría un segundo matrimonio, por ejemplo, la prolongada ausencia como prisionero de guerra, o la elección de vida religiosa por alguno de los esposos. En estos casos, también, los papas se pronunciaron decididamente a favor de la indisolubilidad del matrimonio, por ejemplo, Inocencio I, "Epist. ad Probum", en P.L. XX, 602; León I, "Epist. ad Nicetam Aquil.", en P.L., LIV, 1136; Gregorio I, "Epist. ad Urbicum Abb.", en P.L., LXXVII, 833, y "Epist. ad Hadrian. notar.", en P.L., LXXVII, 1169. Este último pasaje, que se fundamenta en el “Decretum” de Graciano (C. xxvii, Q, ii, c. xxii), es como sigue: “Aunque la ley civil provee que, por el bien de la conversión (es decir, por el propósito de escoger una vida religiosa), un matrimonio podría disolverse, aunque alguna de las partes no esté dispuesta, la ley Divina, sin embargo, no permite que esto se realice”. Que la indisolubilidad del matrimonio no admita excepciones está indicado por el Papa Zacarías en su carta del 5 de enero de 747 a Pepino y los obispos Francos, ya que en el capítulo vii él ordena “por autoridad apostólica”, como respuesta a las preguntas que le han sido propuestas: “Si cualquier laico repudiase a su mujer y se casare con otra, o si se casare con una mujer que ha sido repudiada por otro hombre, debe ser privado de la comunión” [Monum. Germ. Hist.: Epist., III:Epist. Merovingici et Karolini ævi, I (Berlin, 1892), 482]

(c) Admisiones Menos Estrictas y sus Correcciones – Mientras los papas constantemente rechazaban el divorcio absoluto en todos los casos, encontramos algunos de los sínodos francos del siglo octavo que lo permitían en ciertos casos precisos. A este respecto los Concilios de Verberie (725) y el Compiègne (757) se equivocaron especialmente. El Canon ix del primer concilio está indudablemente errado (Labbe, VIII, 407). En este canon, se establece que si un hombre debe viajar al extranjero, y su esposa, fuera de su apego al hogar y a los familiares, no pudiera viajar con él, debe permanecer sin casarse mientras su esposo viva; por otro lado, en contraste con la mujer culpable, un segundo matrimonio se le permite al esposo: “Si él no tiene esperanza de regresar a su propio país, si no se puede abstener, puede recibir otra esposa con una penitencia”. La costumbre pre-cristiana estaba tan profundamente gravada en sus corazones que se creía que debía darse algún grado de autorización para esto. El canon v parece que también concede un permiso no autorizado para un segundo matrimonio. Trata del caso en el cual una esposa, con la ayuda de otro hombre, busca asesinar a su esposo, y él escapa de la trampa matando a los cómplices en defensa propia. A tal esposo le está permitido buscar otra esposa: “Este esposo puede repudiar a esa mujer, y, si desea, puede tomar otra. Pero la mujer que planeó el asesinato debe sufrir penitencia y permanecer sin esperanza de poder casarse”. Algunos explican que este canon significa que el marido puede casarse otra vez después de la muerte de la primera esposa, pero que la mujer criminal tiene prohibido por siempre casarse. Esto último está en concordancia con la disciplina penitencial de la época, porque el crimen en cuestión era castigado con penitencia canónica de por vida, y de ahí con exclusión permanente de la vida marital. En su canon decimotercero (de acuerdo con Labbe, VIII, 452; otro lo llaman el decimosexto) el Concilio de Compiègne da una decisión de alguna manera ambigua y puede parecer que permite el divorcio absoluto. Dice que un hombre que ha repudiado a su mujer para que ella pueda elegir la vida religiosa, o tomar el velo, puede casarse con una segunda esposa cuando la primera ha llevado a cabo su decisión. Sin embargo, la elección intencional del estado de perfección cristiana parece implicar que este canon debe estar limitado a un matrimonio que no ha sido consumado. De ahí que da la correcta doctrina católica, de la cual hablamos abajo. Este debe ser también el significado del canon xvi (Labbe, VII, 453; otros, canon xix), el cual permite la disolución del matrimonio entre un leproso y una mujer sana, de tal manera que la mujer está autorizada para casarse de nuevo, a menos que supongamos que aquí hay una cuestión del impedimento dirimido de la impotencia. Si estos cánones estuvieran dirigidos en otro sentido, entonces son contrarios a la doctrina general de la Iglesia. Otros cánones, en los cuales la separación y el segundo matrimonio están permitidos, se refieren sin duda alguna a los impedimentos dirimidos de afinidad y relación espiritual, o a un matrimonio contraído en error por personas una de las cuales es libre y la otra no. Por esto, ellos no tienen referencia de divorcio real, y no pueden ser interpretados como una concesión laxa a morales populares o a la pasión. Es cierto que varios de los Libros Penitenciales escritos alrededor de esta época en las regiones francas contienen casos mencionados por estos dos sínodos y añaden otros en los cuales la verdadera disolución del vínculo del matrimonio y un nuevo matrimonio con otra esposa podría estar permitidos. Lo siguientes casos son mencionados en algunos de estos Libros Penitenciales: adulterio, esclavitud como castigo por un crimen, prisión de guerra, deserción voluntaria sin esperanza de reunión, etc. (Schmitz, "Bussbücher", II, 129 sqq.). Estos Libros Penitenciales no tienen, de hecho, carácter oficial, pero influenciaron por algún tiempo la práctica eclesiástica en estos países. Sin embargo, su influencia no duró mucho. En las primeras décadas del siglo noveno, la iglesia comenzó a proceder enérgicamente en contra de ellos (cf. el Sínodo de Châlons, en 813, canon xxxviii; Labbe, IX, 367). No fueron suprimidos completamente de una vez, especialmente cuando un decaimiento general de la moral cristiana tuvo lugar en el siglo décimo y principios del undécimo. Hacia el final del siglo XI, sin embargo, toda concesión a la práctica menos rigurosa relacionada con el divorcio había sido corregida.

La indisolubilidad completa del matrimonio cristiano se ha fijado tan firmemente en la conciencia jurídica que las colecciones auténticas de leyes de la iglesia, los Decretales del siglo 12, no ven la necesidad de declararlo expresamente, sino simplemente suponerlo, en otras decisiones jurídicas, como un asunto en curso y más allá de discusión. Esto se muestra en la serie completa de casos en el IV Decretal., xix. En todos los casos, sea la causa complot criminal, adulterio, pérdida de la fe, o cualquier otra causa, el vínculo marital se mantiene absolutamente indisoluble y es imposible un segundo matrimonio.

(d) Decisión Dogmática sobre la Indisolubilidad del Matrimonio – El Concilio de Trento fue el primero en tomar una decisión dogmática acerca de este asunto. Esto ocurrió en la Sesión XXIV, canon v: “Si cualquiera llegase a decir que el vínculo del matrimonio puede ser disuelto a causa de herejía, o daño debido a cohabitación, o deserción voluntaria; sería anatema”, y en el canon vii: “Si alguien llegase a decir que la Iglesia ha errado al haber pensado, y en haber enseñado que, de acuerdo con las enseñanzas de los Evangelios y los Apóstoles, el vínculo del matrimonio no pude disolverse, y que cualquier parte – ni aún la inocente, la cual no ha dado causa para adulterio – puede contraer otro matrimonio mientras la otra parte vive, y que ella o él, comete adulterio quien repudia a una mujer adúltera, o esposo, y se casa con otro, será anatema”. El decreto define directamente la infalibilidad de la doctrina de la iglesia en relación con la indisolubilidad del matrimonio, aún en el caso de adulterio, pero indirectamente el decreto define la indisolubilidad del matrimonio. Se han expresado dudas aquí y allá acerca del carácter dogmático de esta definición (cf. Sasse, "De Sacramentis", II, 426). Pero León XIII, en la Encíclica “Arcanum”, del 10 de febrero de 1880, llama a la doctrina sobre el divorcio condenada por el Concilio de Trento “la herejía nociva” (hoeresim deterrimam). La aceptación de esta indisolubilidad de matrimonio como artículo de fe definida por el Concilio de Trento es exigida en el credo por el cual los orientales debieron hacer su profesión de fe cuando se reunieron con la Iglesia Romana. La fórmula prescrita por Urbano VIII contiene la siguiente sección: “También, que el vínculo del Sacramento del Matrimonio es indisoluble; y que, aunque la separación tori et cohabitationis puede hacerse entre las partes, por adulterio, herejía, u otras causas, sin embargo, no es legítimo para ellos contraer otro matrimonio”.

Exactamente la misma declaración con relación al matrimonio fue hecha en la corta profesión de fe aprobada por el Santo Oficio en el año de 1890 (Collectanea S. Congr. de Prop. Fide, Rome, 1893, pp. 639, 640). La forma indirecta más suave en la cual el Concilio de Trento pronunció su anatema fue escogida expresamente fuera del sentido para los griegos de ese periodo, quienes se habrían sentido muy ofendidos, de acuerdo con el testimonio de los embajadores venecianos, si el anatema se hubiera dirigido directamente a ellos, mientras que ellos habrían encontrado más fácil de aceptar el decreto de que la Iglesia Romana no era culpable de error en su interpretación más estricta de la ley (Pallavicini, "Hist. Conc. Trid.", XXII, iv).

(e) El Desarrollo de la Doctrina sobre el Divorcio fuera de la Iglesia Católica – En la Iglesia Griega, y otras Iglesias Orientales en general, la práctica, y finalmente aún la doctrina, de la indisolubilidad del vínculo del matrimonio se hizo cada vez más y más laxa. Zhishman (Das Eberecht der orientalischen Kirchen, 729 sqq.) testifica que las Iglesias Orientales y Griega, separadas de Roma, permitían en sus documentos eclesiásticos oficiales la disolución del matrimonio, no solamente a causa del adulterio, sino también “de aquellas ocasiones y acciones cuyo efecto sobre la vida marital podría ser asumida como similar a la muerte o al adulterio, o las cuales justifican la disolución del vínculo matrimonial en consecuencia de una suposición bien fundamentada de muerte o adulterio”. Tales razones son, primera, alta traición; segunda, ataques criminales contra la vida; tercera, conducta frívola que da origen a sospecha de adulterio; cuarta, aborto intencional; quinta, actuar como padrino en el bautizo del propio hijo; sexta, desaparición prolongada; séptima, locura incurable que hace imposible la cohabitación; octava, la entrada de una de las partes en una orden religiosa con el permiso de la otra parte.

Entre las sectas que surgieron en tiempos de la Reforma en el siglo 16, difícilmente puede haber algún desarrollo de las leyes de la iglesia acerca del divorcio. La jurisdicción en asuntos del matrimonio fue relegada, en principio, a la ley civil, y solamente la bendición del matrimonio fue asignada a la Iglesia. Es verdad que la interpretación de los llamados oficiales eclesiásticos, su aprobación o rechazo de las leyes civiles del matrimonio, pueden encontrar expresión en ciertos casos en que ellos podían rehusarse a bendecir un intento de matrimonio de gente que se ha divorciado cuando las razones de su divorcio les parecían que se oponían demasiado a las Escrituras. No sorprende que a este respecto la tendencia pudiera estar siendo decadente, cuando recordamos que, en las diferentes sectas del protestantismo el crecimiento del liberalismo ha avanzado aún hacia la negación de Cristo [Dr. F. Albert, Verbrechen und Strafen als Ehescheidungsgrund nach evangel, Kirchenrecht (en Stutz, Kirchenr. Abhandlungen, Stuttgart, 1903), I, IV].

4. Declaración de Nulidad

La declaración de nulidad debe distinguirse cuidadosamente del divorcio propiamente dicho. Puede ser llamado divorcio solamente en un sentido muy impropio, porque presupone que no hay ni ha habido matrimonio. Sin embargo, ya que hay un asunto de matrimonio alegado y de una unión la cual es considerada por el público como verdadero matrimonio, podemos entender por qué se ha de requerir un juicio eclesiástico previo, declarando la presencia de un impedimento dirimido y la invalidez consecuente de un supuesto matrimonio, antes de que las personas en cuestión puedan estar libres para separarse o casarse de nuevo. Es solamente cuando la invalidez del matrimonio se hace públicamente conocida y la futura cohabitación lleva al escándalo, o cuando otras razones importantes llevan a una rápida separación de domicilio necesaria y aconsejable, que tal separación debe ocurrir de inmediato, para ser definitiva más tarde por una sentencia judicial. Cuando la invalidez de un matrimonio es públicamente conocida, el procedimiento oficial es necesario, y debe introducirse el proceso eclesiástico de anulación. En el caso de impedimentos que se refieran exclusivamente a los derechos del esposo y la esposa, y los cuales pueden ser removidos por su consentimiento, solamente a uno de los supuestos esposos cuyos derechos están en duda le está permitido impugnar el matrimonio por medio de una queja ante la corte eclesiástica, proporcionada para mantener este derecho. Tales casos son los impedimentos de temor o de violencia, de error esencial o impotencia en la parte del otro que no está completamente establecida, y fallar en el cumplimiento de algunas condiciones arregladas. En los casos de otros posibles impedimentos, cada católico, aún un extraño, puede presentar una queja de nulidad si puede dar pruebas de dicha nulidad. Los únicos demandantes excluidos son aquellos que, a causa de ventaja privada, no quieren declarar la invalidez del matrimonio antes de su disolución por muerte, o aquellos que conocen el impedimento cuando las amonestaciones o el matrimonio fueron proclamados y culpablemente guardan silencio. Por supuesto, se permite a las partes casadas refutar las razones alegadas por extraños contra su matrimonio (Wernz, "Jus decretalium", IV, n. 743).

Que la separación y el volver a casarse de las partes separadas no puede tener lugar solamente a causa de convicciones privadas de la invalidez del supuesto matrimonio, sino solamente a causa de un juicio eclesiástico fue enseñado por Alejandro III e Inocencio III en la Decretal IV., xix, 3 y II, xiii, 13. En los primeros siglos la decisión sumaria de los obispos era suficiente; en el presente, debe seguirse la Constitución de Benedicto XIV, del 3 de noviembre de 1741.

Esta prescribe que en los casos matrimoniales debe citarse un “defensor del lazo matrimonial” (defensor matrimonii). Si la decisión es por la validez del matrimonio, no hay necesidad de apelación en la segunda instancia. Las partes pueden estar satisfechas con la primera decisión y continuar con la vida matrimonial. Si la decisión es por la invalidez del matrimonio, puede presentarse una apelación, y algunas veces inclusive una segunda apelación a la corte en tercera instancia, esto sólo hasta después de dos decisiones concordantes sobre la invalidez del matrimonio en duda que pueden ser consideradas como inválidas, y las partes pueden proceder a otro matrimonio. (Cf. III Conc. plen. Baltim., App. 262 sqq.; Conc. Americ. latin., II, n. 16; Laurentius, "Instit. iuris eccl.", 2nd ed., n. 696 sqq.; Wernz, "Jusdecretal.", IV, n. 744 sqq.)

A veces, sin embargo, en países de misión, a los prefectos apostólicos se les permite dar decisiones sumarias de casos en los cuales dos opiniones concordantes de teólogos aprobados o canónicos pronuncian la invalidez del matrimonio más allá de toda duda. Más aún, en casos de evidente nulidad, debida a un impedimento manifiesto de consanguinidad o afinidad, o de previo matrimonio, o de la ausencia de forma, o de la ausencia de bautizo de una de las partes, no es necesaria una segunda sentencia de nulidad (Decr. Del Santo Oficio, 5 de junio de 1889, y 16 de junio, 1894. Cf. Acta S. Sedis, XXVII, 141; también Decr. del Santo Oficio, 27 de marzo, 1901, Acta S. Sedis, XXXIII, 765). En los Decretales la declaración de nulidad es tratada bajo el título “De Divortiis”. Pero es importante que estos asuntos sean cuidadosamente distinguidos unos de otros. La escasez de una diferenciación exacta entre las expresiones “declaración de invalidez” y “divorcio”, y el tratamiento diferente de matrimonios nulos en distintos periodos, puede conducir a juicios incorrectos de decisiones eclesiásticas. Las decisiones de Iglesias particulares son fácilmente relacionadas como la disolución de matrimonios válidos, cuando, de hecho, ellas han sido solamente declaraciones de nulidad; y aún decisiones papales, tales como las de Gregorio II comunicadas a san Bonifacio y las de Alejandro III al obispo de Amiens, son vistas por algunos escritores como permisos dados por los papas a las Iglesias francas para disolver matrimonios válidos en ciertos casos. La decisión de Gregorio II, en el año 726, fue caracterizada en la colección de Graciano (C. xxxii, Q. vii, c. xviii), e impresa en "Mon. Germ. Hist.", III: Epist. (Epist. Merovingici et Karolini ævi I), p. 276; la decisión de Alejandro II está dada en los Decretales como pars decisa, es decir, una parte de una carta papal (Decretal IV., xv, 2) omitida en la Decretal misma. En ambos casos existía la duda de una declaración de invalidez de un matrimonio que era inválido desde el mismo comienzo debido a un antecedente de impotencia. Una cierta concesión a las Iglesias francas fue, sin embargo, hecha en estos casos. De acuerdo con la costumbre romana, tales supuestos marido y mujer no estaban separados, pero estaban obligados a vivir juntos como hermano y hermana. En las Iglesias francas, sin embargo, una separación fue pronunciada y se dio el permiso para contraer nuevas nupcias al que no sufría de absoluta impotencia.

Alejandro III le concedió esta costumbre a las Iglesias francas para el futuro. Si por lo tanto, la unión en duda es llamada legítima conjunctio, o aún legitimum matrimonium, esto se hace solamente a causa de la forma externa del contrato matrimonial. Que en tales casos un impedimento dirimente, de acuerdo a la ley natural, estaba presente, y un verdadero matrimonio era imposible, era bien entendido por el papa. Él dice expresamente esto en la parte de su carta que ha sido caracterizada en las Decretales (IV Decretal., xv, 2. Cf. Sägmüller, "Die Ehe Heinrichs II" in the Tübingen "Theol. Quartalschr.", LXXXVII, 1905, 84 ss.). Que en casos similares la decisión para la separación ha sido dada algunas veces y a veces en contra, no debería sorprender, ya que aún en el presente la idea eclesiástica de impotencia de parte de la mujer no está completamente establecida (cf. controversy in "The American Eccl. Review", XXVIII, 51 sqq.).

No Disolución bajo Ciertas Circunstancias

1. El Privilegio Paulino

La Carta Magna en favor de la fe cristiana está contenida en las palabras del Apóstol, I Cor., vii, 12-15: “Si un hermano tiene una mujer no creyente y ella consiente en vivir con él, no la despida. Y si una mujer tiene un marido no creyente y él consiente en vivir con ella, no le despida Pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda santificada por el marido. De otro modo, vuestro hijos serán impuros, más ahora son santos. Pero si la parte no creyente quiere separarse, que se separe, en ese caso la hermana o el hermano no están ligados: para vivir en paz os llamó el Señor”. (Sobre la interpretación de estas palabras vea Cornely sobre I Cor., 17,5 ss.) La controversia exegética, de si estas palabras son dependientes de la frase precedente “En cuanto a los demás, digo yo, no el Señor”, o si la frase se refiere a la que la precede, no es de importancia en esta cuestión. En la primera suposición, parecería que tenemos aquí una ordenanza que no es inmediatamente Divina, pero que fue establecida por el Apóstol a través del poder de Cristo. En la segunda suposición, podría tratarse de una ordenanza inmediatamente Divina. Estas palabras del Apóstol nos dicen que en todos los casos cuando una de las partes casadas ha recibido la fe cristiana, y la otra permanece infiel y no desea vivir en paz con la cristiana, el creyente no está obligado sino que es libre. El Apóstol no dice expresa y formalmente, de hecho, que el vínculo matrimonial ha sido disuelto, pero si no estuviere al menos en el poder de los cristianos disolver el vínculo previo y casarse de nuevo, las palabras no tendrían su completa verdad. De ahí que la Iglesia haya entendido las palabras en este sentido, y al mismo tiempo ha fijado con más exactitud cómo y bajo qué circunstancias este llamado Privilegio Paulino puede ejercitarse.

Inocencio III declara autoritariamente (Decretal IV., xix, 7, en cap. “Quanto”) que el converso está justificado a casarse de nuevo si lo desea, siempre que el no-cristiano no desee vivir con el otro o tal cohabitación pueda causar la blasfemia del Divino nombre o ser un incentivo para pecado moral: “Si enim alter infidelium conjugum ad fidem convertatur, altero vel nullo modo, vel non sine blasphemiâ divini nominis, vel ut eum pertrahat ad mortale peccatum ei cohabitare volente: qui relinquitur, ad secunda, si voluerit, vota transibit: et in hoc casu intelligimus quod ait Apostolus: Si infidelis discedit, etc., et canonem etiam in quo dicitur: Contumelia creatoris solvit jus matrimonii circa eum qui relinquitur”. De acuerdo con la interpretación y la práctica de la Iglesia, la disolución del matrimonio que fue contraída antes de la conversión no se ve afectada por la separación de las partes casadas, sino solamente cuando un nuevo matrimonio es contraído por la parte cristiana debido a este privilegio. El Santo Oficio afirma esto expresamente en el decreto del 5 de agosto de 1759, ad 2: “El lazo del vínculo matrimonial con un infiel sólo puede entenderse como desatado cuando la esposa conversa… procede a otro matrimonio con un creyente” (Collectan. S. Congr. de Prop. F., n. 1312). La manera de obtener este derecho para entrar a un nuevo matrimonio está fijada por la Iglesia bajo penalidad de nulidad, y consiste en una demanda (interpellatio) hecha de la parte no cristiana quiera o no ella o él vivir con el otro en paz o no. Si esta interpelación no es posible, y la dispensa apostólica ab interpellatione debe obtenerse (Collectanea, n. 1323). Si la esposa que permanece en infidelidad está de acuerdo en vivir en paz, pero más tarde actúa en contra de este acuerdo abusando de la religión cristiana, o tentando al cristiano hacia la infidelidad, o evitando que los hijos sean educados en la Fe cristiana, o se convierte en una tentación para el cristiano para cometer cualquier pecado mortal, este último recupera el derecho de proceder a un nuevo matrimonio después de un tiempo.

Esta consecuencia la cual se deduce de la pura naturaleza del privilegio, fue expresamente declarada por el Santo Oficio en el decreto del 27 de septiembre de 1848, y fue confirmado por Pío IX (Colectan., n. 1227; Ballerini-Palmieri, "Opus theol. Mor.", 3d ed., VI, n. 468). Si, sin embargo, la parte no cristiana se rehúsa a continuar en la vida matrimonial, no por causa de odio a la Fe o cualquier otra razón pecaminosa, sino a causa del cristiano, por conducta pecaminosa (por ejemplo por adulterio), se ha dado una razón justa para la separación, el cristiano podría no estar justificado para casarse de nuevo. El privilegio, sin embargo, seguirá siendo suyo si la parte no cristiana desea mantener como razón de la separación el adulterio cometido antes de la conversión. (Collectan., n. 1312, 1318, 1322) La interpelación de la parte no cristiana, la cual debe ocurrir antes del matrimonio del cristiano, debe ser, como regla general, acerca de vivir juntos en paz o no, pero una cohabitación pacífica sólo puede suponerse en un caso donde no hay serios peligros, y tales peligros pudieran surgir en ciertas circunstancia de la convivencia continua con la parte no cristiana, es fácilmente entendido que la Santa Sede está justificada para ser el medio de interpelación, tenga o no la parte no cristiana voluntad de aceptar la Fe cristiana; y en el caso de que la parte no cristiana se rehúse después de una cuidadosa deliberación, entonces, como resultado de este rechazo, se debe autorizar el permiso a la parte cristiana para casarse de nuevo y, por lo tanto, a disolver el matrimonio anterior. Este procedimiento, permitido por Sixto V, recibió nueva confirmación y dirección bajo León XIII por medio del decreto del Santo Oficio del 29 de noviembre de 1882 (Collectan., n. 1358, ad 3).

Se dice que el Privilegio Paulino está a favor de la Fe cristiana, pero el significado del privilegio y el derecho en tales casos para el divorcio absoluto no está exactamente definido por esto. La duda puede surgir en relación a los catecúmenos, y también en relación a aquellos que se unen a una denominación cristiana pero no pertenecen a la Iglesia Católica Romana. La solución a estas dudas está contenida en la siguiente preposición: el Privilegio Paulino está unido al bautismo. Que el privilegio no sea concedido a nadie antes de verdadera recepción del bautismo está más allá de cualquier duda desde el decreto de la Sagrada Congregación de Propaganda, del 16 de enero de 1803 (Collectan., n. 1319), y también desde el decreto del Santo Oficio del 13 de marzo de 1901 (Acta S. Sedis, XXXIII, 550). Aún la interpelación de la parte no cristiana debe ser pospuesta hasta el bautizo del otro. Requiere de una dispensa papal para proceder válidamente a tal interpelación antes del bautizo (Cf. Instructio S. Officii, bajo la autorización de Pío IX, 3 de junio de 1874, en Collectan., n. 1357). También es cierto que la disolubilidad en cuestión acá no está limitada para los matrimonios de paganos, sino para todos los matrimonios de personas sin bautizar, así ellos pudieran pertenecer a alguna denominación cristiana no católica (Acta S. Sedis, loc. cit.) Si, sin embargo, el privilegio está tan unido al bautismo que le pertenece a los adherentes cristianos de una denominación no católica cuando ellos profesan la Fe cristiana al recibir el bautismo es un asunto que todavía discuten los teólogos. Algunos teólogos de reputación afirman que el privilegio está garantizado en este caso, y que una decisión práctica a este efecto ha sido hecha por una Congregación Romana, de acuerdo con el testimonio de Koenings "Theol. mor.", II, 394 (New York, 1878). (Cf. Palmieri, "De matrim. christ.", th. XXVII, p. 224; Tarquini in "Archiv für decretal.", IV, n. 702, not. 59; Gasparri, "De matrim.", II, n. 1331; Ballerin-Palmieri, "Opus theol. mor.", 3d ed., VI, 457 sqq.). Aún en los primeros tiempos, el Venerable Bede y san Agustín parecen haber entendido el pasaje de san Pablo (I Cor.) en este sentido.

2. La Autoridad Papal para Disolver el Matrimonio no Cristiano.

De las decisiones eclesiásticas que ya se han citado, es claro que la Iglesia tiene al menos la autoridad de explicar el Privilegio Paulino, de limitarlo y extenderlo. Esto podría generar dificultades si el Privilegio Paulino, como está expresado en I Cor., vii, 15, fuese una ordenanza apostólica inmediata y sólo medianamente Divina, ya que Cristo podría haber concedido el poder en general en un caso de necesidad de disolver un matrimonio contraído en infidelidad a favor de la Fe. En vista de que todo el poder apostólico pasó a la suprema cabeza de la Iglesia, y como los apóstoles podían determinar reglas y condiciones para la disolución de los matrimonios en cuestión, el papa podría tener precisamente la misma autoridad. Sin embargo, en este punto hay una diversidad de opiniones entre los teólogos, y la Iglesia no ha terminado la disputa. Aunque el Privilegio tal como fue promulgado por san Pablo era de inmediato derecho Divino, el poder de la Iglesia para al menos hacer modificaciones en caso de necesidad, puede explicarse fácilmente ya que dicho poder pertenece a ella sin ninguna duda en otros asuntos que son de derecho Divino. La primera opinión parece haber sido sostenida en el siglo catorce por eminentes eruditos como P. de Palude y de Tudeschis, y en el siglo quince por san Antonio; en tempos recientes es defendida por Gasparri, Rossi, Fahrner y otros. La segunda opinión es sostenida por Th. Sánchez, Benedicto XIV, san Adolfo, Perrone, Billot, Wernz y otros. La enseñanza del Santo Oficio, del 11 de julo de 1866 (Collectan., n. 1353), llama al Privilegio “un Privilegio Divino promulgado por el Apóstol”. Sin embargo, a pesar de los desacuerdos relacionados con el Privilegio Paulino, los defensores de ambas opiniones están de acuerdo en que hay otro método para la disolución del matrimonio de infieles cuando una de las partes recibe el bautismo, es decir, por autoridad papal. De hecho, este poder no es admitido por los teólogos. Aún Lambertini (quien luego sería el papa Benedicto XIV) lo dudó cuando él fue secretario de la Sagrada Congregación del Concilio, en la causa Florentina, en el año de 1726. Pero posteriores decisiones papales, así como la verdadera decisión en este mismo caso, no deja lugar a la duda de que los papas se atribuyen a sí mismos este poder y actúan en concordancia. Si se aplica el Privilegio Paulino por sí solo, se deduce que cuando un pagano que ha vivido en la poligamia se convierte, se le puede permitir escoger alguna de sus mujeres que esté dispuesta a recibir el bautismo, siempre que su primera esposa no quiera vivir con él en paz o, bajo las circunstancias, convertirse a la Fe. De ahí que las respuestas de las Congregaciones Romanas basadas en el Privilegio Paulino, siempre incluyen la frase nisi prima voluerit converti.

Ahora, algunos de los papas a veces han concedido permiso a naciones enteras para escoger alguna de las varias esposas, sin añadir la cláusula “a menos que la primera no desee convertirse”. Esto lo hizo para la India el papa san Pío V, el 2 de agosto de 1571, en la Constitución “Romani Pontificius”. Urbano VIII, el 20 de octubre de 1626, y el 17 de septiembre de 1627, hizo lo mismo para las naciones suramericanas, y expresamente declaró: “Considerando que tales matrimonios paganos no son tan firmes que en caso de necesidad no puedan disolverse”; de manera similar, Gregorio XIII, el 25 de enero de 1585 (cf. Ballerini-Palmieri, "Opus theol. mor." 3d ed., VI, nn. 444, 451, 452). La prueba teológica de esta autoridad papal es simple para aquellos quienes, como se ha dicho, consideran el Privilegio Paulino como una orden Apostólica inmediata. Para esto está expresamente testificado en las Sagradas Escrituras que la autoridad apostólica, y de ahí la papal, puede permitir en beneficio de la Fe la disolución de un matrimonio contraído en infidelidad. El método de procedimiento y la precisa aplicación en diferentes casos podría naturalmente ser cometida por el portador de la autoridad apostólica. Aquellos que consideran que el Privilegio Paulino es una determinación Divina inmediata del caso en el cual un matrimonio puede disolverse, prueban la autoridad papal de otra manera. Ya que se deduce de I Cor., vii, 15, que el matrimonio contraído en infidelidad no es absolutamente indisoluble de acuerdo con el derecho Divino, se deduce del poder general de desatar que fue concedido al sucesor de san Pablo, Mateo, xvi, 19 – “Todo lo que desates en la tierra, también se desatará en el cielo” – que este poder se extiende también al tema presente. Más aún, los sucesores de san Pedro son ellos mismos los mejores intérpretes de su poder. Cuando sea que ocurra un ejercicio de autoridad que hasta ahora no haya sido claramente reconocida, no sólo una vez sino varias, no puede haber más duda de que tal autoridad es ejercida correctamente. Esto es precisamente lo que ocurrió en las concesiones de Pío V, Gregorio XII y Urbano VIII para los vastos territorios de India, las Indias Occidentales, etc.

3. La Disolución del Matrimonio Contraído en Infidelidad por Profesión en una Orden Religiosa.

Cuando se ha establecido la doctrina explicada arriba, la cual se admite prácticamente más allá de cualquier duda, la pregunta de si un matrimonio contraído en infidelidad puede anularse por profesión religiosa de la parte conversa, no es muy importante. Debe entenderse también que la parte bautizada puede elegir la vida religiosa, aún en contra de los deseos de quien permanece sin bautizar, y, en consecuencia, el otro puede volver a casarse. De acuerdo con la doctrina que acabamos de explicar, es claro que el papa, al menos en casos singulares, puede permitir esto. Si, de acuerdo a la ley general, y por ordenanza Divina inmediata, sin la intervención del papa, este privilegio pertenece a la parte bautizada, está de alguna manera conectado con otro asunto, viz., ¿por qué razón los matrimonios cristianos (es decir, sacramentales), sin consumar, pueden disolverse por profesión religiosa? Esto nos lleva a la tercera proposición acerca del esta materia del divorcio.

Disolución antes de la Consumación

1. Disolución por Profesión Solemne

El hecho de que la profesión religiosa cause la disolución del vínculo matrimonial, a condición de que el matrimonio no haya sido consumado, es enseñado claramente en el Extrav. Joan. XXII (tit. VI, cap. Unic.), y fue solemnemente definido por el Concilio de Trento (Sess, XXIV, can. Vi). La razón por la cual la disolución se lleva a cabo es un asunto teológico. La definición dice: “Si alguien pudiera decir que un matrimonio contraído, pero no consumado, no es disuelto por la profesión religiosa solemne de cualquiera de las partes en el matrimonio, será anatema”. La expresión” por la profesión religiosa solemne” es importante. Ni la simple entrada a una orden religiosa, ni la vida en el noviciado, ni la llamada profesión de votos simples, aunque ellos sean de por vida, como se ha hecho costumbre en las congregaciones modernas, es capaz de disolver un matrimonio previo. Tampoco los votos simples que son pronunciados en la Sociedad de Jesús, ya sean como los votos de escolástico o como votos de antiguos coadjutores, disuelven un matrimonio que ha sido contraído y no consumado, auque son causa de impedimento en relación con cualquier otro matrimonio posterior. La pregunta de cómo y por qué razón tal matrimonio es disuelto por profesión religiosa solemne es contestada por algunos señalando un derecho Divino inmediato, como si Dios mismo lo hubiera ordenado inmediatamente. Otros, sin embargo, lo atribuyen al poder que la Iglesia ha recibido de Dios, y a su rito. La primera opinión es defendida por Dominic Soto, Th. Sánchez, Benedicto XIV, Perrone, Rosset, Palmieri, y otros; la segunda por Enrique de Segusia, (comúnmente llamado Hostiensis), Suárez, Layman, Kugler, los teólogos de Würsburg, Wernz, Gasparri, Laurentius, Fahrner y otros. Los eruditos, sin embargo, no tienen una opinión unánime en cuanto los límites de su disolubilidad. Muchos hechos de las vidas de los santos, de santa Tecla, santa Cecilia, san Alexis, y otros, por ejemplo los narrados por Gregorio el Grande (III Dialog., xiv, en P.L., XXXIII) y por el Venerable Beda (Hist. Angl., xix, in P.L., XCV, 201 ss.), son prueba de la convicción cristiana universal de que, aún si el matrimonio ha sido contraído, hay libertad para cualquiera de las partes casadas de separarse del otro para poder escoger una vida de perfección evangélica. Ahora bien, esto podría ser una violación al derecho del otro cónyuge si en tales circunstancias el vínculo marital no fuese disuelto, o al menos no podría ser fácilmente disuelto bajo ciertas condiciones, y por esto el derecho concedido al otro para que pueda volverse a casar. Las condiciones precisas bajo las cuales puede tener lugar la disolución del vínculo matrimonial, solamente pueden decidirse con certeza por la declaración auténtica de la Iglesia. Tal declaración fue hecha por Alejandro III, de acuerdo con el Decretal III, XXXII, 2: “Después de un consentimiento acordado legalmente que afecta el presente, se le permite a una de las partes, aún en contra de la voluntad del otro, escoger un monasterio (de la misma manera que algunos santos han sido llamados del matrimonio), con la condición de que no haya habido relaciones carnales entre ellos; y se le permite a quien es abandonado a casarse otra vez”. Una declaración similar fue hecha por Inocencio III, op. cit., cap. xvi. De esta última declaración sabemos que la profesión religiosa por sí misma tiene este efecto, y que por esto quienes deseen practicar una vida de más alta perfección en cualquier manera podría ser obligado por el otro cónyuge a escoger un estado religioso o a consumar el matrimonio.

Bajo condiciones eclesiásticas más recientes, no se impone una larga espera sobre la otra parte antes de que pueda casarse de nuevo, debido a que la profesión religiosa debe hacerse sin un noviciado largo. La introducción de un noviciado de al menos un año por el Concilio de Trento, y el lapso de tres años prescrito por Pío IX y León XIII para votos simples antes de la profesión solemne, y la restricción general de profesión solemne por el establecimiento de la profesión simple, la cual no disuelve el vínculo matrimonial, han producido dificultades para la disolución del matrimonio no consumado por profesión religiosa. De tal manera que ahora parece prácticamente necesario que si una de las partes casadas pudiera escoger el estado de perfección evangélica antes de la consumación del matrimonio, el vínculo matrimonial podría disolverse por autoridad papal.

2. Disolución por el Papa del Matrimonio aún no Consumado.

La autoridad del papa como cabeza suprema de la Iglesia para disolver matrimonies cristianos que aún no han sido consumados está probada por una parte por los votos de Cristo a Pedro, Mat., xvi, 19 (ver arriba, bajo B, 2), y por otra, por la disolubilidad de tal matrimonio por profesión religiosa, puesto que esta profesión debe ser solemne, pues de acuerdo con la declaración de Bonifacio VIII (III Sexti Decretal., xv, c. unic.), los votos solemnes como tales dependen completamente del rito de la Iglesia – “"voti solemnitas ex solâ constitutione Ecclesiæ est inventa". De aquí se deduce sin lugar a dudas que la disolución de un matrimonio por profesión solemne nunca puede ocurrir sin el ejercicio de la autoridad de la Iglesia. Ahora bien, si la Iglesia puede provocar tal disolución de acuerdo a la ley general, a fortiori ella puede hacerlo en ciertos casos – no de manera arbitraria, si no por razones graves – porque este poder ha sido concedido por Dios para administrar en asuntos de derecho Divino, y una autoridad delegada no pude ejercitarse sin una razón suficiente (cf. Wernz, “Just Decretal”, IV, n. 698, not. 39) El verdadero ejercicio de este poder por parte de los papas, el cual se ha vuelto constante y general, es una prueba más de su conveniencia y verdadera existencia. Ejemplos claros ocurrieron durante el pontificado de Martín V (1417-31) y Eugenio IV (1431-47). San Antonio nos dice que él había visto varias Bulas papales las cuales concedían tal dispensa de una disolución del matrimonio que no ha sido consumado, de tal manera que ellos podrían volver a casarse. (Summa theol., III, tit. i, c. xxi). Podemos encontrar rastros de tal práctica aún en tiempos más recientes. Una Decretal de Alejandro II, a saber, la Decretal IV., xiii, 2, parece, de acuerdo a una interpretación probable, referirse a una posible concesión de tal disolución. Tal vez la decisión de Gregorio II a san Bonifacio, en 726 (ver arriba bajo A. 4) puede ser explicada en el mismo sentido, aunque es muy incierto, pues parece que no se refiere ni a la disolución del matrimonio no consumado, como algunos suponen, ni a la disolución de un matrimonio real que no ha sido consumado, sino más bien a una declaración de invalidez. Por muchos siglos, el ejercicio del poder de disolver tales matrimonios ha pertenecido a las funciones ordinarias de la Santa Sede, y es exclusivamente papal, ya que el trabajo de las Congregaciones Romanas en tales casos es solamente preparatorio.

Sin embargo, ejemplos excepcionales suceden cuando ha sido delegado a los obispos (Wernz, op. cit., n. 698, not. 41). El procedimiento judicial en tales casos fue establecido con exactitud por Benedicto XIV en su Bula de procedimiento judicial ("Dei miseratione", 3 de noviembre, 1741 (sección 15), obligatorio en toda la Iglesia Latina. Cualquier incertidumbre sobre este poder eclesiástico (cf. Fahrner;Geshichte des Unauflöslichkeitsprincips, p. 170 ss.) fue removida por esta Bula; porque si este poder no perteneciera a la Iglesia, entonces la Bula en cuestión podría haber aprobado y originado una institución contra todas las morales buenas. Es, sin embargo, inconcebible que el papa pudiera dirigir un ataque a la moralidad y pudiera formalmente aprobar la bigamia en ciertos casos. Varios de los canónigos más viejos, especialmente aquellos en Bolonia, presentaron algunas razones especiales las cuales se supone que justifican la disolución del matrimonio antes de la consumación. Si por esto ellos desean hacer valedero el derecho de disolución por una autoridad privada, entonces están equivocados. Si intentan hablar de una disolución que podría ser concedida por la Iglesia, que es, por su suprema cabeza, y el permiso para un nuevo matrimonio, entonces simplemente han recogido los casos en los que tal disolución podría tener lugar en virtud de la autoridad papal ya mencionada, pero no han dado un nuevo nombre a tal disolución.

Algunos sostienen la opinión errada de la disolubilidad privada, porque ven tal unión como un matrimonio no real, como un simple desposorio, y de esta manera lo tratan de acuerdo a los principios jurídicos relacionados con los desposorios. Esta teoría de matrimonio, sin embargo, no siempre fue defendida, y ha desaparecido hace tiempo de las escuelas de teología; tampoco merece ninguna atención en el presente, porque está en conflicto con los dogmas católicos establecidos.

Divorcio Limitado o Divortium Imperfectum

Una separación de las partes casadas dejando el vínculo matrimonial intacto es mencionada por san Pablo, I Cor. 7,11: “más en el caso de separarse, que no vuelva a casarse, o que se reconcilie con su marido”. Por la propia naturaleza del caso se deduce que puede haber ocasiones en las que la cohabitación no es aconsejable o aún impropia y moralmente imposible. Si tales circunstancias no traen la disolución del vínculo matrimonial, al menos debe permitirse el cese de la vida marital. De ahí que el Concilio de Trento, inmediatamente después de su definición de la indisolubilidad del vínculo matrimonial, aún en el caso de adulterio, añadiera otro Canon (Sess. XXIV, can. viii): “Si alguien pudiera decir que la Iglesia se equivoca cuando ella, por muchas rezones, decreta la separación del marido y la mujer en relación a la cama y el lugar de vivienda, por un periodo definido o no; será considerado anatema”. La terminación de la vida marital en común puede tener diferentes grados. Puede haber la simple terminación de la vida marital (separatio quoad forum), o la completa separación en relación al lugar de vivienda (separatio quoad cohabitationem). Cada una de ellas puede ser permanente o temporal. La abstinencia temporal de la vida marital, o separatio a toro, puede ocurrir por consentimiento mutuo privado debido a altos motivos religiosos, sin embargo, no si tal continencia es la ocasión de peligro moral para cualquiera de las partes. Si tal peligro amenaza a cualquiera, se volverá su deber volver a la vida marital. El Apóstol habla al respecto en I Cor., vii, 5: “No os neguéis el uno al otros sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para daros a la oración; luego, volved a estar juntos, para que Satanás no os tiente por vuestra incontinencia”.

1. La Elección de la Perfección Evangélica

Para una separación permanente a causa del ingreso al estado de perfección cristiana, es decir, la entrada a la vida religiosa de parte de la esposa o el esposo, o por recepción de las Santas órdenes por parte del esposo, no sólo se requiere consentimiento mutuo, sino también algunos arreglos por parte de la autoridad eclesiástica, de acuerdo a las leyes acerca de tales casos. Esto se sostiene con relación a la recepción de las órdenes mayores inmediatamente después de contraer matrimonio, aún antes de ser consumado. Con respecto a la elección de vida religiosa, se sostiene únicamente después de consumado el matrimonio. Ya que, como hemos dicho antes, por la vida religiosa el matrimonio que no ha sido consumado puede disolverse, y en este sentido, las parejas recién casadas tiene el derecho a una demora de dos meses para considerar la elección del estado de perfección, y durante el cual la consumación del matrimonio puede negarse (San Alfonso, "Theol. mor.", VI, n. 958). En caso de que el matrimonio no se disuelva, la recepción de las Santas órdenes o la profesión religiosa no puede llevarse a cabo antes de que la otra parte no esté dispuesta a una vida de continencia. De acuerdo con el juicio del obispo diocesano, él o ella debe entrar a una orden religiosa o, si la edad y otras circunstancias remueven cualquier sospecha y todo peligro de incontinencia, al menos hacer un voto privado de castidad perpetua. En ningún caso puede permitirse nunca que el esposo que va a recibir las Santas órdenes more en la misma casa con la esposa obligados únicamente por un voto privado (cf. Laurentius, "Instit. jur. eccl." 2a. ed., n. 694).

2. Adulterio de Una de las Partes

A la parte inocente por adulterio del cónyuge se le es dada causa para la terminación de la vida en comunidad, que es perpetua por sí misma. Sin embargo, para que este derecho pueda existir, el adulterio debe ser, primero, probado; segundo, no atribuible al otro cónyuge completamente o como cómplice; tercero, injustificado; cuarto, no haber sido compensado por el adulterio de la otra parte (cf. IV Decretal., xiii, 6, and xix, 4, 5; Wernz, "Jus decret.", IV, n. 707 sqq.; San Alfonso, VI, n. 960). Si la parte inocente tiene la certeza del pecado de la otra, él o ella tiene el derecho inmediato de rehusarse a seguir con la vida matrimonial. Si el crimen es manifiesto, entonces la parte inocente está justificada para abandonar de inmediato a la culpable, o despedirla de la casa. Sin embargo, si se desconoce el crimen o no está probado con certeza, la separación completa sólo puede darse después de una investigación y una decisión judiciales, las cuales deben ser hechas por una autoridad eclesiástica (IV Decretal., xix, 4, 5;I, 9; Wernz, "Jus decretal.", IV, n. 711). Todo contacto sexual fuera de la vida matrimonial es visto como equivalente al adulterio al justificar la completa separación, aún los pecados anormales de la sodomía y bestialidad. Como prueba del crimen puede alegarse lo que es llamado suspiciones vehementes. En los primeros siglos de la Iglesia, había con frecuencia un mandamiento, y el deber de separarse de la parte culpable de adulterio era impuesto sobre la parte inocente. Sin embargo, nunca hubo tal legislación general. El deber de separación estaba fundado parcialmente en la penitencia canónica impuesta por adulterio que era públicamente conocido (y esta penitencia era incompatible con la vida marital), y en parte en el deber de evitar el escándalo, ya que continuar viviendo con un esposo o esposa adictos al adulterio podría parecer una escandalosa aprobación de esta vida criminal. Por esta razón, aun actualmente, pueden surgir circunstancias que hagan del repudio de la parte culpable un deber (cf. San Alfonso, VI, n. 963 ss.). Sin embargo, comúnmente, al menos por una violación simple, no hay deber de superación; mucho menos hay un deber de separación permanente; de hecho, la caridad puede demandar en ciertos casos que después de una separación temporal la parte arrepentida pueda ser invitada o admitida a renovar la vida marital. Sin embargo, no hay ninguna obligación de justicia para recibir de nuevo a la parte culpable.

Lo que más reconocen algunos teólogos es cualquier obligación de justicia cuando la parte originalmente inocente se ha vuelto, mientras tanto, culpable del mismo crimen. La parte inocente siempre retiene el derecho en justicia para retirar o demandar el regreso de la parte culpable. Si el cónyuge inocente desea renunciar a este derecho para siempre, entonces él o ella puede entrar a la vida religiosa o él puede recibir las Sagradas órdenes, sin la necesidad de consentimiento de parte del cónyuge culpable quien ha sido repudiado, o sin ninguna obligación posterior que sea impuesta por esta parte (III Decretal., xxxii, 15, 16). Sin embargo, la parte culpable puede optar por la vida religiosa o recibir las Sagradas órdenes solamente con el consentimiento de la parte inocente. Este consentimiento debe ser expresamente concedido o deducido con certeza de la constante negativa de reconciliación. Es asunto de la autoridad eclesiástica decidir en cualquier caso si dicha certeza existe o no. Una obligación adicional, como el voto de castidad perpetua, no se impone sobre la parte inocente, pero la libertad de volver a casarse es concedida después de la muerte del otro cónyuge (cf. III Decretal., xxxii, 19; Wernz, op. cit., n. 710), not. 126; San Alfonso, VI, n. 969).

3. Herejía o Deserción de la Fe

Después del adulterio, una razón para la separación casi equivalente a este es la renuncia a la Fe, bien sea por renuncia a la cristiandad o por herejía (IV Decretal., xix, 6, 7). Sin embargo, hay algunas diferencias importantes que deben anotarse:

(a) En el caso de adulterio, una acción simple, si es probada, es suficiente para la separación permanente, pero en el caso de infidelidad o herejía, se requiere cierta persistencia en el pecado (cf. Santo Tomás, IV Sent., dist. xxxv, Q. i, a. 1), como por ejemplo la adhesión a una denominación no católica.

(b) Es necesaria una sentencia eclesiástica en este caso para el derecho a separación permanente. Si esta no ha sido obtenida, la parte inocente está obligada a recibir a la parte culpable después de la conversión y la reconciliación con la Iglesia. Esto está expresamente decidido por la Decretal IV, xix, 6. Sin embargo, cuando el derecho de separación permanente ha sido concedido, la parte inocente puede proceder de inmediato a la vida religiosa o a recibir las Santas órdenes, y de esta manera, hace imposible el regreso a la vida marital. Es necesario mencionar que la herejía o la infidelidad, como tales, no son causa de separación de ninguna clase, y si una dispensa del impedimento de disparidad de culto entre una persona bautizada y una no bautizada ha sido concedida, o si ha ocurrido un matrimonio válido, aún sin la dispensa eclesiástica, entre un católico y un bautizado no católico. En tales casos, el paso de una denominación a otra no da razón para la separación.

4. Peligro para el Cuerpo o el Alma

Además de estos casos especiales de separación fundamentados en la ley eclesiástica, pueden surgir muchos otros casos, en los cuales, por su naturaleza, se justifica la separación temporal. Ellos se resumen bajo la noción general de “peligro para el cuerpo o el alma” (periculum corporis aut animæ) Debe ser, por supuesto, un asunto de peligro aproximado de gran daño, porque este derecho tan importante de la otra parte no debe hacerse a un lado, o aún parcialmente limitado, por razones triviales. Las razones para una separación temporal son tan variadas como los males que pueden infligirse, Para juzgar correctamente la gravedad, es necesaria una consideración razonable de todas las circunstancias. El peligro para el alma, el cual es dado como razón para la separación, casi siempre supone un crimen de la otra parte. Consiste en la tentación para algún pecado mortal, bien por negación de la Fe católica, o la negligencia en la educación adecuada de los hijos, o por algún otro pecado grave o la violación de la ley moral. Provocación peligrosa, o presión, o intimidación, o amenazas infligidas por o con el consentimiento de una de las partes, o aprobación silenciosa para inducir al otro a una violación grave del deber podría dar justificación – y aún la obligación, si el peligro es grande – para la separación, que debería durar tanto como el daño exista. Razones como estas podrían más adelante justificar una separación en el caso de un matrimonio variado. El peligro para el cuerpo, el cual es una razón más para la separación, significa cualquier gran peligro para la vida o la salud, así como otras condiciones intolerables.

Tales son, sin lugar a dudas, tramar contra la vida de uno, tratamiento de una enfermedad que en el momento puede considerarse peligroso, temor bien fundado de peligro de contagio, demencia, peleas serias y constantes, etc. Hay que anotar que en cada caso debe haber un verdadero mal para justificar la separación por cualquier lapso de tiempo. Otras inconveniencias deben ser soportadas con paciencia cristiana. Grandes crímenes de una parte, a condición de que no vayan en contra de la fidelidad matrimonial, o no incluyen ningún incentivo para pecar por parte del otro, por sí mismos no dan, de acuerdo a la ley católica, ningún derecho de separación; tampoco lo hacen los castigos que puede recibir la parte culpable como consecuencia de dichos crímenes, aún cuando estos castigos están unidos a la deshonra. El punto de vista católico en este sentido es totalmente opuesto al no católico, el cual, como hemos visto arriba en A. 3. (e), permite en tales casos la disolución del vínculo matrimonial. Por una autoridad privada, es decir, sin la aplicación previa de una corte eclesiástica, y su decisión, puede darse una separación temporal cuando la demora conlleva peligro. Las leyes de la iglesia no permiten la separación en otros casos (Wernz, "Jus Decret.", IV, n. 713; San Alfonso, "Theol. mor.", VI, n. 971), aunque, donde hay razones públicas y evidentes para la separación, la no observancia de las regulaciones de la Iglesia pueden pasarse por alto más fácilmente. La separación por la simple decisión de un juez civil nunca es permitida a los católicos. (Cf. III Conc. plen. Baltim., tit. IV, c. ii).


Fuente: Lehmkuhl, Augustinus. "Divorce (in Moral Theology)." The Catholic Encyclopedia. Vol. 5, pp.54-69. New York: Robert Appleton Company, 1909. 20 Sept. 2016 <http://www.newadvent.org/cathen/05054c.htm>.

Traducido por Mauricio Acosta Rojas